Los ladrones del cordero mistico (15 page)

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Authors: Noah Charney

Tags: #Intriga, #Histórico, #Ensayo

BOOK: Los ladrones del cordero mistico
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Cuando la Revolución francesa estalló, en 1789, la gente corriente salió a las calles de París y protagonizó disturbios. La familia real huyó de la ciudad. Los soldados del ejército francés, ya sin dirigentes, y de origen humilde, se alinearon con los alborotadores. El polvorín de la ciudad, la fortaleza de la Bastilla, fue tomada el 14 de julio. Ahora el pueblo llano tenía armas y el control sobre París. Por toda Francia hubo disturbios, los asaltantes destruían los signos de títulos y aristocracia. Quemaban escrituras de propiedad y contratos, mataban a los aristócratas, saqueaban los castillos, incitaban a la revuelta general en lo que se conoció como el Gran Miedo.

Otros monarcas de Europa ofrecieron ayuda al rey Luis XVI, pero él la rechazó por temor a posibles traiciones posteriores. Las monarquías europeas temían que el éxito desbocado de una revolución en Francia sentara un precedente peligroso para la rebelión en sus propias naciones. Además, en los disturbios del país vecino también veían la ocasión de sacar partido y ganar poder. Así, el 12 de abril de 1792, el Imperio austro-húngaro solicitó aliados para emprender una futura acción contra Francia. Una convención republicana francesa respondió declarando la guerra al Imperio. El pueblo quería exportar sus principios revolucionarios a los Estados vecinos oprimidos para fortalecer así la revolución en el suyo. Entretanto, Luis XVI veía la guerra como la oportunidad de aumentar su popularidad, obtener botín y beneficios, y reafirmar su autoridad, así como de unificar grupos dispares bajo la bandera de la nación.

El 20 de abril de 1792 Francia le declaró la guerra a Austria y, varias semanas después, Prusia acudió en defensa de ésta. Fue durante esta contienda cuando el joven corso Napoleone da Buonaparte, que posteriormente «afrancesaría» su nombre para pasar a llamarse Napoleón Bonaparte, destacaría como general, y terminaría por hacerse con el control del ejército francés y, más tarde, por autoproclamarse emperador.

Respondiendo a la declaración de guerra, una fuerza conjunta austro-prusiana invadió el nordeste de Francia en agosto de 1792 y tomó Verdún el 2 de septiembre. Los derechos de la monarquía francesa habían sido suspendidos un mes antes, y ésta quedó oficialmente abolida el 21 de septiembre de 1792. Se proclamó la República Francesa.

El ejército republicano se enfrentó a las fuerzas austro-prusianas el 20 de septiembre en Valmy. La batalla, atípica en muchos sentidos, implicó mucho ruido pero pocas bajas. Según los registros, se dispararon 40.000 cañonazos, pero el número total de fallecidos de ambos bandos no superó los 500. Con todo, la victoria fue para el bando francés. El ejército invasor se retiró hasta la otra orilla del río Mosa, que atraviesa Bélgica de este a oeste. Aprovechado la ocasión, el ejército francés persiguió a la coalición que se batía en retirada, y a principios de noviembre Austria había abandonado ya la mayor parte de los Países Bajos que hasta entonces controlaba. El ejército francés sumó otra victoria en Aquisgrán, lo que le aseguró todos los territorios antes conocidos como Flandes y posteriormente denominados Bélgica, entre ellos la ciudad de Gante.

Toda esa área fue anexionada oficialmente a Francia en 1795. El territorio de Flandes/Países Bajos austríacos/Bélgica, de un tamaño equivalente a Maryland, estaba destinado a ser el campo de batalla de las mayores potencias europeas en los siglos venideros, la cuerda tensa y desgastada del tira y afloja imperial situada en el centro del escenario bélico.

Las facciones austro-húngara y prusiana empezaron a tramar la restauración de la monarquía francesa, en lo que se conoce como el Manifiesto de Brunswick. De haber tenido éxito, el rey francés, agradecido, se habría alineado con ellos. Conocedores del plan, los dirigentes republicanos franceses ordenaron la ejecución de los miembros de la familia real. La muerte de Luis XVI en la guillotina tuvo lugar en la Plaza de la Revolución de París el 17 de enero de 1793, y dio inicio al Reino del Terror, encabezado por el director del Comité de Salvación Pública, Maximilien Robespierre, que promovió la caza de los enemigos, reales y supuestos, de la República Francesa, en la que se ejecutaba a todos los que encontraban. Según los registros conservados, las muertes alcanzaron las 16.594, casi todas ellas en la guillotina, aunque hay historiadores que elevan la cifra de muertos de ese período de dos años casi hasta los 40.000.

Durante el Terror, austríacos, prusianos, españoles y británicos intentaron hacerse con el control de Francia, pero el ejército republicano los repelió a todos. El éxito en las batallas llevó a la República a tomar medidas ofensivas. Las tropas francesas invadieron los Países Bajos austríacos en 1794, no sólo para librar una batalla campal con las fuerzas austríaca y prusiana, como la que había tenido lugar dos años atrás, sino decididas a obtener una conquista territorial y dedicarse al pillaje como medio para aumentar unos ingresos que habrían de permitirles reparar daños y financiar campañas posteriores. En 1793 y 1794 instauraron los Decretos de Vendome, por los que se autorizaba la confiscación de las pertenencias de los exiliados y oponentes de la República, teóricamente con el objeto de distribuirlas entre los necesitados.

Del mismo modo que el emperador José II había rechazado la veneración «irracional» del arte católico, los revolucionarios detestaban la idea de que el arte fuera consustancial a la aristocracia. El emperador austríaco había despojado a las iglesias de las obras artísticas que alojaban, de aquellos elementos que inspiraban un temor reverencial, a fin de alentar la racionalidad y el poder de los seres humanos. En cambio, la meta de los revolucionarios era menos fortalecer a los individuos que al pueblo en tanto que colectivo.

En su empeño por transferir el poder desde las elites al pueblo llano, así como por materializar una motivación de tipo práctico —acumular obras de arte valiosas para su posterior venta—, los revolucionarios confiscaron las piezas de los que ya habían sido ejecutados y las de aquellos que estaban a punto de morir decapitados. Sin importarles propietarios ni contexto histórico, los revolucionarios despojaron a Francia de los tesoros artísticos de los antiguos opresores, la Iglesia y la aristocracia, y se llevaron el botín a París para exponerlo ante el pueblo.

Aunque el principio revolucionario del robo de obras de arte era subvertir el concepto de una propiedad personal elitista, gran parte de las piezas sustraídas se vendía a los ricos, y el mercado se inundó de posesiones de la aristocracia recién obtenidas. Muchas obras consideradas de importancia secundaria por personas profanas en la materia se vendieron para financiar los esfuerzos bélicos, lo que se justificaba por la necesidad de recaudar fondos para la guerra y por el hecho de que los compradores no eran aristócratas franceses, sino extranjeros. La más célebre de esas ventas, la de la colección del duque de Orleans, que tuvo lugar en 1792, supuso el enriquecimiento, sobre todo, de las colecciones británicas, pues un consorcio de nobles ingleses fue el que adquirió la mayoría de las obras a la venta. El núcleo de dicha colección provenía del expolio: 123 pinturas que habían pertenecido a la reina Cristina de Suecia, robadas por las tropas suecas durante la guerra de los Treinta Años en Múnich en 1632 y en Praga en 1648.

Junto con las cabezas cortadas por las guillotinas de la Revolución llegó también una fiebre por el saqueo artístico, a una escala y de una magnitud como jamás se habían visto, y que no volvería a producirse hasta la Segunda Guerra Mundial. Las mejores obras, arrebatadas a los aristócratas depuestos, no se vendían, sino que se exhibían en París. Al arte requisado por los revolucionarios a los nobles franceses se sumó el producto de los saqueos militares posteriores que perpetraron los ejércitos franceses, primero el republicano y después el imperial. Cuando Napoleón se hizo con el control del ejército, las galerías de París se habían convertido en un escaparate que, por toda la ciudad, exhibía los trofeos de guerra. Se crearon museos públicos para dar respuesta a ese nuevo estado de cosas, en los que se exponían las obras de arte para que quien lo deseara pudiera admirarlas. El nuevo Museo Nacional se creó el 26 de mayo de 1791 en un reconvertido Louvre, que había sido Palacio Real. La inauguración tuvo lugar el 10 de agosto de 1793, durante el Reino del Terror, y fue popular desde el primer momento.

Las motivaciones que llevaron al expolio de obras de arte eran las mismas que habían inspirado la Revolución francesa: transferir el poder desde las élites hasta el pueblo llano. El arte robado simbolizaba la impotencia de aquéllos a quienes les había sido arrebatado. Además de las cabezas seccionadas, guillotinadas y expuestas en los muros de la Bastilla, las colecciones de arte, también separadas de sus dueños decapitados, se mostraban con orgullo. Lo que hasta hacía poco había sido patrimonio exclusivo de las clases privilegiadas y adineradas, lo que había sido un placer privado, se exhibía ahora en el Louvre, el antiguo palacio real reconvertido en museo público. Los cuadros se exponían junto con los nombres de las familias aristocráticas a las que habían pertenecido. Teóricamente, a través de los revolucionarios, el arte llegaba a un nuevo público. Las colecciones de arte ya no eran para unos pocos selectos que podían permitírselo y «entenderlo».

Sin embargo, en realidad, el arte seguía resultando algo remoto para las masas. Durante siete de cada diez días el Louvre se abría sólo para artistas y estudiosos. Los otros tres sí se permitía el acceso al público general. En la Francia revolucionaria existían contradicciones entre las teorías y la práctica. El control gubernamental se denominaba «popular», una democracia para el pueblo, pero aunque los derechos adquiridos por nacimiento ya no constituían el criterio para acceder a los cargos públicos, el Estado estaba controlado, de facto, por una elite intelectual. Las «masas», en otro tiempo abominablemente oprimidas, debían ser liberadas y ayudadas, pero en ningún caso se consideraban aptas para dirigir un país. Y esa nueva política republicana tenía su reflejo en la apertura al público de la colección del Louvre: tres décimas partes para todos, y siete décimas partes reservadas para una elite alta.

Que aquellas obras de arte robado fueran apreciadas por las masas durante aquellos tres días era ya otra cuestión. Durante las sacudidas de la Revolución, visitar una galería para contemplar las posesiones de los desposeídos debía de proporcionar un placer muy distinto al del disfrute del arte mismo. Las galerías de París habrían podido exhibir fácilmente los ricos ropajes de la aristocracia caída, sus muebles o incluso, como sucedía en las murallas de la ciudad, sus cabezas ensangrentadas. El arte servía como trofeo del éxito. Lo que en otro tiempo había sido valiosa posesión de los caídos, de un valor económico incalculable para el pueblo llano, aparecía ahora encerrado en una jaula de cristal de la galería, para que éste lo disfrutara por lo que simbolizaba en tanto que objeto robado, no por su belleza intrínseca.

Los saqueos en Francia duraron desde la Revolución hasta alrededor de 1794, año en que los ejércitos franceses llevaron sus conquistas hacia el norte, hasta los Países Bajos austríacos, y hacia el sur hasta Italia, por lo que a partir de entonces fue el resto de Europa el que sufrió el grueso del pillaje. Detrás de los ejércitos victoriosos llegaba una unidad militar de nueva creación, cuyo solo propósito era la búsqueda, el robo y el envío a Francia de las obras de arte de las naciones derrotadas.

En junio de 1794, los franceses establecieron el Comité para la Educación del Pueblo y propusieron enviar a «civiles instruidos con nuestros ejércitos, con órdenes confidenciales de buscar y obtener las obras de arte en los países invadidos por nosotros». No está claro si la directiva provenía del gobierno de París o del propio ejército, pero el 18 de julio de 1794 éste recibió la siguiente orden:

Los comisionados del Pueblo para los Ejércitos del Norte y del Sambre y el Mosa han tenido conocimiento de que en los territorios invadidos por los ejércitos victoriosos de la República Francesa para expulsar a los mercenarios de los tiranos existen obras de arte pictórico y escultórico, así como otros productos de genio. Y son de la opinión de que el lugar correcto para ellos, para los intereses y el honor del arte, está en el hogar de los hombres libres.

La declaración, que se refería específicamente al nuevo territorio conquistado de los Países Bajos austríacos, ordena acto seguido la confiscación de esas «obras de arte pictórico, escultórico, así como otros productos de genio». A dos oficiales, concretamente el ciudadano Barbier y el ciudadano Leger, se los instaba a buscar obras de arte. El ejército debía proporcionarles apoyo.

El ciudadano Barbier contaba ya con algo de experiencia en el campo de la redistribución obligatoria de obras de arte —apenas distinguible del robo de las mismas—. Antoine Alexandre Barbier había iniciado su carrera como sacerdote, pero fue oficialmente expulsado por el sumo pontífice en 1801 por sus actividades antipapales, en concreto por ayudar a Napoleón a despojar al Vaticano de casi todo lo que no estaba atornillado al suelo o a las paredes (que no era poco). Barbier era bibliógrafo y bibliotecario, así como contable de objetos, cuya principal misión consistía en redistribuir por las librerías de París libros y manuscritos tomados durante la Revolución francesa, sobre todo de enemigos del Estado, aunque en la práctica de cualquiera cuya colección resultara prometedora. Barbier era el bibliotecario oficial del Directorio francés y, desde 1807, trabajó como agente especial para Napoleón. Fue una figura de importancia capital para el establecimiento de las bibliotecas del Louvre, Fontainebleau, Compiègne y Saint-Claud, cuyas colecciones fueron, en gran medida, adquiridas por la fuerza, primero por los revolucionarios de Francia, y después arrebatadas en el extranjero a las víctimas de Napoleón. Fascinado por las palabras y sus orígenes, Barbier escribió dos libros a lo largo de su carrera: el inmenso
Dictionnaire des ouvrages anonymes et pseudonimes
(Diccionario de obras anónimas y pseudónimas), aparecido en cuatro volúmenes entre los años 1806 y 1809, y
Examen critique des dictionnaires historiques
(Examen crítico de los diccionarios históricos), publicado en 1820.

Aunque Barbier sabía de libros, los cazadores de arte revolucionarios que trabajaban bajo las órdenes de Barbier y Leger no eran especialmente duchos en bellas artes, y a menudo les faltaba rigor. Gran parte del arte expoliado se trasladaba a un punto de recogida, pero nunca llegaba a París. Por ejemplo, aunque las cuarenta y seis columnas que se llevaron de Aix-en-Provence y que se alzaban frente al palacio de Carlomagno fueron extraídas de su sitio en octubre de 1794, seguían en un patio de un palacio de Lieja, aguardando a ser transportadas a París en enero de 1800. Hasta que el ejército imperial napoleónico organizó mejor su fiebre saqueadora, los museos no se llenaron de veras de los botines arrebatados a las naciones caídas.

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