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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

Los guardianes del oeste (51 page)

BOOK: Los guardianes del oeste
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—¿Salmissra? —sugirió Polgara a su padre.

—No necesariamente, Pol. En Nyissa hay todo tipo de conspiraciones y la reina no está detrás de todas ellas..., sobre todo después de lo que le hiciste —repuso con una mueca de preocupación—. ¿Por qué crees que un cherek abandonaría su propio barco para viajar en una chalana nyissana? No tiene sentido.

—Ésa será otra de las preguntas que tendrás que hacerle a Ulfgar cuando le pongas las manos encima.

En la madrugada de la mañana siguiente, un gran pelotón de las tropas reunidas para el sitio de Rheon comenzó a marchar a través del valle hacia el sur de la ciudad, rumbo a la empinada colina. Llevaban escaleras de cuerdas y arietes, para hacer creer al enemigo que se trataba de un ataque importante.

En el barrio de la ciudad ocupado por las tropas de Garion, sin embargo, Seda guiaba a un importante destacamento de hombres por los tejados, bajo la penumbra del amanecer; su objetivo era derribar a los arqueros del culto y a los hombres con cuencos de alquitrán hirviendo que ocupaban las casas a ambos lados de las improvisadas murallas, erigidas para evitar el acceso de los sitiadores al resto de la ciudad.

Garion, flanqueado por Barak y Mandorallen, esperó en la calle cubierta de nieve cerca del límite del barrio ocupado.

—Esta es la parte que más odio —dijo con nerviosismo—, la espera.

—Debo confesaros que yo mismo encuentro esta quietud previa a la batalla desagradable —reconoció Mandorallen.

—Yo creía que los arendianos amaban las batallas —repuso Barak con una sonrisa.

—Es nuestro pasatiempo favorito —admitió el gran caballero mientras examinaba una de las hebillas que llevaba debajo de su armadura—. Sin embargo, este intervalo de tiempo antes de encontrarnos con el enemigo resulta fastidoso. Pensamientos sombríos, incluso melancólicos, distraen la mente del propósito fundamental.

—Mandorallen —rió Barak—, te echaba de menos.

La silueta oscura de Yarblek apareció en la calle y se unió a ellos. Se había quitado la chaqueta de felpa y ahora llevaba un pesado peto de acero y tenía un hacha de aspecto temible en la mano.

—Todo está listo —dijo en voz baja—. Podemos empezar en cuanto al ladronzuelo haga la señal.

—¿Estás seguro de que tus hombres podrán derribar esas murallas? —le preguntó el hombretón.

Yarblek hizo un gesto afirmativo.

—No han tenido tiempo de pegar las piedras con argamasa —explicó—; nuestros arpeos podrán derribar las murallas en pocos minutos.

—Parece que sientes un gran aprecio por esa herramienta —observó Barak.

—Siempre he pensado que la mejor manera de pasar al otro lado de una muralla es derribándola por la fuerza —respondió el nadrak encogiéndose de hombros.

—En Arendia preferimos los arietes —dijo Mandorallen.

—También son útiles —asintió Yarblek—, pero el problema es que derriban los muros cuando uno está debajo y no me gusta que las piedras reboten en mi cabeza.

Aguardaron.

—¿Alguien ha visto a Lelldorin? —preguntó Garion.

—Se ha ido con Seda —contestó Barak—. Por lo visto pensó que podía encontrar mejores blancos desde lo alto de los tejados.

—Siempre ha sido muy entusiasta —sonrió Mandorallen—. Debo reconocer que nunca he visto a nadie disparar igual el arco.

—Allí está —exclamó Barak señalando una flecha llameante que se elevaba por encima de los tejados—. Ésa es la señal.

El rey de Riva hizo una profunda inspiración e irguió los hombros.

—Haz sonar tu cuerno, Mandorallen, y comencemos.

El sonido metálico del cuerno rompió la quietud. En todas las calles y callejuelas aparecieron los soldados de Garion dispuestos a comenzar el ataque a Rheon. Rivanos, algarios, nadraks y corpulentos sendarios caminaron pesadamente sobre la nieve con las armas en la mano. Tres destacamentos de mercenarios de Yarblek, vestidos de cuero, corrieron delante, haciendo molinetes con los arpeos.

Con Barak a su lado, Garion bajó a gatas por los traicioneros y resbaladizos escombros de las casas derrumbadas para delimitar la frontera de la zona ocupada y saltó sobre los cuerpos congelados y llenos de flechas de los fanáticos que habían caído antes. Unos pocos habían escapado al rápido registro que realizaron los hombres de Seda en las casas vecinas y recibieron a las tropas con una desesperada lluvia de flechas. Tras una sonora orden de Brendig, los destacamentos de sendarios se giraron e irrumpieron en los edificios para neutralizar a los escasos supervivientes.

Al otro lado de las improvisadas murallas, reinaba una enorme confusión. Avanzando tras una pared de escudos, el ejército de Garion eliminó a los desesperados miembros del culto que se encontraban en las calles. El aire estaba cargado de flechas y maldiciones, y había varias casas ardiendo.

Tal como había previsto Yarblek, las murallas que bloqueaban las calles cayeron con facilidad al ser golpeadas por los arpeos, que se alzaban sobre las tropas para actuar desde todos los ángulos.

La sórdida marcha continuó y el aire tembló con el sonido metálico de las espadas que chocaban entre sí. En medio de aquella confusión, Garion se separó de Barak y, de repente, se encontró luchando hombro a hombro junto a Durnik. El herrero no llevaba espada ni hacha, pero peleaba con una porra grande y pesada.

—No me gusta cortar a la gente en trozos —se disculpó mientras derribaba a su corpulento oponente con un poderoso golpe—. Si uno le pega a alguien con una porra, hay bastantes posibilidades de que no muera y no se ve tanta sangre.

Se internaron en Rheon y acorralaron a los desmoralizados habitantes. El estrépito de la lucha en el extremo sur de la ciudad indicaba que Seda había llegado a esa parte de la muralla y había abierto las puertas para permitir la entrada del resto de las tropas, cuyo ataque fingido había dividido a las fuerzas del culto.

Poco después Garion y Durnik salieron de la estrecha callejuela y se encontraron en la amplia plaza central de Rheon, que se hallaba cubierta de nieve. Había hombres peleando en todos los rincones, pero, al este, un grupo de fanáticos seguidores del culto rodeaba un carro de ruedas altas como una muralla humana.

En el carro había un hombre de barba negra, vestido con una chaqueta de brocado de color rojizo.

Un nadrak delgado con una fina lanza en la mano alzó el brazo, tomó impulso y arrojó su arma directamente al hombre del carro; el barbudo, sin embargo, levantó una mano con un gesto extraño y la lanza nadrak se desvió a la derecha y cayó, inofensiva, sobre las piedras cubiertas de nieve. El rey de Riva oyó con claridad una vibración que sólo podía significar una cosa.

—¡Durnik! —gritó—. El hombre del carro es Ulfgar.

—Cojámoslo, Garion —dijo el herrero.

La furia que sintió Garion al ver a aquel extraño, que había provocado la guerra, las matanzas y la destrucción, creció de forma insoportable y se comunicó al Orbe, el cual seguía engarzado en la empuñadura de la espada. El Orbe de Aldur resplandeció y la espada centelleante de Puño de Hierro ardió con un fuego azul.

—Allí, es el rey de Riva —gritó el hombre barbudo del carro—. ¡Matadlo!

Por un instante los ojos de Belgarion se cruzaron con los del extraño. Estaban llenos de odio, asombro y un desesperado terror. Obedeciendo ciegamente las órdenes de su jefe, una docena de seguidores del culto corrieron sobre el barro hacia Garion, con las espadas en alto, pero pronto comenzaron a caer y a retorcerse sobre el suelo nevado de la plaza, acribillados a flechazos.

—¡Hola, Garion! —saludó Lelldorin con alegría desde el tejado de una casa cercana, mientras disparaba flechas con tal rapidez que sus manos no se veían.

—¡Hola, Lelldorin! —respondió aquél mientras se abría paso entre los hombres cubiertos de pieles con su espada resplandeciente.

La atención del grupo que rodeaba el carro estaba enteramente centrada en el horrible espectáculo que ofrecía el furioso rey de Riva y su fabulosa espada. Por lo tanto, no vieron a Durnik, el herrero, que avanzaba con cautela junto al muro de una casa cercana.

El hombre del carro alzó una mano, hizo aparecer una bola de fuego puro y se la arrojó a Garion con desesperación. Éste apartó la bola con un ligero movimiento de su ardiente espada y continuó avanzando mientras derribaba con terribles golpes a los hombres que se cruzaban en su camino, sin tan siquiera desviar los ojos de Ulfgar. La expresión del pálido individuo delataba un terror cada vez mayor. Volvió a alzar la mano, pero Durnik le asestó un fuerte golpe en la nuca con su porra y finalmente cayó y se hundió en el barro.

La caída del jefe del culto provocó un gran grito de disgusto. Varios hombres intentaron con desesperación levantar su cuerpo inerte pero la porra del herrero los mantuvo en su sitio. Otros quisieron formar una muralla humana para que Garion no pudiera llegar al cuerpo de Ulfgar, que yacía boca abajo en el barro, pero la continua lluvia de flechas de Lelldorin desmoronó aquel muro de pieles de oso. El rey de Riva, que se sentía extrañamente indiferente a aquella matanza, caminó entre los desorganizados supervivientes, moviendo su enorme espada en grandes y vertiginosos arcos. Apenas era capaz de percibir el zumbido que producía el arma al cortar la carne y los huesos de sus enemigos. Después de apartar de ese modo a media docena de hombres, los demás le abrieron paso y huyeron de allí.

—¿Todavía está vivo? —le preguntó Belgarion al herrero con voz jadeante.

Durnik hizo girar el cuerpo inmóvil de Ulfgar y le levantó un párpado con aire de experto.

—Sigue en este mundo —dijo—. Tuve bastante cuidado.

—Bien —repuso Garion—. Atémoslo y tapémosle los ojos.

—¿Por qué quieres taparle los ojos?

—Ambos lo hemos visto actuar, de modo que ya no hay duda de que es un hechicero. He pensado que si no viera aquello que quiere atacar, le resultaría más difícil hacerlo.

Durnik reflexionó un instante al respecto mientras ataba las manos del hombre inconsciente.

—¿Sabes?, creo que tienes razón. Sería difícil, ¿verdad?

Capítulo 25

Con la caída de Ulfgar, la voluntad de resistencia de los seguidores del culto se desmoronó. Aunque unos pocos hombres enfurecidos siguieron luchando, la mayoría arrojaron las armas y se rindieron. El ejército de Garion los rodeó y los condujo a la plaza central por las calles cubiertas de nieve y salpicadas de sangre.

Seda y Javelin interrogaron brevemente a un malhumorado fanático que llevaba un vendaje sangriento en la cabeza y luego se unieron a Garion y Durnik, que vigilaban al prisionero inconsciente.

—¿Es él? —preguntó el príncipe Kheldar con curiosidad mientras pulía con aire ausente uno de sus anillos en la pechera de su chaqueta gris. Garion le respondió con un gesto afirmativo—. No parece muy impresionante, ¿verdad?

—Esa gran casa de piedra que hay allí le pertenece —dijo Javelin señalando un edificio cuadrangular cubierto de tejas rojas.

—Ya no —respondió Garion—, ahora me pertenece a mí.

—Debemos registrarla de forma minuciosa —replicó el margrave con una breve sonrisa—. La gente a veces olvida destruir cosas importantes.

—También podemos llevar allí a Ulfgar —sugirió el rey—. Tenemos que interrogarlo y esa casa es tan apropiada como cualquier otra.

—Iré a buscar a los demás —se ofreció Durnik mientras se quitaba el casco en forma de olla—. ¿Crees que será arriesgado traer a Polgara y a las demás señoras a la ciudad?

—No lo creo —respondió Javelin—. Los pocos focos de resistencia que quedan están en el sudeste.

El herrero asintió con un gesto y cruzó la plaza, mientras la cota de malla tintineaba al ritmo de sus movimientos.

Garion, Seda y Javelin levantaron el cuerpo del hombre barbudo y lo llevaron hacia la majestuosa casa donde ondeaba la bandera del oso. Cuando comenzaron a subir las escaleras, el monarca se volvió hacia un soldado rivano que vigilaba a un grupo de desmoralizados prisioneros acurrucados sobre el barro.

—¿Me harías un favor? —le preguntó al hombre de capa gris.

—Por supuesto, Majestad —contestó aquél con un saludo.

—Destruye eso —dijo señalando la bandera con un movimiento de barbilla.

—De inmediato, Majestad —sonrió el soldado—. Debería haberme dado cuenta antes.

Entraron por una pulida puerta y llevaron a Ulfgar al interior de la casa. Se encontraron una sala lujosamente amueblada, aunque casi todas las sillas estaban tumbadas y había trozos de pergaminos por todas partes. El fuego se encontraba apagado y en la chimenea había una montaña de pergaminos arrugados.

—Bien —repuso Javelin—. Llegamos antes de que pudiera quemar nada.

Seda echó un vistazo a la habitación. Lujosos tapices oscuros colgaban de las paredes y una gruesa alfombra verde cubría el suelo. Las sillas estaban tapizadas en terciopelo escarlata y en las paredes había candelabros de plata con velas apagadas.

—Vivía bastante bien, ¿verdad? —murmuró el príncipe mientras dejaban caer bruscamente al prisionero en un rincón.

—Recojamos los documentos —indicó Javelin—. Quiero examinarlos.

Garion se desabrochó la correa de la espada, dejó el casco en el suelo y se quitó la cota de malla. Luego se hundió pesadamente en un mullido sofá.

—Estoy absolutamente agotado —dijo—, como si no hubiera dormido en toda la semana.

—Es uno de los privilegios del poder —observó Seda encogiéndose de hombros.

Se abrió la puerta y Belgarath entró en la habitación.

—Durnik me indicó que podría encontraros aquí —señaló mientras se quitaba la capucha de su vieja y andrajosa túnica. Cruzó la habitación y tocó con el pie el cuerpo que había en el rincón—. No está muerto, ¿verdad?

—No —repuso Garion—. Durnik lo durmió con su porra; eso es todo.

—¿Por qué le habéis vendado los ojos? —preguntó el anciano señalando el trozo de tela azul que cubría los párpados del prisionero.

—Antes de que lo capturáramos estaba usando trucos de hechicería, así que pensé que sería buena idea taparle los ojos.

—Eso depende de lo buen hechicero que sea.

Durnik envió a unos soldados a llamar a los demás y luego se fue al campamento a buscar a Pol y a las otras señoras.

—¿Puedes despertarlo? —inquirió Seda.

—Deja que lo haga Pol, que tiene más tacto que yo. No quiero romper nada por accidente.

Tres cuartos de hora más tarde, todos se reunieron en la habitación con alfombras verdes. Belgarath echó un vistazo a su alrededor y luego colocó una silla de respaldo recto delante del prisionero.

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