Los enamoramientos (12 page)

Read Los enamoramientos Online

Authors: Javier Marías

BOOK: Los enamoramientos
13.94Mb size Format: txt, pdf, ePub
II

Tardé mucho tiempo en volver a ver a Luisa Alday y en el largo entretanto empecé a salir con un hombre que me gustaba a medias y me enamoré estúpida y calladamente de otro, de su enamorado Díaz-Varela, al que me encontré poco después en un lugar improbable para encontrarse a nadie, muy cerca de donde había muerto Deverne, en el edificio rojizo del Museo Nacional de Ciencias Naturales, que está justo al lado o más bien forma conjunto con la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Industriales con su brillante cúpula de cristal y zinc, de unos veintisiete metros de altura y unos veinte de diámetro, erigida hacia 1881, cuando ese conjunto no era Escuela ni Museo, sino el flamante Palacio Nacional de las Artes y las Industrias que albergó una importante Exposición en aquel año, la zona se conocía antiguamente como los Altos del Hipódromo, por sus varios promontorios y su cercanía a unos caballos cuyas hazañas son fantasmales por partida doble o definitivamente, pues ya no debe de quedar nadie vivo que asistiera a ellas o las recuerde. El Museo de Ciencias es pobre, sobre todo si se compara con los que se encuentran en Inglaterra, pero me acercaba a él a veces con mis sobrinos pequeños para que vieran los animales estáticos tras sus vitrinas y se familiarizaran con ellos, y de ahí me quedó cierta afición a visitarlo por mi cuenta de tarde en tarde, entremezclada —de hecho invisible para ellos— con los grupos de alumnos de colegios y de institutos acompañados de una profesora exasperada o paciente y con despistados turistas sobrados de tiempo que se enteran de su existencia por alguna guía de la ciudad demasiado puntillosa y exhaustiva: aparte de las numerosísimas guardianas, casi todas sudamericanas hoy en día, esos suelen ser los únicos seres vivos de ese lugar algo irreal y superfluo y feérico, como todos los Museos de Ciencias.

Estaba mirando la maqueta de las inmensas fauces abiertas de un cocodrilo —siempre pensaba que yo cabría en ellas, y en la suerte de no vivir en un sitio en el que hubiera esos reptiles— cuando me llamaron por mi nombre y me volví un poco alarmada, por lo inesperado: cuando uno está en ese Museo semivacío, tiene la casi absoluta y reconfortante certeza de que en esos instantes nadie puede conocer su paradero.

Lo reconocí en seguida, con sus labios femeninos y su mentón falsamente partido, su sonrisa calmada y una expresión a la vez atenta y ligera. Me preguntó qué hacía allí, y le contesté: ‘Me gusta venir de vez en cuando. Es un sitio lleno de fieras tranquilas, a las que uno puede aproximarse’. Nada más decir esto pensé que fieras había bien pocas y que la frase era una pavada, y además me di cuenta de que la había añadido por hacerme la interesante, supuse que con nefastos resultados. ‘Es un sitio tranquilo’, concluí sin más adornos. Le pregunté lo mismo, qué hacía él allí, y me contestó: ‘También a mí me gusta venir de vez en cuando’, y esperé una pavada suya, que para mi desgracia no llegó del todo, Díaz-Varela no deseaba impresionarme. ‘Vivo bastante cerca. Cuando salgo a dar una vuelta, mis pasos me acaban trayendo hasta aquí en ocasiones.’ Lo de los pasos trayéndolo me pareció levemente literario y cursi y me dio alguna esperanza. ‘Luego me siento un rato en la terraza de ahí fuera y regreso a casa. Vamos, te invito a tomar algo, a no ser que quieras seguir mirando esos colmillos u otras salas.’ En el exterior, bajo la arboleda, aún sobre el promontorio, frente a la Escuela, hay un quiosco de refrescos con sus mesas y sillas al aire libre.

—No —respondí—, me las conozco de memoria. Sólo pensaba bajar un rato a ver esas absurdas figuras de Adán y Eva. —Él no reaccionó, no dijo ‘Ah, ya’ ni nada por el estilo, como habría dicho cualquiera que visitara con frecuencia ese Museo: en el sótano hay una vitrina vertical de no muy gran tamaño, hecha por una americana o una inglesa, una tal Rosamund Algo, que representa el Jardín del Edén de manera estrafalaria. Todos los animales que rodean a la primigenia pareja están supuestamente vivos y en movimiento o alerta, monos, liebres, pavos, grullas, tejones, quizá un tucán y hasta la serpiente, que asoma con expresión demasiado humana entre las muy verdes hojas del manzano. Adán y Eva, en cambio, los dos de pie y separados, son sólo sendos esqueletos, y lo único que permite distinguirlos al ojo profano es que uno de ellos sostiene en la mano derecha una manzana. Seguramente leí alguna vez el cartel correspondiente, pero no recuerdo que diera explicación satisfactoria alguna. Si se trataba de mostrar los huesos de una mujer y de un hombre y de señalar sus diferencias, no se entiende qué necesidad había de convertirlos en nuestros primeros padres, como se los llamaba con la fe antigua, y colocarlos en ese escenario; si se trataba de representar el Paraíso con su más bien pobre fauna, lo que no se entiende son los esqueletos, mientras todos los demás animales conservan su carne y su pelo o plumaje. Es una de las más incongruentes instalaciones del Museo de Ciencias Naturales, y a nadie que lo visite le puede pasar inadvertida, no por bonita, sino por sin sentido.

—María Dolz, ¿verdad? Es Dolz, ¿no es así? —me dijo Díaz-Varela una vez que nos hubimos sentado en la terraza, como si quisiera hacer gala de su capacidad de retención y su buena memoria, al fin y al cabo mi apellido lo había pronunciado sólo yo, y apresuradamente, lo había colado como un inserto que a todos los presentes traía sin cuidado. Me sentí halagada por el detalle, no cortejada.

—Tienes buena memoria y buen oído —le dije para no ser descortés—. Sí, es Dolz, no Dols ni Dolç, con cedilla. —Y dibujé en el aire una cedilla—. ¿Cómo sigue Luisa?

—Ah, tú no la has visto. Pensaba que habíais hecho algo de amistad.

—Sí, si se puede decir eso de lo que ha durado un solo día. No he vuelto a verla desde aquella vez en su casa. Entonces nos llevamos muy bien y me habló como si en efecto fuera una amiga, yo creo que por debilidad más que nada. Pero después no he vuelto a encontrármela. ¿Cómo sigue? —insistí—. Tú sí debes de verla casi a diario, ¿no?

Esto pareció contrariarlo un poco, se quedó callado unos segundos. Se me ocurrió que quizá sólo quería sonsacarme, en la creencia de que ella y yo manteníamos contacto, y que de pronto su aproximación a mí se había quedado sin objetivo antes de empezar, o aún más irónico: sería él quien tendría que darme noticias e información sobre ella.

—Pues no bien —respondió por fin—, y ya me voy preocupando. No es que haya pasado demasiado tiempo, desde luego, pero no acaba de reaccionar, no avanza un milímetro, no es capaz de alzar la cabeza ni siquiera fugazmente y mirar a su alrededor y ver cuánto le queda. Después de la muerte de un marido aún quedan muchas cosas; a su edad, de hecho, queda otra vida entera. La mayoría de las viudas salen adelante pronto, sobre todo si son más o menos jóvenes y además tienen hijos de los que ocuparse. Pero no son sólo los niños, que en seguida dejan de serlo. Si ella pudiera verse dentro de unos pocos años, de un año incluso, comprobaría que la imagen de Miguel que ahora la ronda incesantemente se le difumina cada día que pasa y cuánto se le ha adelgazado, y que sus nuevos afectos no le permiten acordarse de él más que de tarde en tarde, con una quietud hoy sorprendente, con invariable pena pero sin apenas desasosiego. Porque tendrá nuevos afectos y su primer matrimonio acabará por parecerle algo casi soñado, un recuerdo vacilante y amortiguado. Lo que hoy es visto como anomalía trágica será percibido como normalidad irremediable, y aun deseable, puesto que habrá sucedido. Hoy le resulta inadmisible que Miguel ya no sea, pero llegará un momento en que lo incomprensible sería que volviera a ser, que sí fuera; en que la mera fantasía de una reaparición milagrosa, de una resurrección, de su vuelta, se le haría intolerable, porque ya le habría asignado su lugar definitivo y su rostro apaciguado en el tiempo, y no consentiría que ese retrato suyo acabado y fijo se expusiera de nuevo a las modificaciones de lo que permanece vivo y por lo tanto es imprevisible. Tendemos a desear que nadie se muera y que nada termine, de lo que nos acompaña y es nuestra querida costumbre, sin darnos cuenta de que lo único que mantiene las costumbres intactas es que nos las supriman de golpe, sin desviación ni evolución posibles, sin que nos abandonen ni las abandonemos. Lo que dura se estropea y acaba pudriéndose, nos aburre, se vuelve contra nosotros, nos satura, nos cansa. Cuántas personas que nos parecían vitales se nos quedan en el camino, cuántas se nos agotan y con cuántas se nos diluye el trato sin que haya aparente motivo ni desde luego uno de peso. Las únicas que no nos fallan ni defraudan son las que se nos arrebata, las únicas que no dejamos caer son las que desaparecen contra nuestra voluntad, abruptamente, y así carecen de tiempo para darnos disgustos o decepcionarnos. Cuando eso ocurre nos desesperamos momentáneamente, porque creemos que podríamos haber seguido con ellas mucho más, sin ponerles plazo. Es una equivocación, aunque comprensible. La prolongación lo altera todo, y lo que ayer era estupendo mañana habría sido un tormento. La reacción que tenemos todos ante la muerte de alguien cercano es parecida a la que tuvo Macbeth ante el anuncio de la de su mujer, la Reina.
‘She should have died hereafter’
, responde de manera algo enigmática: ‘Debería haber muerto a partir de ahora’, es lo que dice, o ‘de ahora en adelante’. También podría entenderse con menos ambigüedad y más llaneza, esto es, ‘más adelante’ a secas, o ‘Debería haber esperado un poco más, haber aguantado’; en todo caso lo que dice es ‘no en este instante, no en el elegido’. ¿Y cuál sería el instante elegido? Nunca nos parece el momento justo, siempre pensamos que lo que nos gusta o alegra, lo que nos alivia o ayuda, lo que nos empuja a través de los días, podía haber durado un poco más, un año, unos meses, unas semanas, unas cuantas horas, nos parece que siempre es temprano para que se les ponga fin a las cosas o a las personas, nunca vemos el momento oportuno, aquel en el que nosotros mismos diríamos: ‘Ya. Ya está bien. Es suficiente y más vale. Lo que venga a partir de ahora será peor, un deterioro, un rebajamiento, una mancha’. A eso nunca nos atrevemos, a decir ‘Este tiempo ha pasado, aunque sea el nuestro’, y por eso no está en nuestras manos el final de nada, porque si dependiera de ellas todo continuaría indefinidamente, contaminándose y ensuciándose, sin que ningún vivo pasara jamás a ser muerto.

Hizo una breve pausa para beber de su cerveza, hablar seca en seguida la garganta y él se había lanzado tras su desconcierto inicial, casi con vehemencia, como si aprovechara para desahogarse. Tenía labia y vocabulario, su pronunciación en inglés era buena sin afectación, lo que decía no era hueco e iba trabado, me pregunté a qué se dedicaría pero no podía preguntárselo sin interrumpirle el discurso y eso no quería hacerlo. Le miraba los labios mientras peroraba, se los miraba con fijeza y me temo que con descaro, me dejaba mecer por sus palabras y no podía apartar los ojos del lugar por donde salían, como si todo él fuera boca besable, de ella procede la abundancia, de ella surge casi todo, lo que nos persuade y lo que nos seduce, lo que nos tuerce y lo que nos encanta, lo que nos succiona y lo que nos convence. ‘De la superabundancia del corazón habla la boca’, se lee en la Biblia en algún sitio. Me quedé perpleja al comprobar cuánto me gustaba y hasta fascinaba aquel hombre apenas conocido, más aún al recordar que para Luisa era en cambio casi invisible e inaudible, de tan visto y oído. Cómo podía ser, uno cree que lo que lo enamora debería anhelarlo todo el mundo. No quería decir nada para no romper el ensalmo, pero también se me ocurrió que, si no lo hacía, él podría figurarse que no le prestaba atención, cuando lo cierto es que no perdía vocablo, cuanto procediera de aquellos labios me interesaba. Debía ser breve, con todo, pensé, para no distraerlo demasiado.

—Bueno, los finales sí dependen de nuestras manos, si éstas son suicidas. No digamos si son asesinas —dije. Y estuve a punto de añadir: ‘Aquí mismo, ahí al lado, mataron a tu amigo Desvern de mala manera. Es extraño que ahora estemos aquí sentados y que todo esté en paz y limpio, como si no hubiera pasado nada. De haber estado aquel día, tal vez lo habríamos salvado. Aunque si él no hubiera muerto, no podríamos estar juntos en ningún lado. Ni siquiera nos conoceríamos’.

Estuve a punto pero no lo añadí, entre otras razones porque él echó una rápida ojeada —estaba de espaldas a ella, yo de frente— hacia la calle cercana en que se había producido el acuchillamiento, y pensé si no estaría pensando lo mismo que yo o algo parecido, al menos la primera parte de mi pensamiento. Se peinó con los dedos el pelo con entradas, pelo hacia atrás, pelo de músico, luego tamborileó con las uñas de esos mismos cuatro dedos contra su vaso, uñas duras, bien cortadas.

—Esas son la excepción, esas son la anomalía. Claro que hay quienes deciden poner término a su vida, y lo hacen, pero son los menos y por eso impresionan tanto, porque contradicen el ansia de duración que nos domina a la gran mayoría, la que nos hace creer que siempre hay tiempo y la que nos lleva a pedir un poco más, un poco más, cuando se acaba. En cuanto a las manos asesinas que dices, no cabe verlas nunca como
nuestras
. Ponen fin como lo pone la enfermedad, o un accidente, quiero decir que son causas externas, incluso en aquellos casos en los que el muerto se lo ha buscado, por su mala vida elegida o por los riesgos que ha asumido o porque a su vez ha matado y se ha expuesto a una venganza. Ni el mafioso más sanguinario ni el Presidente de los Estados Unidos, por poner dos ejemplos de individuos que están en permanente peligro de ser asesinados, que cuentan con esa posibilidad y conviven a diario con ella, desean nunca que se termine esa amenaza, esa tortura latente, esa zozobra insoportable. No desean que se termine nada de lo que hay, de lo que tienen, por odioso y gravoso que sea; van pasando de día en día con la esperanza de que el siguiente estará ahí también, uno idéntico a otro o muy semejantes, si hoy he existido por qué no mañana, y mañana conduce a pasado y pasado al otro. Así vamos viviendo todos, los contentos y los descontentos, los afortunados y los infelices, y si por nosotros fuera continuaríamos hasta el fin de los tiempos. —Pensé que se había liado un poco o que había intentado liarme. ‘Las manos asesinas no son
nuestras
excepto si efectivamente son las nuestras de pronto, y en todo caso siempre pertenecen a alguien, que hablará de “las mías”. Sean de quienes sean, no es verdad que esas no quieran que ningún vivo pase jamás a ser muerto, sino que justamente eso es lo que desean y además no pueden esperar a que el azar las beneficie ni a que el tiempo haga su trabajo; se encargan ellas de convertirlos. Esas no quieren que todo siga ininterrumpidamente, al revés, necesitan suprimir a alguien y romper varias costumbres. Esas nunca dirían de su víctima
“She should have died hereafter”
, sino
“He should have died yesterday”
, “Debería haber muerto ayer”, o hace siglos, hace mucho más tiempo; ojalá no hubiera nacido ni dejado huella alguna en el mundo, así no habríamos tenido que matarlo. El aparcacoches rompió sus costumbres y las de Deverne de un tajo, las de Luisa y las de los niños y las del chófer que acaso se salvó por una confusión, por muy poco; las del propio Díaz-Varela y hasta las mías en parte. Y las de otras personas que no conozco.’ Pero no dije nada de esto, no quería tomar la palabra, no quería hablar sino que él lo siguiera haciendo. Quería oír su voz y rastrear su mente, y seguir viendo sus labios en movimiento. Corría el riesgo de no enterarme de lo que decía, por estárselos mirando embobada. Bebió otro sorbo y continuó, tras carraspear como si procurara centrarse—. Lo asombroso es que cuando las cosas suceden, cuando se producen las interrupciones, las muertes, las más de las veces se da por bueno lo sucedido, al cabo del tiempo. No me malentiendas. No es que nadie dé por buena una muerte y aún menos un asesinato. Son hechos que se lamentarán toda la vida, que ocurrieran cuando ocurrieron. Pero lo que la vida trae se impone siempre al final, con tal fuerza que a la larga nos resulta casi imposible imaginarnos sin ello, no sé cómo explicarlo, imaginar que algo acontecido no hubiera acontecido. ‘A mi padre lo mataron durante la Guerra’, puede contar alguien con amargura, con enorme pena o con rabia. ‘Una noche lo fueron a buscar, lo sacaron de casa y lo metieron en un coche, yo vi cómo se resistía y cómo lo arrastraban. Lo arrastraron de los brazos, era como si las piernas se le hubieran paralizado y ya no lo sostuvieran. Lo llevaron hasta las afueras y allí le pegaron un tiro en la nuca y lo arrojaron a una cuneta, para que la visión de su cadáver sirviera a los demás de escarmiento.’ Quien cuenta eso lo deplora, sin duda, y hasta puede pasarse la vida alimentando el odio hacia los asesinos, un odio universal y abstracto si no sabe bien quiénes fueron, sus nombres, como fue tan frecuente durante la Guerra Civil, nada más se sabía que habían sido ‘los otros’, tantas veces. Pero resulta que en buena medida es ese hecho odioso lo que constituye a ese alguien, que no podría renunciar nunca a él porque sería como negarse a sí mismo, borrar el que es y no tener sustituto. Él es el hijo de un hombre asesinado de mala manera en la Guerra; es una víctima de la violencia española, un huérfano trágico; eso lo configura, lo define y lo condiciona. Esa es su historia o el arranque de su historia, su origen. En cierto sentido es incapaz de desear que eso no hubiera ocurrido, porque si no hubiera ocurrido él sería otro y no sabe quién, no tiene ni idea. Ni se ve ni se imagina, ignora cómo habría salido y cómo se habría llevado con ese padre vivo, si lo habría detestado o lo habría querido o le habría sido indiferente, y sobre todo no se sabe imaginar sin ese pesar y ese rencor de fondo que lo han acompañado siempre. La fuerza de los hechos es tan espantosa que todo el mundo acaba por estar más o menos conforme con su historia, con lo que le pasó y lo que hizo y lo que dejó de hacer, aunque crea que no o no se lo reconozca. La verdad es que casi todos maldicen su suerte de algún momento y casi nadie se lo reconoce.

Other books

Losing It by Emma Rathbone
Cruzada by Anselm Audley
The Icing on the Cake by Elodia Strain
Tunnel Vision by Susan Adrian
Deadly Abandon by Kallie Lane
To meet You Again by Hayley Nelson
Gene. Sys. by Garcia, Aaron Denius
Lonesome Animals by Bruce Holbert