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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Los horrores del escalpelo (98 page)

BOOK: Los horrores del escalpelo
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Entretanto tenía trabajo para mí, al día siguiente mismo. Sin duda lo que más le interesaba era la memoria perdida. Al parecer, tal como dijo Potts antes de expirar, habían concertado una reunión con Dembow para la noche siguiente, pare renegociar y obtener de algún modo los recuerdos que tanto ansiaba. Debía estar allí, no se me dijo con claridad para qué. Seguro que no para ninguna actividad pacífica. Yo tenía mis propios planes. No iba a dejar la vida de Torres en el aire, dependiendo del ánimo de un enamorado mecánico enloquecido.

Pasé esa tarde de sábado, mi primer sábado en mi nueva vida, acostumbrándome a mi ser, bajo la tutela de mi creador. Otra vez como un niño, aprendiendo a andar, a moverme con mis nuevos miembros. Ewigkeit aseguraba que el aprendizaje sería rápido, y aunque en un principio temí que esa opinión fuera más fruto de la urgencia por que cumpliera con mis tareas, lo cierto es que no tardé en hacerme a mi situación. Lo único que me resultaba difícil y aún me espanta, aunque con lo años he aprendido a vivir con ello, era la falta de sensaciones. Veía con necesidad de muy poca luz, oía el menor de los susurros, pero no sentía nada, o lo sentía de forma diferente. Mis manos no percibían lo que palpaban, aunque era consciente de que tocaba algo, y notaba si mi presión era excesiva o no. Había perdido calidades, sensaciones. Todo era como si fuera un espectador de un cinematógrafo donde se proyectaba mi vida.

El domingo continué con mis ejercicios, esa tarde, según se me dijo, sería mi debut. En ese fin de semana de aprendizaje no tardé en descubrir que me encontraba en un burdel, un burdel de lujo. Permanecía confinado en los aposentos de herr Ewigkeit, un complejo de pasillos y habitaciones secretas, al margen del lupanar, pero en ocasiones, en descuidos, pude ver a las chicas ligeras de ropa reírse y escuchar la música, y disfrutar desde la distancia con el correr de los licores y la fiesta. También oía las peleas, los castigos a las muchachas más díscolas, los abusos, que en los estamentos más altos de la prostitución se daban, igual que en los más bajos.

Estuve la mayoría del tiempo solo. Andando por esos pasillos, cogiendo objetos, comprobando mis capacidades tal y como me instruyera
herr
Ewigkeit. Al mediodía mostré lo aprendido ante mi amo, el amo de todos los que en ese lupanar vivían. Vi en este Jack a un hombre muy solitario, el más solitario de la cristiandad me pareció, sin contar con mi persona. No estoy seguro si esta intuición mía era fruto de mi nuevo cerebro de precisión relojera, o si cualquiera que hubiera visto al Dragón en persona hubiera sacado similar conclusión. Lo cierto es que era un hombre, o lo que quedaba de un hombre, deseoso de hablar con alguien, y en mi cara de metal veía ahora un hermano.

Me examinó en aquel laboratorio donde naciera. Allí había dispuesto una mesa, sobre la que había tallado un intrincado laberinto en el que se movían bolas de madera, de las usadas en el criquet. Me tendió un taco, y me hizo conducir con él a las esferas a través de recorridos diseñados. Mi brazo temblaba, mis golpes eran muy bruscos.

—No está preparado —dijo una vez juzgados mis progresos—. Es muy pronto, no es culpa suya. No importa, esta tarde no creo que le necesite. Podemos esperar. Lo he hecho durante décadas, ese monstruo ya ha pagado con lo que más quería, tomar su vida puede...

—¿Tanto le odia? —pregunté.

—¿Acaso no se lo dije? Me robó lo que más amaba, y del modo más despiadado que puedas imaginar. Mi candidez... sí, aún con mis años soy presa de un corazón tierno, ¿cómo no serlo cuando se está tan solo? ¿Cómo no confiar en la mano que se te tiende cuando el pasar de los días se vuelve un calvario? Le encontré en América. Había cambiado de ser. Alguien como yo ha de comportarse como las serpientes, esos animales malditos del creador, que han de mudar de pieles de tiempo en tiempo. Así yo me había transformado, pero con el tiempo cada vez era más difícil encajar en cada nueva piel, en cada nueva vida.

»Llegó a mí en Filadelfia, atraído por mis exhibiciones, que hacía tiempo ya no realizaba. Mi amada enfermaba cada día más. Los añadidos, las prótesis que sobre un cuerpo vivo como el mío aseguraban la eternidad, no podían devolverle el alma, no del todo. Aún debían pasar dos décadas para que alcanzara en mi arte la pericia que he mostrado con usted, y que he derrochado con el otro. Llevaba años tras de mí, aseguró, interesado en los autómatas, en la posibilidad de crear vida y belleza, en la eternidad. Me recordaba a mí en mi juventud, anhelos similares nos movían, o así me lo hizo ver.

—¿Era Dembow?

—Sí, ese despreciable ser... —De nuevo las horribles convulsiones agitaron su cuerpo. Trató de ocultaras colocando objetos y alienando herramientas. Había un montón de aparatos mecánicos diseminados, uno de ellos, del tamaño de un ser humano, estaba cubierto por un lienzo rojo—. Entonces era más joven, más audaz, y disfrazaba su identidad con otro nombre, como camuflaba sus verdaderas intenciones con fingida curiosidad.

—¿Así le engañó?

—No
mein freund
, le he dicho que entonces era un alma Cándida, deseosa de sentir el calor de aquellos con los que antes compartiera especie, lo que no me hacía un imbécil. Todo lo contrario, la cautela era obligada en mi situación, y así procuraba alejar mi persona todo lo posible de la luz reveladora, manteniendo mi disfraz perpetuo, salvo para hombres de confianza, pocos, y siempre reemplazables. Algunos años atrás, diez, quince, el tiempo deja de tener importancia ya, había orquestado mi propia muerte una vez más, durante un viaje a cuba. A bordo de ese barco morí, y renací luego como el doctor John Kersley Mitchell.

»E1 doctor era hombre principal en Filadelfia, y no me costó convencer a mis amigos, conocidos, compañeros de club, de conseguir un acomodo apropiado a mi amada. Allí, en el Museo, estuvo tranquila, mientras yo investigaba, trabajaba en ella, para dotarla de más vida... Con una pequeña fracción de la que tuviera antes, con un pedazo de su alma del tamaño de un grano de mostaza me hubiera bastado para ser feliz por siempre. Mis conocimientos médicos eran ya más que considerables, muy superiores a cualquier galeno de mi época, y por tanto podía ejercer bien las labores de doctor, atender a grandes prohombres y, en algunos casos, acabar con intelectuales entrometidos que habían hecho peligrar en el pasado la vida de mi amada.

«Entonces llegó el monstruo, haciendo preguntas, requiriendo mi ayuda, hablando una y otra vez del futuro, el bien del hombre, la fuga de la muerte cruel... eludí su molesta presencia en lo que pude, dándole evasivas e invitándole a una exhibición de ajedrez, aún hacía alguna por entonces, para acallar sus intereses. No solo era mi habitual miramiento con todo el que se me aproximaba de nuevas, es que me era difícil dilucidar cómo había sabido de mí, qué le había llevado, a través de los cuatro años que había pasado investigando en mi entonces país de origen, a concluir que yo era una autoridad en las disciplinas objeto de su desbocado interés.

»Forcé mi débil memoria, creía recordar su rostro, acompañado de otro mucho más hermoso de mujer, oculto entre el público de varias de las demostraciones que realizara tiempo atrás... no estaba seguro. En todo caso mostraba habilidad y conocimientos encomiables, parecía el ayudante perfecto, y la efímera existencia del resto del género humano me obligaba a mudar rápido de asistentes, ante lo imposible de depender solo de mí, en mi situación. Lo tomé a mi servicio, le descubrí mi condición y le instruí en los modos para mantener el secreto en medio de la entrometida sociedad de Pensilvania. Fue una dichosa asociación en un principio, la pericia en ciencias y tecnologías de mi joven aprendiz me daba esperanzas, ambos podríamos devolver la luz a los ojos de mi amada... —un violento espasmo y sus dedos fustigaron su cuerpo con sonoro retemblar de campana, como un monje flagelándose— pobre tonto petulante con corazón de metal.

—¿Le traicionó entonces?

—No.

Con eso parecía dar por terminado su relato. Me hizo más pruebas: malabares con esferas de distinto peso, detener el paso de extraños móviles lo más rápido posible... para concluir por fin si, como parecía, el dominio de mi nuevo cuerpo no era el suficiente como para cumplir bien con mis objetivos fijados. Yo aún sentía curiosidad, y dije:

—Aun no entiendo cómo pudo...

—Apelando a mi única flaqueza. —Temblando, acercó sus dedos afilados a su pecho y girando una llave redujo el ritmo de su permanente ronroneo—. Este corazón mecánico es frágil, más que ningún otro que bombee sangre. Ese inicuo ser estaba casado, y tuvo pronto descendencia estando ya a mi servicio. Su esposa no era otra que esa exquisita criatura que recordaba yo de entre la bruma de caras insulsas de mi enojoso público, mujer que en nada combinaba con su repelente persona. Aquel año... recuerdo que la urbe estaba pletórica, hermoseada por bailes y acontecimientos sociales que celebraban la importancia cobrada por la ciudad. En medio de aquella felicidad, alguien entró en casa de mi ayudante, secuestró a su familia y a él le tiroteó.

«Mientras la policía buscaba al asesino, temiendo lo que hubiera podido hacer con los suyos, trajeron al herido a mí; sabiéndome médico y su patrón, no había iniciativa menos natural. Presentaba dos heridas de bala, en un costado y el bajo vientre, le habían sesgado su virilidad de un disparo. Lo curé, en lo físico no me fue costoso, pero una perdida así no es soportable para el hombre común. Yo he trascendido la humanidad, y he sublimado el amor alejándolo de apetitos sexuales que enturbian, pero él, más miserable, penaba por su masculinidad perdida por siempre, por su progenie cercenada más que por la pérdida de su hijo recién nacido o de su esposa. En los delirios del postoperatorio creí ver que la poda de su linaje le preocupaba sobremanera, mucho para ser un hombre humilde, educado por sus propios medios como se había presentado. Incluso así, no desconfié,
verdammt nochmals!
Ni siquiera cuando a los veinte días, ya repuesto gracias a mi ciencia, me rogaba que cambiara su cuerpo, que lo hiciera como yo, eterno, por siempre joven.

»Me negué, no podía condenar a nadie a mi vida, a nadie sin la pasión, la firme decisión de dedicar la eternidad a recuperar el amor. Él no lamentaba el destino de su esposa, no como era de esperar, solo deseaba lo que yo tenía. Creí, sin embargo, que la perdida de los suyos lo había trastornado, y eso me irritó. Con mi humanidad había perdido también toda contención, ya lo comprobará usted en breve, así la ira que sentí por el infortunio de mi ayudante, por la vileza del asesino y secuestrador, fue desmedida. Soy sensible a las pérdidas románticas, pese a lo que puedan hacerle pensar mis recientes actos. De modo que cuando la policía me dio parte de sus pesquisas, asegurando que una pareja de características similares, con un bebe a su cargo, había abandonado con prisas la ciudad y acababa de encontrar cobijo en un pueblecito cercano a Nueva York bajo un nombre falso, me decidí a intervenir.

—¿Ella estaba con él? No trató de... ¿consentía?

—Yo ignoraba todo al respecto. El sujeto, el secuestrador, parecía ser un inglés llamado Williams, o algo así. Un delincuente buscado ya en su país. Estas fueron mis averiguaciones, junto con las de la policía, y todas ellas se las comuniqué a mi paciente, y él,
grosse scheisse
, clamó venganza. Me rogó, suplicó con lágrimas en los ojos que ya que no le concedía el don de la inmortalidad, triste perpetuidad la que quería, acabara con la vida del contumaz criminal y le permitiera ver, aunque solo fuera por una vez antes de morir, el rostro de su amada. Accedí.

»Era un hermoso verano cuando fui, enardecido como el ángel de la muerte, hasta Nueva York. El criminal era joven, muy joven, apenas un niño, pero astuto y capaz por encima de su edad. Había convencido a los propietarios de una pequeña granja para que le dieran un techo a cambio de trabajo. Entré a sangre y fuego, dispuesto a ejecutarlo, castigándolo por su terrible falta. No era entonces como soy ahora, y aun así, era un enemigo en nada desdeñable. Arrasé la granja, maté al ganado raquítico que mugía como paupérrimos heraldos de la justicia que se cernía en esa casa. El joven asesino no tuvo tiempo de reaccionar, lo encontré en el granero, desarmado salvo por tres herramientas herrumbrosas que no tuvo tiempo de utilizar. Lo tiré al suelo y lo apuñalé en la espalda hasta dejarlo inmóvil.

»—Vas a pagar por la vida que has destrozado —debí decir algo semejante, no lo recuerdo. Dispuesto a decapitarlo estaba cuando oí la voz suplicante de la muchacha, la mujer retenida, abrazada al niño. Parecía temer por la suerte de su captor, con sinceridad, estaba sana y bien cuidada pese a su economía de prófugos desesperados.

»—No es suyo. —Se refería a la criatura que sostenía entre los brazos—. Es de él. —De Williams—. Por favor, no... —No estaba dispuesto a aguantar más embustes, necio... si hubiera escuchado a esa muchacha. Entonces apreciaba a mi ayudante, y viendo su estado, cómo ese asesino lo había dejado, no pensé sino que tal vez aquella adúltera había urdido esa traición con su amante, asesinando a su esposo y huyendo a refugiarse con en los lúbricos brazos de Williams, ella y el fruto de su pecado. Aun así, ella aseguró que vendría conmigo, sin oponer resistencia, que volvería resignada a los brazos de su esposo capón si permitía que ese muchacho sobreviviera.

»¿Cómo no comprendí la situación? ¿Cómo alguien que ha vencido sobre la tirana de la vida no pudo entrever el miedo que el retorno al orden conyugal infundía en sus bonitos ojos? Me la llevé, dejando al tullido a cuidado de aquellos muy espantados granjeros. Regresé, antes de lo que el traidor había calculado, desconocía las capacidades de mi cuerpo. Era julio, por la tarde. Cuando fui a presentar su familia rescatada a mi ayudante, él ya no estaba. Había salido, me dijeron, con una veintena de mis hombres. Habían ido al Teatro Nacional, que estaba junto al Museo Chino, donde mi amada dormía, y ese día no había función alguna, menos a altas horas de la noche.

»Corrí, que digo, volé hacia allí despavorido, ignorando cualquier precaución, olvidando a la mujer y el crío que me acompañaban. Los encontré en el teatro, pensaban atravesar sus instalaciones y acceder a través de ellas al edificio colindante, el viejo Museo Chino. La quería a ella, ya que no obtenía su transformación contra natura directamente de mí, pensaba utilizarla, amenazarme quitándole la poca vida que había logrado darle. Jamás.

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