La escalera resonaba bajo los pies de docenas de No Muertos que subían en tropel, seguros de su inminente presa. De repente, en uno de los descansillos, Jaime casi tropezó de bruces con uno de los humanos. Era aquel ataviado con el extraño traje de submarinismo, que, plantado en el arranque del siguiente tramo, le apuntaba directamente con un extraño artilugio que, de ser todavía el Jaime anterior, hubiese reconocido como un arpón.
Súbitamente, el arpón se disparó con un siseo. Jaime sintió cómo el pedazo de metal le atravesaba el hueso frontal y se iba a clavar en lo más profundo de su cerebro. Cuando la punta del arpón tocó el cerebelo, aunque Jaime no sabía eso, ni su rival tampoco, sintió dolor por primera vez en meses. Pronto el dolor se extendió por todo su cuerpo en oleadas, alimentando su furia. Jaime extendió sus brazos hacia aquel individuo, pero incomprensiblemente, fue incapaz de dar un paso. De golpe, vio cómo el suelo ascendía rápidamente hasta su cara y no fue consciente de haber caído hasta que su cabeza se estrelló contra el piso de cemento del descansillo.
Aún fue consciente de cómo aquel tipo, tras dispararle, miraba asustado hacia la multitud que le seguía, y huía hacia la planta superior. Todavía pudo ver pasar los pies del resto de los No Muertos, que, ajenos a su presencia, seguían su camino tras aquella presa.
Pronto el resto del mundo se fue extinguiendo, ahogado por toneladas de oscuridad, que lentamente iban inundando hasta el último rincón de la esencia de Jaime. Al cabo de un momento, aquella sensación de furia inextinguible que le había acompañado a lo largo de los últimos meses, fue desapareciendo, como el agua que retrocede en la playa.
En el último milisegundo de su existencia, por un momento, Jaime volvió a ser consciente de sí mismo por completo. Y antes de extinguirse definitivamente, y pasar al otro lado, por fin pudo sentir una sensación lenitiva.
Paz.
El interior de la torre estaba fresco y oscuro, comparado con la temperatura asfixiante de la pista. Cuando llegué a las puertas dobles, donde aguardaban sor Cecilia y Lucía, me paré un momento para recuperar algo de aire. Sentía como si mis pulmones fueran a estallar. Tantos meses de vida sedentaria dentro del refugio del Meixoeiro habían pasado factura a mi forma física, y los cuatrocientos o quinientos metros que había hecho a la carrera, embutido en el neopreno, me habían dejado sin aliento. Lúculo, por su parte, no dejaba de pegar saltos a mi alrededor, encantado de haber salido definitivamente de la cesta (supuse que echaba de menos la época en la que viajaba en su asiento del coche, en vez de hacerlo permanentemente encerrado en una celda de madera y paja).
Levanté la vista y observé que Prit avanzaba lentamente por la pista, de espaldas, sin perder de vista ni por un momento al grupo de No Muertos que cada vez estaban más cerca de él. Cada pocos segundos el ucraniano se detenía, apuntaba con sumo cuidado y realizaba un par de disparos, con una efectividad asombrosa. El camino de los No Muertos sobre la pista estaba perlado de cadáveres desmadejados, sobre charcos de sangre que se secaban lentamente al sol, pero el grueso del grupo estaba cada vez más cerca del piloto, que perdía unos preciosos metros de distancia cada vez que se detenía a disparar.
Súbitamente, una expresión preocupada cruzó el rostro de Viktor. Comprendí que se había quedado sin munición cuando, con un gesto de rabia, arrojó su HK contra el grupo de No Muertos y comenzó a correr hacia nosotros a toda la velocidad que le permitían sus arqueadas piernas.
Me giré hacia las chicas, que se afanaban en colocar en su marco una de las dos puertas metálicas de la torre, que habían sido arrancadas de cuajo por una explosión interior.
-¡Vamos! -les dije excitado-, ¡tenemos que colocar esto cuanto antes o estamos jodidos!
-¡Pues deja de hablar, señor letrado, y échanos una mano de una puta vez, joder! -me replicó Lucía cáustica, como siempre que se ponía nerviosa.
Algo azorado, levanté una de las hojas metálicas del suelo, apartando los cascotes y restos de material diverso que la cubrían. Aquella puerta estaba parcialmente alabeada por su parte interna, como si algo hubiese impactado con violencia contra la misma. Mientras me afanaba en encajarla en su sitio, haciendo que coincidiese con su pareja, Lucía y sor Cecilia se desgañitaban tratando de llamar la atención del ucraniano, que corría sobre la pista como si le persiguiese el diablo en persona.
Sudando a mares mientras apuntalaba aquella hoja, maldije por lo bajo. Sus puñeteros gritos se tenían que oír en la otra punta de la isla, y además parecían excitar de algún modo al grupo de la pista, que pese a caminar de manera tambaleante parecían ir incluso más rápido.
Pritchenko alcanzó finalmente la puerta, pasando como un obús de artillería por el hueco que quedaba libre entre las dos hojas hasta estrellarse finalmente con estrépito contra un montón de escombros a nuestras espaldas.
-¿Te has hecho daño, Prit? -le pregunté a gritos, mientras apuntalaba la puerta con un pedazo de viga de hormigón.
-Sólo en mi orgullo -respondió el ucraniano, lacónico como siempre, mientras se sacudía el polvo de los pantalones y cogía mi HK caído en el suelo.
-¿Crees que esto aguantará? -preguntó, escéptico, mientras observaba con aire crítico la barricada que estaba apuntalando.
-Lo dudo mucho -respondí-. Las puertas están reventadas y fuera de sus goznes. -Coloqué la última vigueta contra la puerta-. No creo que aguante el peso de toda esa multitud, pero al menos nos permitirá ganar tiempo.
El ruido del helicóptero ya era un rugido que apenas nos permitía oírnos entre nosotros. El aparato estaba volando en círculos sobre la torre, mientras su tripulación observaba el panorama. Supongo que su piloto debía de estar bastante intrigado ante aquella muchedumbre agolpada contra la torre y el Sokol abandonado a su suerte en la otra punta de la pista. Pero en aquel momento tenía otras cosas de las que preocuparme.
-¡Rápido! ¡A lo alto de la torre! -gritó el ucraniano, mientras yo colocaba otro virote en el arpón.
Los primeros No Muertos ya habían llegado al otro lado de la puerta y comenzaban a golpearla desordenadamente. Un guirigay de gemidos, que ponía los pelos de punta, salía de sus gargantas. El recuerdo de los claustrofóbicos días pasados en un oscuro cuartucho de una tienda abandonada de Vigo me asaltó con violencia. Noté, impotente, que me empezaban a temblar las manos.
Sor Cecilia y Lucía (con Lúculo en sus brazos) ya subían trabajosamente por las escaleras, siguiendo al ucraniano, que con el fusil en ristre abría camino hacia la parte superior. De vez en cuando se veía obligado a empujar por el hueco de las escaleras algún montón de escombros que obstaculizaba su camino. Todos aquellos restos caían con estrépito en la parte baja, justo donde habíamos estado menos de un minuto antes, levantando enormes nubes de polvo que apenas me dejaban vislumbrar la puerta.
Yo esperaba agazapado en el primer tramo de las escaleras, contemplando cómo las puertas se cimbreaban cada vez que la masa rugiente del exterior le propinaba un empujón especialmente fuerte. Cubierto de polvillo de cemento, tosí descontroladamente, consciente de que ya no podía hacer absolutamente nada allí. Aquello no aguantaría mucho tiempo.
Comencé a subir las escaleras a tientas, hasta llegar al tercer tramo, donde me vi obligado a sentarme por un momento, tratando de respirar un poco de aire limpio. Un enorme estrépito, parecido a una explosión, me sobresaltó de repente. Los gemidos de los No Muertos sonaron con potencia redoblada. Supe que las puertas habían caído.
Ya estaban dentro.
Los pasos vacilantes de los No Muertos resonaban en las escaleras metálicas, que conectaban entre sí las entreplantas de cemento. Tragué saliva, expectante, mientras notaba cómo mis manos sudaban alrededor del mango del arpón que sostenía firmemente apoyado en la barandilla.
De repente, asomando por el recodo de la escalera se recortó la silueta del primer No Muerto. Iluminado por una pequeña ventana de ventilación, pude verlo perfectamente durante un par de segundos.
Era un tipo joven, de unos veintitantos años, con el pelo bastante largo y una barba incipiente en la cara. Su ropa, totalmente destrozada, dejaba ver dos enormes agujeros de bala en el pecho. Un enorme desgarrón en la pierna derecha le hacía cojear, pero no le impedía subir las escaleras rápidamente. Toda su cara y su ropa estaban cubiertas de sangre reseca, y en sus ojos muertos brillaba una profunda expresión de odio. El polvillo de cemento se había posado en todo su cuerpo, dándole un aspecto diabólico.
Un rictus horrible se dibujó en su cara cuando me vio. Dio un par de pasos vacilantes hacia mí. Respiré profundamente y apunté el arpón contra su cabeza. A menos de dos metros, era un tiro imposible de fallar. Con un chasquido acuoso que ya me era familiar, el virote atravesó limpiamente su frente, clavándose con profundidad en el cerebro de aquel ser salido del infierno.
Una expresión confusa se dibujó en su rostro por un segundo, antes de estrellarse con fuerza contra el suelo de cemento del descansillo. Sin pararme a contemplar el espectáculo, di media vuelta y salí corriendo hacia la parte superior de la torre. Ahora el sonido del helicóptero rugía estacionario, justo sobre nuestras cabezas.
Una calavera carbonizada me aguardaba sonriente al desembocar el último tramo de la escalera. Con un escalofrío pasé por encima de aquellos restos, encaminándome hacia la trampilla que daba acceso al techo de la torre.
Trepé por la escalerilla, mientras oía cómo los No Muertos comenzaban a desembocar en la cúpula de la derruida torre de control. Prit pegó un tirón de mi cinturón para sacarme a toda prisa, mientras sor Cecilia se apresuraba a retirar la escalerilla del hueco. Jadeando, contemplé el interior de la torre a través de la trampilla. Debajo de nosotros, docenas de No Muertos se agolpaban rabiosos, tratando de alcanzar el hueco de la trampilla.
Había ido por un pelo.
Me giré aliviado hacia Pritchenko, pero su expresión asombrada me hizo darme la vuelta. Estupefacto, contemplé el helicóptero que se balanceaba sobre nosotros, y del que se descolgaba rápidamente una escala.
Aquello era de locos. No podía ser. Y sin embargo, lo tenía justo delante de los ojos.
El helicóptero, pintado con colores militares, se inclinó en aquel momento dejando ver su puerta lateral en que campeaba, en letras bien grandes, el lema FUERZA AÉREA ARGENTINA.
Un helicóptero militar argentino. En Canarias.
Mi cabeza era un vendaval. Gendarmes marroquíes, helicópteros argentinos... ¿Qué demonios pasaba allí?, me preguntaba sin cesar mientras trepaba por la escala. Confiaba en que las respuestas a todas mis preguntas se encontrasen en el extremo de aquella escalerilla.
Una mano enguantada al final de un brazo vestido de verde oliva me ayudó a entrar en la carlinga del helicóptero. Cuando estuvimos todos a bordo, el aparato se movió, sobrevolando la pista a toda velocidad. Me tumbé en el suelo de la cabina, jadeante, sintiendo las náuseas de malestar que me asaltaban cada vez que escapaba de la muerte por un pelo. Traté de contenerme, mientras me incorporaba. Había un puñado de desconocidos delante, y no diría mucho a mi favor que la primera imagen que tuviesen de mí fuese la de verme vomitando a chorro por la puerta de un helicóptero en marcha.
Me giré sonriente hacia el hombre de la mano enguantada. Era un tipo alto y delgado, de treinta y pocos años, vestido con un traje de vuelo y con la cara parcialmente cubierta por un casco táctico y unas gafas de espejo. Antes de que yo pudiese decir nada, el tipo abrió la boca.
-Póngase contra ese mamparo, por favor. -La voz, con un inconfundible acento argentino, sonaba educada pero firme.
-Hola, mi nombre es... -traté de presentarme, mientras tendía una mano hacia mi salvador, pero el cañón de un fusil apuntado hacia mi estómago me hizo desistir.
-Señor, le he dicho que se vaya contra el mamparo del fondo... ¡Ahora!
Levanté las manos, y sin perder de vista al individuo del fusil me desplacé hasta el mamparo de popa, donde estaba ya apoyada el resto de mi «familia». Lucía parecía abiertamente asustada por la situación, mientras sor Cecilia tenía en su cara la misma expresión que debieron de tener en su día los cristianos ante los leones. Prit, por su parte, después de ser despojado de su cuchillo, echaba fuego por los ojos y daba la sensación de estar a punto de saltar sobre alguien para partirle el cuello. Sabía que el ucraniano era perfectamente capaz de eso y de mucho más, así que le puse una mano en el hombro tratando de tranquilizarlo un poco.
-Tranquilo, viejo amigo -le susurré al oído, mientras notaba todo su cuerpo hirviendo de furia-. No hagas ninguna tontería. Esperemos a ver qué pasa aquí.
Me giré de nuevo hacia la parte delantera. La cabina del helicóptero, bastante más pequeña que la del Sokol, hacía que estuviésemos a apenas un metro de nuestros nuevos compañeros de viaje. Eran dos, un hombre y una mujer, vestidos ambos con uniforme de combate. Junto a ellos, en la parte delantera del aparato, el piloto y el copiloto se afanaban en controlar el helicóptero, que en aquel momento se sacudía violentamente, atrapado por una corriente de aire caliente. El copiloto hablaba con alguien a través de la radio. No pude distinguir lo que decía debido al ruido del rotor, pero me pareció percibir una musicalidad en su voz que no dejaba lugar a dudas sobre su origen porteño.
Argentinos, como el helicóptero en el que estábamos. Sin embargo, los uniformes de vuelo que vestían todos llevaban la escarapela bordada del Ejército del Aire español en su manga derecha. Y podría jurar que cuando la chica se inclinó un momento hacia el primer hombre y le dijo algo al oído, su acento era inequívocamente catalán. Vaya lío.
-Disculpen el recibimiento -gritó la chica por encima del ruido de los rotores-, pero las normas son así. No tenemos nada contra ustedes, pero hasta que pasen la cuarentena, existe un protocolo de precaución que debemos seguir. -Se interrumpió por un segundo y a continuación nos miró con curiosidad-: ¿Sois froilos?
-¿Froilos? -repliqué extrañado-. ¿Qué se supone que es eso?
-Olvídalo -contestó la chica, haciendo un gesto con la mano-. A su debido tiempo lo sabréis todo, si vivís para ello.
Aquello no sonó precisamente halagüeño.