Los millonarios (17 page)

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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Intriga

BOOK: Los millonarios
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Obcecado hasta el último aliento, Charlie se vuelve y contempla el cuerpo sin vida de Shep. Pero no es hasta que advierto la sangre de Shep que se filtra a través de las maderas del suelo que realmente puedo verlo… nuestra salida. Charlie me da la espalda, pero descubro la súbita inclinación de sus hombros. Él también lo ha visto. Encorvado como si la presión fuese excesiva, Charlie se arrodilla cerca del cuerpo de Shep… desliza los dedos por los bordes de la tabla de madera floja que hay en el suelo.

—Tú sabes cuál es la manera de salvarle —me advierte Gallo, con la mirada aún fija en mí—. Sólo dinos dónde está el dinero. —Desde la posición que ocupa Gallo detrás de Charlie, no puede ver nada. Medio metro más allá, yo lo veo todo. Coloco rápidamente el cuerpo de modo que DeSanctis tampoco tenga un buen campo visual.

—Por favor, no le haga daño —imploro—. Le daré toda la información que necesita, pero está en el banco, no la llevo conmigo.

Es todo lo que puedo hacer. Seguir ganando tiempo.

Charlie finge protegerse ante el inminente disparo, se agacha aún más y agarra la tabla de madera. Se mueve ligeramente, pero no lo suficiente. Todavía queda un clavo que impide quitarla. Se concentra en las finas grietas que hay entre las tablas e introduce profundamente los dedos a modo de cuña. Si continúa le sangrarán los nudillos. No le importa. Necesita la palanca. Un tirón final y la piel se desgarra. Los tendones del antebrazo se contraen y puedo asegurar que sus dedos envuelven los bordes inferiores de la tabla. Ya casi lo tienes, adelante hermanito. Tira hacia arriba con todas sus fuerzas sin despertar las sospechas de los dos agentes. La tabla se afloja rápidamente.

—Oliver, eres demasiado listo para no memorizar el número de la cuenta —advierte Gallo mientras apunta a la cabeza de Charlie—. Puedes hacerlo mejor.

Detrás de Gallo, Charlie se vuelve sólo lo suficiente para mirarme. «No hables», me dicen sus ojos. «La tabla está a punto de ceder.»—Tres segundos —dice Gallo—. Después tendrás que barrer los sesos de tu hermano. Uno…

«Sólo necesito un segundo Ollie. Es todo lo que necesito.»

—Dos…

«Un segundo más…»

—¡Por favor, no lo haga! ¡Si quiere saberlo, se trata de una cuenta en An…!

«¡Ollie, muévete!», me indica Charlie con una mirada. La tabla se desprende del suelo con un sonoro crujido.

Siguiendo la dirección del sonido, Gallo se aparta de mí y gira el cuerpo hacia mi hermano. Baja la vista al suelo pero Charlie ya está de pie, balanceando la tabla de madera como si fuese un bate de béisbol. El lado plano alcanza a Gallo en la mandíbula, que envía un chorro de saliva volando a través de la habitación. Sólo el sonido ya merece la pena… un crujido repugnantemente dulce que le lanza a él —y a la pistola— al suelo.

Antes de que pueda comprender lo que está sucediendo, siento un fuerte tirón en la parte posterior de la camisa. DeSanctis me empuja hacia atrás. Está entrenado para responder al instante. Cuando caigo al suelo, se vuelve hacia Charlie y apunta su arma para el disparo mortal. Ahora mi hermano está ante el orificio negro del cañón. Instintivamente alza la tabla de madera a modo de escudo protector. Al darme cuenta de lo que está a punto de ocurrir, gateo por el suelo y trato de levantarme. Pero es inútil. Sin dudarlo un segundo, DeSanctis aprieta el gatillo. El disparo produce un sonido ensordecedor.

La madera tiembla violentamente y algo pasa directamente sobre la cabeza de Charlie. Cuando abre los ojos, la tabla ya vuela de sus manos, partida por la mitad a causa del disparo. La tabla cae pesadamente al suelo y sus manos sienten el aguijón de docenas de astillas desprendidas de la madera por la fuerza del impacto. Charlie mira a DeSanctis, que se prepara para volver a disparar.

—¡No! —grito, lanzándome hacia DeSanctis desde atrás. El arma se sacude bruscamente y se dispara; la bala alcanza la pared de mi derecha y envía una nube de hormigón en polvo hacia un rincón. El impacto hace que DeSanctis pierda el equilibrio el tiempo suficiente para que yo salte a su espalda y le rodee el cuello con el brazo. En pocos segundos, sin embargo, el entrenamiento supera a la sorpresa. DeSanctis lanza con fuerza la cabeza hacia atrás y me golpea con violencia la nariz. El dolor es terrible. Pero no cedo.

—¡Te mataré, cabrón! —grita DeSanctis mientras yo continúo aferrado a su cuello. Retrocede y trata de cogerme con ambos brazos por encima de los hombros. Eso deja su pecho al descubierto. Es toda la distracción que Charlie necesita. Agarra la tabla rota, corre hacia adelante… clava los pies en el suelo y lanza el golpe. Cuando la tabla choca contra el estómago de DeSanctis, éste se dobla en dos y juro que sus pies se levantan del suelo. Caigo al suelo pero está claro que DeSanctis es quien se lleva la peor parte.

—¿Estás bien? —pregunta Charlie, tendiéndome la mano.

Asiento varias veces, incapaz de recuperar el aliento.

Detrás de Charlie se oye un ruido como si estuviesen rascando el suelo. Charlie se gira y ve a Gallo que se arrastra hacia su arma.

Pero Charlie es más rápido, recoge la pistola y la guarda en la parte posterior de los pantalones.

—¡Charlie…! —grito.

—Estáis muertos —susurra Gallo, echando sangre por la boca.

—¿Está seguro de eso? —pregunta Charlie, agitando nuevamente su improvisado bate. Jamás le he visto así. Levanta la tabla por encima de la cabeza como si fuese un leñador y…

—¡No lo hagas! —grito, cogiéndole del hombro. DeSanctis comienza a levantarse. Está claro que éste no es nuestro juego—. ¡Vamos… salgamos de aquí!

Charlie deja caer la tabla y salimos disparados hacia la puerta metálica que hay en una esquina. Una vez que oigo sus zapatos resonando a mis espaldas, no miro hacia atrás. Lo único que quiero es largarme de ese lugar. Con un rápido movimiento atravieso la puerta y enfilo el pasadizo. Charlie echa un último vistazo a la estación abandonada antes de seguirme. Puedo oírlo desde donde estoy. Gallo se ha levantado y viene tras nosotros, tosiendo de forma incontrolable. DeSanctis no está muy lejos.

—Tenemos problemas —grita Charlie.

Presa del pánico, dejo atrás los remolques de los tíos de la construcción y alcanzo el nivel superior. Los dos oímos el estrépito de la puerta de metal al golpear contra la pared en el pasillo inferior. Son más rápidos de lo que pensábamos.

—¡Comprueba los remolques! —grita Gallo. De eso se encarga DeSanctis.

En ese momento giro a la izquierda y desando velozmente el camino por el que hemos venido.

—¡Dirección equivocada! —grita Charlie.

—¿Estás…?

—Confía en mí —me grita, lanzándose hacia la derecha.

Me detengo, pero es una simple elección. Ambos sabemos dónde pasábamos las noches de los viernes.

Cuando comprueba que estoy detrás de él, Charlie continúa por el pasillo y los viejos instintos vuelven a ocupar su sitio. En el extremo del vestíbulo salta a la escalera mecánica y sube los peldaños de dos en dos. Detrás de él, mis zapatos resuenan contra los surcos de metal.

—¿Aún nos siguen? —pregunto sin mirar atrás.

Al llegar a la parte superior de la escalera mecánica, que acaba en un montón de quioscos de periódicos y revistas, el único camino libre se dirige hacia la izquierda, de vuelta al vestíbulo principal. Charlie sigue corriendo en línea recta, hacia la puerta de servicio marrón que hay en una esquina.

—Parece que está cerrada con llave —digo.

—No —insiste Charlie—. O, al menos, no solía estar cerrada.

Rezando para que las cosas no hayan cambiado, observo cómo se lanza contra la puerta. Esta se abre de par en par y nos conduce a un vestíbulo color marrón industrial. Charlie acelera el paso. Ha vuelto a territorio conocido. Y yo me siento más perdido que nunca. No quiero quedarme rezagado; aprieto los puños y los dientes y aumento la velocidad de mis zancadas. Siento que mis uñas se clavan en las palmas de las manos.

—¿Estás bien? —pregunta Charlie, sintiendo las vibraciones del momento.

—Sí —le digo, con la mirada clavada al frente.

Delante de nosotros hay dos puertas giratorias automáticas. Pisamos la alfombra con sensores y las puertas se abren. Huelo inmediatamente vapores de gasolina. A través de las puertas, la intensidad de las luces disminuye y la caverna se expande. Paredes de ladrillo, ninguna ventana, una vieja taquilla de madera con un reloj registrador en la parte exterior. Charlie mira a su alrededor a los aproximadamente cincuenta coches que están aparcados parachoques con parachoques en el aparcamiento subterráneo.

—¿Tiene ticket? —grita un hombre desde la taquilla con acento de Puerto Rico.

—No, gracias —dice Charlie, recobrando el aliento. Mira por encima del hombro hacia las puertas automáticas buscando a Gallo y DeSanctis. Pero las puertas se cierran mecánicamente. Allí no hay nadie. Al menos, no todavía. Pero antes de que podamos relajarnos, siento una sacudida en el estómago y vomito sin poder controlarme. El líquido golpea violentamente contra el suelo mientras vomito los restos lechosos y marrones de los cereales de la mañana. Sólo el olor me incita a vomitar otra vez. Cierro con fuerza las mandíbulas para impedirlo.

—¿Seguro que te encuentras bien? —vuelve a preguntarme Charlie.

Doblado hacia adelante, con las manos apoyadas en las rodillas, escupo los últimos trozos mientras un hilo de saliva cuelga de mi barbilla.

—No crea que seré yo quien limpie eso —nos advierte el tío puertorriqueño desde la taquilla.

Pero Charlie ignora su comentario y apoya una mano en mi hombro.

—Se han ido —dice—. Estamos a salvo.

Las palabras son agradables, pero se equivoca.

—¿Qué? —pregunta Charlie, estudiando mi color verde— ¿Qué pasa?

Tengo el estómago vacío y estoy a punto de desmayarme. Pero no es hasta que me enjugo la saliva del labio inferior con el dorso de la mano y hago un esfuerzo por erguirme que mi hermano me mira a los ojos. Vagan alrededor del aparcamiento, bailan ansiosamente en todas direcciones.

Charlie no dice nada pero sabe por qué no quise volver la cabeza mientras huíamos de aquel lugar. Es verdad, tenía miedo, pero no solamente de lo que nos perseguía. Era de lo que dejábamos atrás. Shep. Miro el vómito a mis pies. Olvida el miedo, esto es sentimiento de culpabilidad.

—No es culpa tuya, Ollie. Incluso cuando intentaste darles el número de la cuenta, Shep te dijo que mantuvieses la boca cerrada.

—Pero si no hubiésemos estado… —«¡Maldita sea!, ¿cómo he podido ser tan torpe? ¡Soy más inteligente que eso!»—. Si no hubiésemos estado allí… Si yo no hubiera estado tan estúpidamente furioso con Lapidus…

—Si… si… si… ¿Aún no lo entiendes? —pregunta—. No importa lo que estuvieras pensando, o por qué te convenciste de que debías hacerlo; Shep pensaba robar ese dinero con o sin nosotros. Punto final.

Levanto la cabeza.

—¿Tú crees?

—Por supuesto —responde con una demostración de confianza instantánea típica de Charlie. Pero cuando las palabras salen de sus labios, su expresión cambia. La realidad golpea con dureza. Y con celeridad. Ahora es él quien se pone súbitamente verde.

—¿Te encuentras bien? —pregunto.

No responde. En cambio, señala hacia la empinada rampa que lleva hasta la calle bordeada de nieve.

—¿Estás preparado?

Antes de que pueda asentir, Charlie echa a correr hacia ella. Detrás de él vuelvo a cerrar los ojos y veo el cuerpo sin vida de Shep, doblado en el suelo como si fuese una marioneta rota. Incapaz de borrar esa imagen —o la irreflexiva decisión que nos llevó allí— corro detrás de mi hermano hasta el extremo de la rampa. Pero, lamentablemente para nosotros, hay cosas que no se pueden dejar atrás.

Aún sigo detrás de Charlie cuando por la rampa del aparcamiento desembocamos en la calle 44. Somos rápidamente engullidos por la multitud que ha salido a comer, pero ya escucho en la distancia el ulular de las sirenas.

Miro a Charlie; él estudia mi expresión. Ya no somos solamente ladrones. Para cuando Gallo y DeSanctis hayan acabado con nosotros, seremos asesinos.

—¿Deberíamos llamar a mamá…?

—Ni hablar —digo, aún con el gusto a vómito en los labios—. Será el primer lugar donde nos buscarán.

Las sirenas se acercan y nos unimos a la cola que espera en una pizzería. Ahora los sonidos son ensordecedores. En el extremo de la manzana, dos coches de policía frenan violentamente con un chirrido de neumáticos ante la entrada de la Grand Central en Vanderbilt Avenue. Tenemos las cabezas gachas, pero como todos los que forman la cola, estamos expectantes. Pocos segundos más tarde, las puertas de los coches se cierran con fuerza y cuatro agentes uniformados entran corriendo en la estación.

—Vamos —digo, saliendo de la cola.

«¿Estás seguro de que quieres correr?», me pregunta Charlie con la mirada.

No me molesto en contestar. Como él dijo, ya no se trata de mi ira. O de alguna especie de venganza contra Lapidus. Se trata de seguir con vida. Y después de casi quince años de ser el farolillo rojo, Charlie conoce el valor de tener una ventaja inicial.

—¿Sabes adonde vamos? —pregunta mientras me sigue.

Estoy corriendo hacia el extremo opuesto de la manzana.

—En realidad, no —digo—. Pero tengo una idea.

14

Joey fue la octava persona a la que llamaron. Naturalmente, la primera fue el asegurador de la compañía KRG que se había encargado de suscribir la póliza. Lapidus le machacó en microsegundos y forzó un traslado inmediato del asunto a un analista de reclamaciones de fidelidad, quien, cuando se enteró de la suma en cuestión, llamó al jefe de la unidad de reclamaciones de fidelidad, quien llamó al presidente de reclamaciones, quien luego llamó al mismísimo presidente de la compañía. A partir de ahí, el presidente realizó dos llamadas: la primera a una firma de contabilidad forense y la segunda a Chuck Sheafe, presidente de Sheafe International, para pedirle personalmente que enviase a su mejor investigador. Sheafe no lo dudó un instante. Recomendó inmediatamente a Joey.

—De acuerdo —dijo el presidente de la compañía—. ¿Cuándo puede estar él aquí?

—Querrá decir ella.

—¿De qué está hablando?

—No sea machista, Warren. Jo Ann Lemont —explicó Sheafe. ¿Quiere a nuestro mejor investigador o quiere a un aficionado?

Eso fue todo. La octava llamada fue para Joey.

—¿Tiene alguna idea de quién pudo haber robado ese dinero? —preguntó Joey desde su sillón al otro lado del escritorio de Lapidus.

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