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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Intriga

Los millonarios (20 page)

BOOK: Los millonarios
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—Estoy seguro de que lo haremos —dice—. Pero deja que te diga una cosa… si se acercan a ella…

Alzo la vista, advirtiendo el sutil cambio de tono en la voz de Charlie. Jamás bromea cuando se trata de mamá.

—No le ocurrirá nada —insisto.

Asiente para sí, haciendo un gran esfuerzo por creerlo. De espaldas a mí, añade:

—Ahora cuéntame qué pasó con Duckworth. ¿Has podido averiguar adónde ha ido a parar el dinero?

—No exactamente —digo, explicándole detalladamente mi conversación con la mujer del banco. Como siempre, la reacción de Charlie es inmediata.

—No lo entiendo —dice—. A pesar de que cuando nosotros lo comprobamos, decía tres millones, ¿Duckworth tenía los trescientos trece millones de dólares…?

—Sólo si crees lo que dice en los archivos.

—¿Crees que ella se lo estaba inventando?

—Charlie, ¿sabes cuántos clientes tienen más de cien millones de dólares en activos? Diecisiete en el último cómputo… y puedo nombrar a cada uno de ellos. Marty Duckworth no figura en esa lista.

Charlie me mira en silencio.

—¿Cómo es posible?

—Ésa es la cuestión ahora, ¿verdad? —pregunto—. Obviamente, alguien estaba haciendo un trabajo muy fino para que pareciera que Duckworth sólo tenía tres millones de dólares a su nombre. La cuestión importante aquí es: ¿quién lo hizo y cómo consiguieron ocultarlo al resto del banco?

—¿Realmente crees que alguien es capaz de ocultar toda esa pasta?

—¿Por qué no? El banco nos paga precisamente para que hagamos eso todos los días —digo—. Piensa en ello. Es lo único en lo que piensan los ricos: ocultar su dinero. De Hacienda… de sus ex esposas… de mocosos incontrolables…

—… ésa es la principal razón por la que la gente acude a nosotros —añade Charlie, captando la idea al vuelo—. De modo que, con una especialidad como ésa, tiene que haber alguien aquí que haya ideado la forma de que una cuenta parezca una cosa y sea realmente otra. «Sí, señor Duckworth, el saldo de su cuenta es de tres millones de dólares… guiño, guiño, codazo, codazo.»—Estúpidos de nosotros, cuando Mary transfirió el saldo, nos llevamos toda la pasta.

Mirando fijamente las sombras que dibujaba en las paredes la luz de las velas, nos abrimos paso a través de la lógica.

—No está mal… —reconoce Charlie—. Pero para que alguien de dentro pudiese…

—No creo que haya sido alguien de dentro del banco, Charlie; quienquiera que haya sido recibía ayuda de…

—¿Gallo y su compañero del Servicio?

—Tú también oíste lo que dijo Shep; él no fue quien les llamó. Se presentaron en el momento en que el dinero desapareció.

Ambos asentimos lentamente. No es una mala teoría.

—¿O sea que estaban implicados desde el principio? —pregunta Charlie.

—Dime una cosa: ¿qué probabilidades hay de que dos agentes del servicio secreto participen en un caso criminal y luego maten a Shep sólo para devolver el dinero robado? No me importa cuánto dinero había en juego, Gallo y DeSanctis no fueron asignados al caso por casualidad. Ellos vinieron para proteger su inversión.

—Tal vez formaban parte del plan, vendieron sus servicios…

—Tal vez han estado trabajando con el banco desde el principio.

—¿Quieres decir lavando dinero? —pregunta Charlie.

Me encojo de hombros, pensando en ello.

—Sea lo que sea, esos tíos estaban metidos en algo sucio, algo grande… algo que, si todo salía bien, les hubiera producido unas ganancias de trescientos trece millones de George Washington.

—No está mal para un día de trabajo —conviene Charlie—. ¿Con quién crees que lo habían planeado?

—Es difícil decirlo. Todo lo que sé es que no puedes escribir «servicio secreto» sin la palabra «secreto».

—Sí, bueno, tampoco puedes escribir «gilipollas» sin Lapidus o Quincy —dice Charlie, apuntando con el dedo.

—No lo sé —dijo sin demasiada convicción—. Tú viste su reacción, estaban incluso más asustados que nosotros.

—Sí… porque tú, yo y todos los demás estaban mirando. Los actores no existen sin público. Además, si no fueron Lapidus o Quincy, ¿quién pudo ser?

—Mary —digo.

Charlie me mira, mesándose una perilla imaginaria.

—Podría ser.

—Te digo que podría haber sido cualquiera. Pero aún no hemos contestado a la primera pregunta: ¿De dónde sacó Duckworth trescientos trece millones de dólares?

Las velas continúan con su danza. Yo permanezco inmóvil.

—¿Por qué no se lo preguntas al interesado? —dice Charlie.

—¿Duckwojrth? Está muerto.

—¿Estás seguro de eso? —pregunta Charlie, levantando una ceja—. Si todo lo demás es una sala de espejos, ¿qué te hace pensar que ésta es la única pared?

Es un buen argumento. De hecho, es un gran argumento.

—¿Aún tienes su…?

Charlie busca en el bolsillo trasero del pantalón y saca una hoja de papel doblada.

—Eso es lo bueno de ponerse los mismos pantalones que usaste el día anterior —dice—. Lo tengo… aquí.

Cuando desdobla el papel aparece la dirección de Duckworth que tenían en la cuenta del Midland National Bank: 405 Amsterdam Avenue. Con su mecha encendida se dirige hacia la puerta.

—Charlie —susurro—. Tal vez sea mejor ir a la policía.

—¿Por qué… para que puedan entregarnos al servicio secreto y nos llenen la cabeza de plomo? No quiero ofenderte, Ollie, pero el hecho de que tengamos el dinero y la forma en que nos sorprendieron con Shep… nadie va a creer una palabra.

Cierro los ojos e intento imaginar otra situación. Pero lo único que veo es la sangre de Shep… bañándonos las manos. No importa lo que digamos. Ni siquiera yo creería nuestras palabras. Retrocedo y me siento en uno de los bancos.

—Estamos muertos, ¿verdad?

—No digas eso —me increpa Charlie. No puedo asegurar si se trata de negar la evidencia o de obcecación de hermano pequeño, pero es igual—. Si encontramos a Duckworth… será nuestro primer paso para encontrar respuestas —insiste—. Es nuestra oportunidad de sacudir las Ocho Bolas Mágicas. No pienso tirar la toalla. —Abre la puerta de la capilla y desaparece en la gran nave central.

Me vuelvo hacia el altar votivo, contemplo la cera derretida que corre por el cuerpo de las velas. No le lleva mucho tiempo quemarse por completo. Sólo un poco. Es todo lo que tenemos.

20

Cuando giró en la esquina, en dirección a la calle de Oliver, envuelta en un abrigo verde oliva que llegaba hasta los tobillos, Joey parecía un peatón más en Red Hook: la cabeza gacha, sin tiempo para hablar, otros lugares donde estar. No obstante, mientras sus ojos permanecían fijos en el deteriorado edificio donde vivía Oliver, sus dedos estaban mucho más ocupados: sobaban lentamente las bolsas negras de basura vacías que llevaba en el bolsillo izquierdo y la correa para perros de nailon rojo que llevaba en el derecho.

Segura de que se encontraba lo bastante cerca de su objetivo, levantó la cabeza y sacó la correa, dejando que colgase hacia sus rodillas. Ahora no era solamente una investigadora, paseando por la calle y examinando las ventanas en busca de vecinos curiosos. Con la correa colgando junto a ella, era un miembro más de la comunidad que buscaba a su perro perdido. Sí, era una excusa muy pobre, pero en todos los años que llevaba utilizándola, jamás le había fallado. Las correas vacías te llevaban a cualquier parte: caminos particulares… patios traseros… incluso al estrecho callejón que discurre junto al edificio de piedra rojiza desteñida y donde se encuentran los tres contenedores de plástico llenos con la basura de Oliver y sus vecinos.

Joey se deslizó en el callejón; contó once ventanas que daban a la zona de recolección de los residuos: cuatro en el edificio de Oliver, cuatro en el edificio contiguo y tres en el que se alzaba al otro lado de la calle. Sin duda era mejor hacerlo de noche pero, para entonces, el Servicio ya habría examinado la basura. Es lo que siempre sucede con las Zambullidas en los Basureros. Se sirve el primero que llega.

Sin perder un segundo, se quitó el abrigo y lo lanzó a un lado. Llevaba un pequeño micrófono prendido al primer botón de la camisa y dos finos cables llegaban hasta un móvil sujeto al cinturón. Se colocó un audífono en la oreja derecha, pulsó «Enviar» y, mientras sonaba, abrió rápidamente las tres tapas de los contenedores de basura.

—Aquí Noreen —contestó una mujer joven.

—Soy yo —dijo Joey, poniéndose un par de guantes quirúrgicos de látex. Era una lección que había aprendido en su primera Zambullida en el Basurero, donde el sospechoso tenía a un recién nacido… y Joey encontró un puñado de pañales sucios.

—¿Qué tal el barrio? —preguntó Noreen.

—Ha visto tiempos mejores —dijo Joey mientras observaba las paredes de ladrillo gastadas y los cristales rotos en las ventanas del sótano—. Supuse que era un vecindario de jóvenes banqueros ambiciosos. Pero se trata de un barrio de gente obrera que no puede permitirse el lujo de un primer apartamento en la ciudad.

—Tal vez por eso mismo robó el dinero, porque está harto de ser de segunda clase.

—Sí… tal vez —dijo Joey, feliz de comprobar que Noreen participaba.

Recién graduada en el programa nocturno de la Facultad de Derecho de Georgetown, Noreen pasó el primer mes posterior a su graduación siendo rechazada por los principales bufetes de Washington, D. C. Los dos meses siguientes supusieron también el rechazo de las firmas medianas y pequeñas. Al cuarto mes, su viejo profesor de la asignatura de Prueba hizo una llamada a su buen amigo en Sheafe International.
Excelente estudiante del programa nocturno… poca cosa a primera vista, pero ambiciosa… igual que Joey el día en que su padre la dejó
. Aquéllas fueron las palabras mágicas. Un currículo enviado por fax más tarde, Noreen tenía un trabajo y Joey tenía su flamante ayudante.

—¿Preparada para bailar? —preguntó Joey.

—Dispara…

Joey metió la mano dentro del primer contenedor, abrió la primera bolsa Hefty y el olor a café molido le dio de lleno en el rostro. Inclinó la bolsa para ver mejor, buscando algo con un… Allí estaba. Una factura de teléfono. Manchada y húmeda por los posos de café, pero arriba del todo. Apartó los restos de café y comprobó el nombre en la primera página. Frank Tusa. La misma dirección. Apartamento 1.

Siguiente.

La bolsa que estaba debajo era un saco oscuro que, una vez abierto, apestaba a naranjas podridas. Había un sobre de correos dirigido a Vivian Leone. Apartamento 2.

Siguiente.

El contenedor del medio estaba vacío. Eso dejaba sólo el contenedor de la derecha, que tenía una bolsa blanca y barata, casi transparente, atada con una fina cuerda roja. No era Hefty… tampoco GLAD… era alguien que trataba de ahorrarse unos dólares.

—¿Has encontrado algo? —preguntó Noreen.

Joey no contestó. Abrió la bolsa blanca, echó un vistazo al interior y contuvo la respiración ante la peste a plátanos de dos días.

—¡Uf! Qué asco.

—¿Qué?

—El tío es un reciclador.

—¿Qué quieres decir con el tío? —preguntó Noreen—. ¿Cómo sabes que se trata de la basura de Oliver?

—Hay sólo tres apartamentos y él ocupa el más barato en el sótano. Confía en mí, es su basura.

Joey volvió a comprobar las ventanas antes de sacar una de las bolsas de basura negras del bolsillo, forrar el interior del contenedor vacío y verter en él las pieles de plátano marrones de la bolsa de Oliver. Como abogada, sabía que lo que estaba haciendo era totalmente legal —una vez que dejas tu basura en el bordillo, cualquiera puede jugar con ella— pero eso no significaba que tuvieses que anunciar todos tus movimientos.

Joey buscó la inmundicia, cogía y transfería puñados de espaguetis viejos, restos de raviolis y queso.

—Un montón de pasta… poco dinero en metálico —le susurró a Noreen, cuyo trabajo era catalogar—. Hay cebollas y ajo… un envase de setas ya cortadas, su paso infantil hacia la alta sociedad; por lo demás, nada caro en cuanto a vegetales, ni espárragos o lechuga exótica.

—De acuerdo…

—Hay un par de calzoncillos viejos, bóxers, de hecho, que parecen impresionantes, aunque en realidad…

—Haré una nota…

—Algunos envoltorios de queso… una bolsa de plástico de Delicatessen Shop-Rite… —Acercó la etiqueta para leerla—: Medio kilo de pavo, el producto más barato de la tienda… bolsas vacías de patatas fritas y galletas saladas… Parece que compra el almuerzo y se lo lleva a casa todos los días.

—¿Qué aspecto tienen los envases?

—Nada de Stvrofoam… ningún recipiente de entrega de comida china a domicilio… ni siquiera un pedazo de pizza —dijo Joey, mientras continuaba su excavación a través de los restos húmedos—. No se gasta un dólar pidiendo la comida. Excepto por las setas, ahorra cada centavo.

—¿Envases o cajas de algún producto?

—Nada. Nada de material electrónico… nada de baterías o pilas… sólo un envoltorio de plástico de una cinta de vídeo. Todo dentro de sus recursos. El mayor lujo son unas cuchillas de afeitar Gillete de alta tecnología y papel higiénico de doble capa. Vaya… también hay un envoltorio de un tampón super absorbente. Parece que nuestro chico tiene novia.

—¿Cuántos envoltorios?

—Sólo uno —contestó Joey—. Ella no viene todas las noches, tal vez es una relación reciente… o bien le gusta que él duerma en la casa de ella. —En el fondo de la bolsa, Joey volcó el contenido de cuatro filtros de café y utilizó los dedos para rastrillar la pequeña duna de restos oscuros—. Ya está. Una semana en la vida —anunció Joey—. Naturalmente, sin el material para reciclar, sólo es la mitad del cuadro.

—Si tú lo dices…

—¿Qué se supone que significa eso?

—No lo sé… es sólo que… ¿crees realmente que revolver la basura nos ayudará a encontrarles? —preguntó Noreen tímidamente.

Joey sacudió la cabeza. Demasiado joven.

—Noreen, la única manera de averiguar dónde va alguien es saber dónde ha estado.

En el otro extremo de la línea hubo una larga pausa.

—¿Crees que podremos conseguir ese material para reciclar? —preguntó Noreen.

—Dímelo tú. ¿Qué día…?

—La recogida no es hasta mañana —interrumpió Noreen—. Tengo la página web delante de mí.

Joey asintió. Hasta el ratón tiene que rugir a veces.

—Apuesto a que aún lo tiene en su apartamento —añadió Noreen.

—La única forma de averiguarlo… —Colocó nuevamente las bolsas de basura en su lugar, sacó nuevamente la correa roja de paseo y bajó por los inestables escalones de ladrillo que llevaban al apartamento de Oliver en el sótano. Junto a la puerta pintada de rojo había una pequeña ventana de cuatro cristales con una pegatina azul y blanca: «¡Atención! ¡Protegido por Alarmas Ameritech!»

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