Los hermanos Majere (30 page)

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Authors: Kevin T. Stein

Tags: #Fantástico

BOOK: Los hermanos Majere
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—Al parecer, lleváis una vida muy ajetreada, repleta de obligaciones. —Caramon bebió un sorbo del vino.

—Sí, muy ajetreada y muy... solitaria.

Shavas bajó los párpados y eludió la mirada del guerrero. Entre las largas pestañas, se escapó una lágrima que se deslizó por la mejilla. Caramon ansiaba tomarla entre sus brazos, pero no se le ocurría cómo salvar la barrera de platos y viandas.

Con la mirada prendida en su copa de vino, la dignataria la acercó a la llama de una de las velas. De repente parpadeó, frunció el entrecejo y sacudió la cabeza como si saliera de un sueño.

—Propongo un brindis —dijo con voz clara—. Por ti y por tu hermano...

—Y por el éxito de nuestra empresa —agregó Caramon.

Esto último cogió por sorpresa a Shavas.

—Eh..., desde luego. Por el éxito —dijo después.

Bebieron al mismo tiempo. El guerrero habría vaciado la copa de un solo trago a no ser porque vio que su anfitriona dejaba la suya sobre el mantel tras beber un pequeño sorbo.

—¿Tienes apetito? —le preguntó la dignataria, a la vez que alargaba la mano para coger el plato del hombretón.

Sin aguardar respuesta, le sirvió unas viandas: carne, pescado y verduras. Después hizo otro tanto con su plato, aunque en cantidades mucho más reducidas.

Caramon buscó los cubiertos y al no atisbar ni tenedores ni cuchillos, su nerviosismo se acrecentó ante la duda de si había pasado algo por alto u otra vez metía la pata. Shavas advirtió su malestar.

—Come con las manos, Caramon. Nadie nos vigila. Es una cena íntima, ¿recuerdas? Estamos solos..., tú y yo.

La mujer cogió una frambuesa con los dedos, se la llevó a la boca con lentitud y chupó el jugo que manchaba su índice. El guerrero, que no le quitaba los ojos de encima, sintió que la sangre se le agolpaba en las mejillas. Antes de sentarse, estaba hambriento; sin embargo, en ese momento no estaba seguro de tragar un solo bocado. Jamás en su vida había deseado tanto a ninguna otra mujer como a la que tenía entonces frente a sus ojos.

Ambos guardaron silencio a lo largo del refrigerio, como si estuvieran impacientes de que llegara a su fin.

Concluida la cena, Shavas se limpió los dedos en una servilleta de hilo. Robere apareció de la nada y recogió fuentes, platos y demás utensilios.

—Cuando termines, márchate —le dijo Shavas con la mirada fija en Caramon.

—Gracias, señora. —El mayordomo manifestó un evidente alivio.

Poco después, Robere partió y los dejó solos.

—Bien, Caramon. ¿Sobre qué hablaremos? —comenzó Shavas.

—¿Hablar? —reiteró el aludido, tan sorprendido como decepcionado. No era con exactitud una conversación lo que deseaba compartir con la mujer—. ¡Qué sé yo! ¿De qué queréis hablar?

La dignataria se sirvió otro vaso de vino.

—Cuéntame acerca de ti; relátame alguna de tus aventuras —sugirió.

El hombretón pensó en las anécdotas que solía referir en tabernas y posadas, todas basadas en hechos sangrientos, en el frío acero de las armas y en las agallas de los contendientes.

—Me temo que ninguna de mis historias os agradaría, señora —farfulló por último, en tanto asía con brusquedad su copa y la vaciaba de un trago.

—Tal vez te sorprendería descubrir lo que me agrada y lo que no. Pero si no te apetece charlar de ese tema, háblame entonces de tu hermano, de Raistlin.

¡Ajá! ¡Ahora estaba claro lo que en verdad le interesaba!, pensó Caramon con el resquemor de los celos.

—¿Qué queréis saber?

—Cualquier cosa. Por ejemplo, me intriga que siendo tan joven posea un poder mágico tan notable, ¿no es cierto?

—Es el primer aspirante de su edad que pasó con éxito la Prueba en la Torre de la Alta Hechicería —admitió el guerrero, reacio no sólo a hablar, sino a recordar aquel terrible trance.

—¿De veras? Debió de ser una experiencia aterradora —insistió la mujer.

—En efecto. Aquellos que no la superan, mueren.

Shavas advirtió el creciente desasosiego del guerrero; sonrió para sus adentros, y cambió de tema.

—¿Hace mucho que tu hermano y tú viajáis juntos?

—Desde siempre —respondió en un susurro, con la vista clavada en la copa de cristal—. Jamás nos separamos.

—Salvo cuando cada uno de vosotros va en busca de lo que realmente desea.

Shavas se puso de pie con un grácil movimiento. Se llevó las manos a la cabeza y se soltó las trenzas enroscadas en la nuca; el cabello se desplomó sobre sus hombros como una suave cascada de ondas oscuras.

Caramon la contempló extasiado; su ardiente deseo era tan avasallador que le resultaba doloroso.

—«Anhelo escuchar los acordes de tu corona de mujer, pulsar las dulces cuerdas de tus brillantes cabellos» —musitó.

La Gran Consejera se acercó a su invitado y se arrodilló frente a él. Se acurrucó en sus brazos y acercó los labios a la mejilla del hombre.

—Qué hermosas palabras. ¿Es tuyo el verso?

—No. Raistlin lo recitaba a menudo. Supongo que lo leyó en alguna parte. Siempre... lee... libros...

El guerrero la ciñó en un prieto abrazo, se tumbó sobre la fresca hierba y arrastró consigo a la mujer. Shavas alzó las manos y acarició con las yemas de los dedos la piel curtida del rostro del guerrero.

—Repítemelo, Caramon —susurró.

Pero él guardó silencio, sabedor de que no deseaba escucharlo en realidad, ni eran versos hermosos lo que esperaba de él.

Mejor así, ya que habría sido incapaz de recordarlos aunque en ello le fuera la vida.

* * *

Raistlin se hallaba sentado en un sillón de la biblioteca de Shavas y hojeaba con aire ausente el libro que Caramon examinara un par de noches atrás. Al comprobar que todas las hojas estaban en blanco, lo arrojó a un lado con enfado.

La dignataria había dejado las puertas de la mansión abiertas, a fin de que el mago accediera sin problemas al interior. En la nota, no mencionaba la hora en que regresaría a la casa, si bien Raistlin, conocedor de las aptitudes de su gemelo, dedujo que la dama no volvería hasta la mañana siguiente. El hechicero recurrió a su tenaz fuerza de voluntad para sofocar la incipiente llama de los celos, que amenazaba alcanzar las proporciones de un incendio devastador en el que se consumiría.

—La magia. Eso es lo importante —se increpó a sí mismo.

Se levantó del asiento, dispuesto a formular un conjuro. Inició la salmodia con un murmullo apenas audible que fue
in crescendo
hasta inundar la estancia con su indescriptible melodía. Extendió la mano izquierda para cerrarla enseguida; la abrió de nuevo, esta vez con los dedos en una posición de poder que extraía la fuerza de Krynn y de planos ignotos. Alzó el brazo derecho con el negro cayado enarbolado y después lo bajó con lentitud al tiempo que trazaba un arco que terminaba en su propio cuerpo envuelto en la túnica roja.

En respuesta a su mandato, tres volúmenes, entre los cientos que contenían las estanterías, emitieron un fulgor espectral.

Sabedor de que los efectos del conjuro no tardarían en desaparecer, tomó nota mental de la localización cié los tres libros y luego se desplomó en el sillón. Suspiró hondo, entre temblores. Ante la contemplación del tesoro que lo aguardaba, su cuerpo también se agitó con la dolorosa punzada del deseo.

Se obligó a recobrar la calma, a poner coto a
sus
ideas desbocadas, antes de incorporarse y dirigirse hacia las estanterías. Alargó una mano temblorosa y aferró uno de los tres volúmenes. Se titulaba:
Mereklar.
Debajo, sobre la piel de la encuadernación, aparecía grabado:
El Señor de los Gatos.

—¿Qué es esto? —Raistlin estudió la cubierta con el rostro fruncido.

Daba la impresión de que la segunda parte del título se hubiera añadido con precipitación, como si el encuadernador hubiese recibido instrucciones a última hora. El mago colocó el ejemplar sobre la mesa más cercana al fuego de la chimenea, se acomodó en una silla y abrió el texto en la primera página. Entre las ilustraciones en rojo, azul y oro aparecían los trazos enrevesados de un anónimo escriba de tiempos remotos.

Los orígenes de Mereklar son desconocidos y así permanecerán hasta que llegue la hora en que la revelación resulte necesaria. La creación de la ciudad tiene un único designio, claro y concluyente, y los que habitan entre sus murallas conocen los motivos. Los gatos han de vivir aquí; el propósito para el que están destinados se conocerá llegado el momento.

—¡Simplezas! —gruñó el mago—. ¡Esperaba conjuros mágicos, no una guía turística!

Pasó la hoja y encontró un dibujo que representaba a un hombre de piel negra, vestido con ropajes también negros, erguido frente a los escombros de una ciudad destruida. Los relámpagos hendían un firmamento anaranjado y las tres lunas conformaban el Gran Ojo, suspendidas en la atmósfera irreal. La calle del dibujo le resultaba familiar a Raistlin, si bien no fue capaz de identificarla en ese momento. Al pie de la ilustración se leía:

El Señor de los Gatos en su feudo de desesperanza aguarda sigiloso, al amparo de la negrura, a que se abra el portal.

—Interesante. Muy interesante —susurró Raistlin, olvidada la cólera de unos minutos atrás. Pasó con gran cuidado hoja tras hoja del ajado pergamino hasta llegar al final del libro—. Sin duda, el contenido de este texto da a los acontecimientos un enfoque distinto del que relata la profecía popular.

El Señor de los Gatos traerá a sus demonios..., guiará a los felinos contra el mundo..., destruirá la ciudad más arcana que los primeros dioses..., exterminará a aquellos que representen una amenaza para sus dominios..., emisarios del mal.

Raistlin cerró el volumen, enlazó las manos y apoyó la barbilla en los índices. Permaneció unos segundos inmóvil, en actitud pensativa. Desde luego, el texto era interesante; sin embargo, no había en él ni el menor atisbo de magia. Entonces, ¿por qué había respondido a un conjuro que revelaba la naturaleza ocultista del contenido?

—Jamás me había topado con algo semejante. ¿Qué deduzco de todo esto? Por otro lado, ¿cuál de las dos versiones es la correcta? ¿Las leyendas populares de la ciudad o los hechos expuestos en este libro?

El hechicero se levantó, colocó el volumen en su sitio, y se dirigió hacia la estantería que guardaba el segundo tomo que había reaccionado a su sortilegio. Al alargar la mano hacia el anaquel superior reparó en un libro situado a su izquierda.

Se titulaba
Tanis, el Semielfo.

—Fascinante, pero irrelevante en estos momentos, por desgracia —comentó el hechicero.

Llevó a la mesa el segundo ejemplar, levantó la raída cubierta negra y centró la atención en la primera página.

Crónicas del mago Ali Azra de los Planos Luminosos.

La Ciudad de la Piedra Blanca.

—¡Ah! —exclamó Raistlin en un susurro emocionado. Los relatos de Ali Azra, el hechicero considerado loco, acerca de los míticos Planos Luminosos, cuyo contenido combinaba la magia del texto con historias interesantes, era una de sus narraciones preferidas. Los había leído a pesar de las prohibiciones de sus maestros, quienes sostenían que la información facilitada era demasiado avanzada y peligrosa para un joven aprendiz de mago. Pero a Raistlin nunca lo habían detenido ese tipo de órdenes y había descubierto que las técnicas de Azra eran muy interesantes, aunque el estilo narrativo resultara pomposo e irritante.

Largo tiempo he estudiado las piedras de Mereklar, más incluso que el empleado en la investigación de las Columnas de Isclangaard.

El hechicero sonrió ante la mención de Isclangaard; ésa era la primera crónica que había leído.

Al igual que con las columnas, son muchas las cosas fantásticas que he descubierto y que ahora expongo en estas páginas para conocimiento de mis discípulos, entre los que se encuentran...

Raistlin pasó por alto la relación. Ali Azra solía mencionar en cada una de sus obras todos los nombres de sus pupilos. El mago pasó varias hojas hasta llegar al encabezamiento del primer capítulo.

Las murallas: símbolo de pureza. Las murallas de la fabulosa ciudad de Mereklar rodean el recinto con tres barreras protectoras contra el mal. El mármol blanco constituye una advertencia para aquellos cuyos designios sean dañar a sus habitantes. Cinceladas en las murallas de la fabulosa ciudad de Mereklar, aparecen las leyendas y hazañas del mundo, de Krynn, y de otros lugares que incluso yo, el grande y poderoso mago Ali Azra, he de confesar apenas he vislumbrado y, de forma tan breve, que me es imposible brindar una información precisa y extensa como a ti, amable lector, estoy seguro te gustaría recibir.

Raistlin, enfadado, frunció el entrecejo. Detestaba el término «amable lector».

A medida que sigas mis ilustres pasos --como no dudo harás--, inducido por el ansia de familiarizarte más y más con mi grandeza, impulsado por el deseo de paladear el poder que con tanta facilidad ostento, encontrarás que las murallas de la fabulosa ciudad de Mereklar son inmunes a cualquier fuerza o conjuro, cualquiera sea su naturaleza: buena o mala. ¿Qué lo motiva?, te preguntarás, y harás bien en plantearte ese interrogante, pues conocimiento es sinónimo de poder. Que se sepa que yo, el grande y poderoso mago Ali Azra, he desvelado los orígenes de la ciudad de Mereklar, y que tuve el placer de conversar con los dioses del Bien, entre los que se encuentran Paladine, Majere y Misakal; ellos crearon esta ciudad y decretaron que no fuera dañada por hombre o elemento.

—¡Muy bien, muy bien! —refunfuñó Raistlin, perdida la paciencia—. Los dioses del Bien crearon la ciudad; pero ¿con qué designio?

Prosiguió la lectura con la esperanza de descubrir la respuesta a su pregunta. Sin embargo, los datos facilitados carecían de interés y se limitaban a informar acerca de los viajes de Azra, con esporádicas menciones a la ciudad que no aportaban nada útil. El mago no se había molestado en incluir en el texto un solo conjuro provechoso.

Raistlin cerró la crónica del demente mago con brusquedad, iracundo, y colocó el volumen en su sitio. Se acercó al tercer y último ejemplar, un libro encuadernado en terciopelo rojo oscurecido por el tiempo. Su sencillo título,
Arcano,
era un nombre que se utilizaba a menudo como título de los tratados mágicos. Regresó a la mesa y ojeó la primera página; abrió los ojos de par en par al contemplar una espiral de runas grabadas a fuego en el pergamino; los trazos estaban rodeados por las decoloraciones amarillentas del calor.

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