Los exploradores Anatol y Sherba Mirsky y su compañero Leonie Tilden se palmeaban la espalda de contentos mientras se preparaban para aterrizar. Era su primera misión y les había tocado el gordo, así sin más.
Lo celebraron, por supuesto. Abrieron la única botella de vino que se habían llevado. Hicieron una ceremoniosa grabación anunciando el descubrimiento y la rubricaron con el taponazo de la botella. Llamaron al planeta «Nueva Tierra».
Todo iba viento en popa. Incluso creyeron posible calcular en qué lugar de la galaxia se encontraban (algo que, por lo general, ignoraban los exploradores de Pórtico, porque el camino no estaba señalizado). Pero habían localizado las nubes de Magallanes en un sentido y la nebulosa de Andrómeda en el otro, e incluso en una tercera dirección había una aglomeración densa y brillante que identificaron como las Pléyades.
La celebración fue algo precipitada. No habían reparado en que faltaba un color importante en el panorama de la Nueva Tierra vista desde el espacio, el verde.
Cuando Sherba Mirsky y Leonie Tilden bajaron a la superficie de Nueva Tierra en el módulo, aterrizaron en roca desnuda. Allí no crecía nada. Nada se movía. Nada surcaba el cielo. No había flores, ni siquiera plantas a aquella altitud, porque carecían de tierra donde crecer. La tierra aún no había llegado a aquellas partes del mundo.
Descubrir que el oxígeno tampoco abundaba sólo constituyó una decepción más; había bastante para una determinación cualitativa desde la órbita, pero ni de lejos suficiente para respirar. Nueva Tierra tenía vida, sí, sólo que no mucha. Casi todos los seres vivían en las aguas superficiales de la costa y unos pocos aventureros empezaban a colonizar las orillas; simples moradores procarióticos y eucarióticos del lodo marino, criaturas escuálidas y musgosas que a duras penas habían llegado al litoral.
Nueva Tierra tenía un problema, su extrema juventud. Tardaría unos mil millones de años en convertirse en algo realmente interesante (o en compensar a Tilden, a los Mirsky y a la Corporación Pórtico por las molestias de haberla explorado).
Los planetas eran los que reportaban mayores beneficios, pero también los lugares donde se podía morir más fácilmente. Mientras un explorador de Pórtico permaneciese a bordo de su nave estaba a salvo de casi todos los peligros de la aventura espacial. En cambio, cuando aterrizaba, tenía que enfrentarse a medios desconocidos... y a menudo hostiles.
Por ejemplo, en la...
El primer explorador de Pórtico que descubrió un planeta de aspecto maravilloso fue un venezolano de cincuenta años llamado Juan Mendoza Santamaría. Había viajado durante cuarenta y tres días, completamente solo, en una nave tipo Uno. Tenía margen de sobra. No se quedaría sin aire, comida ni agua. Su preocupación era encontrarse sin dinero. Mendoza se había gastado sus últimos créditos en una fiesta de despedida antes de abandonar el asteroide. Si volvía con las manos vacías a Pórtico, le aguardaba un futuro sombrío. Así que se santiguó y susurró una oración de gracias mientras abandonaba el módulo de aterrizaje y pisaba el suelo extraterrestre.
Estaba agradecido, pero no era idiota, por lo que actuó con prudencia. Mendoza tenía muy claro que si algo iba mal tendría graves problemas. No había nadie en muchos años luz que pudiera ayudarle; en realidad no había nadie en ninguna parte que supiera ni siquiera dónde estaba. De modo que mientras permaneció en la superficie del planeta, no se quitó el traje espacial en ningún momento, lo que acabó por ser una gran suerte para él.
En principio, el planeta presentaba un aspecto nada amenazador. Las plantas eran de un extraño tono anaranjado, los árboles lejanos (¿o sólo eran hierbas altas?) parecían inofensivos y a simple vista no se veían animales peligrosos. Por otra parte, tampoco se veía nada que pudiera resultar rentable a corto plazo. No se advertía signo alguno de civilización; ni grandes ciudades abandonadas, ni amistosas inteligencias extraterrestres dándole la bienvenida, ni artefactos Heechees desperdigados. En la superficie, no había ninguna estructura metálica, ni natural ni de otro tipo, tan grande como para que los sensores del módulo la hubieran detectado al aterrizar. Sin embargo, se tranquilizó Mendoza, el hecho de que hubiera alguna clase de vida bastaría para reportarle al menos una recompensa científica. Localizó vida tanto «vegetal» como «animal»; al menos, algunas cosas se movían y otras estaban firmemente enraizadas en el suelo.
Tomó algunas muestras de las plantas, aunque no eran gran cosa. Caminó lentamente hasta lo que había tomado por árboles y descubrió que eran blandos, como setas. No había grandes helechos ni hierba propiamente dicha, pero se veía una especie de musgo encrespado que cubría la mayor parte del suelo, y cosas que se movían por su superficie. Ninguno de aquellos seres impresionaba por su tamaño. La forma de vida más grande que encontró Mendoza fue un «artrópodo» de un palmo. Los animalillos iban de un lado a otro en pequeñas manadas, se alimentaban de bichos parecidos a escarabajos y estaban cubiertos por un espeso pelaje blanco y vítreo que les hacían parecer rebaños de ovejas minúsculas. Mendoza casi se sintió culpable cuando capturó unas cuantas de aquellas bonitas criaturas, las mató y las metió en los recipientes esterilizados donde las transportaría a Pórtico junto con muestras de los seres más pequeños que éstas cazaban.
No valía la pena llevarse nada más. Lo verdaderamente espectacular de aquel planeta era su belleza. Derrochaba hermosura.
Bastante cerca —Mendoza calculó que a unos treinta o cuarenta años luz— había una nube de gas activa y brillante que creyó identificar con la nebulosa de Orion. (No lo era, pero al igual que la de Orion se trataba de un vivero de estrellas jóvenes.) Mendoza tuvo la suerte de aterrizar en la mejor estación del año para apreciar la nebulosa en todo su esplendor, pues mientras el sol del planeta se ponía por un horizonte, ésta salía por el otro. Acababa por ocupar todo el cielo nocturno como un luminoso tapiz de color verde mar tachonado de diamantes y ribeteado de un granate majestuoso. Los «diamantes» —las estrellas más brillantes del interior de la nebulosa— parecían de primera magnitud, más luminosos aún que Venus o Júpiter vistos desde la Tierra, casi tanto como la Luna llena. No obstante, se trataba de fuentes puntuales, no de discos como ésta y casi hacían daño a la vista.
Fue la belleza lo que impresionó a Mendoza. No tenía mucha facilidad de palabra. Cuando volvió y redactó un informe, se refirió al planeta como «un sitio bonito», y así quedó registrado en los atlas de Pórtico, como «Sitio Bonito».
Mendoza consiguió lo que quería: una recompensa científica de dos millones de dólares por dar con el planeta, y la promesa de una participación en los derechos de cualquier cosa que descubriesen misiones posteriores a Sitio Bonito. Gracias a aquello podría haber ganado un montón de dinero.
De acuerdo con las normas de Pórtico, si el planeta podía colonizarse, Mendoza cobraría regalías durante el resto de su vida.
Casi al mismo tiempo, otras dos misiones, ambas en naves Cinco, copiaron sus indicaciones de rumbo e hicieron el mismo viaje.
Fue entonces cuando el planeta fue rebautizado como Veneno Bonito.
Los grupos siguientes no fueron tan prudentes como Mendoza. No se dejaron puestos los trajes espaciales y tampoco poseían las defensas naturales que había desarrollado la fauna de Veneno Bonito. La vida autóctona había evolucionado haciendo frente a un gran reto y aquella felpa de pinchos de silicona no era de adorno: se trataba de una coraza.
Fue una pena que Mendoza no hubiera completado sus pruebas de radiación, porque aquellas estrellas jóvenes y brillantes de la nebulosa no sólo emitían luz visible. Eran poderosas fuentes de radiación ionizante y emitían fuertes rayos ultravioletas. Cuatro de los diez exploradores regresaron a la nave con quemaduras graves antes de empezar a mostrar signos de algo peor. Cuando llegaron a Pórtico, todos precisaron un reemplazo total de sangre y dos murieron a pesar de todo.
Mendoza hacía bien en ser tan prudente. No había gastado los dos millones a lo loco, confiando en todas las regalías que recibiría por la colonización del planeta. Los seres humanos no podían vivir en él, y nunca vería un céntimo por este concepto.
De las casi mil naves Heechees halladas en Pórtico, sólo unas pocas docenas estaban acorazadas, y la mayoría de las mismas eran del tipo Cinco. Las Tres acorazadas constituían una excepción, y cuando la tripulación formada por Felicia Monsanto, Greg Running Wolf y Daniel Pursy partieron en una, sabían que existía cierto peligro; las indicaciones de rumbo podían llevarlos a un lugar realmente desagradable.
Sin embargo, cuando salieron del hiperespacio y echaron un vistazo, se quedaron extasiados. La estrella a la que se habían aproximado era una G—2 del mismo tamaño que el Sol de la Tierra; estaban girando en órbita alrededor de un planeta situado en la zona propicia para el desarrollo de la vida, ¡y los detectores indicaban metal Heechee en grandes cantidades!
La mayor concentración no se encontraba en el planeta, sino en un asteroide cuya órbita sufría un desfase en la eclíptica (igual que Pórtico). ¡Tenía que ser otro de esos aparcamientos abandonados de naves Heechees! Al acercarse comprobaron que habían acertado...
No obstante, también advirtieron que el asteroide se hallaba vacío. No había naves ni ningún artefacto en él. Estaba lleno de túneles, como Pórtico, pero no contenían nada. Peor aún, el asteroide parecía hallarse en muy mal estado, como si fuera mucho más antiguo y hubiera llevado una existencia mucho más ajetreada que el propio Pórtico.
Aquel enigma se resolvió cuando, como último recurso, dos tripulantes hicieron una incursión en el propio planeta.
En otro tiempo había albergado vida. De hecho, aún la albergaba, pero en cantidad muy escasa y sólo en los mares; estaba formada por algas e invertebrados de las profundidades, nada más. De un modo u otro el planeta había sido arrasado... y el culpable estaba a la vista.
A seis años y medio luz de aquel sistema descubrieron una estrella de neutrones. Era un pulsar, como la mayoría de estrellas de neutrones, pero dado que la nave no quedaba dentro de su eje de radiación, apenas podía detectar las emisiones. No obstante, se trataba de una fuente de radiación y los instrumentos demostraban que estaba ahí, el remanente de una supernova.
Los expertos de Pórtico completaron el resto de la historia cuando regresó la misión. Los Heechees habían visitado aquel sistema solar, pero estaba en mal sitio. Después de que los Heechees se marcharan —seguramente porque sabían lo que estaba a punto de suceder— la supernova estalló. El planeta se había abrasado. Los gases de la atmósfera se disiparon y casi todo el océano se evaporó. Cuando aquel calor infernal cesó, se formó en la corteza del planeta una nueva atmósfera, muy tenue, y el vapor de agua que quedaba cayó como imponentes torrentes de lluvia que arrasaron los valles, inundaron de lodo las llanuras y acabaron con todo... y aquello había sucedido hacía muchos cientos de años.
Monsanto, Running Wolf y Pursy recibieron una recompensa científica por su misión, aunque escasa: ciento sesenta mil dólares a repartir entre los tres.
Para los precios de Pórtico, aquello no representaba mucho dinero. Apenas alcanzaba para pagar las facturas durante unas cuantas semanas. Desde luego, no bastaba para retirarse. Los tres se volvieron a embarcar en cuanto encontraron sitio, y ninguno regresó de aquel nuevo viaje.
Seguramente los exploradores de Pórtico deberían haber dado por sentado que los planetas hospitalarios como la Tierra forzosamente tenían que escasear. Su propio sistema solar lo demostraba. En cualquier caso, después de tantos años escuchando las señales de radio del Proyecto Ozma, ya deben de saberlo.
En cambio, descubrieron que había miríadas de medios hostiles de todo tipo. Tomemos, por ejemplo, Eta Carina Siete; tenía el tamaño adecuado, aire e incluso agua, al menos cuando no estaba congelada. Sin embargo, Eta Carina Siete describía una órbita muy excéntrica. El planeta estaba prácticamente helado, aunque aún no había llegado a su gélido afelio y padecía unas tormentas terribles. Uno de los módulos jamás regresó. En cuanto al resto, tres sufrieron daños o perdieron, como mínimo, a un miembro de su tripulación.
Mendoza no fue el único que encontró un planeta bonito pero letal. Se descubrió un planeta de aspecto apacible con una vegetación frondosa. Sin embargo, ésta estaba compuesta exclusivamente de toxicodendrones, algo mucho peor que la hiedra venenosa de la Tierra. El menor contacto provocaba ampollas, un picor de muerte y shock anafiláctico. En la primera misión al lugar, todos los que aterrizaron en la superficie murieron como consecuencia de reacciones alérgicas, y sólo el tripulante que permaneció en la nave consiguió volver a Pórtico.
No obstante, de vez en cuando —en realidad, muy raramente— daban con uno bueno.
La más afortunada de todas las misiones, durante la primera década del funcionamiento de Pórtico, fue la de Margaret Brisch, Peggy para los amigos.
Peggy Brisch partió en una nave tipo Uno y encontró lo que realmente podríamos llamar una segunda Tierra. De hecho, en algunos aspectos era aún más agradable de lo que jamás había sido la Tierra. No sólo carecía de toxicodendrones que matasen al entrar en contacto con ellos y de estrellas cercanas de radiación fatal, sino que tampoco albergaba animales grandes y peligrosos.
El planeta de Peggy sólo tenía un problema. Habría sido el lugar ideal para hospedar el excedente de población humana si no hubiera estado situado a mil novecientos años luz de distancia.
No había modo de llegar a él si no era a bordo de una nave Heechee, y la nave Heechee más grande sólo podía transportar a cinco personas.
La colonización del planeta de Peggy tendría que esperar.
Los exploradores de Pórtico encontraron más de doscientos planetas con vida digna de mención. Los taxonomistas no cabían en sí de gozo. Varías generaciones de candidatos al doctorado se hicieron con un material para sus tesis que les garantizaba el aprobado y tuvieron que trabajar duro sólo para bautizar a los treinta o cuarenta millones de especies nuevas que los exploradores habían encontrado. No tenían tantos nombres a su alcance, desde luego. Lo más práctico era asignar una numeración y anotar las descripciones. No aspiraban a establecer géneros, ni siquiera familias, aunque todas las descripciones fueron introducidas en el banco de datos y los ordenadores trabajaron a fondo intentando establecer relaciones. Las descripciones genéricas resultaron las más apropiadas; el ADN, o algo parecido, era prácticamente universal. A continuación iban las morfológicas. La mayoría de los seres vivos de la Tierra comparte rasgos anatómicos tan comunes como la barra (indispensable para extremidades y huesos en general) y el cilindro (órganos internos, torso, etc.), porque proporcionan la máxima fuerza y capacidad de transporte que se puede conseguir por ese precio. Por idénticas razones, lo mismo sucedía con la mayor parte del bestiario galáctico. Claro que no siempre. La tripulación de Arcangelo Pelieri descubrió un mundo sordo, lleno de seres de cuerpo blanco que jamás habían desarrollado huesos ni quitina, silenciosos como lombrices o medusas. Opal Cudwallader llegó a un planeta donde, según dedujeron los científicos, repetidas extinciones habían impedido la evolución de los animales terrestres. Su criatura principal, parecida a los pinnipedos y cetáceos de la Tierra, era un antiguo animal terrestre que había regresado al mar, y casi todas las demás estaban emparentadas con éste. Parecía como si los pinzones de Darwin hubieran colonizado un planeta entero.