—¡Eos! —gritó—. ¿Dónde estás, amiga, hermana, amante?
Sólo el silencio respondió a esta desesperada pregunta.
Entonces Podalirio se dejó llevar por el arrebatado impulso que le había sacado de casa y se puso de nuevo a caminar, esta vez en dirección a la montaña, con pasos aún más apresurados, por una pedregosa vereda que serpenteaba en pronunciada pendiente, entre ásperos roquedales y arbustos espinosos que le desgarraban la túnica y la piel. Trepó después por los barrancos con el pecho agitado, jadeante y rabioso como una fiera. Lloraba amargamente, deseando encontrarse con Eos, y sintiendo a la vez que ella era alguien lejanísimo, que habitaba en las sombras, presa del Hades. Pero, no obstante de hacer tanto tiempo que no subía a la colina sagrada de Afrodita, algo en su interior le decía que allí encontraría al menos algún recuerdo de la presencia de su amada.
Al llegar al fin a la cima, lanzó una mirada hacia la lejanía y contempló los tejados de Corinto, las murallas y los templos. El Asclepion se veía entre los bosquecillos de oscuros cipreses como una blanca y diminuta mota, insignificante, que a él le resultaba indiferente.
Entonces sintió que nada le interesaba realmente de este mundo y se asomó a la hondura del negro barranco, deseando arrojarse para acabar con todo, momento en que una voz le habló a la espalda, como un susurro helado:
—Adórame y te daré lo que ven tus ojos.
Podalirio se volvió, aterrado. La diosa Afrodita estaba allí mirándole con ojos inteligentes y bellos, tocada con el yelmo plateado, del que escapaban sus rubios cabellos. Tenía el pecho desnudo, claro, hermoso y deseable. Las olas del mar se mecían a sus pies, blanqueándolos de espuma.
Cuando se le hubo pasado un poco el miedo y la sorpresa, él le habló a la diosa:
—¿Por qué me dices eso ahora? ¿Por qué habría de adorarte si me has quitado a mi amada?
—¡Qué estúpido eres, Podalirio! —le espetó Afrodita muerta de risa—. Te crees cualquier tontería que te cuentan. ¿Piensas acaso que a mí me interesa algo tu amada? Yo no puedo perder el tiempo en esas cosas… ¡Ja, ja, ja…!
—Entonces… —preguntó él, confuso—, ¿dónde está Eos?
—Muerta, naturalmente —contestó la diosa con desagradable ironía—. Muerta, convertida en momia y enterrada. Eso es lo que ella quería. ¿O no?
Podalirio se deshizo en lágrimas.
—¡Oh, qué crueldad! ¿Por qué la dejaste morir?
—¡No me ofendas, mentecato! —rugió Afrodita clavándole sus fieros ojos—. ¿Crees que yo, una diosa, puedo rebajarme a ocuparme de algo tan poco importante?
—¡Ella era tu sierva! —replicó él—. Te dedicó toda su vida. ¿No merecía al menos algo de compasión por tu parte?
—¿Compasión? ¡Qué tontería! ¿Quién te mete esas ideas en la cabeza, Podalirio? Acabarás peor que tu Asclepio querido, a quien fulminó Zeus por compadecerse de los hombres, o tal vez como Prometeo… «Compasión»… ¡Quién inventará esas pamplinas!
Podalirio buscaba en su mente palabras para contradecirla. Contestó con orgullo:
—¡Sólo la compasión, la misericordia, el amor podrán convertiros en dioses verdaderos! ¡Vosotros no sois más que falsas estatuas!
—Pero… ¿quién te crees tú que eres? —bramó Afrodita—. ¡Ahora verás, insensato!
La diosa empezó a agitarse como si danzara; los ojos le brillaban llenos de odio, como verdes y frías esmeraldas; y las olas se encresparon bajo sus pies. Furiosa, gritó:
—¡Mira allá! ¡Contempla lo que se te viene encima, miserable criatura!
Podalirio miró hacia donde ella señalaba: el golfo de Corinto también se agitaba y crecía, bajo un viento huracanado, cubriendo la ciudad y amenazando inundar toda la tierra, incluida la gran altura de la Acrocorinto. El pánico se apoderó de él cuando comprendió que iba a perecer ahogado muy pronto y, llorando como un niño, imprecó a la diosa con desesperación:
—¡Perdóname, Afrodita! ¿Qué quieres de mí? ¡Haré lo que me pidas!
Entonces el mar se calmó y retornaron las aguas a sus límites, volviendo a aparecer Corinto allá abajo.
—Así me gusta, imbécil —manifestó la diosa con odio—. Y no vuelvas a rebelarte contra los dioses o será peor la próxima vez. ¿Lo has comprendido?
—Sí, Afrodita. Dime qué es lo que debo hacer.
La diosa sonrió complacida, abrió las piernas y le mostró su vulva jugosa y su pubis poblado de dorado vello.
—Póstrate y adórame. Si lo haces de buen grado, te daré esto.
—¿Eso? —balbució Podalirio con un nudo en la garganta.
—¡No, eso no! —gritó colérica ella—. Me refiero a esto que tengo en la mano. —Le mostró un ánfora de las que se usaban para guardar el vino.
—¿Qué hay en ese recipiente? —preguntó Podalirio.
—La sangre de la Gorgona. Con ella podrás resucitar a tu amada.
A Podalirio le inundó una gran felicidad y se quedó sin palabras. Se arrojó a los pies de Afrodita y la adoró reverentemente, cantando a voz en grito el himno en honor a la diosa:
¡
Todos se afanan en secundar los mandatos
de la Cuerea, procreadora del deseo
!
Y en cuanto a ti, oh Afrodita
,
—
ya que tu oído por todas partes está atento
—,
sea que te extiendas sobre el amplio horizonte
celestial y allí seas, tal como de ti se dice
,
el alma divina del eterno universo; sea que habites
en el seno del éter
,
por encima de las siete órbitas de los planetas
,
derramando sobre todo lo que de ti proviene
,
infinitas energías
…
—¿Por qué te callas? —le recriminó la diosa.
Angustiado, Podalirio respondió:
—Se me ha olvidado cómo sigue… ¡No puedo recordarlo!
En esto, una voz conocida le habló desde alguna parte:
—Podalirio, ¿qué haces tú aquí?
De repente, Eos apareció frente a él, bellísima, sonriente y luminosa, sosteniendo una escoba en la mano mientras una alegre golondrina revoloteaba a su alrededor.
—¡Eos! —exclamó él muy sorprendido—. ¿Has resucitado?
—Oh, no —respondió ella, al tiempo que se aproximaba hacia Afrodita enarbolando la escoba—. Todavía no he resucitado. ¿No ves que estoy muerta?
—Entonces póstrate aquí conmigo —propuso él— y oremos a la diosa para que nos dé la sangre de la Gorgona. Así podrás volver a la vida.
—¿La sangre de la Gorgona? —repuso con ironía Eos—. ¡Eso no sirve para nada!
—¡Cuidado, la diosa te perjudicará si la ofendes! —le advirtió Podalirio aterrado.
Pero Eos, sin hacerle caso, se fue hacia Afrodita y se puso a propinarle escobazos, gritando despreocupada:
—¡Verás lo que hago con este espantajo!
—¡Oh, no! ¡Ten cuidado! —exclamó Podalirio—. ¡No la ofendas! ¡Es vengadora y cruel!
—¡Toma, toma y toma! —proseguía ella alegremente, sin dejar de golpear a la diosa.
Afrodita permanecía paralizada, con una sonrisa muda y extraña prendida en el rostro. Y, para mayor asombro de Podalirio, a medida que recibía más y más escobazos, iba desmoronándose y convirtiéndose en arena fina.
—¡Qué haces, desdichada! —gritó él—. ¿No ves que la estás haciendo polvo?
—Pues eso es precisamente lo que quiero —contestó Eos con regocijo—. Y ahora la barreré tranquilamente. ¿Te das cuenta? —Se puso a mover la escoba con mucha gracia, retirando la arena en que había quedado convertida la diosa—. ¡Anda, échame una mano, Podalirio!
Él, aunque confuso, cogió obedientemente una pala que había por allí y la hundió en el montón de arena. Preguntó, timorato:
—¿Qué hago con esto?
—¡Échalo al barranco! —respondió Eos.
La paletada de arena cayó ladera abajo y se disolvió en el viento, desapareciendo de su vista.
Aliviado, Podalirio comentó:
—Nunca pensé que sería tan fácil liberarse de la Citerea.
—¡Ja, ja, ja…! —rió feliz Eos—. ¿Ves? A fin de cuentas, los dioses son polvo que se lleva el viento… Eso es lo que he aprendido desde que he muerto. No sabes la pesada carga que me he quitado de encima. ¡Oh, qué liberación!
—Entonces… —preguntó él con un hilo de voz—. ¿No existen?
—¡Qué sé yo! Y, además, me importa un rábano.
—Pero, Eos, ¡tú pusiste tu confianza en Isis…! ¿La encontraste después de muerta? ¿Te condujo ella a ese lugar tranquilo al que esperabas llegar con su ayuda?
—Pues no, amor mío. Después de mi muerte, Isis no acudió a auxiliarme. Sólo encontré a esta preciosa golondrina.
—¿Eres feliz? —preguntó Podalirio con pena.
—Estoy muy tranquila —respondió ella sin dejar de sonreír—. Aquí todo es diferente. No tengo ansiedad y, ahora que lo dices, ni siquiera me he planteado si soy o no feliz. ¡Oh, esas preguntas no existen aquí!
Él lloró desconsolado.
—¡Te echo tanto de menos!
—¡Anda, tonto, no te preocupes! —le consoló cariñosamente Eos—. Tú debes seguir tu camino y encontrar tu verdad. ¡Te espera un largo viaje! ¿Lo has olvidado?
—¿Me aconsejas, pues, ir a Palestina?
—¡Naturalmente, querido! Seguramente allí encontrarás la manera de barrer de tu alma a tus propios demonios.
—¿De veras lo crees?
—No lo dudes, Podalirio. Mira —dijo, mostrándole la escoba—, yo necesitaba limpiarme de muchas cosas y, ya ves, tengo esta escoba…
—No entiendo nada de lo que dices —suspiró él—. ¿No será esto uno de esos sueños absurdos que suelo tener?
—¡Claro, amor! ¿Ahora te das cuenta?
—¡Oh, qué pena! Entonces… ¿tenemos que separarnos?
—Sí, cariño. Nana te llama. ¿No la ves?
—¿Dónde está?
—Allí, mírala —señaló Eos hacia el Asclepion, que se veía lejanísimo allá abajo en Corinto.
Aguzó Podalirio la vista y vio a Nana que, desde la terraza, le gritaba:
—¡Podalirio!
Despertó sobresaltado. Su esposa estaba de pie junto a la cama, con una lámpara encendida en la mano.
—Has tenido otra de tus pesadillas, Podalirio. ¿Estuviste anoche bebiendo vino con el procónsul?
Él la miró angustiado.
—¡Hace semanas que no veo a Galión!
Nana estaba doblando las ropas de su marido y preparando con ellas un hato, sin disimular su disgusto. En un rincón de la estancia, Podalirio leía ensimismado sin prestar atención a sus refunfuños.
—¿Qué tiempo hace en la Judea ésa? —preguntó ella.
El no le hizo caso.
—¡Podalirio, te estoy hablando!
—¡Eh…! ¿Qué…?
—Te pregunto qué tiempo hace en ese sitio al que vas.
—No sé. ¿He estado acaso allí? Me imagino que será un clima semejante al de Grecia. ¿Para qué quieres saber eso ahora?
—¡Para qué va a ser! —contestó Nana malhumorada—. ¿No ves que te estoy preparando el equipaje? Supongo que tendré que echarte un manto de verano y otro de invierno…
—Echa lo que quieras. Voy a llevar dinero suficiente, así que no te preocupes. Si necesito cualquier cosa, la compraré. Mejor será no tener que cargar con demasiado peso.
—Tendrás que llevar comida —dijo con voz tonante ella.
Él la miró con gesto indiferente. Se encogió de hombros y repuso:
—Como comprenderás, no voy a cargar con toda la comida que necesitaré para un año… ¿No te digo que llevaré dinero suficiente?
A Nana se le nubló el semblante, dejó lo que estaba haciendo y, yéndose hacia su marido, exclamó:
—¡Un año!
—Claro, mujer. Estamos en septiembre y en poco menos de un mes se cerrarán todos los puertos. Tendré que pasar el invierno por ahí y después no sé cuánto tiempo necesitaré para hacer lo que me lleva allí.
Nana se derrumbó completamente. Dando un paso adelante, suplicó:
—¡Por favor, no te vayas!
Podalirio frunció el ceño.
—No empecemos, Nana. Ya hemos hablado suficientemente de esto. No discutiré más contigo.
Ella, con gesto muy triste, protestó:
—¡No me tienes en cuenta para nada! Me envolví durante horas en una apestosa piel de oveja y yací junto a las serpientes para rogar por ti a Asclepio… ¿De qué me sirve todo lo que hago?
Podalirio, visiblemente indignado, la miró fijamente durante un rato y después replicó con voz terrible:
—¡No me pongas el corazón en un puño! Digas lo que digas, haré ese viaje. Nada me hará echarme atrás.
Nana quiso decir algo, pero rompió a llorar y se dejó caer sobre la cama.
Él siguió sentado tranquilamente unos momentos y luego, de pronto, se levantó y se fue hacia ella.
—No te preocupes tanto, mujer. ¿No te he dicho que volveré sano y salvo? Compréndeme, por favor. ¡Necesito hacer ese viaje!
Nana posó en él unos ojos tristísimos e imploró:
—¡Llévame contigo!
Podalirio movió la cabeza y contestó tajantemente:
—No.
—Entonces, ¿por qué no te acompaña Egimio? Me quedaría mucho más tranquila…
—Tampoco.
—¿Por qué? ¡Es tu hijo! Es joven y juntos podréis defenderos de los peligros.
Suspirando, Podalirio sentenció con suavidad:
—Hay cosas en la vida que deben hacerse en soledad. Además, Egimio debe ocuparse del Asclepion en mi ausencia.
—Yo me ocuparé —repuso ella.
—¡Nana, no digas más tonterías!
Estando en esta discusión, llamaron a la puerta. Era la esclava:
—Ahí abajo está esa mujer de los pelos tiesos preguntando por el hierofante —avisó.
Incorporándose furiosa, Nana exclamó con desprecio:
—¡Otra vez esa Ródope? Pero ¿por qué te busca tanto esa mujer? A ver si va a tener ella la culpa de todo lo que te pasa, Podalirio…
El se ajustó el manto y salió apresuradamente de la alcoba.
La mujer de Titio Justo esperaba muy nerviosa de pie en el patio del Asclepion, junto al laurel sagrado. Nada más ver llegar a Podalirio, explicó con amargura:
—¡Ha pasado algo horrible! ¿Te acuerdas de lo que te conté que había sucedido en Listra? Pues, igual que entonces allí, los judíos de Corinto se han levantado en contra de Saoul y lo han apresado. Le acusan de inducir a la gente a actuar en contra de sus leyes. ¡Quieren llevarle ante el tribunal!
Podalirio contestó aturdido:
—¿Y qué puedo hacer yo?
Ella le rogó, apremiante:
—Ve a hablar con Galión; eres su amigo y te atenderá. Mi esposo ha ido a reclamar justicia a los magistrados, pero se han inhibido por tratarse de cosas entre judíos. Lucius está redactando una demanda y te ruega que intercedas ante el procónsul.