Los horrores del escalpelo (58 page)

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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

BOOK: Los horrores del escalpelo
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—Pues debiera —volvió el humor a Torres tan repentino como se había ausentado—, al fin y al cabo usted es el señor de la casa, con su tío postrado...

—No lo crea. Percy se ocupa bien de que sepa mi lugar allí... No mencionó nada Torres de su charla con el señor Abbercromby, ni de sus intenciones de abandonar el hogar paterno ni de echar a la pareja de recién casados a la menor oportunidad aunque parecía que nada de eso sorprendería a De Blaise—. Olvidémonos por un momento de mi familia y sus mezquindades, me iba a mostrar algo interesante, ¿no?

Entraron en la pensión. De Blaise fue recibido por la viuda Arias con la cordialidad que era habitual en esta buena mujer mientras Torres le contaba a grandes rasgos el porqué de su segunda venida a Londres, le habló de mi fortuito hallazgo de los restos del autómata y de su decisión de probar suerte reconstruyéndolo. Juliette a su vez hizo una acogida apropiada, quedándose embobada al mirarlo, como siempre que un caballero sofisticado y elegante aparecía por casa de su madre.

—Y esta es Julieta —la presentó Torres—. Esta jovencita me ha ayudado mucho, una jugadora de ajedrez consumada.

—Sabe que a mi lado todo el mundo es un maestro del ajedrez, señor Torres. Pero continúe, hábleme de ese empeño suyo...

Subieron los tres hacia las habitaciones que compartiéramos Torres y yo, allí el español explicó sus progresos.

—Verá, hace tiempo que me interesa la automática. No me refiero a la construcción de autómatas simples, de artefactos que simulen por medio de mecanismos el movimiento de animales o personas para el divertimento o la exhibición, eso sin duda es fascinante, pero no entra en mi campo de atención en la actualidad. Lo que me interesa es la construcción de máquinas que puedan operar relacionándose con el entorno, comunicándose con él. Se trataría de la obtención de métodos y procedimientos cuya finalidad fuera la sustitución del operador humano por uno artificial en la ejecución de una tarea física o mental previamente programada.

—¿Sustituir al hombre...? Caramba, ahora sí que tendríamos una interesante discusión, de seguir Harry entre nosotros.

—Sin duda —rió Torres—. Para conseguir nuestro fin, es preciso construir máquinas algebraicas potentes y fiables. Me refiero a artefactos capaces de dar resolución a ecuaciones matemáticas por medios mecánicos, ¿lo entiende? Este no es un empeño nuevo, su compatriota, el señor Babbage, obtuvo cierto renombre en esta disciplina, aunque sus planteamientos teóricos no cuajaran del todo en resultados prácticos.

—Ese tal Babbage me es familiar... Para serle sincero, estoy tan versado en matemáticas como en ajedrez, pero le aseguro que pongo toda mi atención.

—Seguro que con eso bastará. —Sonrió Torres, mientras invitaba a sentarse en el saloncito a De Blaise, invitación que este rechazó. Ambos estaban demasiado expectantes para buscar acomodo—. Pongamos la ecuación más sencilla que se nos pueda ocurrir, no sé... digamos que una cantidad X es igual a otra Y multiplicada por tres.

—Suficientemente fácil para mí, amigo Torres, veo que ha percibido mi agudeza mental a la perfección.

—Bien. Es concebible idear un móvil en el que el movimiento de uno de sus elementos tenga la misma relación que en nuestra ecuación. Por ejemplo, un simple tren formado por dos engranajes, de tal modo que el giro la rueda x sea tres veces el giro de la rueda Y, si giramos una vuelta la primera, la otra lo hará tres veces.

—Sí...

—Pues de eso se trata. Podemos idear máquinas que se comporten como ecuaciones más complejas, polinomios de siete u ocho grados o más. La dificultad, y lo apasionante de este terreno, radica en cómo transportar relaciones matemáticas a análogos geométricos y mecánicos.

—Lo entiendo, cosa que supone un gran orgullo para mí, se lo aseguro. Lo que me pregunto es: ¿qué beneficio pueden proporcionar tales máquinas?

¿Beneficio?, vaya señor De Blaise, veo que se interesa por la parte práctica de las ideas, tiene el espíritu de un ingeniero.

—Gracias, creo que viniendo de usted es un halago.

—Pues la utilidad de las máquinas o calculadoras algébricas es inmensa. Si conseguimos máquinas tales, obtendremos las raíces de ecuaciones sin error alguno. Cuando gire una rueda en su máquina calculadora, obtendrá siempre una raíz de la ecuación que soluciona. El error solo puede sobrevenir durante la construcción de la máquina, no en la resolución del problema matemático, es aquí, en la fabricación y el diseño donde debemos ser precisos.

—Perfecto. No sé si mi siguiente pregunta será oportuna, aun así la formularé. ¿Qué tiene que ver todo esto con el ajedrez?

—Mucho. Podemos reducir una partida de ajedrez a un problema matemático, y por tanto construir una máquina que lo resuelva.

—Esa línea de pensamiento lleva a una conclusión no sé si muy alentadora.

—Sí, en efecto. Estoy diciendo que el Ajedrecista podría ser real... quiero decir...

—Que aquel loco doctor indio nos ganó la apuesta.

—No lo sé. Si de verdad existe un autómata capaz de jugar una partida de ajedrez y no una marioneta o un truco de prestidigitación sofisticado, se trata de algo extraordinario, increíble si nos ceñimos al problema práctico.

—Entiendo que con eso quiere expresar que es posible desde un punto de vista teórico.

—Mire, venga conmigo a mi alcoba, ahí lo tengo. —Abrió la puerta de su cuarto y en efecto allí estaba: el Ajedrecista de Torres, presentado sin tanta ampulosidad que aquel que mostrara Tumblety—. Entra tú también, Julieta, al fin y al cabo eres mi ayudante.

Sobre la pequeña mesita había un tablero de madera, largo y pesado, que se sostenía por un par de listones allá donde el mueble no daba apoyo, y encima de él había una máquina, grande y aparatosa, de medio metro de alta, echa de ruedas, cables, palancas y maquinaria enigmática y hermosa a su manera. El cuadro lo completaba un rústico tablero ajedrezado, afeado por rieles y marcas en cada casilla, sobre el que reposaban solo tres piezas.

—Esos cables... —dijo De Blaise que parecía abrumado por el aspecto de maravilla tecnológica del artefacto—. Parece una de esas máquinas eléctricas... a mi esposa le han prescrito la utilización de un aparato...

—No es la misma clase de máquina, aunque en efecto, ambas utilicen electricidad. A través de sistemas electromecánicos la mejora de cualquier proceso es considerable. Tal vez esto es lo que limitara al señor Babbage y otros como él. Las máquinas mecánicas, por precisas que sean, tienen restricciones que son solventadas en cuanto introducimos dispositivos eléctricos. Por fortuna, esta gran ciudad suya cuenta con una notable red eléctrica, de la que me he permitido abusar con la colaboración de la amable viuda que me acoge.

—Me deja atónito —se maravillaba De Blaise mientras achinaba los ojos en la contemplación del artefacto, con igual expresión que el común de entre nosotros pone al observar la magnificencia de la pirámide de Keops o la capilla Sixtina.

—Lo que he hecho es de una gran simpleza conceptual —para Torres la idea de «simpleza conceptual» estaba muy alejada del resto de los mortales—, aunque esto no debe hacerle pensar que me ha llevado tan solo los tres días que llevo montándolo aquí. A ese tiempo debiera añadirle el que he pasado pensando y estudiando este tipo de problemas. No imagino la dificultad que conlleva construir una máquina más capaz.

—¿De una gran simpleza? No puedo identificar uno solo de los componentes que...

—Me refiero a que mi máquina no juega partidas completas. Juega torre y rey blanco contra rey negro. Claro está, siempre gana la máquina, que juega con blancas...

—Eso es injusto —protestó Juliette.

—Cierto, pero necesario para investigar. Una vez conseguido resolver este «sencillo» problema, podemos pasar a cosas más complejas. Amigo mío, siéntese a jugar contra ella, y no tema por su orgullo herido. Como dice Julieta, nadie puede ganar en esta partida.

—En mi caso eso se puede afirmar para cualquier situación que plantee sobre el tablero —dijo el inglés mientras se sentaba en la única silla del cuarto, frente al aparato, no sin cierto envaramiento al enfrentarse a aquel artilugio misterioso—, aunque jugara yo con blancas.

—Mientras juega, le explicaré su funcionamiento. —El español empezó a ajustar el mecanismo de su autómata, con la ayuda de su joven asistente, que manipulaba el artefacto con encomiable soltura. Las piezas estaban ya situadas para el inicio de la partida: el rey blanco en la fila superior del damero y la torre del mismo color en la siguiente y en la columna más a la derecha—. Ahora coloque usted mismo el rey negro donde desee, evitando caer en jaque, claro está.

Así lo hizo, colocando su rey tres filas por debajo de la torre, y más o menos en el centro. Al posar la pieza sobre el tablero, la máquina cobró vida. Con un suave ruido, ruedas, engranajes, relees y toda esa clase de maquinaria abstrusa que suelen conformar los ingenios mecánicos modernos, empezaron a moverse. Como rápida respuesta, la torre blanca bajó una casilla, igual que si hubiera echado a andar hacia el inglés, que se incorporó sobresaltado.

—Asombroso.

—No tanto. Mire. —Detuvo la máquina, y tomó la torre negra, mostrando su base—. Como verá cada casilla del tablero está formada por dos triángulos iguales de metal y una pequeña placa circular, también metálica. Esta malla que forma la base del rey conecta esa placa central con cada triángulo, que a su vez están conectados a dos conductores, vertical y horizontal. —A medida que explicaba, el ingeniero mostraba los diferentes componentes—. Estos dos conductores, que definen fila y columna, ponen en movimiento a través de pequeños electroimanes sendas correderas, hasta cierta posición que definen por tanto las de la pieza sobre el tablero. Así, mi ajedrecista «ve» dónde está la pieza negra.

—Ya... y las piezas blancas se mueven. —Tomó el ingeniero una, la torre, y mostró como bajo ella había una pequeña esfera de metal.

—Las posiciones de las piezas blancas están definidas de un modo análogo, y son movidas por electroimanes que van bajo el tablero.

—Entiendo, más o menos, pero mueve... ¿al azar?

—En absoluto. Sigue unas sencillas reglas implementadas en función de las posiciones relativas que observa entre las piezas, posiciones marcadas por las distintas correderas. Con eso se asegura la victoria, no del modo más rápido, pero sí eficaz. Es sencillo si lo sistematizamos un poco, vera...

Torres explicó del modo más simple posible las reglas estrictas con las que se movía su autómata. Ahorro comentarlas por no aburrirles. De Blaise se perdió en el fárrago de instrucciones.

—Creo que no puedo seguirlo... —Ni yo podría entonces.

—Lo importante es que con estas reglas el autómata puede jugar la partida y ganarla. Es cierto que parte con ventaja, aunque él carece de capacidad de improvisación, de imaginación, de experiencia... no estoy seguro de quién tiene ventaja sobre quién. Continúe jugando.

Así lo hizo, y poco a poco las piezas blancas fueron acorralando sin remisión al solitario rey negro.

—Haga trampas —dijo Torres—. Sí, haga un movimiento incorrecto.

Eso hizo, y de la máquina surgió un pequeño cartel indicando: «Primera Falta».

—¿Recuerda que el Ajedrecista de Kempelen se quejaba ante los movimientos erróneos? Hágalo otra vez. —Como era de esperar, apareció una «Segunda Falta». Cuando repitió una tercera incorrección, la máquina dejó de jugar.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó De Blaise.

—Que se ha enfadado —dijo Torres, divertido—. ¿Se da cuenta? Juega utilizando un razonamiento simple, detecta la posición de las piezas, comunica lo que ve erróneo, recuerda cuántas veces se le ha engañado, e incluso coge una rabieta cuando ve que se abusa de su condición «maquinal». Memoria, sentidos, razón; tiene una cierta vida relacional con su entorno, eso es un autómata para mí, eso tiene que ser el futuro.

—Extraordinario... y eso sería el Ajedrecista de Tumblety... o de Maelzel.

—Cuesta creerlo, y por otro lado resulta excitante pensar que alguien haya podido crear un autómata capaz de contemplar todas las infinitas posibilidades de una partida completa de ajedrez. Lo que en realidad sorprende es que he reutilizado las piezas del Ajedrecista original. Salvo algún añadido o modificación de mi cuño, he podido emplear los restos de aquel autómata. Desde luego hay un montón de piezas que no reconozco. —Mostró un cajón donde había depositado los restos del autómata—. Esos tubos, esos recipientes de vidrio, esas placas troqueladas; supongo que parte de ellos era el mecanismo que hacía hablar y moverse al muñeco... aunque es posible que imitara movimientos imperceptibles de Tumblety, se puede hacer eso. La profusión de imanes y cables me hace pensar que utilizaba un sistema para enviar órdenes al artefacto, a través... el profesor Branly, de la universidad de París, ha conseguido hacer pasar corriente a través de limaduras de hierro, mostrando la existencia de... lo que podemos llamar como «ondas hertzianas»... Yo mismo he pensado en algo así...

—Resumiendo, señor Torres —interrumpió De Blaise los pensamientos desbocados del español—. De sus esfuerzos y saberes usted infiere que...

—Que el constructor y diseñador de ese Turco Ajedrecista, no entraré en quién es de momento, seguía una... llamemos «línea de investigación» similar a la mía... a la que le he explicado: la automática, aunque llevada mucho más allá.

—¿Y... entonces?

—Entonces... amigo mío, como usted ha dicho muy bien antes, puede que... perdiéramos la apuesta...

Si no les importa... ahora me encuentro... algo cansado. Seguiremos... más... adelante.

____ 23 ____

Residencia de Ntra. Señora del Santo Socorro

Sábado por la noche

Alto está solo, en los pasillos, a oscuras. El plan, si es que se puede idear un plan con tan escasas posibilidades de comunicación entre ambos, es pasar la noche en vigilia ante la habitación de Aguirre, observar si entra alguien, ver si la nota que Lento le pasara abandona por un instante los bolsillos del viejo.

No lleva nada para leer. En su cuarto, ha ojeado las cartas, documentos y fotos.

—Llévese la novela —le recomendó Lento al despedirse.

—No me encuentro cómodo leyendo en inglés.

—Hay cosas en español. —Sí, pero son memorias y documentos sobre Torres Quevedo, que ya conoce hasta la saciedad. Opta por olvidarse de la lectura y confiar en sus propias fuerzas para alejar a Morfeo.

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