Este profesor nos informó que los alemanes no solamente importunaban a las mujeres en las calles, sino que tampoco respetaban la intimidad de sus hogares. En grupos irrumpían en los hogares y violaban a las mujeres de familias respetables. Los hombres que se atrevían a defenderlas eran muertos inmediatamente. Diariamente eran traídas a su clínica en ambulancias, mujeres y niñas en estado deplorable. Entre las innumerables historias que nos relataba el doctor Hajnal, repetiré aquella del director de la estación en Dej, una ciudad que se encuentra a dos horas aproximadamente de Cluj.
El día anterior, expresó el doctor, veintiún soldados alemanes golpearon fuertemente a la puerta de la casa del jefe de la estación. Al rehusar abrir, derribaron la puerta y lo golpearon hasta dejarlo inconsciente. Después, los veintiún hombres violaron a su esposa y a sus cuatro hijas. No tuvieron ni siquiera compasión de la pequeña de nueve meses de edad que pereció instantáneamente. Las niñas de 5 y 8 años murieron en la ambulancia. La madre y la hija mayor llegaron con vida a la clínica, en estado de gravedad.
El profesor Elfer por su enfermedad, necesitó estar en la cama alrededor de un año, y miembros del clero le visitaban con frecuencia. Llevaban relaciones amistosas con él, y mi padrino solía bromear al respecto, expresando que intercambiaban servicios profesionales, pues mientras él les cuidaba la salud del cuerpo, ellos le cuidaban la salud del alma, y que salía ganando en el trato.
Uno de los distinguidos representantes de la Iglesia que solía visitar a mi padrino era el obispo de Transilvania, Excelentísimo señor Aron Marton. Un hombre de extraordinaria capacidad mental y de un valor inquebrantable. En uno de sus sermones, el obispo hizo un llamamiento al pueblo desde su púlpito, diciéndoles que todos los húngaros, de cualquier religión o clase eran hermanos, y que deberían unirse y ayudarse unos a otros. Y si era necesario, pelear juntos valientemente contra el «enemigo». Cuando terminó el sermón que duró más de una hora y descendió del púlpito, temíamos que el obispo fuera arrestado por los alemanes. Años más tarde, me informaron que el Excelentísimo señor desapareció, nadie sabía adonde lo llevaron. El obispo fue víctima de su gran valor, y permanecerá siempre como un ejemplo de entereza. Era en realidad un baluarte de la Iglesia.
El obispo y mi padrino frecuentemente discutían la situación de Hungría y Alemania. Sabían que Alemania, —donde ahora reinaba
Wotan
incontrolablemente—, desde antes que Hitler asumiera el poder, ya estaba preparada para adoptar el comunismo. Era tristemente irónico el hecho de que judíos y cristianos pudientes hacían fuertes donativos al partido de Hitler en la esperanza de que, una vez realizados sus anhelos, Alemania no caería en el comunismo. Estos donantes ingenuamente creían que toda esa palabrería de Hitler y sus seguidores acerca de descartar al Dios cristiano, y la persecución de los judíos, eran golpes de sensacionalismo. Tales ideas paganas no llegarían a realizarse, pues había alrededor de ochenta millones de alemanes que a la hora que quisieran, podían derrocar al grupo de chiflados que los gobernaban. ¡Qué poco sabían estas personas que las masas siempre dan la bienvenida al lobo disfrazado en la piel de borrego! ¡Qué poco conocían del significado «Circo y pan para la gente»!
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Hitler desempeñaba su tarea a la perfección, la diversión la proporcionaban en mítines populares, celebración de conquistas del ejército, la quema de libros y de objetos sagrados y misteriosas procesiones con antorchas. Hitler ofrecía mucho más que un simple trozo de pan al pueblo alemán, todo el comercio, la agricultura y la industria de la sojuzgada Europa estaba al servicio de Alemania. En correspondencia a esto, el pueblo intoxicado con las victorias alemanas, aceptaba las teorías maquiavélicas de Hitler. Además del viejo concepto alemán «
Deutschland Ueber Alies
» —«Alemania sobre todo»—, los Teutones
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aceptaron una nueva idea, que ellos eran «superhombres», con derechos sin límite. La teoría que solamente una nación, la nación alemana debe y tiene el derecho a subsistir con prosperidad en el mundo. «¡Un Pueblo!, ¡un Imperio!, ¡un Jefe!», tuvo gran éxito.
El obispo Aron Marton lamentaba profundamente que los alemanes creyeran tales vilezas, y que hubieran perdido el camino hacia Dios, hacia la justicia y hacia la dignidad humana.
Cuando ocurrió la visita del obispo Aron Marton, todos los judíos en Hungría se encontraban materialmente en la calle. Fueron despedidos de sus empleos, las oficinas de los médicos y abogados clausuradas, sus propiedades, casas y negocios, fábricas, confiscados por el gobierno húngaro pro nazi.
El gobierno Húngaro copió el sistema alemán, referente a los judíos húngaros y olvidó que el plan alemán para eliminar a la población de todo el mundo, incluía también al pueblo húngaro. El Mayor alemán nos explicaba que de acuerdo con ese plan. «Alemania se encargaría» de Europa, los Estados Unidos, los países Latinoamericanos, Asia, África, etcétera. Exterminarían a aquellos físicamente incapacitados. Esterilizarían al resto de las poblaciones de ambos sexos, usándolos como esclavos para levantar un mundo para los alemanes. Mientras tanto, intensificarían la procreación de niños alemanes legales e ilegales. Ya funcionaban campos donde hombres alemanes en perfecto estado de salud permanecían por unos días en compañía de mujeres sanas, con el exclusivo objeto de embarazarlas para propagar el nacimiento de «superhombres». Al terminar la guerra, cuando los hombres volvieran a sus hogares, seguirían multiplicando la especie en gran escala.
El obispo Aron Marton con profunda tristeza nos dijo que había oído que el gobierno húngaro pro nazi empezaría muy pronto una redada de judíos, para entregarlos en los campos de concentración alemanes. Qué difícil era creer que los propios húngaros entregarían a sus hermanos, de religión judía, aquellos con quienes habían combatido al enemigo. En guerras anteriores que Hungría peleaba por su libertad, judíos y cristianos valientemente murieron por igual.
Pero el temor del Excelentísimo señor se basaba en hechos trágicos que tuvieron lugar en Hungría antes de que ésta fuera ocupada por los alemanes. La decisión tomada por Hitler en Viena fue de devolver pequeñas porciones de terreno a los húngaros. Estas porciones de terreno les fueron quitadas por los Aliados y dadas a los rumanos gracias al «Tratado de Paz de Trianón», después de la Primera Guerra Mundial. Al recibir Hungría estos obsequios de manos de Hitler, el gobierno Húngaro empezó su ola de crímenes. Nuestro Primer Ministro, Bárdossy entregó al ejército alemán en Polonia más de 20 000 judíos que fueron asesinados. En el mismo año de 1941, el general Bayor-Bayer, el general Feketehalmy-Zeisler y el capitán Zoeldy ametrallaron a miles de hebreos en los territorios que le fueron quitados a Yugoslavia y fueron devueltos a Hungría. Estos judíos que fueron enviados a una muerte segura, eran compatriotas de sus asesinos.
Hablando sobre estos hechos sangrientos por parte de los húngaros, recuerdo la extraña experiencia que tuvimos con un pariente nuestro el doctor «SM», quien era coronel de la policía húngara en Szeged.
Poco después de que la Transilvania del Norte fue devuelta a Hungría, el doctor «SM» vino a visitarnos. Para celebrar su llegada, organicé una pequeña reunión familiar, invitando a su hermana Tinike, y a nuestros parientes y amigos. Yo sabía que en Szeged, donde vivía el doctor «SM», era muy popular un plato llamado
Szegedi halpaprikas
, que consiste en pescado con verduras sazonadas en una rica salsa a base de pimentón. La fama de este platillo cruzó las fronteras de Hungría, y los habitantes de Szeged se sentían orgullosos de ello. Pensé que al doctor «SM» le agradaría comer este platillo nombrado en honor de su ciudad. A la hora de la cena, cuando le ofrecieron al coronel el plato, algo muy extraño ocurrió. Al darse cuenta que contenía pescado, con una expresión desesperada, palideció grandemente, respirando con dificultad. Mi esposo, Tinike y yo nos levantamos de nuestros asientos y lo sacamos del cuarto, pensando que tenía un ataque.
No comprendíamos qué relación podía existir entre la expresión de horror y el pescado, pero deducimos que algo terrible debía haberle ocurrido. El doctor «SM» no era un hombre que se horrorizara fácilmente. Había sido un héroe durante la Primera Guerra Mundial, y Hungría confirió las más altas condecoraciones. Durante la Primera Guerra Mundial, los rumanos forzaron la retirada del ejército húngaro en las cercanías de Brasso. En momentos tan críticos, el doctor «SM», capitán de húsares, tuvo una brillante idea. En lugar de tratar de salvar su propio pellejo, montó en su corcel, y ordenó a un pequeño grupo de hombres de su compañía, que lo siguieran. A galope veloz marchó en dirección contraria a las tropas húngaras. Con una maniobra audaz, hizo creer al ejército rumano que su grupo era el ejército húngaro. Con un valor sobrehumano, se batió ferozmente con el enemigo durante horas. Su heroico acto salvó al ejército húngaro y cubrió la retirada. El doctor «SM» no solamente era pariente de nosotros, sino también amigo de la familia. Cuando estuvimos a solas con él, no quería hablar del incidente. Finalmente lo convencimos que explicara su actitud tan extraña. Haciendo la narración, un sudor frío perló su frente.
Un día frío de invierno, el doctor «SM» junto con sus policías recibió la orden de ir a una ciudad, cerca del Río Danubio, que hacía poco fue devuelta a Hungría. Allí recibieron nuevas órdenes; tenían que apoderarse de todos los hebreos existentes y llevarlos a la ribera del río. Estuvieron a caza de judíos noche y día. Los sacaban de sus hogares, de los hospitales, de las sinagogas, de sus oficinas y comercios; secuestraron a los niños de las escuelas, colegios y guarderías, y los llevaron a la ribera del río. Allí obligaron a los hombres a romper el hielo a lo largo de la orilla del río y después ordenaron a todos a desnudarse, poniendo en grandes montones sus sacos, vestidos, zapatos y juguetes. Millares y millares de seres humanos, viejos y jóvenes, hombres, mujeres y niños, infantes en brazos de sus madres fueron alineados completamente desnudos y expuestos al frío invernal a lo largo de las orillas del río. Una orden con voz de trueno se oyó, y todos estos desventurados fueron ametrallados y sus cuerpos se desplomaron al río.
Durante un largo periodo de tiempo, cuando las amas de casa compraban pescado en el mercado y lo abrían en sus casas para limpiarlo, encontraban en los estómagos de los peces partículas de cuerpos humanos, y algunas veces, miembros pequeños de niños. Desde esa ocasión, el coronel era un hombre enfermo, y decidió presentar su renuncia. El coronel «SM» era un hombre familiarizado con la muerte en los campos de batalla, pero nunca podría olvidar los gritos de los hombres y mujeres, y el llanto desolador de los niños que fueron inmolados ese día a orillas del río.
En 1941, el Ministro de Guerra de Hungría, Bartha, y el jefe del Cuerpo Militar, Werth, en cooperación con otros miembros del gobierno pro nazi, establecieron las «Compañías de Trabajo». En estas compañías fueron incluidos cristianos de origen rumano, quienes habían permanecido en Transilvania después de la decisión de Hitler en Viena, además de 150 000 judíos. A raíz del «Tratado de Paz de Trianón», en Francia, los húngaros y los rumanos eran enemigos.
Una noche, un joven abogado rumano fue traído a nuestro hospital en un estado deplorable. Se había escapado de una «Compañía de Trabajo». Por un milagro su madre había trabado contacto con un sargento de su unidad, y sobornándolo, consiguió que su hijo pudiera escapar. Aun cuando se encontraba muy enfermo, tenía que cruzar la frontera hacia Rumanía en la noche siguiente, para evitar ser capturado. Este joven anteriormente fuerte y bien parecido, era hoy un manojo de huesos, escupiendo grandes cantidades de sangre cada vez que tosía.
Habíamos escuchado muchas historias terroríficas acerca de estas «Compañías de Trabajo», pero por primera vez palpábamos la horrible realidad. Nos habló del supuesto «uniforme» que llevaban, su única posesión la cual consistía en una cobija ceñida a sus cuerpos con un cordel. En lugar de botas militares, llevaban un trozo de madera atada a los pies. Bajo el fuego enemigo en el crudo frío de 40 grados bajo cero, y con esta vestimenta, les obligaban a buscar minas explosivas sin ninguna protección.
Eran golpeados y torturados por sus superiores. Y morían como moscas a causa del hambre, o por congelación de sus miembros o simplemente por enfermedades que nunca les eran atendidas. Cuando una epidemia de tifo les atacó, era usado un «tratamiento médico» drástico. Encerraron a los enfermos en grandes barracas de madera, y rociaron con gasolina el suelo, las cobijas y demás objetos, aplicándoles fuego. Muy pronto los gritos desesperados de las gentes que se quemaban se dejaron oír. Ametralladoras apostadas esperaban a aquellos que trataron de escapar a tan horrible muerte a través de puertas y ventanas.