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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

Los gozos y las sombras (97 page)

BOOK: Los gozos y las sombras
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—Mire, eso ya lo decía yo ayer. Porque lo que no está claro es que le haya nombrado administrador con plenos poderes, sin obligación de rendir cuentas…

Carlos alzó las cejas, interrogantes. Don Baldomero añadió:

—¿No lo sabía? ¡Sin rendir cuentas! Para eso, con dejarlo heredero de todo… Por eso digo que no está claro.

—No olvide que la heredera de doña Mariana no tiene más que veinte años.

—¿Usted la conoce?

—No.

Don Baldomero entornó los ojos y sonrió.

—¡Una francesa de veinte años! ¡La que se va a armar cuando aparezca!

Se enderezó en el asiento.

—¿Sabe usted cuándo viene?

—No.

—Pero no podrá tardar. ¡Y estamos en primavera…! ¿Sabe, al menos, si es bonita?

Carlos afirmó con la cabeza.

—Mucho.

—¡Dios nos coja confesados! ¡Y tiene que pasarse aquí cinco años…!

—Si de mí depende, se marchará en seguida. Obligarla a permanecer aquí todo ese tiempo me parece una mala faena. ¿No está de acuerdo?

Don Baldomero guiñó un ojo.

—Según Cayetano, la Vieja dispuso así las cosas para que usted y esa señorita acaben casándose. Y a usted no le vendría mal. Porque, aunque para escribir no haga falta ser rico, no me negará que una buena fortuna no estorba en ningún caso. ¡Hasta para ser santo hace falta dinero, como van los tiempos! Y, además, una mujer bonita siempre gusta.

Carlos hizo un gesto de indiferencia.

—Lo que tengo que hacer en el mundo no es compatible con el matrimonio. Usted, que sabe tanto, no puede ignorar que la ciencia es ocupación de solteros. Los hombres de ciencia deberíamos formar una especie de monacato, como en la Edad Media.

A don Baldomero le dio la risa; una risa alegre y picarona, de estar en el secreto.

—¡El monacato! ¡Pues buenos estaban los monjes! Como usted sabe, eso del voto de castidad…

—No me refiero a la castidad, sino a la familia. Lo que el hombre de ciencia debe evitar son las obligaciones familiares.

—Ya. Como Menéndez Pelayo, que nunca se casó, pero que fue toda la vida un borrachín —hizo una mueca y añadió—: A los curas no les gusta que se diga esto de Menéndez Pelayo, pero es la pura verdad.

—A mí el punto de vista de los curas no me preocupa tanto. Mis ideas sobre la vida sexual son científicas, no morales.

—En ese caso, ¿por qué no se lleva a la
Galana
consigo? La verdadera solución no está en casarse, sino en tener una criada para todo, usted me entiende. ¡Si yo lo hubiera sabido a tiempo! Porque un hombre necesita siempre una mujer que le sirva, además de dormir con ella. La
Galana
es una real hembra y, según dicen, machorra. Es lo que a usted le conviene.

—¿No sabe usted que la
Galana
va a casarse?

Don Baldomero dejó caer el cigarrillo.

—¡No me diga!

—Estuvo con sus padres en mi casa a darme el pésame y me lo comunicó. Voy a ser el padrino.

—¡El padrino!

Le dio otra vez la risa, mezclada de hipo. Riendo, se acercó a un rincón y bebió un vaso de agua.

—¡El padrino! Pues sí que tiene gracia. ¿Y quién es el marido? No esperó a la respuesta. El mancebo le llamaba. Estuvo ausente unos minutos. Al regresar había olvidado la
Galana
y la boda.

—Ya deben estar en el Casino los del tresillo. ¿Vamos allá?

—Perdóneme, pero no tengo ganas de interrogatorios.

—Pues me gustaría que viniese para ver cómo han cambiado las cosas.

Metió dinero en el bolsillo.

—Y antes de irse tenemos que hablar largo. Esto de mi mujer… Y las cartas que le he escrito diariamente a Cayetano. ¿Sabe usted que no debe sospechar de mí? Porque no he notado nada… Me trata como siempre. Un día de éstos le amenazaré de muerte.

Se separaron en la puerta. Don Baldomero entró en el Casino. Le estaban esperando. El juez le gritó si se había dormido.

Don Baldomero ocupó un sitio vacante.

—Me retrasé por una visita. Y tengo noticias de las buenas.

Recogió las cartas que Cayetano le servía. Miró la pinta.

—Por lo pronto, señores, la sobrina de doña Mariana es una belleza, una verdadera belleza. He visto su retrato.

Llevó a los labios los dedos apiñados y los soltó con un beso.

—¡Opípara! Una de esas francesas de revista pornográfica…

—¿Estaba desnuda en el retrato? —preguntó Cayetano con voz indiferente, sin levantar los ojos de las cartas.

—No sea bestia, hombre.

—Creí…

—Pero don Carlos Deza dice que, si de él depende, podrá regresar a su tierra cuando guste; que él no piensa retenerla aquí los cinco años. Y él también se marcha.

Cayetano echó una carta.

—Me tiene miedo.

Don Baldomero triunfó y recogió la baza.

—Usted no concibe que nadie pueda obrar más que por miedo a usted. Si el doctor Deza se va, es porque le tiene miedo. ¿Y si se queda? ¿También por miedo?

Cayetano contó triunfos.

—Naturalmente. Todo lo que haga el doctor Deza, irse o quedarse, lo hará por miedo. Si renuncia a los cuartos de la Vieja o si los acepta. En cuanto a la sobrina, no dudo que la mande marchar, pero también será por miedo a que me acueste con ella. Arrastro.

El juez dejó caer, lánguidamente, un triunfo; don Baldomero vaciló. Cubeiro, desde su puesto de mirón, le advirtió:

—O toma y arrastra, o le dan codillo, don Baldomero.

—Como me lo darán de todos modos…

Tomó el basto y arrastró de espada. Cayó la mala. Don Baldomero dio un puñetazo en la mesa.

—¿Lo ve usted? —se dirigió a Cayetano—. Acabará convenciéndonos de que todos le tenemos miedo. Bien creí que tenía usted la mala… Pero ya lo ve. He sacado el juego. Lo mismo puede sacarlo el doctor Deza.

Contó las fichas y empezó a barajar. Cayetano sonreía.

—¿Saben lo que me ha dicho? Que va a escribir un libro sobre nosotros.

—¿Una novela? —preguntó Cubeiro.

—Un libro científico. El doctor Deza es un hombre de ciencia.

—¿Con nuestros nombres?

—Eso ya no lo creo.

—No escribirá el libro tampoco —Cayetano recogió, tranquilamente, sus cartas—. El doctor Deza nunca hará nada más que hablar. Y, a pesar de todo lo que dice, no creo que se marche.

—¿Por qué está usted tan seguro?

Cayetano examinó las cartas.

—Porque yo no quiero que se marche —sonrió y miró a los circunstantes—. Le he tomado cariño, ¿saben?

Echó las cartas sobre la mesa. Tenía un solo servido.

—Juego. Es decir…

Carlos y el padre Eugenio entraron en la iglesia por la sacristía. No había nadie. El padre Eugenio se coló por una puerta. Se oyó el resonar de sus pasos bajo las bóvedas y, un poco después, su voz. Carlos se sentó. Regresó el padre Eugenio con el cura. Venían discutiendo.

—No se trata de un arreglo de goteras ni de unas manos de cal. Está bien claro que el compromiso de doña Mariana fue de un arreglo a fondo, de devolver la iglesia a su pureza.

—¿Y de qué me sirve a mí la iglesia en su pureza? Dígamelo, padre Eugenio, ¿de qué me sirve?

El padre Eugenio se encogió de hombros.

—Pregúnteselo al arzobispo. Con él fue el trato y de él partió la idea.

El cura se sentó junto a Carlos.

—Total, por una bobada, van a dejarme la iglesia inservible. A esto no hay derecho.

—No olvide usted —intervino Carlos— que la iglesia es de propiedad particular y que usted está en ella de prestado.

—Sí. Y por eso me pregunto: ¿cómo puede una iglesia ser de propiedad particular? —cambió repentinamente de actitud—. En fin, hagan lo que quieran y carguen ustedes con la responsabilidad —miraba fijamente al fraile—. A mí, con que me avisen cuándo van a empezar las obras…

—El lunes, lo más tarde.

—Bueno. Pues el domingo quedará vacía. Aprovecharé la tarde, si hace bueno, para llevar el Santísimo en procesión a la iglesia de la playa. Será cosa de un mes, ¿no?

Carlos miró al padre Eugenio. Éste bajó la vista.

—Más, más. Algo más. No olvide que, después de los albañiles, vendrán los pintores.

—¿Los pintores? ¿Es que también va a pintarse la iglesia? —el cura se echó las manos a la cabeza—. ¿No lo digo yo? ¡Ni en el verano lo terminan…!

No fue difícil desembarazarse del cura. Les dejó las llaves, marchó; repitió, rezongando, las protestas, mientras marchaba.

Fray Eugenio recorrió la iglesia en silencio. Carlos le seguía, miraba adonde miraba el fraile, y esperaba sus palabras. Pero el fraile permaneció mudo. Por fin, dijo:

—Mándeme al maestro de obras. Con un poco de suerte todo quedará listo para la Navidad.

—¿También sus pinturas?

—A ellas me refiero. Las obras tardarán sólo un par de meses.

—¿Me enviará usted las fotografías del conjunto?

—¿Cómo dice? ¿Es que no va a venir a verlo?

—¿Dónde estaré yo para la Nochebuena? No cuente conmigo. Ya le dije que quedaría usted encargado de todo y con plenos poderes. Yo no pienso volver… en mucho tiempo; años quizá.

Al fraile le salió el fuego a las pupilas.

—Entonces, ¿para quién voy a pintar la iglesia? Porque no pensará usted que pinto para el gusto del cura y de doña Angustias.

Había hablado con ira contenida, con brusquedad. Agarró a Carlos del brazo y lo sacudió. A Carlos le dio la risa.

—Pero, padre Eugenio, nunca pude suponer que pintase usted para mí —sintió que la mano del fraile aflojaba la presión, y vio que la mirada se calmaba, después de una vacilación—. Pensé que pintaba usted para el Señor…

—Sí, claro…

El fraile soltó el brazo y caminó unos pasos, como huyendo. Se detuvo y se encaró a Carlos.

—Para el Señor, claro. Una oración. Sin embargo, uno busca la aprobación de Dios en el entendimiento de sus criaturas. Y yo no puedo esperar la de nadie más que la de usted, porque de nadie espero el entendimiento.

—¿Quiere hacerme creer que, en materia de pintura, me considera como enviado de Dios?

—Aunque le parezca raro… —golpeó el suelo con el zapato—. Pero, ¡don Carlos! ¿Cómo se las compone usted para sacar las cosas de quicio? ¡Deje a Dios en el cielo! Comprenda usted que, en otra parte, mi obra podría esperar un beneplácito público, o, al menos, el de los eclesiásticos. Pero aquí… ¿Piensa usted que el prior alabará mis pinturas? ¡De sobra sabe que, en el fondo, se ríe de mí! Tampoco el cura, ni un solo feligrés… Doña Mariana, al menos, diría que eran buenas por ser mías. Pero doña Mariana ya está en el otro mundo…

—Precisamente debajo de usted —le interrumpió Carlos. Y señaló, con el dedo, la gran losa, a los pies del presbiterio, con la inscripción:

MARIANA SARMIENTO DE MOSCOSO

1860-1935

Fray Eugenio se hizo a un lado de un salto brusco.

—Perdón. No me había dado cuenta…

—Pero no se aparte. Písela, más bien, y, si le apetece, pisotéela. Si ella eligió este sitio, sabiendo que sería pisoteada por todos, lo haría por razones de humildad.

—¡No sea usted blasfemo!

Carlos se sentó en la esquina del primer banco.

—Tiene usted razón. No lo hizo por humildad. Lo hizo para que alguno de los que la pisoteen con ganas llegue a darse cuenta de que, al hacerlo, es un imbécil. Es el truco de que se valió para seguir despreciando a la gente después de muerta…

—Pero… ¿cree usted de veras que doña Mariana tenía el alma tan retorcida?

—Creo que quiso enterrarse aquí para continuar presente en el recuerdo de todos; para que nadie pueda descansar de ella, para que los que la obedecían en vida, la obedezcan; y los que la temían, la teman, y la odien los que la odiaban. Es una forma de seguir viviendo y que los demás hagan su voluntad. No hay nada que revele más deseo de vivir, más apego a la vida, que un testamento; y el de doña Mariana contiene muchas más cláusulas que las escritas en el papel. La primera y principal dice: «Piensan ustedes que me he ido? Pues no. Mientras vivan las generaciones que me conocieron estaré entre ellas». Usted mismo, padre Eugenio, está aquí ahora mismo por obediencia a doña Mariana. Y yo voy a marcharme de Pueblanueva, y entregarme al cultivo de una ciencia que me importa un comino, y a brillar en ella, quizá, y hasta a ser catedrático de una universidad de provincias, si vienen muy mal las cosas, porque éste era el deseo de doña Mariana, y yo no puedo menos que someterme a su mandato. La única realidad de este mundo es que hay fuertes y débiles, y que los débiles se someten a los fuertes, como usted se somete al prior y yo a doña Mariana. Sus voluntades nos aprisionan. No tienen en cuenta para nada nuestras voluntades particulares. La de usted sería que yo me quedase para ver, día a día, cómo iba surgiendo en ese ábside la Faz de Cristo: y la mía sería quedarme y ver cómo la Faz de Cristo aparecía en la pared de la iglesia y quizá en la de mi alma. Porque, ¿quién le dice a usted que su pintura y su fe no harían el milagro de convertirme? Sería un delicioso y ejemplar episodio romántico. Hace unos meses hablábamos algo de esto; ahora, las cosas de la tierra nos han hecho olvidarnos de Dios, a mí, al menos. ¿Y sabe por qué? Porque la voluntad de doña Mariana tira de nosotros hacia lo terreno. A ella no le importaba que yo resolviese o no esas dudas que tengo, ni que echase de mí al demonio que me habita o lo dejase convivir conmigo. Lo que ella quería es que yo fuese un hombre de ciencia, no ignorado, sino reconocido de todos, para mayor lustre del linaje. Le importaba un pito mi felicidad, porque jamás creyó en la felicidad. Ella no creía más que en obligaciones. Y ahí tiene usted: me tengo que marchar porque es mi deber. Pero si me quedase, ¿quién le dice a usted que no hallaría mi felicidad aquí mismo, junto a esa muchachita cuya madre usted conoció y que doña Mariana creyó por un momento que era hija de usted y no de Gonzalo Sarmiento?

El fraile ahogó un grito y se tambaleó.

—¿Eso creía?

—Un momento, nada más. Y usted lo sabe. Ella me lo contó con detalle. Sin mentar para nada el asunto, usted la sacó de su error…

El fraile bajó los ojos.

—Sí.

—¿Y era un error?

El fraile se sentó en la esquina del banco frontero a Carlos, en el sitio que doña Angustias solía ocupar. Se sentó con los pies hacia el pasillo, de modo que le quedaron otra vez encima de la lápida. Dejó caer las manos sobre las rodillas, y preguntó en voz baja:

—¿Es que no lo cree?

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