Los hombres de Venus (4 page)

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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Los hombres de Venus
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Vio a Arthur sentado ante una mesa, bajo un ventilador cuyas aspas giraban lentamente cortando la espesa atmósfera como si rebanaran mantequilla.

Estaba solo, con los codos apoyados sobre la mesa, la cabeza entre las manos y mirando fijamente los restos de whisky de una botella puesta frente a él. Al ver aquella figura vencida y ruinosa, Ángel sintió que algo amargo se agarraba a su garganta.

Arthur Winfield vestía un traje de dril, en otros tiempos blanco y ahora arrugado y plagado de manchas de grasa. La cara del norteamericano mostraba barba de muchos días. Las mejillas se hundían y los negros cabellos caían revueltos y húmedos de sudor sobre una frente sombría, surcada de profundas arrugas.

Al notar la presencia de alguien que le miraba insistentemente, Arthur Winfield levantó la cabeza y clavó en los de Ángel sus ojos oscuros y brillantes de fiebre.

—¡Hola, Ángel! —exclamó con voz ronca poniéndose en pie y tendiendo una mano temblorosa al español.

Ángel se la estrechó en silencio. Notó el extraordinario calor de aquella mano, y también la turbiedad de la mirada con que le examinaba Arthur.

—Tienes un estupendo aspecto —aseguró el norteamericano con una desmayada sonrisa. Y señalando una silla vacía murmuró como avergonzado—: Toma asiento, Ángel. ¿Quieres un trago?

Ángel movió la cabeza de un lado a otro.

—No —dijo acercando la silla y sentándose frente a Arthur—. No me apetece la bebida en este momento…

—Bueno, pues beberé solo —gruñó Arthur. Y se echó al coleto lo que restaba de la botella.

Ángel le miró hacer sin apartar sus ojos interrogantes de la cara demacrada de su amigo.

—¡Bueno, hombre! —exclamó Arthur dejando la botella sobre el mármol con violencia—. ¡No me mires así, no soy un fantasma!

—Me ha costado trabajo reconocerte, Arthur.

—Tú, en cambio, estás igual que siempre. Cuéntame cosas. ¿Qué es de tu vida? ¿Qué has venido a hacer a la India?

—Soy el piloto de un sabio viejo y chiflado, cuya única ocupación es la de ir siguiendo la pista a los platillos volantes. Estoy con él por pura casualidad. Sigo perteneciendo a las Fuerzas Aéreas, pero al enfermar el antiguo piloto del viejo me mandaron a mí para que le supliera mientras se reponía. Nada importante, en fin. Pero, ¿y tú? ¿Qué haces tú por estas tierras?

—Viajo —rió el americano—. Tengo una vieja avioneta Miles Hawak atada con alambres y llena de remiendos, y con ella voy de ciudad en ciudad haciendo propaganda a la Coca-Cola.

—¿Propaganda?

—Sí. Escribo «COCA-COLA» con humo en el cielo.

—Pensé que estarías aquí dedicado a la búsqueda de Carol Mitchel.

—No —dijo Arthur roncamente.

—¿Ni lo intentaste siquiera? Hay una recompensa de trescientos mil dólares para quien la encuentre…

—Ya lo sé —gruñó el americano arrugando la frente—. Cuando los periódicos dieron la noticia pensé en reunir algunos dólares y comprar un buen avión para dedicarme a buscar al Cessna. No pude, y ahora me alegro. La búsqueda es costosa y muy larga. Medio centenar, por lo menos, de pilotos de fortuna como yo, se han arruinado aquí con la esperanza de encontrar a los desaparecidos, pero aunque acaba de aparecer el señor Mitchel, nada se sabe todavía de Carol. Nadie la ha encontrado… ni viva ni muerta.

—Supongo que vuestro noviazgo se terminaría ¿no?

—Sí —aseguró Arthur con brusquedad.

Ángel se humedeció los resecos labios con la lengua.

—¿Todavía la quieres? —preguntó tras una breve pausa.

—¡La aborrezco! —rugió Arthur saliendo súbitamente de su apatía y clavando en Ángel sus ojos relampagueantes—. ¡Ella es la causa de mi ruina, por ella me ves aquí, en este estado y escribiendo ese absurdo anuncio de Coca-Cola en el cielo…! La aborrezco tanto que este mismo odio hace un infierno de mi vida.

Hubo una corta pausa, durante la cual Arthur se pasó la mano por la frente sudorosa como para apartar un atroz pensamiento.

—Dicen del amor y el odio que son dos pasiones muy semejantes —sentenció Ángel—. Tan semejantes que muchas veces se confunden.

Arthur apartó la mano de sus ojos y miró fijamente al español.

—Es posible —murmuró—. Por lo menos presenta unos síntomas muy parecidos… —rió por lo bajo siniestramente y continuó, excitándose según hablaba—: Antes, cuando la amaba, sentía la misma ansiedad en el pecho. Pero entonces mi alma subía, buscando su amado nombre en el cielo, y me sentía bueno y capaz de abarcar el mundo entero con mis brazos… ¡Yo era un hombre entonces, Ángel… yo era un hombre! Pero ahora…

—Ahora estás borracho —insistió Ángel.

—Sí, estoy borracho. Siempre estoy borracho, aunque no es verdad que el alcohol mitigue las penas. A mí, cuando menos, no me las quita, ni las emborrona, sino que las pone más vivas y claras en mi sangre y mi alma.

—¿Por qué bebes entonces?

—Porque sólo estando borracho puedo llorar, Ángel. Sólo por eso. Aunque el whisky no me da el olvido, me quita la vergüenza y me pongo a llorar… ¡Y es una gran cosa poder llorar! —. Se echó a reír con una risa fuerte y extraña. Los ojos se le llenaron de lágrimas.

Pasó un mozo de sucio delantal. Arthur le asió por un brazo y le gritó:

—¡Trae más whisky, muchacho! ¡El caballero y yo vamos a beber hasta que nos hinchemos de llorar!

—Arthur —llamó Ángel cuando se hubo ido el camarero—. ¿Cómo puedes haber caído tan bajo?

El americano cerró los ojos y abatió su barbilla sobre el pecho.

—Nunca fui hombre de excepcionales virtudes —masculló.

—Eso no es verdad —protestó Ángel irritado—. ¿A qué viene todo esto, vamos a ver? ¿Es por Carol Mitchel?

—Sí —afirmó Arthur como avergonzado.

—¿Reñisteis?

—Peor. Ella me dejó.

—Parecía quererte.

—También me lo pareció a mí —rió el norteamericano con una risa baja y agradable—. Mientras duró la guerra Carol parecía quererme. Incluso formalizamos nuestras relaciones y anunciamos públicamente nuestro propósito de casarnos. Ella me llevaba de un lado a otro, me presentaba a sus amistades y se retrataba conmigo como con un pequinés de fealdad poco corriente.

—¿Y cómo… cómo acabó todo aquello? —preguntó Ángel.

—Cambió de la noche a la mañana, se mostró fría conmigo, luego desdeñosa, finalmente… ¡me arrojó de su lado!

Arthur dejó caer la cabeza entre sus doblados brazos y se echó a llorar sobre el velador. Ángel le miraba sin saber qué pensar ni qué decir. Llegó el camarero con la botella, la depositó sobre el velador, y sacudiendo brutalmente al americano por un hombro le dijo:

—¡Tú, págame…!

Ángel arrojó junto a la botella un billete doblado. Lanzó al hombre una mirada furiosa y le ordenó con sequedad:

—¡Váyase! Ahí tiene el dinero.

Se fue refunfuñando el camarero. Arthur alzó la cabeza, alargó la mano y asiendo la botella se echó al coleto un largo trago. El whisky le corrió por la comisura de la boca. Lo limpió con la manga y clavó en el español sus ojos llenos de lágrimas.

—¿Quieres que siga hablando?

—Sí. Parece que te hace falta desahogarte.

—Dame un cigarrillo.

Ángel le ofreció su pitillera abierta. El norteamericano tomó uno de los blancos cilindros, lo puso entre sus labios húmedos de alcohol y chupó del humo con avaricia en cuanto Ángel se lo hubo encendido.

—Bueno —prosiguió Arthur expeliendo una espesa bocanada de humo—. Me sucedió lo que a todos, que después de una vida tan agitada hallé insoportable la muelle tarea de mi oficina. Encontré empleo en una compañía aérea. Mi sufrimiento moral era horrible, quería con toda mi alma a Carol y no podía olvidarla. Me di a beber. En el trabajo estaba continuamente distraído y cometí varios errores que casi estuvieron a punto de originar una catástrofe. Naturalmente, me despidieron. Fui dando vueltas de una compañía de aviación a otra. Cada día bebía más, todos mis fracasos los ahogaba en whisky, hasta que finalmente me encontré como me ves, desacreditado, deshecho física y moralmente. Acabé comprando una vieja avioneta y me ofrecí a una agencia de publicidad para escribir con humo en el cielo cualquier cosa. Esa es mi ocupación actual. ¿No me has visto actuar este mediodía?

—No. Llegamos anoche y he estado casi todo el día durmiendo. Temo que no voy a poder ayudarte, Arthur —murmuró Ángel—. Tuve sólo un poco más de suerte que tú. Créeme, que siento no poder ayudarte más que con un centenar de dólares.

—No te he buscado para que me dieras dinero, Ángel —sonrió el americano con amargura—. Ni tampoco para que me ayudaras. Soy un caso perdido, lo sé. Solamente quería verte y charlar un poco… Oye, ¿qué es eso de los platillos volantes? ¿De veras hay quien se ocupa de ellos seriamente?

—Ya lo creo. Nada menos que la ONU.

—Yo los he visto —aseguró Arthur volviendo a tomar la botella.

—Deja en paz el whisky, Arthur —suplicó el español arrancándole la botella de las manos—. Salgamos de aquí, ¿quieres? Me duele la cabeza con tanto humo y jaleo.

Al ponerse de pie Arthur se tambaleó. Ángel le tomó por un brazo y le empujó hacia la puerta, no sin que antes tomara el americano la botella y se la metiera en uno de los bolsillos.

Salieron a la calle.

—Te acompañaré a tu casa —dijo Ángel—. ¿Dónde vives?

—Tengo un cuartucho en una casa vieja.

—Pues vamos allá.

Ángel llamó a un taxi y metió dentro a su amigo subiendo detrás. Arthur dictó una dirección al conductor indostánico, y el coche se puso en movimiento con gran estrépito de chatarra.

—Cuéntame cosas de esos platillos volantes —solicitó Arthur volviendo a sacar la botella—. ¿Habéis encontrado alguno?

—Eso es lo más gracioso del caso —sonrió Ángel—. El jefe de nuestra expedición científica es el profesor Stefansson. Tiene un pequeño despacho en el edificio oficial de la ONU lleno de una preciosa y absurda secretaria y de recortes de periódico. Todos los recortes versan sobre platillos volantes y posibles pobladores de los planetas, pero el profesor parece ser el único hombre de la Tierra que no ha visto un platillo volante, pese a pasarse todo su tiempo buscándolos.

—No tienen nada de extraordinario —dijo Arthur—. Yo vi una cosa redonda de color verde volando a quinientas millas por hora una noche. Ignoro si era un platillo volante, pero tenía todas las características que de esos artefactos dan los relatos que he leído de algunos años a esta parte en los periódicos.

El taxi saltaba en los baches. Súbitamente se detuvo.

—Tenemos que bajar aquí —explicó Arthur—. Mi calle es tan estrecha que apenas si pueden pasar las vacas sagradas de mis vecinos.

Se apearon. Ángel pagó al conductor y siguió a su amigo, que andaba haciendo eses de una pared a otra de la angosta callejuela. Estaba muy mal alumbrada y empedrada de forma desigual por puntiagudos guijarros. Saltando los numerosos y pestilentes charcos, sosteniendo a su amigo y maldiciendo en voz baja, Ángel reflexionaba sobre lo que la vida puede hacer con un hombre. Arthur se detuvo ante un sombrío y ruinoso portal.

—Aquí vivo —anunció tras un hipido.

—Entremos.

El patio era húmedo, oscuro y maloliente. Ascendieron por una vieja y rechinante escalera desprovista de barandilla. El español vigilaba receloso los vaivenes de su amigo, pero contra lo que temía, Arthur llegó a la planta alta sin precipitarse por el hueco de la escalera. Se detuvieron frente a una baja y estrecha puertecilla y Arthur se dio a rebuscar por sus bolsillos.

—Enciende tu mechero. —Solicitó.

Ángel lo hizo.

—La puerta está abierta —observó empujándola.

—Muchas veces me olvido de cerrarla.

Entraron en el cuartucho a la luz de la llama del mechero de Ángel. Olía a local cerrado sin ventilar, a polvo y a orines de rata. Arthur tomó un pedazo de bujía y puso el pabilo en contacto con la llama del encendedor. Su mano vacilaba, pero consiguió finalmente su propósito. Metió la bujía en el gollete de una botella y depositó ésta sobre una carcomida cómoda.

Mientras hacía todo esto, Miguel miró con aprensión a su alrededor. No había en la habitación más muebles que la cómoda, un espejo desazogado, un catre al fondo y junto a este una silla coja y un palanganero con su cubo. Al mirar hacia el catre, Ángel dio un respingo de sobresalto. Algo rebulló y saltó a tierra dificultosamente. Luego anduvo unos pasos hasta colocarse en el centro del cuartucho.

El español miró a su amigo y le vio atónito, con los ojos y la boca abierta de par en par, sin proferir palabra. La figura que se mostraba a sus ojos era una anciana de corta estatura, casi una enana de temblequeantes miembros. Tenía redonda la cara, espantosamente fea, plegada la piel en miles de diminutas arrugas. Sus ojos eran pequeños y oblicuos, y entre los párpados vueltos hacia el globo brillaban como carbones dos pupilas maquiavélicas. Vestía negros ropajes, sucios y desgarrados, y por debajo del pañuelo que arrollaba su cabeza salía un mechón de cabellos blancos como la nieve.

Emergiendo como una figura sin perfil del fondo oscuro del mísero cuarto, se mostró ante los asombrados ojos de los jóvenes como una visión de pesadilla. Se adelantó renqueando y lanzando gemidos, tendidas las manos temblorosas hacia Arthur, y sus brazos descarnados se agitaron como resecos sarmientos que pretendieran asirse desesperadamente al aire.

—¿Qué significa esto? —preguntó Arthur—. ¿Quién es usted?

La anciana se echó a llorar ocultando la cara entre las sarmentosas manos.

—Seguramente una pobre mendiga que halló la puerta abierta y se puso a dormir en tu catre —arguyó Ángel.

—¡No… no…! —gimió una voz cascada y temblorosa, que parecía salir de las paredes pero que, indudablemente, procedía de la vieja.

Los dos amigos cruzaron una mirada de perplejidad. La anciana levantó su marchito rostro, y entonces pudieron ver que estaba llorando con gruesos lagrimones que surcaban las enflaquecidas mejillas saltando de arruga en arruga.

—Vengo de muy lejos… —gimoteó la mujer tendiendo hacia el norteamericano sus manos negras y tremulantes —. ¡He andado día y noche, arrastrándome por los caminos… sólo para hablarte, Arthur!

—¿A mí? —saltó Arthur con un respingo de sorpresa—. ¿Acaso me conoce?

—Yo te conozco, Arthur… y me has conocido a mí.

—¡No! —gritó el joven—. ¿Quién es usted?

—¡Tengo miedo de decirlo, Arthur…! ¡Temo que no vas a creerme, que no puedes creerme… y sin embargo, sólo tú puedes ayudarme…!

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