Authors: Isaac Asimov
Con todo, esto no pasó de ser una cuestión de personalidades, pero otras disputas de naturaleza doctrinal, más peligrosas, iban a involucrar a ambas ciudades.
En el 428, en tiempos del emperador Teodosio II, Nestorio, sacerdote de origen sirio, se convirtió en obispo de Constantinopla. Bajo este emperador los arrianos y los herejes del pasado fueron condenados nada menos que a la pena de muerte —pero ¿qué sucedía con las nuevas herejías?—.
El propio Nestorio provocó una nueva disputa sobre la naturaleza de Jesucristo. Ahora que el arrianismo había sido derrotado en toda la línea, se daba por sentado que Jesús tenía aspecto divino, pero restaba aún un aspecto humano, y el problema surgió acerca de cómo podían relacionarse estos dos aspectos.
Nestorio parece haber predicado la doctrina de que ambos aspectos eran completamente distintos y de que María sólo era la madre del aspecto humano, y no del aspecto divino. Se la podía llamar Madre de Cristo, pero no Madre de Dios. Según este punto de vista, que se llamó nestorianismo, Jesucristo parece casi un ser humano en el que hubiera arraigado un aspecto de Dios, utilizando al ser humano como instrumento.
Esto significaba, cuando menos, un parcial retroceso hacia el arrianismo, y de nuevo fue Alejandría la que acaudilló la lucha contra esta opinión. Cirilo de Alejandría era un enemigo inflexible. Teodosio II convocó un concilio ecuménico en el 431, que se celebró en Efeso, ciudad de la costa del Asia Menor. Fue un concilio turbulento, controlado en distintos momentos por diferentes grupos de obispos. Pero, en líneas generales, fue Cirilo quien dominó sus sesiones, y las opiniones de Nestorio fueron condenadas y puestas fuera de la ley. El propio Nestorio fue depuesto de su cargo y desterrado al Alto Egipto.
Por tercera vez, en tres concilios ecuménicos sucesivos, Alejandría resultaba vencedora.
Pero el nestorianismo continuó existiendo en Asia Menor y en Siria y, finalmente, cuando la oposición oficial se hizo demasiado fuerte como para poder resistirla, sus seguidores se exiliaron a Oriente, a Persia. Y, con el tiempo, contribuirían a la difusión de la cultura griega hasta confines tan remotos como China.
Pero por aquel entonces un sacerdote de Constantinopla llamado Eutiques, pasó a sostener la opinión opuesta. Afirmaba que Jesucristo tenía una sola naturaleza, absolutamente divina, que absorbía totalmente a la humana. Esto se considera el acto fundacional del «monofisismo» (palabra griega que significa «una naturaleza»), que obtuvo una considerable audiencia en Egipto, pero que fue rechazado en Constantinopla.
Cirilo de Alejandría murió en el 444, y su sucesor tuvo creencias acendradamente monofisitas. La disputa se fue haciendo tan seria y peligrosa como lo había sido la cuestión arriana un siglo antes, y Teodosio III no supo cómo enfrentarse al problema.
Sin embargo, Teodosio III murió en el 450, y su sucesor Marciano, era un acérrimo defensor de la doctrina de las dos naturalezas. Convocó, pues, un nuevo concilio ecuménico, el cuarto, en el 451, en Calcedonia, suburbio de Constantinopla en el lado asiático del estrecho.
Aquí, por fin, perdió Alejandría. La doctrina de la doble naturaleza, defendida por Constantinopla y Roma, se convirtió en parte del dogma católico, y la doctrina monofisita de la única naturaleza fue declarada herética. Eutiques fue desterrado.
Aun así, Alejandría no aceptó su derrota de buena gana. Tercamente siguió apegada al monofisismo, tanto más porque Constantinopla se oponía a él.
La desunión religiosa del imperio (que persistió pese a la celebración de sucesivos concilios ecuménicos) se hizo aún más peligrosa a causa de los desastres militares que sacudieron al imperio tras la muerte de Teodosio I.
Tras su muerte, le sucedieron sus dos jóvenes hijos, uno en Oriente, otro en Occidente, y a partir de este momento, el imperio ya no volvería a estar completamente unido. En la práctica hubo dos mitades, que por lo general se denominan Imperio Romano de Oriente e Imperio Romano de Occidente. Teodosio II y Marciano, que presidieron el tercero y el cuarto concilios ecuménicos, respectivamente, fueron emperadores romanos de Oriente. Naturalmente, Egipto formó parte del Imperio Romano de Oriente.
Fue el Imperio Romano de Occidente el que sufrió la primera embestida del desastre. En el siglo siguiente a la muerte de Teodosio I, los hunos y diversas tribus germánicas avanzaron y retrocedieron por las provincias europeas del imperio. Una tribu germana, los vándalos, cruzó incluso el estrecho de Gibraltar, penetró en África, y estableció un reino cuyo centro estuvo alrededor de Cartago. Algunas de las provincias del Imperio Romano de oriente fueron invadidas también, temporalmente. Sin embargo, Egipto siguió intacto, siendo la única provincia que permaneció enteramente en paz durante este siglo lleno de catástrofes.
En el 476, el Imperio Romano de Occidente llegó a su fin, en el sentido de que el último emperador reconocido como tal fue depuesto.
Sin embargo, el Imperio Romano de Oriente siguió intacto, e incluso pareció que iba a recuperar todo lo perdido. En el 527 subió al trono un emperador fuerte y capacitado, Justiniano, que envió a sus ejércitos hacia Occidente, para recuperar las provincias ocupadas por los bárbaros.
Los ejércitos romanos lograron destruir el reino vándalo del norte de África, añadiendo estos territorios al Imperio Romano de Oriente. También Italia fue reconquistada, y parte de España. Por un momento pareció que, como en la época de Aureliano, dos siglos y medio antes, podría hacerse retroceder a la marea bárbara.
Aun así, las conquistas en la mitad occidental del imperio agudizaron los problemas de Justiniano relacionados con la religión. Justiniano era un ferviente católico y bajo su reinado desaparecieron los últimos vestigios del paganismo. En el 529 cerró la Academia de Atenas, después de casi nueva siglos de existencia, y los afligidos filósofos se exiliaron a Persia. Fue también en este siglo cuando se cerró definitivamente el templo de Isis en Filé, muriendo la antigua religión egipcia, casi cuatro mil años después de la época de Menes. Asimismo, Justiniano combatió encarnizadamente a los judíos y a las herejías del pasado.
Pero ¿qué ocurrió con los monofisitas? El monofisismo se había hecho cada vez más fuerte en Egipto y en Siria, y Justiniano se sentía atormentado. Su esposa manifestaba fervientes simpatías hacia el monofisismo, que él no compartía. Además, sus nuevas conquistas en Occidente eran inamoviblemente antimonofisitas y reclamaban medidas firmes contra le herejía.
Justiniano no deseaba hacer nada que le enajenase la lealtad de las provincias occidentales, reconquistadas tan recientemente, y con tantas dificultades, pero tampoco quería que se debilitase su dominio sobre las importantes y ricas provincias de Egipto y Siria.
En el 553 convocó el quinto concilio ecuménico, celebrado en Constantinopla, en el que trató de apaciguar de alguna manera a los monofisitas y conseguir alguna forma de unión. Se utilizó el poder imperial para persuadir a los obispos de Alejandría y de Roma de que aceptaran las decisiones del concilio, pero esto no consiguió mejorar las cosas. El núcleo principal de cristianos de Occidente y el núcleo principal de cristianos de Egipto y de Siria se oponían a cualquier compromiso.
En verdad, los esfuerzos de Justiniano sirvieron para promover al monofisismo al rango de movimiento nacional en Egipto y en Siria. Por ejemplo, en Egipto, donde los griegos de Alejandría y de otros lugares se aproximaron a la postura de Constantinopla por presiones imperiales, los egipcios se adhirieron más fuertemente al monofisismo. Comenzaron incluso a utilizar su propio idioma (con caracteres tomados del griego) en sus plegarias, rechazando el griego de Constantinopla y de Alejandría.
La lengua nativa ha venido en llamarse copto (distorsión de «egíptico»), por lo que a veces la Iglesia monofisita egipcia se denomina Iglesia copta.
En cierto sentido, la Iglesia copta fue como una muestra del renacimiento egipcio. A través de los largos siglos de dominación extranjera, Egipto había subsistido poderosamente conservando su identidad y su propia cultura y religión. Había seguido siendo egipcio pese a haber sido anegado por las influencias asiria, persa, griega y romana.
Sólo con la llegada del cristianismo había capitulado Egipto y adoptado una nueva forma de vida; una forma de vida impuesta desde fuera. E incluso en este caso, luchó por imprimir su propio sello en el cristianismo, lo hizo de varias formas, y finalmente encontró una variedad que hizo suya. La Iglesia copta se convirtió en algo así como un contraataque nacionalista egipcio contra la cristiandad católica del oriente griego y del occidente latino.
La expansión del Imperio bajo Justiniano fue de breve vida. Inmediatamente después de su muerte, en el 565, nuevas invasiones bárbaras penetraron violentamente en Italia, y hacia el 570 la mayor parte de la península se había perdido de nuevo.
Por si esto fuera poco, había otras causas de aflicción, además de los bárbaros de occidente; el Imperio Romano de Oriente tenía enemigos también en el este. Todos los años en que los emperadores (y no sólo Justiniano, sino los que le habían precedido y sucedido) habían tenido la vista fija en occidente, en un intento de restaurar el dominio romano en ese área, habíanse visto obligados a combatir constantemente contra Persia, en su retaguardia.
E incluso mientras Justiniano conquistaba territorios en el oeste, tuvo que combatir dos guerras contra Persia y, al final, se vio obligado a «comprar» la paz. El problema llegó a su culminación durante el reinado del persa Josrau II, conocido por los griegos con el nombre de Cosroes.
Cosroes II aprovechó la ocasión cuando el Imperio Romano de Oriente estaba siendo arrasado y debilitado por las incursiones de un pueblo nómada, los avaros. Establecido en el Danubio, este pueblo había realizado numerosas incursiones en las provincias balcánicas desde la muerte de Justiniano.
Por ello, el rey persa pudo llevar a cabo una penetración sin precedentes, marchando directamente a través de Asia Menor. En el 608 Cosroes II había alcanzado Calcedonia, al otro lado de los estrechos frente a la propia Constantinopla.
Sus ejércitos se dirigieron también hacia Siria, donde los monofisitas vieron en el rey persa no a un invasor, sino a un libertador que podía rescatarlos de la ortodoxia de Constantinopla. En tal situación, la conquista se presentaba fácil. Cosroes II tomó Antioquía en el 611 y Damasco en el 613.
En el 614 el Imperio sufrió un golpe descorazonador, cuando el ejército persa llegó hasta la propia Jerusalén y se llevó la «Vera Cruz» (es decir, la cruz en que, según la leyenda, Jesús había sido crucificado).
Asimismo, en el 619 los persas penetraron en Egipto y, a causa de la controversia monofisita, lo conquistaron fácilmente, lo mismo que Alejandro Magno mil años antes. En aquella ocasión Alejandro había sido considerado como libertador del yugo persa, y ahora, por una ironía de la Historia, el rey persa era considerado como libertador de la dominación griega.
De hecho, con esa victoria, parecía que Cosroes II había desbaratado finalmente la obra de Alejandro. Un milenio después del gran desastre persa, las luchas de generaciones enteras de dirigentes persas con los reyes seleúcidas primero, y luego con los emperadores romanos, habían llegado a su culminación. Por fin habían recuperado lo que habían perdido: la meseta irania, Mesopotamia, Siria, Asia Menor e incluso Egipto.
Un nuevo emperador, Heraclio, apareció en escena para hacer frente a la crisis, pero daba la sensación de que gobernaba sobre un imperio tan reducido que estaba a punto de desaparecer. No sólo los persas se habían apoderado de todo el oriente, sino que en el 6l6 las tribus germanas de España se habían hecho con todas las posesiones del imperio en ese territorio. Al mismo tiempo, los avaros presionaban sobre las fronteras del Danubio, haciendo su aparición en las comarcas próximas a Constantinopla, en el 619, mientras las huestes persas observaban amenazadoramente la ciudad desde el otro lado del estrecho.
Heraclio tardó diez años en reorganizar y reforzar a su ejército. Compró la paz a los avaros, y en plena explosión de entusiasmo religioso, lanzó a su ejército contra el Asia Menor. En el 622 y en el 623 limpió de persas la península, y tras esto, inició una larga y ardua penetración hacia el corazón de Persia. Nada lo apartó de esta decisión, ni siquiera la noticia de que los avaros habían roto la tregua y, en el 626, estaban tratando de asaltar Constantinopla. Heraclio decidió abandonar a la ciudad a su suerte, en vez de aminorar la presión sobre su principal enemigo.
Constantinopla pudo sobrevivir gracias a que sus murallas aguantaron el asalto avaro. Luego, hacia finales del 627, junto al lugar donde se hallaba la antigua Nínive, Heraclio derrotó al grueso del ejército persa tras una dura lucha. Los persas tuvieron bastante con esto; Cosroes fue depuesto y muerto, y su sucesor se vio obligado a firmar la paz rápidamente. Todas las tierras conquistadas por los persas fueron recuperadas, incluso Egipto. La Vera Cruz fue devuelta también, y Heraclio en persona la llevó a Jerusalén. Las oleadas avaras de los Balcanes comenzaron a refluir, y durante algunos años pareció que todo había vuelto a su cauce, como había sucedido en tiempos de Justiniano (salvo por lo que se refiere a la pérdida de Italia y España).
Pero Heraclio se había dado cuenta de que existía una grieta fatal en el imperio, y ésta era la persistente diversidad de creencias religiosas. Siria y Egipto habían caído tan fácilmente por sus contrastes religiosos con la capital del imperio, y Heraclio sabía que esto se repetiría una y otra vez, siempre que un ejército extranjero se aproximase a esos territorios, a menos que no se alcanzase algún tipo de reconciliación.
Intentó, así, llegar a un compromiso. Constantinopla sostenía que Jesucristo tenía dos naturalezas, divina y humana, en tanto que Egipto y Siria defendían que tenía sólo una. ¿Por qué, entonces, no podían aceptar todos que aun cuando Jesucristo tuviera dos naturalezas, tenía una sola voluntad -en otras palabras, ambas naturalezas no podían entrar en conflicto-. La idea de que había dos naturalezas que actuaban siempre como una sola se denominó monotelismo («una única voluntad»), y pareció que todos, con seguridad, tenían que estar de acuerdo con este feliz compromiso.