Los enamoramientos (7 page)

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Authors: Javier Marías

BOOK: Los enamoramientos
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Luisa se llenó la copa de nuevo, eran muy pequeñas, y se llevó las manos a las mejillas, un gesto mitad pensativo y mitad sobrecogido. Tenía unas manos fuertes y largas, sin más adorno que su alianza. Con los codos apoyados en los muslos, pareció estrecharse o disminuirse. Habló un poco para sus adentros, como si cavilara en voz alta.

—Sí, esa es la idea que se suele tener. Que lo que ha cesado es menos grave que lo que está aconteciendo, y que la cesación debe aliviarnos. Que lo que ha pasado debe dolernos menos que lo que está pasando, o que las cosas son más llevaderas cuando han terminado, por horribles que hayan sido. Pero eso equivale a creer que es menos grave alguien muerto que alguien que se está muriendo, lo cual no tiene mucho sentido, ¿no te parece? Lo irremediable y lo más doloroso es que se haya muerto; y que el trance haya acabado no significa que no pasara por él la persona. Cómo no va a tener uno presente ese trance, si fue lo último que compartió con nosotros, con los que continuamos vivos. Lo que siguió a ese momento suyo está fuera de nuestro alcance, pero cuando tuvo lugar, en cambio, todavía estábamos todos aquí, en la misma dimensión, él y nosotros, respirando el mismo aire. Coincidimos aún en el tiempo, o en el mundo. No sé, no sé explicarme. —Hizo una pausa y encendió un cigarrillo, era el primero; los tenía a mano desde el principio pero no había alumbrado ninguno hasta entonces, como si se hubiera desacostumbrado a fumar, quizá lo había dejado una temporada y ahora había vuelto, o sólo a medias: los compraba pero procuraba evitarlos—. Además nada pasa del todo, ahí están los sueños, los muertos aparecen vivos en ellos y los vivos se nos mueren a veces. Yo sueño muchas noches con ese momento, y entonces sí estoy presente, sí estoy allí, sí sé, estoy en el coche con él y nos bajamos los dos, y yo le aviso porque sé lo que va a ocurrirle y aun así no puede escaparse. Bueno, ya sabes cómo van esas cosas, los sueños son al mismo tiempo confusos y precisos. Me los sacudo nada más despertarme, y en pocos minutos se me desvanecen, se me olvidan los detalles; pero en seguida caigo en la cuenta de que el hecho permanece, de que es verdad, de que ha pasado, de que Miguel está muerto y de que lo mataron de manera parecida a la que he soñado, aunque la escena del sueño se me haya diluido al instante. —Se quedó parada, apagó el cigarrillo mediado, como si se hubiera extrañado de verse con uno en la mano—. ¿Sabes cuál es una de las cosas peores? No poder enfadarme ni echarle la culpa a nadie. No poder odiar a nadie pese a haber tenido Miguel una muerte violenta, a haber sido asesinado en plena calle. Si lo hubieran matado con un motivo, porque iban por él, sabiendo quién era, porque alguien lo veía como un obstáculo o quería vengarse, qué sé yo, al menos para robarle. Si hubiera sido una víctima de ETA podría reunirme con otros familiares de víctimas y odiar todos juntos a los terroristas o incluso a todos los vascos, cuanto más se pueda compartir y repartir el odio mejor, ¿verdad que sí?, mejor cuanto más amplio sea. Recuerdo que cuando era muy joven un novio mío me dejó por una chica canaria. No sólo la detesté a ella, sino que decidí detestar a todos los canarios. Un absurdo, una manía. Si en la televisión había un partido en el que jugaban el Tenerife o el Las Palmas, deseaba que perdieran contra quien fuese, aunque a mí me dé bastante igual el fútbol y no lo estuviera viendo, lo estaban viendo mi hermano o mi padre. Si había un concurso de
misses
de esos idiotas, deseaba que no ganaran las representantes canarias, y me llevaba rabietas porque solían ganar, con frecuencia son muy guapas. —Y se rió de sí misma con ganas, sin poder evitarlo. Lo que le hacía gracia se la hacía de veras, incluso en medio de su pesadumbre—. Hasta me prometí no volver a leer a Galdós: por madrileño que se hiciera, era canario de origen, y me lo prohibí terminantemente una larga temporada. —Y se rió de nuevo, ahora su risa fue ya tan abierta que resultó contagiosa, y también yo reí la inquisitorial ocurrencia—. Son reacciones irracionales, pueriles, pero ayudan momentáneamente, traen algo de variación al ánimo. Ahora ya no soy joven, y ni siquiera dispongo de ese recurso para pasar algún tramo del día furiosa, en vez de triste todo el rato.

—¿Y el gorrilla? —dije—. ¿No puedes odiarlo? ¿U odiar a todos los vagabundos?

—No —contestó sin pensárselo, es decir, como si ya lo hubiera considerado—. No he querido saber más de ese hombre, creo que se ha negado a declarar, que desde el primer instante se encerró en el mutismo y que ahí sigue, pero está claro que se confundió y que anda mal de la cabeza. Al parecer tiene dos hijas metidas en la prostitución, dos hijas jóvenes, y le dio por pensar que Miguel y Pablo, el chófer, tenían que ver en ello. Un disparate. Mató a Miguel como podía haber matado a Pablo o a cualquier vecino de la zona al que hubiera enfilado. Supongo que también él necesitaba enemigos, alguien a quien echar la culpa de su desgracia. Lo que hace todo el mundo, por otra parte, las clases bajas como las medias y las altas y los desclasados: nadie acepta ya que las cosas pasan a veces sin que haya un culpable, o que existe la mala suerte, o que las personas se tuercen y se echan a perder y se buscan ellas solas la desdicha o la ruina. —‘Tú mismo te has forjado tu ventura’, pensé recordando, citando a Cervantes, cuyas palabras, en efecto, no se tienen ya en cuenta—. No, no puedo enfurecerme con quien lo mató por nada, con quien lo señaló por azar, como si dijéramos, eso es lo malo; con un loco, con un trastornado que en realidad no lo malquería a él por ser él y que ni siquiera sabía su nombre, sino que lo vio como la encarnación de su infortunio o el causante de su situación amarga. Bueno, qué sé yo lo que vio, no me importa, ni estoy en su cabeza ni quiero estarlo. A veces intentan hablarme de ello mi hermano o el abogado o Javier, uno de los mejores amigos de Miguel, pero yo los paro y les digo que no deseo explicaciones más o menos hipotéticas ni investigaciones a tientas, que lo que ha ocurrido es tan grave que el porqué me da lo mismo, sobre todo si es un porqué incomprensible, que no existe ni puede existir fuera de esa mente alucinada o enferma en la que no tengo por qué adentrarme. —Luisa hablaba bastante bien, con no escaso vocabulario y con verbos que en el habla general son infrecuentes, como ‘malquerer’ o ‘adentrarse’; al fin y al cabo era profesora universitaria, de Filología Inglesa, me había dicho, enseñaba la lengua; por fuerza tenía que leer y traducir mucho—. Exagerando un poco, ese hombre tiene para mí el mismo valor que una cornisa que se desprende y te cae en la cabeza justo cuando pasas debajo, podías no haber pasado en ese instante: un minuto antes y ni te habrías enterado. O que una bala perdida proveniente de una cacería, disparada por un inexperto o un imbécil, podías no haber ido ese día al campo. O que un terremoto que te pilla en un viaje, podías no haber ido a ese sitio. No, odiarlo no sirve, no consuela ni da fuerzas, no me reconforta esperar que lo condenen ni desear que se pudra en la cárcel. Tampoco es que le tenga lástima, claro, no puedo tenérsela. Lo que sea de él me es indiferente, a Miguel no me lo va a devolver nada ni nadie. Supongo que irá a una institución psiquiátrica, si es que aún existen, no sé qué se hace con los desequilibrados que cometen delitos de sangre. Supongo que lo quitarán de la circulación por ser un peligro y para evitar que repita lo que ha hecho. Pero no busco su castigo, sería como caer en la estupidez de los ejércitos de antes, que arrestaban e incluso ejecutaban a un caballo que hubiera tirado a un oficial al suelo ocasionándole la muerte, cuando el mundo era más ingenuo. Tampoco puedo tomarla con todos los mendigos y los sin techo. Me dan miedo ahora, eso sí. Cuando veo a uno procuro alejarme o cruzar de acera, es un acto reflejo justificado, que me durará para siempre. Pero eso es algo distinto. Lo que no puedo es dedicarme a odiarlos activamente, como sí podría odiar a unos empresarios rivales que le hubieran mandado a un sicario, no sé si sabes que eso es cada vez más común, también en España, individuos que hacen venir a un asesino de fuera, un colombiano, un serbio, un mexicano, para que quite de en medio a quien les hace demasiada competencia y les impide expandirse, o un mero negocio. Traen a un tipo, hace su trabajo, le pagan y se larga, todo en un día o dos, nunca los encuentran, son discretos y profesionales, son asépticos y no dejan rastro, cuando se levanta el cadáver ellos ya están en el aeropuerto o volando de regreso. Casi nunca hay manera de probar nada, menos aún quién lo ha contratado, quién lo ha inducido o le ha dado la orden. Si hubiera pasado algo así, ni siquiera podría odiar mucho a ese sicario abstracto, le habría tocado a él la china como podría haberle tocado a otro, al que estuviera libre; no habría conocido a Miguel ni habría tenido nada en su contra, personalmente. Pero sí a los inductores, tendría la posibilidad de sospechar de unos y otros, de cualquier competidor o resentido o damnificado, todo empresario hace víctimas sin querer o queriendo; y hasta de los colegas amigos, como leí el otro día una vez más, en el Covarrubias. —Luisa vio mi cara de conocimiento sólo vago—. ¿No lo conoces? El
Tesoro de la lengua castellana o española
, fue el primer diccionario, de 1611, lo escribió Sebastián de Covarrubias. —Se levantó y trajo un voluminoso libro verde que tenía a mano y buscó entre sus páginas—. Tuve que consultar la palabra ‘envidia’ para cotejar con la definición inglesa, y mira cómo termina la suya. —Y me leyó en voz alta—. ‘Lo peor es que este veneno suele engendrarse en los pechos de los que nos son más amigos, y nosotros los tenemos por tales fiándonos dellos; y son más perjudiciales que los enemigos declarados.’ Y ese saber venía ya de más antiguo, porque mira lo que añade: ‘Esta materia es lugar común, y tratada de muchos; no es mi intento traspalar lo que otros han juntado. Quédese aquí’. —Y cerró el libro y volvió a sentarse, con él en el regazo, asomaban papelitos de no pocas de sus páginas—. Mi mente estaría ocupada en otra cosa, y no sólo en el lamento y en la añoranza. Lo añoro sin parar, ¿sabes? Lo añoro al despertarme y al acostarme y al soñar y todo el día en medio, es como si lo llevara conmigo incesantemente, como si lo tuviera incorporado, en mi cuerpo. —Se miró los brazos, como si la cabeza de su marido reposara en ellos—. Hay gente que me dice: ‘Quédate con los buenos recuerdos y no con el último, piensa en lo mucho que os habéis querido, piensa en tantos momentos fantásticos que otros ni siquiera han conocido’. Es gente bienintencionada, que no alcanza a entender que todos los recuerdos están teñidos ahora por este final triste y sangriento. Cada vez que me acuerdo de algo bueno, al instante se me aparece la imagen última, la de su muerte gratuita y cruel, tan fácilmente evitable, tan tonta. Sí, es lo que llevo peor: tan sin culpable y tan tonta. Y el recuerdo se enturbia y se hace malo. En realidad ya no me queda ninguno bueno. Todos me resultan ilusos. Todos se han contaminado.

Se quedó callada y miró hacia el cuarto contiguo en el que estaban los niños. Se oía la televisión de fondo, luego todo debía de estar en orden. Eran niños bien educados, por lo que había visto, mucho más de lo que es la norma hoy en día. Curiosamente no me sorprendía ni me causaba violencia que Luisa me hablara con tanta confianza, como si yo fuera una amiga. Tal vez no podía hablar de otra cosa, y en los meses transcurridos desde la muerte de Deverne había agotado con su estupefacción y sus cuitas a todos sus allegados, o le daba vergüenza insistir sobre el mismo tema con ellos y se aprovechaba para desahogarse de la novedad que yo suponía. Tal vez le daba lo mismo quién yo fuera, le bastaba con tenerme como interlocutor no gastado, con quien podía empezar desde el principio. Es otro de los inconvenientes de padecer una desgracia: al que la sufre los efectos le duran mucho más de lo que dura la paciencia de quienes se muestran dispuestos a escucharlo y acompañarlo, la incondicionalidad nunca es muy larga si se tiñe de monotonía. Y así, tarde o temprano, la persona triste se queda sola cuando aún no ha terminado su duelo o ya no se le consiente hablar más de lo que todavía es su único mundo, porque ese mundo de congoja resulta insoportable y ahuyenta. Se da cuenta de que para los demás cualquier desdicha tiene fecha de caducidad social, de que nadie está hecho para la contemplación de la pena, de que ese espectáculo es tolerable tan sólo durante una breve temporada, mientras en él hay aún conmoción y desgarro y cierta posibilidad de protagonismo para los que miran y asisten, que se sienten imprescindibles, salvadores, útiles. Pero al comprobar que nada cambia y que la persona afectada no avanza ni emerge, se sienten rebajados y superfluos, lo toman casi como una ofensa y se apartan: ‘¿Acaso no le basto? ¿Cómo es que no sale del pozo, teniéndome a mí a su lado? ¿Por qué se empeña en su dolor, si ya ha pasado algún tiempo y yo le he dado distracción y consuelo? Si no puede levantar la cabeza, que se hunda o que desaparezca’. Y entonces el abatido hace esto último, se retrae, se ausenta, se esconde. Tal vez Luisa se aferró a mí aquella tarde porque conmigo podía ser la que aún era y no ocultarse: una viuda inconsolable, según la frase consagrada. Obsesionada, aburrida, doliente.

Miré yo hacia el cuarto de los niños, señalé en su dirección con la cabeza.

—Deben de serte una ayuda, dentro de las circunstancias —dije—. Tenerte que ocupar de ellos te obligará a levantarte cada mañana con algo de ánimo, a ser fuerte y a aguantar el tipo, supongo. Saber que dependen de ti enteramente, más que antes. Serán una carga pero también un salvavidas forzoso, serán la razón para empezar cada día. ¿No? ¿O no? —añadí al ver que su rostro se nublaba más todavía y que su ojo grande se contraía, igualándose con el chico.

—No, es todo lo contrario —contestó respirando hondo, como si tuviera que hacer acopio de serenidad para decir lo que a continuación dijo—. Daría cualquier cosa por que no estuvieran ahora, por no tenerlos. Entiéndeme bien: no es que me arrepienta de pronto, su existencia me resulta vital y son lo que más quiero, más que a Miguel probablemente, o al menos me doy cuenta de que su pérdida habría sido aún peor, la de cualquiera de los dos, ya me habría muerto. Pero ahora no puedo con ellos, me pesan demasiado. Ojalá me fuera posible ponerlos entre paréntesis, o hibernarlos, no sé, ponerlos a dormir y que no se despertaran hasta nuevo aviso. Quisiera que me dejaran en paz, que no me preguntaran ni me pidieran nada, que no tiraran de mí, que no se me colgaran como lo hacen, pobres. Necesitaría estar a solas, no tener responsabilidades, ni que hacer un sobreesfuerzo para el que no me siento capacitada, no pensar en si han comido o se han abrigado o en si se han acatarrado y tienen fiebre. Quisiera poder quedarme en la cama todo el día, o estar a mi aire sin ocuparme de nada o tan sólo de mí misma, y así recomponerme poco a poco, sin interferencias ni obligaciones. Si es que alguna vez me recompongo, espero que sí, aunque no veo cómo. Pero estoy tan debilitada que lo último que me hace falta son dos personas aún más débiles que yo a mi lado, que no pueden valerse por sí solas y que todavía entienden menos que yo lo que ha ocurrido. Y que encima me dan pena, una pena inamovible y constante, que va más allá de las circunstancias. Las circunstancias la acentúan, pero estaba ya ahí desde siempre.

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