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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

Los gozos y las sombras (90 page)

BOOK: Los gozos y las sombras
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«… y después de todo, lo que puede valer no es mucho, ni me hará más rico, y quedaré bien…»

Recordó la llegada de Rosario la primera noche. Había despertado en su interior la serpiente dormida. Se había hecho el centro, el nudo de su vida en Pueblanueva, al menos en apariencia. Sin embargo, al pensar en marcharse, podía recordarla como algo concluido, pasado, lejano ya.

«En realidad, quien me retuvo aquí fue doña Mariana. No entiendo por qué. Me habló de mi padre. ¿Será posible que haya hecho de ella un símbolo paterno? —rió en la oscuridad—. Con un poco de ingenio podría concluir que en el fondo de mi alma existe un elemento homosexual enmascarado…»

Volvió a darle la risa. Doña Mariana tosió. Apartó las mantas y corrió a la alcoba. Doña Mariana no había despertado. Por la frente le corrían gotas de sudor.

Rosario hacía la vainica de una sábana. Junto a ella, una moza rubia preparaba dobladillos. Iba a casarse dentro de quince días y la ropa le corría prisa; por eso ayudaba.

—Pues en cuanto toque la sirena tengo que ir a un recado.

—¡Ay, mujer!

—No es muy lejos, pero faltaré cosa de media hora.

—Te llamamos para todo el día.

—Con descontarme dos reales…

—Es que la ropa tiene prisa.

—El tiempo que pierda ahora lo recobro después…

—Nunca es lo mismo.

—… además del descuento.

Rosario abandonó la labor al oírse la sirena. Volvió a disculparse y salió corriendo. El Outeiro estaba cerca. Se metió por una
corredoira
embarrada, se le engancharon las zuecas en el fango dos o tres veces. La madre de Ramón partía leña en la era.

—Venía a hablar con usted.

La vieja dejó el hacha y le indicó la puerta.

—Pasa.

—Tengo que marchar corriendo.

—Pasa y siéntate. Vienes echando el hígado.

—En la casa donde estoy cosiendo no les gusta.

—Entra y siéntate.

En el hogar humeaba una olla. La vieja sirvió vino en un vaso de vidrio grueso y lo ofreció a Rosario. Ella lo cogió.

—Dios se lo pague. Ya sabe que aquello no sirvió de nada.

—¿Aquello?

—Sí. De cuando estuve la otra vez. No quedé embarazada.

—Ya.

Rosario tomó un sorbo de vino. El resplandor de las llamas lamía la cara de la vieja por un lado y dejaba el otro en sombra. Rosario veía sólo medio rostro, de color trémulo, y, del otro medio, el brillar del ojo ensombrecido, como un tizón en la oscuridad.

La voz de la vieja era tranquila, cariñosa.

—Puedo darte también algo de comer si lo quieres.

—No. Pues Ramón va a verme todas las tardes, después del trabajo.

—Ya.

—Y quiere casarse conmigo.

—Ya.

—A mí me parece…

Dejó el vaso encima de la mesa y recogió las manos en el regazo. Miró a la vieja y, luego, bajó los ojos.

—Podíamos trabajar la Granja de Freame.

—¿Y tus padres?

—De eso no se cuide.

—Yo me iría con vosotros.

—¿Y esta casa?

—No falta quien me dé por ella buena renta.

—Tendría que hablar a mis padres. Sin mentar la Granja. Ellos no saben nada.

—¿Y después?

—Déjeme a mí… Ramón tampoco lo sabe.

—No tiene por qué saberlo.

—Pensé que las cosas las arreglaríamos entre usted y yo.

—Claro.

Rosario apuró el vino y se levantó.

—Me estarán esperando.

—Ven con Ramón el domingo…

Ramón regresaba del huerto, con la azada al hombro. Vio salir a Rosario y la llamó.

—¡Vine a hablar con tu madre, ya te contará ella! ¡Tengo prisa…!

Ramón se detuvo junto a la cerca, apoyó la azada en el suelo y las manos en la azada. Su madre esperaba en la puerta. Rosario volvió la cabeza y dijo adiós con la mano.

El médico miró el termómetro y torció el gesto. Se lo pasó a Carlos.

Doña Mariana hizo un esfuerzo por sonreír.

—No hable, se lo ruego.

—¿Estoy peor?

—Está muy mal.

Se agarró a la mano de Carlos.

—Aunque me muera antes, ¿no hay ninguna medicina que me conserve la lucidez? —tosió—. No me importa morir, pero necesito decir algunas cosas todavía.

—No hable.

El médico preparó un potingue y se lo dio a beber.

—Esto la hará dormir un poco. Después se encontrará mejor.

—Pero ¿no comprende que quiero estar despierta?

Le salía ronca la voz; hablaba con dificultad.

—Señora, cumplo con mi deber de médico. Tengo que prolongarle la vida hasta donde sea posible.

—Su deber es obedecerme. ¡Carlos…!

Carlos se acercó y se arrodilló a su lado. Doña Mariana le acarició la mano y cerró los ojos.

—¡Imbéciles! —murmuró.

Carlos esperó, sin moverse, a que doña Mariana se durmiera. El médico se había retirado a la sala y miraba la mar desde la ventana.

—Habrá que traer al cura.

—¿Al cura?

—No confío en que la señora pase de mañana. Si quiere, yo mismo dejo recado en la parroquia.

—No, no. En la parroquia no. Me encargaré de hacerlo.

Cuando marchó el médico, Carlos fue a la cocina. Paquito hacía paquetes extraños, adornados con lazos y flores secas.

—Mañana me voy junto a mi loca. Ya está ahí la primavera.

Sacó la flauta del bolsillo y tocó una escala.

—¿Pase lo que pase?

El
Relojero
le miró con desconfianza.

—¿Qué puede pasar?

—La señora va a morir.

La
Rucha
, madre, se llevó el mandil a los ojos, y su hija empezó a lloriquear.

—Necesito que ahora mismo dejes eso y te llegues al monasterio. Que venga contigo el padre Eugenio. Le dices lo que pasa.

—Déme un pitillo.

—Coge el coche y ve de prisa. Te lo pido de favor.

—Ahora déme fuego. Es cuestión de ir fumando para no aburrirse por el camino.

Doña Mariana continuaba durmiendo. Le saltaba el corazón, y, a veces, un movimiento convulso le agitaba las manos. Carlos le limpió el sudor y se sentó al lado de la cama. Parecía como si se le hubiese vaciado el pensamiento para llenarse sólo de la imagen de la Vieja, escuálida, vencida. Había adelgazado tanto que apenas hacía bulto bajo las ropas. Le había recogido el cabello con un pañuelo blanco; sin su ornato, el rostro resultaba viril, endurecido en sus perfiles. El grueso vello del labio superior negreaba sobre la piel traslúcida.

Recordó —otra vez— a su padre. Muerto allá lejos, solitario, habría estado así; su rostro habría sido como el de doña Mariana ahora: quizá más débil, menos duros los contornos. Su padre había sido también blando de carácter. Había huido, como él pensaba huir. Había desertado de la obligación que doña Mariana le impusiera, había roto el compromiso con su mujer y su hijo.

Se enterneció. Comprendía a su padre. Imaginaba que las razones para marchar eran las mismas. Quizá no razones, sino temor, o, acaso, el hallarse en la vida sin saber para qué y sin ganas de inventarse el para qué. Su mismo caso.

Era una suerte que doña Mariana no pudiera hablarle. Temía sus últimas órdenes, temía no atreverse a desobedecerlas después de la muerte.

El silencio de doña Mariana le liberaba, le dejaba entregado a la pura efusión sentimental, a la pura emoción de verla morir. Podía, incluso, llorarla. La lloraría alguna vez, muchas veces —pero lejos ya—. Amaba a doña Mariana y, sin embargo, aquellos meses pasados junto a ella empezaban a parecerle una pesadilla.

Antes de marchar, mandaré que cierren como estaba la puerta de la torre, y arrojaré a la mar la llave. Así…

Fray Eugenio subió las escaleras apresuradamente. Ante la puerta de doña Mariana contuvo el ímpetu y llamó con los nudillos. Carlos abrió, le hizo señal de que no hablase, y salió al pasillo. La
Rucha
, hija, se retiraba. Carlos le chistó.

—Entra y espera mientras nosotros hablamos.

Se llevó al fraile al cuarto de estar.

—Está muy grave. Puede morir en cualquier momento.

—Traigo permiso del prior para permanecer aquí todo el tiempo que sea necesario. Al prior le preocupa mucho doña Mariana. Se llevó un verdadero disgusto, y me dijo: «¿Cómo es que no se ha enterado usted, padre Eugenio? Si hay una persona indicada para acompañarla en sus últimos instantes, esa persona es usted. Váyase en seguida». Dios me perdone si pienso mal, pero me dio la impresión de que ponía a mi cargo la custodia de nuestros intereses.

Sonrío.

—Sería catastrófico que fracasase lo de las pinturas.

—Yo no puedo ocuparme ahora de eso, padre Eugenio.

—Tampoco yo. Pero ¿puedo pensar verdaderamente en lo que debo?

Usted me ha llamado para que confiese a doña Mariana, ¿no es así? Y yo le respondo: antes de confesar a doña Mariana es menester convencerla de que debe confesarse.

Echó una mirada alrededor y añadió:

—¿Quién le pone el cascabel al gato? ¿Usted?

Carlos le indicó un sillón.

—Padre Eugenio, la cosa parece más de su oficio.

—A primera vista, sólo a primera vista. Declaro honestamente que no nos hemos cuidado del alma de doña Mariana, pero también declaro que soy el menos apto para ese menester. Otra clase de frailes hubieran previsto hace tiempo que la Vieja tenía que morir y hubieran destacado al más hábil, al más inteligente o al más humilde para que hiciese la tertulia a la Vieja todos los días, o, al menos, todos los domingos. Pero en nuestro monasterio, desde que murió el padre Hugo, existe un drama, y como usted decía una vez, el drama no permite dedicarse a otra cosa más que al drama mismo. En cuanto a mí…

Levantó la vista y miró a Carlos.

—… tengo miedo a doña Mariana. Soy cobarde. No me atrevería a proponerle una confesión.

—¿Quiere usted que llame al párroco? Quizá él…

—¡No, no lo haga usted! Si doña Mariana rechaza el sacramento, el párroco se verá en la obligación de negarle sepultura sagrada.

—Doña Mariana tiene derecho a enterrarse en la iglesia. Ayer estuve en La Coruña arreglando la cuestión.

—Si muere inconfesa, lo perderá.

Apoyó la frente en la mano y estuvo en silencio.

—Yo no puedo mentir, don Carlos. No puedo decir que se confesó sin haberlo hecho, ni aun quedando el secreto entre los dos. Pero puedo permanecer al lado de doña Mariana hasta su muerte. Puedo estudiar su cara, su mirada, sus movimientos, espiar las señales de su conciencia ante la muerte. Puedo darle a besar una cruz en su agonía, y, si se mueven sus labios, ponerle la Extremaunción.

—Todo, menos pedirle por derecho que se confiese.

—A eso no me atrevo. Me diría que no y…

Dejó caer los brazos largos, las manos huesudas.

—No soy un santo, ni un hombre virtuoso, ni siquiera un fraile convencional. Otro soportaría la negativa e insistiría; yo, no.

Recogió súbitamente las manos, y le brillaron los ojos.

—Por qué no lo hace usted? Usted es su amigo.

Carlos bajó la cabeza. Abrió los brazos y los alzó un poco.

—Tampoco me atrevo.

Se levantó y llamó al timbre. Entró la
Rucha
vieja.

—El padre Quiroga comerá conmigo y se quedará aquí mientras la señora esté grave. Prepárenle lo necesario.

—¿Va a dormir también’?

—Si puedo —contestó el fraile.

Clara compró unas fanecas para freír y el aceite que pudo con las perras que le quedaban. Había dejado al fuego una tartera con patatas y la leña suficiente para que se cocieran sin quemarse. La lonja estaba casi desierta. No encontró a nadie con quien hablar y se volvió para casa. Al atravesar la plaza la llamaron. Desde los soportales el cartero le hacía señas.

—¡Vaya! ¡Los ausentes se acuerdan de ti! Toma. Carta de tu hermano.

—¿Y cómo sabes que es de mi hermano?

El cartero enrojeció.

—Por la letra.

Clara cogió la carta y la guardó en el pecho.

—Ya habrás sacado copia de ella para entregársela al amo. Haces bien. Así te luce. El que no tiene hijas, contenta al señor con otros servicios. ¿Cuánto te paga?

El cartero se alejaba sin hacerle caso. Clara se llegó a un lugar iluminado y leyó la carta. Era muy breve. Decía Juan que había encontrado a Inés, que vivían juntos en la misma pensión y que no había otras novedades. «Inés empieza a recobrarse y espero que llegue a estar mejor que nunca.» Daba la dirección y urgía la venta de la casa. «Ni un céntimo menos de veinte mil duros. Necesitamos nuestra parte cuanto antes. Abrazos y recuerdos.»

Maquinalmente se encaminó a casa de doña Mariana. Estaba la calle solitaria, y en la ría pitaba la sirena de un vaporcito; «… y si les digo que Cayetano se metió por medio y que me pagó lo que quiso, me llamarán imbécil y reclamarán sus diez mil duros enteritos, y yo me quedaré sin casa y sin dinero. También podría decir a Juan que viniese él a venderla, pero eso sería una faena sucia…».

La
Rucha
, hija, le abrió la puerta y le mandó pasar. Seria, pero cortés.

—Haga el favor de sentarse. Diré que está usted aquí.

—Vengo a ver a don Carlos.

—Sí, sí. En seguida.

Trajo luz al cuarto. Clara se sentó junto a la chimenea, acercó los pies húmedos a la llama, se frotó las manos. «Esta casa me da siempre ganas de dormir, de quedarme en ella a dormir para siempre.» Llegó Carlos sin hacer ruido.

—Hola, Clara.

Ella se sobresaltó. Le tendió la mano.

—¿Cómo está la Vieja?

—En las últimas.

—¡Qué suerte tiene! No hay como morirse a tiempo.

—¿Por qué lo dices?

—Por nada.

Sacó del bolsillo la carta de Juan.

Acabo de recibir esto.

Se la tendió, riendo.

—Última entrega del folletín.

Carlos leyó. Plegó la carta, pero la conservó en la mano.

—Todos felices.

—Menos yo —atajó Clara—. Porque ha estado a verme Cayetano, me ofreció por la casa lo que le dio la gana, me dijo que no permitirá que nadie la compre, y que cuando quiera venderla me dará menos. Y como ésos reclamarán sus diez mil duros…

Cogió la carta de manos de Carlos.

—Me dan ganas de mandarlos al cuerno. Es muy cómodo valerse de los demás para salir de aprietos.

Golpeó con el zapato los morrillos.

—La cosa ya no tiene remedio. Hoy escribí una carta a Cayetano diciéndole que venderé por lo que quiera.

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