Los gozos y las sombras (54 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

BOOK: Los gozos y las sombras
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Carlos se levantó, metió las manos en los bolsillos y fue hacia el fondo de la habitación. Se volvió de pronto. Había en su rostro una fingida expresión de asombro.

—¿Me permites que hable durante un rato? Sin interrumpirme, quiero decir, por raro que te parezca lo que diga. Y, sobre todo, sin tomarlo a mal. Yo soy médico, y al médico se le escucha siempre, aunque desagrade su diagnóstico.

Cayetano frunció los labios delgados, parpadeó.

—Di lo que quieras.

—No voy a diagnosticar, sin embargo, sino a describir. El poder es distinto para el que lo ejerce, para el que lo sufre y para el que lo contempla. Yo estoy en el último caso, y lo que veo del tuyo difiere de lo que ves, tanto, al menos, como difiere para tus queridas o para tus lacayos. Para mí, lo que llamas poder, tu poder, es un juego de ilusión y picardía entre el que manda y los que obedecen. Hay una especie de pacto tácito entre tus súbditos, en virtud del cual se dejan dominar para aprovecharse. No pongo en duda que te acuestes con la mujer que te dé la gana, pero tampoco creo que ella sea víctima de una seducción, sino, simplemente, una mujer que se entrega voluntariamente para sacarte algún beneficio. Todas ellas lo han sacado, y los hombres que te obedecen, lo mismo. Pero en cuanto una, o un grupo de ellas, se propone lo contrario, lo consigue. Ahí tienes las beatas que van al monasterio. No puedes nada contra ellas.

—¿Las beatas? ¿Esas cursis que van a misa con la boticaria? —reía Cayetano otra vez con risa altiva, ofensiva y segura—. ¡No me acuesto con ellas porque no quiero… —hizo una pausa, cambió de tono— y mientras no quiera!

—Eso hay que probarlo. Mientras tanto, existe el hecho evidente de que, ellas al menos, escapan a tu poder. Pero no es esto solo. Aun en el caso del hombre o la mujer a ti sumisos, ¿hasta dónde alcanza tu voluntad? ¿Qué es el número de actos sobre los que tú mandas, comparado con el de sus actos libres? Cuenta entre ellos el odio, la burla interior, el resentimiento contra ti por el solo hecho de obedecerte. Asomarse a la conciencia de un esclavo es aterrador, y asombra cómo la esclavitud favorece el ejercicio libre de la maldad.

—Todo eso me regocija y me hace sentirme más poderoso. ¿Eres capaz de comprender la satisfacción que siento cuando uno que me mataría de buena gana me besa la mano? Lo prefiero a una buena hembra.

—Lo que no comprendo es que eso cause satisfacción.

—En el fondo no eres más que un moralista. Tú te pones ahora de parte de los esclavos, pero no olvides que tus abuelos mandaron aquí más o menos como mando yo. Hicieron lo que yo hago, y habrán sentido lo que siento. Condenándome a mí, los condenas a ellos.

—Es distinto. Ellos habían heredado el poder, era casi su obligación. Tú, en cambio, lo has ganado a pulso.

—Por eso me siento superior. ¿Qué mérito hay en el poder heredado?

—No me preocupa el mérito, sino otra cuestión. ¿Por qué un hombre siente necesidad del poder?

Miró interrogativamente a Cayetano, como brindándole la ocasión de responderle, y Cayetano se sintió empujado por la mirada.

—Todos los hombres desean mandar, pero unos lo consiguen y otros no.

—Pero ¿por qué? ¿Qué hay en el alma de un hombre que necesita mandar? ¿Qué pasa en el alma de esos seres que son felices si mandan, y que sólo así pueden ser felices? ¿Lo has pensado alguna vez?

—Es como si me preguntaras por qué, cuando pasa una mujer estupenda, tiene uno ganas de llevársela a la cama. Es lo natural.

Carlos meneó la cabeza negativamente.

—No es precisamente eso. Puede ser natural en ciertos hombres, pero del mismo modo que lo son las enfermedades. El apetito de mando es una enfermedad.

A Cayetano le dio la risa.

—Entonces todos estamos contagiados de ella.

—Es posible, pero no por eso deja de ser enfermedad.

Cayetano no respondió. Paseó un rato en silencio. Un par de veces pareció que iba a decir algo. Por fin volvió a la chimenea.

—No creo una palabra de lo que dices.

—No puedes creerlo, porque te obligaría a cambiar los fundamentos de tu vida.

—¿Estás, pues, convencido de que soy un hombre débil?

—Lo somos todos. La raza de los hombres fuertes desapareció hace mucho tiempo, para serlo, es necesario que un sentimiento superior haga de todas las partes del alma un bloque compacto sin una sola grieta, y, sobre todo, que la conciencia no se autoanalice, que halle al mal una justificación o, al menos, que acepte una forma de perdón. La conciencia de culpa es destructora. El que carece de ella, o el que admite la realidad del perdón objetivo se libra de sus efectos. Pero, en nuestro tiempo, esas formas de alma son escasas, o se dan sólo en hombres primitivos e insignificantes. Sabemos demasiado, y no podemos escapar al saber de nosotros mismos, por mínimo que sea. En cualquier periódico halla el hombre vulgar la denuncia de sus defectos. Por otra parte, hemos perdido defensas contra el mal. Difícilmente un hombre puede hoy creer que sus manos sólo hacen bien, porque el mal es evidente. Entonces, se acude a las justificaciones sonoras, en que no creen más que los imbéciles. Se hace mal en nombre de cosas sublimes, en nombre de la humanidad futura, en nombre del bienestar, de lo que sea; pero el que lo hace, cuanto más grande y poderoso sea, más necesita engañarse a sí mismo, convencerse de que cree en aquello que le sirve de justificación, porque en el momento en que deje de creer le comerán los monstruos de su propia alma. Quítales la acción, déjalos a solas consigo mismos, y verás cómo se destruyen.

Dejó caer los brazos, que habían acompañado, con sus movimientos, las palabras, y añadió:

—No hay opción: o engañarse, como tú, o hacer cara a la realidad y perder toda posibilidad de acción, que es lo que yo hago. Por eso no podemos aliarnos. No lograrías arrastrarme, y yo, en cambio, te predicaría a cada paso sermones como éste, que acabarían contigo.

—No creo una palabra de lo que dices —repitió sordamente Cayetano—. Y no puedo discutírtelo, lo comprendo, porque me falta tu labia. Pero…

Se aproximó a Carlos, erguido, con un comienzo de sonrisa en los rincones de los labios, con un brillo nuevo en los ojos. Le puso la mano sobre el hombro y sonrió francamente hasta acabar en risa.

—… ¡Ya verás! Antes dijiste que soy un hombre de acción. Es cierto. No puedo demostrarte que estás equivocado más que así…, ¡y te lo demostraré!

Carlos inclinó levemente la cabeza.

—Equivocarse es lo peor que puede pasarle a un intelectual, pero, mi palabra, amo tanto la verdad, que la reconozco aunque haya de confesarme vencido. Sólo pongo una condición: ¡que no me defraudes otra vez! Nada de palizas a Rosario. Juego limpio…

—Pero con mis armas.

Todavía bebieron la última copa. Volvió Carlos a alumbrarle el camino, le acompañó hasta la puerta, y esperó a que el coche arrancase.

Entonces, Paquito se acercó a Carlos, por detrás, y le preguntó algo.

—¿Se han pegado?

Repitió la pregunta, una, dos veces. Carlos no le respondió. Con el quinqué en la mano, miraba al fondo de la vereda.

Madrid, mayo-octubre de 1956

LIBRO II
DONDE DA LA VUELTA EL AIRE

A Josefina

… porque como un león rugiente, vuestro adversa-

rio el diablo os acecha, buscando a quién devorar.

(I. Pedro, X, 8-9.)

Yo no estoy en pecado; soy pecado.

(Don Juan.)

I

El episodio de las botellas rotas sorprendió por lo imprevisto —a nadie se le hubiera ocurrido jamás que Cayetano se metiera en semejante fregado—; pero, al mismo tiempo, la naturaleza del episodio, la diversidad de sus partes y sus consecuencias aparentes llenaron a la gente de confusión y de curiosidad legítima por conocer los trámites reales del suceso. Cayetano atravesó el pueblo, a media noche, con su automóvil; y salió por el Sur, hacia la carretera de Pontevedra. Regresó sobre las siete y media de la mañana por la misma carretera, y alguno que le alcanzó a ver en el camino dijo que el coche venía echando chiribitas. Se duchó luego, desayunó, y a las ocho en punto, a toque de sirena, estaba a la puerta del astillero con la pipa en la boca, la boina puesta y las manos en los bolsillos, tan campante y como si nada. Después fue hacia las gradas, a dirigir el trabajo, hablando en inglés al capataz.

El Eco del Noroeste
lo trajeron a las diez. Alguien, en la oficina, hizo un alto en el trabajo y leyó los titulares, como siempre. Pero aquella mañana, en vez de comentar en voz alta las noticias políticas, pasó el diario a un compañero, con secreto; y el compañero leyó tan sólo el suelto titulado «También hay un señoritismo de izquierdas»: un suelto a doble unida, en negritas y con subtítulo: «Repugnante espectáculo dado en un café cantante por un millonario socialista». «Crees que es él?» «Toma! Verde y con asas.» Siguieron trabajando, pero el diario corrió por todas las mesas de la oficina y los comentarios se hicieron al oído. Aquella mañana esperaban con ansia el toque meridiano de la sirena para salir a la calle y desahogarse. Unos se metieron en la taberna, otros marcharon en grupo, y el jefe de Contabilidad, Martínez Couto, buen empleado, aunque cornudo consentido —quizá una cosa a causa de la otra, o viceversa—, se coló en el Casino a ver si alguien le preguntaba algo. No iba nunca, solían tomarle el pelo; pero lo excepcional de la situación autorizaba la excepción. Nadie se sorprendió al verle entrar; más bien lo consideraron natural, e incluso necesario, y en seguida cayeron sobre él y lo asaron a preguntas. Pero Martínez Couto no sabía nada. En realidad, venía a comentar.

Por el temor de que Cayetano los cogiera con la palabra en la boca, se pusieron vigías en la puerta, turnados con sigilo cada cuarto de hora, para avisar cuando le viesen aparecer por el cabo de la calle; pero no apareció. Hacia las doce y media llegó don Lino, y un poco más tarde, el boticario. Hasta entonces se había llegado a la conclusión de que la rotura de ciento cincuenta botellas en un café cantante era una hazaña, pero todos consideraban la noticia insuficiente. Se apetecían detalles y, sobre todo, matices. Don Lino se negó a conceder al hecho cualquier carácter excepcional. Según su punto de vista, se trataba de una maniobra política de
El Eco del Noroeste
, repugnante libelo de derechas, que, sin duda, exageraba la verdad, un punto mínimo de verdad, la rotura de una sola botella, y aprovechaba el incidente para desacreditar a Cayetano ante la clase trabajadora. Don Baldomero, en cambio, sin saber por qué, se inclinaba a creer que la rotura de las botellas, en la cifra dada por
El Eco
…, hubiera constituido una diversión de Cayetano, y como don Lino le acosara exigiendo el fundamento razonable de su convicción, el boticario tuvo que declarar su fe absoluta en las aseveraciones de
El Eco del Noroeste
, que salía con censura episcopal casi directa, y que podía haber exagerado en los adjetivos, pero que era incapaz de mentir en la sustancia del hecho y, sobre todo, en la cuantía de las botellas rotas. La tesis de don Lino tuvo poco seguidores; ninguno la del boticario. A la hora de comer no habían llegado a un acuerdo. La cuestión quedaba en el aire. La discusión se aplazó para la hora del café.

Vino más gente que nunca. El chico de los recados se entretenía en colgar por las paredes guirnaldas de papel para un baile que se preparaba, y acabó mucho antes de lo pensado, porque todo el mundo le ayudó. El juez barajaba las cartas del tresillo; el médico hacía con las fichas del dominó efímeros castillos. Don Lino sostenía su tesis machaconamente, y el boticario la suya; pero nadie jugaba. Llegó Carreira, el dueño del cine, con un montón de fotografías en las que Jean Harlow, escasa de ropa, aparecía en posturas y actitudes seductoras: corrieron de mano en mano sin despertar el habitual entusiasmo —salvo, si acaso, la exclamación irreprochablemente admirativa de don Baldomero—. En seguida se volvió al tema: hasta que el vigía entró corriendo y anunció que Cayetano subía ya la calle hacia el Casino. Se improvisaron las partidas, para afectar normalidad. Sólo don Baldomero quedó en su mecedora, impertinente, junto a Carreira, que insistía en dar más importancia a las piernas de Jean Harlow, siquiera fuese porque el número de personas preocupadas por ellas excedía bastante al de las que se cuidaban de las juergas de Cayetano; y porque Jean Harlow pertenecía al mundo entero, y Cayetano era apenas propiedad de Pueblanueva. El amo entró tranquilamente, preguntó al chico por qué colgaba guirnaldas, dejó en el perchero la boina y el impermeable, y pidió café. Le saludaron como siempre, y si don Baldomero no interviene, la cosa se hubiera dilatado. Pero don Baldomero sacó la conversación, mentó el suelto de
El Eco
, y don Lino, por orden de Cayetano, tuvo que leerlo en voz alta, temblorosa y atropellada: a cada insulto levantaba la vista y pidió perdón a Cayetano, que sonreía. Cayetano no se irritó. Pidió una conferencia telefónica y se puso a hablar con el presidente de la entidad bancaria que sostenía económicamente
El Eco
. Le habló de tú a tú; le habló con altanería y seguridad. En resumen: que le amenazó con retirar del Banco sus fondos y negociar con otro Banco, si
El Eco
no completaba la noticia y enteraba a sus lectores de que «el millonario socialista, después de la aventura de las botellas, había pasado la noche con dos mujeres y las había dejado satisfechas». En este momento, don Baldomero dejó de sonreír, y en su rostro cuajó una mueca admirativa. Y los presentes dijeron todos lo mismo, en voz más o menos baja:

—¡Qué tío!

Indudablemente, con la segunda parte, la hazaña quedaba mucho más completa, y Cayetano la redondeó al asegurar que había regresado a una media de ochenta, que en la recta de Caldas había alcanzado los ciento veinte, y que no le habían fallado los reflejos ni una vez. Alguien rió… y tuvo que echar un pulso con Cayetano, que estaba dispuesto a contender con todos. Nadie aceptó el desafío.

Pero no por el hecho de quedar la aventura redondeada resultaba más clara. Emparejados a la salida del Casino, el boticario y el maestro se expusieron sus puntos de vista, que sólo coincidían en reconocer un fondo de misterio —para el maestro, ni siquiera eso, sino sólo un último dato incógnito—. Don Lino se negaba a aceptar que Cayetano, políticamente responsable, se jugase su reputación con un acto de señoritismo: «A mi razón, decía, no le bastan las apariencias. Mi razón exige poner en claro lo misterioso, porque lo misterioso no existe, no es más que el resultado de ignorar las causas de los efectos». El punto de vista de don Baldomero revelaba, no sólo su resignación racional ante el misterio como entidad superior a la razón, sino el convencimiento de que ciertas formas de estupidez obedecían a causas misteriosas que nunca podrían ser dilucidadas; pero se cuidó de especificar que no toda la aventura de Cayetano le parecía estúpida, y que alguna de sus partes le despertaba una admiración molesta e involuntaria, pero indudable; «porque, amigo mío, ¿cuántos años hace que usted y yo somos incapaces de contentar a dos mujeres?». Cuando se separaron, el boticario se dirigió al pazo del Penedo. Tuvo que detenerse en dos tabernas y beber dos vasos de vino; pero, por fin, llegó. En el zaguán, Paquito el
Relojero
le tomó el pelo y le pidió un pitillo.

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