Al séptimo día, mi amiga Olly intentó suicidarse envenenándose. Sus hijos, dos niños adorables; sus ancianos padres, que llegaran a Cluj como refugiados de Viena; y su marido, aún siendo médico, suplicaron al doctor Lengyel que la salvase.
Lo primero que tenía que hacer era limpiar el estómago de la mujer. Para ello era indispensable un tubo de goma. Afortunadamente, si se me permite expresarme así, mi padre había usado, desde que lo operaron, un aparato para orinar, que tenía un tubo de dicha materia. Para llevar este tubo a la pobre Olly era literalmente necesario pasar por encima de nuestros vecinos enfermos. Luego, mi marido tenía que administrarle el tratamiento de un espacio reducido, sin los instrumentos necesarios y sin luz. Pero el mayor problema era la escasez de agua. En el fondo de unas cuantas cantimploras y botas, quedaban todavía menguadas reservas del precioso líquido vital. Ninguno estaba dispuesto a desprenderse de una gota. Se necesitó toda la autoridad de mi marido para que le cediesen un poco.
Pese a todas estas dificultades, el tratamiento fue un éxito, y la mujer se salvó. Provisionalmente, por lo menos. Porque al día siguiente, moría.
De cuando en cuando, en el transcurso de aquel viaje infernal, trataba de olvidarme de la realidad, de los muertos, de los agonizantes, del hedor y de los horrores. Me trepé a varias maletas y miré por la ventanilla. Observé el panorama encantador de los montes Tatras, los bosques magníficos de abetos, las verdes praderas, los pacíficos pastizales y las pintorescas casitas. Todo aquello se antojaba un paisaje para anunciar chocolates suizos. ¡Qué irreal me pareció!
Dos veces al día, los guardianes pasaban su revista. Creíamos que deberían observar con extremado rigor lo que pasaba, porque los imaginábamos que tenían ficheros de todos y estaban en condiciones de escudriñar los detalles más mínimos con la proverbial minuciosidad alemana. Pero aquello no era más que otra ilusión que habríamos de perder. Sólo estaban interesados en nosotros como grupo, y no les importaban los individuos. A veces, pasábamos por estaciones en que esperaban trenes militares y hospitales. Los soldados tenían una moral entusiasta. No sé si estarían ebrios de triunfo o exasperados por las derrotas, pero aquellas tropas, lo mismo las de hombres sanos que las de heridos, no tenían más que sonrisas burlonas para los pobres apestados, deportados en vagones de ganado. Los insultos más crueles y soeces llegaban a nuestros oídos. Una y otra vez me preguntaba si sería posible que aquellos hombres de uniforme verde no tuviesen más emociones que las del odio y la perversidad. Sea lo que fuere, el caso es que no fui testigo de la más ligera manifestación de compasión o piedad.
Por fin, al terminar el séptimo día, el vagón de la muerte se detuvo. Habíamos llegado. ¿Pero adónde? ¿Era aquello una ciudad? ¿Qué nos irían a hacer ahora?
La llegada
C
uando recuerdo hoy nuestra llegada al campo de concentración, se me antojan los vagones de nuestro tren como otros tantos ataúdes. Era, en realidad, un tren funeral. Los agentes de la
SS
y de la
Gestapo
eran nuestros sepultureros; los oficiales que más tarde valoraron nuestras «riquezas» eran nuestros herederos voraces e impacientes. No podíamos experimentar más que un profundo sentimiento de alivio. Cualquier cosa era mejor que aquella terrible incertidumbre. ¿Podría haber algo más truculento que una cárcel sobre ruedas, con su lobreguez abrumadora, con la fetidez de olores hediondos y con los gemidos y lamentaciones que partían el alma?
Esperábamos ser sacados del vagón sin más demoras. Pero aquella esperanza pronto resultó fallida. Teníamos que pasar todavía la octava noche en el tren, apilados los vivos unos encima de otros para evitar el contacto con los cadáveres en descomposición. Nadie durmió aquella noche. La emoción de alivio que nos había embargado cedió a otra de ansiedad, como si un sexto sentido nos advirtiese el desastre que se cernía sobre nosotros.
A duras penas me fui abriendo paso entre la masa compacta de humanidad animal para llegar a la ventanilla. Desde allí contemplé un espectáculo macabro. Fuera teníamos un verdadero bosque de alambradas con púas, que estaba iluminado a intervalos por reflectores poderosos.
Un inmenso sudario de luz cubría cuánto alcanzaba la vista. Era un espectáculo que helaba a uno la sangre, pero que al mismo tiempo le daba confianza. Aquel derroche escandaloso de electricidad indicaba indudablemente que la civilización estaba cerca y que iban a terminar las circunstancias que hasta entonces habíamos tenido que soportar. Sin embargo, estaba muy lejos de comprender el significado auténtico de aquello.
¿Qué nos tendría reservado el destino a nosotros? Hice las conjeturas más razonables, pero mi imaginación se negaba a encontrar una explicación lógica.
Por fin, volví a donde estaban mis padres, porque sentía una gran necesidad de hablar con ellos.
—¿Pueden perdonarme, a pesar de todo? —murmuré, besándoles las manos.
—¿Perdonarte? —me preguntó mi madre con su ternura característica—. No has hecho nada por lo que necesites perdón.
Pero sus ojos estaban arrasados de lágrimas. ¿Qué sospecharía ella en aquella hora?
—Tú siempre has sido la mejor de las hijas —añadió mi padre.
—Acaso muramos nosotros —continuó diciendo suavemente mi madre—, pero tú eres joven. Tienes fuerzas para luchar, y vivirás. Todavía puedes hacer mucho para ti misma y para los demás.
Aquélla fue la última vez que los abracé.
Por fin, amaneció pálidamente el día. Al poco tiempo, un oficial, que nos enteramos era el comandante del campo, vino a recibirnos bajo su custodia. Estaba acompañado por un intérprete que, según se nos dijo más tarde, hablaba nueve idiomas. La misión de éste, era traducir cada una de las órdenes al idioma nativo de los deportados. Nos advirtió que teníamos que observar la más estricta disciplina y cumplir todas las órdenes sin discusión. Lo escuchamos. ¿Qué motivo teníamos para sospechar que nos fuesen a hacer víctimas de peores tratos que los que hasta entonces habíamos recibido?
En el andén, vimos un grupo uniformado con el traje a rayas de los penados. Aquel espectáculo nos produjo una impresión dolorosa. ¿Nos quedaríamos también nosotros tan macilentos y quebrantados como aquellas pobres criaturas? Habían sido conducidos a la estación para hacerse cargo de nuestros equipajes, o más bien, de lo que quedaba de ellos después de haber recaudado sus «impuestos». Allí se nos desposeyó de todo en absoluto. Se oyó la orden seca y perentoria:
—¡Salgan!
Las mujeres fueron colocadas a un lado y los hombres a otro, de cinco en fondo.
Los médicos debían situarse en un grupo separado con sus maletines quirúrgicos.
Aquello nos pareció más bien esperanzador. Si se necesitaban doctores, quería decir que los enfermos recibirían atención médica. Llegaron cuatro o cinco ambulancias. Se nos notificó que estaban destinadas al transporte de los enfermos. Otro buen síntoma.
¿Cómo íbamos a sospechar que todo aquello no era más que una forma de cubrir las apariencias para mantener el orden entre los deportados con un mínimo de fuerza armada? De ninguna manera hubiésemos podido suponer que las ambulancias iban a conducir a los enfermos directamente a las cámaras de gas, de cuya existencia había yo dudado… ¡Y de allí a los crematorios!
Apaciguados por aquellos indicios astutamente preparados, no opusimos resistencia a que se nos despojase de nuestras pertenencias, y marchamos dócilmente hacia los mataderos.
Mientras se nos reunía en el andén de la estación, los equipajes fueron cargados por las criaturas vestidas como penados. Luego, fueron retirados los cadáveres de los que habían perecido durante el viaje. Después de varios días entre nosotros, algunos estaban horriblemente hinchados y en distintas fases de descomposición. El hedor era tan nauseabundo, que millares de moscas fueron atraídas hacia los muertos. Se cebaban en los cadáveres y atacaban a los vivos, atormentándonos incesantemente.
En cuanto salimos del vagón de ganado, mi madre, mis hijos y yo quedamos separados de mi padre y de mi marido. Ahora estábamos formados en columnas que se extendían hasta centenares de metros. El tren había descargado de cuatro a cinco mil pasajeros, todos tan perplejos y consternados como nosotros.
Después de distintas órdenes, fuimos desfilando ante treinta hombres de las
SS
, entre los cuales estaba el jefe del campo y otros oficiales. Empezaron a escogernos, poniéndonos a unos a la derecha y a otros a la izquierda. Aquélla fue la primera «selección» en la cual se separaron los primeros que iban a ser sacrificados, para ser después enviados a los crematorios, cosa que estábamos muy lejos; de soñar siquiera. A los niños y a los viejos se les ordenaba automáticamente:
—¡A la izquierda!
Cuando se despedían, se oían gritos desesperados, llantos frenéticos y voces de:
—¡Mamá, mamá!
Iban a repercutir siempre ya en mis oídos. Pero los guardianes de las
SS
estaban dando muestras de que no tenían sentimientos de ningún género. A los que intentaban resistirse, lo mismo viejos que jóvenes, los golpeaban sin compasión; e inmediatamente reconstruían nuestras columnas en los dos nuevos grupos, derecho e izquierdo, pero siempre de cinco en fondo.
La única explicación que se nos dio, fue la de un oficial de las
SS
, quien nos aseguró que los ancianos iban a quedar a cargo de los pequeños. Yo lo creí, suponiendo, naturalmente, que los adultos capaces serían destinados a trabajar y que los viejos y los niños quedarían atendidos.
Nos llegó el turno. Mi madre, mis hijos y yo avanzamos hacia los «seleccionadores». Entonces cometí mi segundo y terrible error. El seleccionador hizo una seña a mi madre y a mí para que nos incorporásemos al grupo de los adultos. Mandó a mi hijo más pequeño, Thomas, con los niños y los ancianos, lo cual iba a equivaler a su exterminación inmediata. Ante Arved, mi hijo mayor, se quedó indeciso.
El corazón me dio un vuelco. Aquel oficial, hombre corpulento, moreno y con gafas, parecía estar haciendo lo posible por tomar una decisión equitativa. Luego me enteré de que era el doctor Fritz Klein, el «Seleccionador Jefe».
[18]
—Este muchacho debe tener más de doce años —me indicó.
—No —protesté.
La verdad era que Arved no había cumplido todavía los doce, y así podía decirlo. Estaba muy crecido para su edad, pero yo quería ahorrarle los trabajos que acaso resultasen para él demasiado duros.
—Está bien —asintió con gesto amistoso Klein—. ¡A la izquierda!
Yo había persuadido a mi madre de que debía seguir a los niños y atenderlos aun cuando ella era joven, siendo abuela, era acreedora al trato concedido a los ancianos, y alguien tenía que cuidar de Arved y Thomas.
—A mi madre le gustaría quedarse con los pequeños —dije.
—Muy bien —accedió él nuevamente—. Todos ustedes van a estar en el mismo campo.
—Y al cabo de unas cuantas semanas, todos volverán a reunirse —añadió otro oficial, con una sonrisa—. ¡El siguiente!
¿Cómo iba yo a poder sospecharlo? Les había ahorrado los trabajos forzados, pero había condenado a Arved y a mi madre a morir.
La carretera estaba bien reparada. Era a principios de mayo, y una brisa fresca nos traía un olor peculiar y dulzón, muy parecido a la carne que se quema, aunque no lo identificamos como tal. Aquel olor nos recibió a nuestra llegada y permaneció para siempre entre nosotros.
El campamento ocupaba un vasto espacio de unos nueve y medio kilómetros por cerca de trece, como comprobé más tarde. Estaba rodeado de postes de cemento, de una altura de tres a cuatro metros y de un espesor de cerca de cuarenta centímetros, plantados a intervalos de tres metros y medio aproximadamente, con una doble red de alambradas entre sí. En cada poste había una lámpara eléctrica, un enorme ojo brillante, enfocado sobre los presos y jamás apagado. Dentro del inmenso recinto había muchos campamentos, cada uno de los cuales estaba designado por una letra.
Los campos se hallaban separados por terraplenes de un metro. Encima de ellos había tres hileras de alambradas con púas, cargadas de fluido eléctrico.
Al entrar en los terrenos del campamento, y al pasar por los distintos campos, distinguimos diversos edificios de madera. Las alambradas que rodeaban estas estructuras nos parecieron jaulas. Encerradas en estas jaulas había mujeres cubiertas con miserables harapos, con las cabezas rapadas y los pies descalzos. Hablando en todos los idiomas de Europa, imploraban un mendrugo de pan o un chal para cubrir su desnudez.
Oímos sus gritos penetrantes:
—¡También ustedes se acabarán, como tantas de nosotras!
—Pasarán frío y hambre como nosotras.
—¡Y serán golpeadas también!
De pronto, apareció en medio de aquel rebaño humano una mujer corpulenta y bien vestida. Con un garrote macizo, soltaba golpes a diestra y siniestra sobre las que se interponían en su camino.
No podíamos dar crédito a nuestros ojos. ¿Quiénes eran aquellas mujeres? ¿Qué crimen habían cometido? ¿Qué nos tendría destinada la suerte a nosotras? Aquello era como una pesadilla. ¿No sería esto, pensábamos, el patio de un manicomio? Quizás esa mujer fuese una loquera que apelaba al último recurso… a la fuerza bruta.
—No hay duda —dije para mis adentros—, estas mujeres son anormales, y por eso es por lo que están aisladas.