Los hermanos Majere (29 page)

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Authors: Kevin T. Stein

Tags: #Fantástico

BOOK: Los hermanos Majere
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Raistlin no dijo una palabra, estupefacto ante la visión que les mostraba la suave luminosidad de la bola de cristal.

El gato negro se volvió hacia ellos y los miró; las pupilas lanzaron destellos rojizos.

La gruta a la que habían accedido era inmensa y se extendía a lo largo de decenas de metros. Las paredes rocosas aparecían hendidas por infinidad de pasadizos de entrada y salida que semejaban negras cuchilladas. Varios arroyuelos confluían en estanques donde la quieta superficie reflejaba un brillo aceitoso. No obstante, lo que paralizaba a los hermanos era el hecho de que, por fin, habían encontrado a los gatos de Mereklar. Por todas partes, se divisaban miles de felinos... desplomados de costado sobre el suelo, silenciosos, inmóviles.

Raistlin se agachó y acercó el bastón.

—Fíjate, hermano —instó en tanto apuntaba con el índice.

De los hocicos de todos los animales manaba un hilillo de sangre.

—¡Están... muertos! —dijo el guerrero con un respingo.

El mago examinó uno de los cuerpecillos exánimes. Posó la mano dorada sobre el pelaje atigrado del animal y lo acarició con suavidad. Luego se aproximó a otro, le levantó la cabeza y observó las brillantes pupilas. Repitió la operación con otro gato, y después otro, y otro más.

—No lo comprendo. ¿Qué ha acabado con todos ellos? ¿Veneno? —inquirió Caramon con un hilo de voz.

—No están muertos.

—Pues a mí me lo parecen.

—Te aseguro que viven, no te quepa la menor duda. Sin embargo, a pesar de que sus cuerpos respiren, no ocurre lo mismo con sus mentes.

El hombretón se inclinó sobre uno de los animales y rozó el suave pelaje. Percibió calor bajo la palma de la mano, el tenue latido del pequeño corazón, el exiguo ritmo respiratorio.

El gato negro se plantó frente a él de un salto, arqueó el lomo y bufó.

—Calma, amigo, no lo lastimaré —dijo el guerrero mientras se incorporaba y retrocedía un paso a fin de tranquilizar al animal. Luego se volvió hacia su gemelo—. Tenías razón, Raist. ¡Están vivos!

—En respuesta a tu primera pregunta, te diré que no han sido envenenados. Ninguno de los tóxicos que conozco tiene efectos semejantes.

—¿Cuál es la causa?

—No se me ocurre otra explicación que la magia, si bien el conjuro capaz de producir tan devastadores estragos escapa a mis conocimientos.

Caramon se sumió en un silencio meditabundo.

—¿Entonces sospechas que es obra de un hechicero? —preguntó al cabo.

—Uno extraordinario, poderoso, sí. Tal vez más que el propio Par-Salian.

El guerrero no pudo evitar un estremecimiento al recordar al poderoso archimago de la Torre de la Alta Hechicería.

Durante los últimos minutos, el gato negro atendió a la conversación de los hermanos, de quienes no apartó las pupilas relucientes ni por un instante.

Raistlin alzó los brazos y pronunció unas palabras en el enrevesado y arcano lenguaje de la magia. Surgió un resplandor tenue y al momento una aura rojiza se extendía por toda la caverna y se propagaba al túnel por el que accedieran. El mago sonrió satisfecho.

—Perfecto. Así podremos regresar aquí en el momento que lo deseemos. —Giró sobre sus talones, dispuesto a abandonar la gruta.

—Pero...

—No hay nada que hacer. No está en mis manos el resucitar a estos animales. He de regresar a la posada y reflexionar sobre lo acaecido. Tú, no lo olvides, tienes una cita esta noche.

El mago se encaminó hacia el túnel. Caramon permaneció inmóvil un momento. Volvió la mirada y contempló los cuerpecillos inertes con el corazón rebosante de tristeza. Extrajo de un bolsillo el amuleto adornado con lentejuelas y lo dejó sobre el suelo empapado de sangre.

—Lo siento —se dirigió al gato negro.

Pero el felino había desaparecido.

16

—Me pregunto dónde se habrá metido Earwig. Quizá se ha extraviado —comentó Caramon, mientras arreglaba la habitación.

Su madre le había enseñado desde pequeño a recoger sus cosas, y el guerrero no perdía las viejas costumbres.

—Un kender jamás se extravía, tal vez porque en realidad nunca sabe dónde está —dijo su gemelo con sorna.

Raistlin se hallaba sentado a la mesa junto a la ventana y escribía algo en un pliego de pergamino. Una vez ordenadas sus pertenencias, Caramon hizo lo mismo con las de su hermano. El mago tampoco perdía los viejos hábitos.

—¿Qué haces?

Raistlin se había quitado la capucha roja y la luz del ocaso bañaba las facciones doradas. Alzó la pluma del pergamino y dedicó una mirada de soslayo a su gemelo antes de reanudar el trabajo.

—Si te interesa, te diré que le escribo a Shavas para solicitarle permiso para acceder a la biblioteca de la mansión esta noche.

—¡Buena idea! —La voz del guerrero manifestó un gran alivio.

—¿Por qué ese tono, hermano?

—Eh... verás... pensé que...

—¿Pensaste que me colaría a hurtadillas en su casa, como un vulgar ladrón?

—Bueno, yo... —El hombretón se removió desasosegado.

—Qué simple eres, Caramon.

El aludido guardó silencio. Por lo general, su gemelo era el más intuitivo de los dos, pero en esta ocasión Caramon columbró con una sutil percepción la lucha interna que se libraba en el corazón del mago. El filo de los celos era muy agudo y dejaba heridas enconadas.

Raistlin había concluido la misiva y esperaba a que se secara la tinta, cuando una inesperada llamada a la puerta los sobresaltó a ambos.

—¿Esperas a alguien, Caramon?

—No. —El guerrero desenvainó la espada—. ¿Y tú?

—Tampoco. ¡Adelante! —invitó en voz alta.

Sin embargo, el mensajero, en lugar de abrir la puerta, introdujo un papel por el estrecho resquicio existente entre la hoja de madera y el suelo. Acto seguido, se escucharon unos pasos apresurados que se alejaban.

El hechicero recogió el mensaje y rompió el sello de cera que cedió con un seco chasquido. Raistlin se giró de manera que la luz de la ventana incidiera sobre el papel y lo leyó.

—¿De qué se trata? —inquirió el guerrero, todavía con la espada empuñada.

—Es una nota de Shavas. Te espera abajo —informó su hermano con un tono de voz carente de inflexiones.

—¿Algo más? —insistió Caramon, a quien no le había pasado inadvertido el temblor de las manos doradas.

El mago estrujó el papel entre los delicados dedos antes de responder.

—Dice que haga uso de su biblioteca esta noche.

* * *

—Me alegró muchísimo que aceptaras mi invitación, Caramon —afirmó la Gran Consejera de Mereklar.

El guerrero y su anfitriona viajaban en el carruaje privado de esta última, conducido por su cochero personal.

—Es un p... placer para mí —balbució el hombretón, en tanto miraba fugazmente a la mujer acomodada al otro extremo del asiento; la escasa distancia que los separaba le parecía un abismo insalvable.

Shavas se ataviaba con un elegante vestido blanco, semejante al que llevara la tarde en que la conocieron, salvo por un detalle muy seductor: éste le dejaba los hombros al descubierto. El ópalo de fuego adornaba la nívea garganta. La mujer se estremeció y se arrebujó con un chal de seda; el negro que él había acariciado, reconoció Caramon con desasosiego.

—¿Sentís frío, señora? Cubríos con mi capa —ofreció el guerrero, convencido de la caballerosidad del gesto.

Sin darle tiempo a responder, se soltó el broche que sujetaba la prenda en torno al cuello y la echó sobre los hombros de la dama con movimientos torpes y algo bruscos.

Al colocar los pliegues del tejido, rozó de manera accidental la garganta de la mujer. El tacto aterciopelado y la tibieza de la piel le produjeron un cosquilleo en las yemas de los dedos.

—Lo lamento —se disculpó, a la vez que enrojecía y regresaba a la esquina del asiento.

Shavas sonrió y se arrebujó en la capa. El forro rojo de la prenda otorgaba a la mujer una apariencia irreal, mágica, tan misteriosa y deslumbrante como las lunas de Krynn.

«Me estoy comportando como un auténtico estúpido, tal como dijo Raistlin», pensó el hombretón con disgusto. «¿Por qué no domino los nervios cuando estoy con ella? Jamás he actuado de este modo con otras mujeres. Sin duda, se debe a que ella es una señora, una verdadera dama. La más hermosa que he visto en mi vida. Igual a las mujeres nobles y regias de las historias de los Caballeros de Solamnia. Sturm, viejo amigo, ¿cómo actuarías tú en una situación semejante? ¿Cómo trata un caballero a una dama?»

Caramon no reparó en que la estaba mirando fijamente hasta que Shavas inclinó la cabeza, con las mejillas teñidas por un rubor tenue.

—L...lo siento. Me estoy comportando como un idiota, pero no puedo evitarlo. ¡Sois tan encantadora! —se excusó entre tartamudeos.

—Gracias, mi bravo guerrero. —Shavas alargó la mano en un gesto no exento de timidez y rozó con los dedos el brazo del hombretón, que tembló con la delicada caricia—. Me alegro mucho de que me acompañes esta noche. Tu presencia me ayuda a olvidar lo...

No concluyó la frase. Un escalofrío estremeció su cuerpo, el rostro perdió color.

—No habléis de ello. Olvidadlo —instó Caramon.

—Sí, tienes razón. Olvidémoslo. —Shavas alzó la barbilla con resolución—. Nada tengo que temer. ¡No contigo a mi lado!

—Moriría antes de permitir que os ocurriera algo malo, lady Shavas.

La Gran Consejera sonrió una vez más ante la sinceridad manifiesta de la voz del guerrero. Rodeó con sus manos las de él y las apretó durante unos segundos.

—Te lo agradezco, mas ¡te prefiero vivo!

Un estremecimiento de deseo recorrió el corpachón de Caramon de pies a cabeza. Todas las ideas anteriores sobre damas nobles se esfumaron de su mente. Ella era una mujer y, cuando estaba con una, sabía muy bien lo que debía hacer. Intentó atraerla hacia sí, pero de improviso Shavas apartó las manos con un gesto brusco. Luego se recostó en el respaldo y volvió la mirada hacia la ventanilla. Caramon, en un esfuerzo denodado por controlar su pasión, optó por hacer otro tanto.

Las peculiares luces de la ciudad brillaban como de costumbre, cual estrellas relucientes suspendidas sobre las calles. Los escasos transeúntes que pasaban por las aceras se quitaban el sombrero y hacían una cortés reverencia al paso del carruaje. Shavas sonreía e inclinaba la cabeza con levedad en respuesta al saludo de los ciudadanos, si bien advirtió una cierta tirantez en su sonrisa.

El vehículo giró a la izquierda por una de las calles y rodeó un parque extenso, cercado por árboles grandes y setos. En una esquina, se alzaba un edificio pequeño.

—¿Es allí adonde vamos? —preguntó Caramon, cuyo corazón latía desbocado. En apariencia, el lugar estaba desierto.

—Si no te gusta, buscaremos otro sitio —respondió la dignataria con frialdad.

—Oh, no. Me parece... bien.

El carruaje se detuvo a un costado del edificio y el guerrero descendió de un salto. Luego se volvió y alargó los brazos; sostuvo a Shavas por el esbelto talle y apretó el cuerpo cálido de la mujer contra el suyo mientras la ayudaba a bajar del vehículo.

—Gracias, Caramon. —La dignataria se demoró unos instantes entre sus brazos antes de apartarse.

—Buenas noches, Gran Consejera. Me complace que lleguéis a tiempo —dijo una voz de timbre estridente.

Desconcertado, el guerrero se giró con rapidez. Detrás de él se encontraba un hombre delgado que vestía un jubón negro. La inquietud que lo dominaba se puso de manifiesto con la mirada nerviosa que lanzó a un lado y a otro de la calle.

—¿Estáis segura de que deseáis cenar aquí esta noche, señora? Los criados rehúsan venir después del anochecer, y...

—Gracias, Robere, estaremos bien —lo interrumpió con suavidad Shavas.

—¿Os indico el camino, Gran Consejera? —preguntó el hombre, con las manos enlazadas en actitud obsequiosa.

La dignataria rechazó el ofrecimiento con un ligero cabeceo y sonrió.

—No. Lo encontraremos.

—Como gustéis, señora. —Robere hizo otra reverencia, dio media vuelta y se alejó de los recién llegados.

—No es preciso que nos esperes —indicó Shavas al cochero.

—¿Cuándo deseáis que regrese a recogeros, señora?

Shavas lanzó una mirada de soslayo a Caramon.

—Mañana al amanecer —dijo poco después en un susurro.

Caramon temió que los latidos de su corazón acabaran por asfixiarlo.

Los dos iniciaron la marcha y rodearon el pequeño edificio; por el olor, el guerrero dedujo que se trataba de una cocina. Llegaron a la entrada del parque. Los ojos del guerrero no tardaron en acostumbrarse a la oscuridad, y divisó un mantel extendido en la hierba; comprendió que cenarían al aire libre y escudriñó el entorno con inquietud. ¡Un sitio perfecto para una emboscada!

Contuvo el impulso de dar media vuelta y huir deprisa al rememorar el espantoso espectáculo de la noche anterior. En aquel momento, Shavas, mientras caminaba, enlazó el brazo con el suyo y se le acercó más.

—Éste es uno de mis sitios preferidos. Aquí me siento más... relajada... que en mi casa —susurró al oído de Caramon. La suave mejilla rozó el pómulo del guerrero.

Todo estaba listo cuando llegaron al lugar dispuesto para la cena. Robere había colocado varios cojines en torno al mantel, de manera que los comensales se instalaran con comodidad. En el centro del lienzo blanco había dos candelabros de plata con velas perfumadas que emitían un suave y cálido resplandor, así como varios platos y bandejas repletos de frutas y carnes. Dos copas de cristal aguardaban impacientes a que saborearan el brillante vino rojo que las colmaba.

Shavas condujo a Caramon hacia el mantel; luego, se soltó de su brazo y se acomodó con movimientos lánguidos en los cojines.

—Siéntate, por favor —invitó mientras señalaba con un grácil gesto de la mano un montón de almohadones frente a ella.

El guerrero la obedeció y se sentó desmañadamente con las piernas cruzadas; las altas botas de cuero crujieron.

—Tienes un aspecto espléndido, Caramon.

El guerrero enrojeció ante el halago de Shavas.

—Gracias... —respondió al tiempo que dudaba entre devolverle el cumplido o limitarse a aceptarlo con cortesía—. Habéis elegido un buen lugar. Es muy... mmmm...

—Íntimo —finalizó la frase por él—. Como Gran Consejera de Mereklar he de guardar una imagen ante la opinión pública. Pero también soy un ser humano con necesidades; entre ellas, el derecho a una vida privada, a disponer de un rato de intimidad.

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