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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

Los gozos y las sombras (25 page)

BOOK: Los gozos y las sombras
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—El único retrato que conserva Gonzalo de su mujer fue pintado por fray Eugenio.

—¿Supones algo?

—No. Nada. He visto el retrato, en París, y por eso me sorprendieron los cuadros que ahora pinta.

—No sabía que siguiese pintando. Cuando ayer me lo dijiste, me chocó. Quizá sea cosa de este prior, que es muy interesado. Creí que le habían destinado exclusivamente a la predicación. Más aún: algunas veces me pareció que predica sólo para convertirme. He tenido la impresión de que sus palabras se dirigían a mí, y de que sólo yo le entendía de cuantos estaban en la iglesia.

Vino en esto el chico del casino con el recado de que algunos señores rogaban a don Carlos que fuese a tomar café con ellos. Preguntó quiénes eran. El chico respondió que don Cayetano, y don Baldomero, y don Lino, y otros más.

—Iré en seguida.

Se puso el impermeable y salió. Junto al arco de la Virgen, como emboscado, esperaba don Baldomero.

—Vaya con cuidado. Se trata de una broma, pero algo hay por debajo. Me parece que va usted a jugarse su reputación. Cayetano no le perdonará jamás lo de ayer.

Carlos pidió explicaciones.

—No le digo más. Si le ven conmigo, se estropeará todo. Pero vaya con cuidado.

Se escurrió, prometiendo que después le buscaría.

Carlos entró en el casino. Había diez o doce caballeros de varia catadura, incluidos los indianos de la localidad que Carlos nunca había visto juntos. Formaban círculo con las sillas, y, en el centro, también sentado, con la pajilla y el bastón sobre los muslos y una copa en la mano —baja la cabeza, como abrumado—, estaba Paquito el
Relojero
. Cayetano se adelantó, sonriente.

—Hombre, te agradezco que hayas venido. Ya conoces a Paquito, ¿verdad?

Todos se habían levantado, menos el loco. Miraba de refilón, inquietos sus ojillos bizcos.

—A los demás también los conoces.

Dos o tres le eran desconocidos. Fue presentado como el doctor Carlos Deza, y le sentaron luego entre don Lino y Cayetano.

—¡Trae café a don Carlos y lo que quiera de beber!

Le pusieron al lado una mesilla frágil con el servicio. Paquito no dejaba de mirarle.

—Le tienes miedo, ¿eh?

Cayetano se volvió hacia Carlos:

—Tiene miedo de que le cures.

—¡Es que tengo derecho a ser loco! —gritó Paquito, descompuesto—. ¿No es así, caballero?

Don Lino terció, solemne:

—No conseguimos hacerle comprender que la sociedad está obligada a curarle.

—Paquito —continuó Cayetano, sin hacer caso a don Lino— es un gran mecánico. ¿Verdad que lo eres?

—¡Ya lo creo!

—Enseña el pájaro a don Carlos.

Con una sonrisa de felicidad, Paquito hurgó en un bolsillo y sacó una cajita envuelta en papel de seda. Se levantó corriendo y la mostró a Carlos.

—¡Mire, mire! Desenvuélvala con cuidado…

Pero no se la entregó, sino que él mismo quitó el papel, y antes de enseñarla se volvió y dio cuerda al mecanismo.

—¡Véala! ¡La hice yo!

Un pajarillo de plumas metálicas se había levantado del interior de la caja, aleteaba y se movía al compás de una musiquilla tenue.

—¡La hice yo! —repitió Paquito con orgullo.

—Si se cura, le daré empleo en el astillero.

—¡Eso no! ¡No quiero curarme! ¡Tengo derecho a ser loco!

—¡La sociedad lo exige, Paco!

—¡Un cuerno para la sociedad!

—¡Te daré cinco duros diarios de sueldo!

—¡No los quiero!

—Lo que tú quieres es vivir de parásito.

—Tengo derecho.

Guardó la caja, medroso. Volvió a la silla.

—Con permiso.

Se sentó.

—Don Carlos —dijo don Lino—, se trata de saber si es tonto o loco.

—¡Soy loco! ¿No te fastidia el cornudo?

—¡Te voy a romper la crisma!

—¡Rómpala, pero no mienta!

Cayetano puso paz:

—La cosa está mal planteada. Se trata de saber si se puede curar o no.

Paquito esperaba alerta la respuesta.

—No lo sé —dijo Carlos.

—Paquito estuvo seis meses en el manicomio, hace algunos años. Hubo que traerlo porque se moría, pero el médico dijo que se le podía curar.

—Yo no me atrevo a decirlo sin haberle observado antes.

—Ahí lo tiene.

—Observarle quiere decir verle y oírle cada día, estudiar su conducta, someterle a ciertas pruebas. Sólo así puede darse un diagnóstico serio.

—Estoy dispuesto a pagar lo que cueste todo eso.

—¿No dices que se moría en el manicomio?

—Por eso pretendo que le cures fuera de él.

—¿Aquí, en el casino?

Rieron algunos.

—¡No estaría mal! Sería cosa de pasarse aquí el día.

Carlos se acercó a Paquito, le arrebató la copa, la olió y la arrojó a un rincón.

—Lo primero, nada de beber. Después…

Se detuvo un instante. Le escuchaban con atención maliciosa.

—… después es necesario que todos ustedes se olviden de que Paquito es loco y le traten como a una persona normal. Ustedes y todo el pueblo. Si me dan su palabra, si me garantizan que nadie se acordará de que este hombre está ligeramente perturbado, yo, a mi vez, me comprometo a dar un diagnóstico y a intentar curarle.

—¡No, don Carlos, no! —gritó, implorante, Paquito.

Se puso en pie, se encasquetó el sombrero y señaló con el bastón a todos los presentes.

—¿A que no son capaces de prometer lo que usted pide?

—Ellos dirán.

Paquito se quitó de nuevo el sombrero, lo apretó contra el pecho y recorrió el círculo expectante.

—¿Qué vais a hacer sin mí? ¿A quién vais a pegar cuando tenéis ganas de pegar? Y a usted, Cayetano, ¿quién le va a llevar los recados a sus queridas? ¿Y quién va a componeros los relojes por dos cuartos? ¿Y quién os dirá los discursos de Azaña de memoria? ¡Los niños no tendrán a quién apedrear cuando estoy borracho! ¡Y cuando alguien rompa un vidrio, no habrá a quién echar la culpa! ¡Por favor, caballero, soy un loco necesario! ¡Que no me curen!

Lloraba con un llanto agudo que parecía risa.

—¡Don Carlos, usted es un hombre de corazón!… ¡Diga que no puede curarme!

Se replegó a la pared. Cerró los ojos.

—Si quieren curarme, tomaré el arsénico.

Quedó quieto, envarado, inmóvil. De pronto abrió los brazos y los ojos.

Adelantó un paso hacia Carlos.

—Escuche el último discurso del diputado Azaña en las Cortes de la República: «Señores diputados…»

Recitó de carrerilla, con voz metálica, sin cambiar de postura. Sólo movía el brazo derecho, cogido el bastón por su mitad —contra el aire, contra el pecho, marcando el ritmo del discurso—. El muchacho del bar rió desde su rincón, y los otros también rieron. Voló un cojín, seguido de otros: golpeaban el rostro de Paquito y caían a sus pies. Él los apartaba y seguía recitando.

—¡Viva la República, Paquito!

—¡Mierda!

—¡Viva la revolución social!

—¡Soy un loco de derechas! ¡Viva el Rey!

—¡Paquito, viva Gil Robles!

—¡Paquito, que viene la primavera!

Se le encogió el rostro de dolor, como si le hubieran clavado algo. Todos gritaron a coro:

—¡La primavera, Paquito, la primavera!

—¡Me cago en la madre que os parió a todos!

Un cojín, lanzado con fuerza, le golpeó la cabeza contra la pared. Otro derribó la pajilla. Paquito se agachó, la recogió y salió corriendo hacia la puerta. Cayeron sobre su espalda los últimos cojines.

*****

—Comprenderás que la vida de pueblo es aburrida, y que locos de éstos los hay en todas partes. Nos divertimos a su cuenta, pero él come y bebe a la nuestra. Yo, por ejemplo, le doy cobijo en el astillero. Allí dispone de un cuchitril donde duerme y donde trabaja en sus relojes. Lo que gana, para él.

—Reconozco —intervino el maestro— que la institución de los bufones está periclitada, como diría Ortega; pero en este pueblo sobreviven muchas otras que han desaparecido ya del mundo.

—En cualquier caso, te estamos agradecidos por tu intervención. Se ve que en seguida comprendiste de qué se trataba.

—Naturalmente, todo fue pura broma. Ya sabemos que es incurable.

—¿Por qué le irritó especialmente la mención de la primavera? —preguntó Carlos.

Rieron a carcajadas. Cayetano explicó:

—¿No lo sabes? Paquito tiene una loca en una aldea de Bergantiños. Cuando llega la primavera, se pone cachondo y va a ver a su loca cargado de regalos. Pasan juntos quince días, y él regresa luego, apaciguado para todo el verano.

Don Baldomero esperaba en el portal de doña Mariana. Parecía inquieto. Carlos le tranquilizó.

—¿Qué te querían en el casino? —preguntó doña Mariana.

—Desacreditarme en público. Cayetano tiene miedo de que explique a alguien su complejo de Edipo, y procura curarse en salud.

X

—He pensado —dijo Carlos— en desempaquetar los libros buscarles un acomodo en la habitación de la torre. Es el único sitie de mi casa donde se puede trabajar.

—¿En tu casa? ¿Por qué no en la mía?

—No voy a convertirme en su huésped para siempre.

—Me gustaría que lo fueses.

Carlos movió la cabeza, sonriendo.

—No está bien.

—Me había acostumbrado a tu compañía.

—Que viva en mi casa no supone abandono.

Le cogió una mano y se la acarició.

—Hay entre nosotros tantas cosas comunes, que ya no podremos prescindir el uno del otro. Si fuera posible —añadió bromeando—, acabaríamos por enamorarnos.

—Eso estaría bien, ya ves; pero, ya que no es posible, espero, a menos, que acabes por enamorarte de alguien parecido a mí.

El recuerdo de Inés Aldán pasó por la mente de Carlos.

—No se parece a usted tanto como piensa.

—¿A quién te refieres?

—A la hermana de Juan.

—Yo pensaba en mi sobrina. ¿Es que la hermana de Juan te gusta?

—Es la única persona que se parece a usted; pero no, no me gusta. La creo, sin embargo, interesante. Cualquier día sabremos que Cayetano empieza a perseguirla.

Volvieron al tema de la torre.

—Habrá que hacer algunas obras, si quieres que aquello esté un poco habitable.

—¿No basta con barrer y limpiar?

—Sí; y, después, encalar la habitación, tapizar los muebles y ver el modo de calentarla.

—Hay un brasero.

—Eso no sirve de nada. Se me ocurre que puedes hacer una chimenea. En tu casa hay seis o siete que, donde están, no te servirán de nada. Fuera de la del salón, que es muy grande, cualquiera de las otras puedes instalarla en la torre. En total, una semana de obras. Claro está que también habrá que echar una mano al dormitorio.

Doña Mariana se encargaría de avisar al maestro que tomase a su cargo el tapizado de los muebles. Carlos pidió un martillo y una trencha, y marchó a su casa en el carricoche; doña Mariana había mandado prepararle un cesto con merienda y vino, por lo del frío.

No había vuelto por su casa desde la llegada de los libros, que se amontonaban, encajados, en un pasillo. Empezó a sacarlos y buscó un sitio donde pudiera acomodarlos sin deterioro. Lo halló en la gran mesa del salón, y allí los fue dejando, en montoncitos, con los lomos para fuera, por si necesitaba alguno. Cuando terminó, mientras descansaba, pensó que el piano le sería necesario, y que haría falta traer un afinador que lo dejase en buen estado. Fue después a la torre, abrió los armarios y sacó de ellos los papeles y libros de su padre. Le dieron ganas de leer alguno de los legajos —aquel, tan atractivo, en que se contaba la vida de Mariana Quiroga—; pero decidió dejarlo para cuando estuviese instalado. Lo trasladó todo al salón, y en este trabajo estaba cuando oyó que le llamaban desde el jardín. Reconoció la voz de Aldán.

—¡Sube! Estoy aquí.

Traía puesto Aldán un abrigo largo, raído, y envolvía el cuello con una bufanda gruesa. Tosía.

—Pensaba ir mañana a verte. Ya te lo habrá dicho Inés.

—Ya no hace falta. Estoy bien. Me queda un poco de tos…

—De todos modos, un día de éstos iré a tu casa, a saludar a tu madre.

—No te apures. Con ella estás cumplido. Además, no será fácil que la encuentres: siempre anda por la huerta o por el monte.

Disimulaba con bastante torpeza el deseo de que Carlos no visitase a su madre; y Carlos, como sin darse cuenta, insistió y llegó a proponer que fueran en seguida, aquella misma tarde.

—Están los caminos muy malos.

—Tengo ahí el coche dé doña Mariana.

Juan se había sentado enfrente. No le miraba: parecía interesado en las ilustraciones de unos libros alemanes, pero, la verdad, su mirada resbalaba por las páginas sin enterarse de lo que veía. Venía dispuesto a hablar con Carlos largamente; venía dispuesto a
darse a conocer
, no del todo, claro, sino parcialmente. Más que decirle cómo era, pensaba darle a entender que su personalidad aparente enmascaraba otra, y que su verdadero drama residía en la escondida. Pero la conversación no empezaba bien. Tenía que descubrirle algo que reservaba para más adelante.

—Mira, Carlos: te pido que no vayas a mi casa. Ni ahora ni nunca.

—¿Por qué?

—¿No te basta con mi ruego?

—Sí; pero pensaré que no deseas ninguna relación entre tus hermanas y yo.

Juan sonrió, con sonrisa un poco triste.

—No, no es eso. No es nada de eso. Por el contrario, estoy muy contento de que hayas conocido a Inés. ¡Ella puede decírtelo! Es por mi madre.

Se interrumpió, miró a Carlos. («¡Oh, Carlos no parecía satisfecho, Carlos esperaba una explicación!») Continuó:

—No quiero que la veas. Las razones te las dirán cualquier día, si no te las han dicho ya. Mi madre es borracha. Está borracha todo el día y no puede dejar de estarlo. Para nosotros es un espectáculo triste, pero nos hemos habituado. Los demás, los del pueblo, lo saben, pero no la ven.

—¿Quién le da el vino?

—Clara.

—Lo siento. No sabía nada de eso ni lo sospechaba. Sabía que erais pobres, pero la pobreza no significa necesariamente miseria y vicio.

(«Aquella respuesta de Carlos, bien manejada, podía servir para que la conversación derivase hacia la materia apetecida. Por lo pronto, llevaba previsto algo sobre la miseria.»)

—Te equivocas. La pobreza es algo de lo que hay que huir. Trae consigo la miseria moral, si el pobre no es, a la vez, heroico. Mi madre se emborracha porque no puede hacer otra cosa, y Clara acepta la miseria y se encenaga en ella. Sólo Inés, que es un alma delicada, la resiste, pero acabará huyendo. El otro día me dijo que piensa meterse a monja.

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