El Marqués de la Ensenada comenzó así un terrorífico viaje de vuelta a casa. Atestado de refugiados, carente de víveres, agua o medicamentos para tantas personas, con una tripulación en cuadro que apenas podía maniobrar el buque, el barco tuvo que atravesar además un violento huracán que casi lo mandó al fondo. Cuando finalmente llegó al puerto de Santa Cruz de Tenerife, más de cien personas habían perdido la vida. De ellas, casi veinte fueron ejecutadas por presentar heridas «sospechosas» y aun así hubo quince casos de infección. Eso motivó que todos los de a bordo se viesen forzados a pasar un mes de cuarentena flotando en la rada del puerto. Aquel mes, sin gota de alcohol, había sido lo peor para Basilio.
Desde el día que había salido de la cuarentena, Basilio había vivido en Tenerife, aún enrolado en la Armada. El mundo había cambiado mucho en un año y pico, pero su tendencia a meterse en problemas seguía siendo la misma. Una borrachera que terminó en pelea multitudinaria, cinco meses atrás, le había llevado a ser destinado a un batallón disciplinario. Ahora, su misión era desempeñar labores de vigilancia en el Galicia, el buque de cuarentena fondeado en la rada, uno de los peores destinos que se podían tener en la isla. Apartado de la ciudad, rodeado de posibles infectados, lejos de todo, era lo más parecido al infierno en tierra del resto del mundo que había en Tenerife. Y en aquel momento, a causa de sus problemas con la bebida, Basilio estaba allí, maldiciendo a cada instante aquel cochino puesto.
La garita de control donde se encontraba Basilio estaba situada al principio del corredor que daba paso a las celdas de aislamiento. El cuarto, amueblado espartanamente, disponía de dos sillas, una mesa de madera traída de tierra y un pequeño armero donde colgaban, negros y relucientes, media docena de HK (debajo del cajón de munición había un par de botellas de ron local, pero eso era algo que sólo sabía Basilio).
Precisamente acababa de dejar una de aquellas botellas en su sitio, con manos temblorosas, después de haberle dado un buen tiento. Tenía que pensar algo rápido. Basilio sabía que estaba bien jodido, y que de aquélla no iba a salir fácilmente. La culpa había sido de la puñetera monja, oh, sí señor, por supuesto, la culpa era de la monja de los cojones, por meterse donde no le llamaban. No, mejor pensado, la culpa era de todo aquel puto grupo llegado de la península, cuando ya nadie creía que pudiese quedar alguien vivo allí.
Aquel grupo había sido un incordio para Basilio desde el principio. Una vez pasados los primeros meses del Apocalipsis, eran pocos los supervivientes que llegaban a Tenerife y tenían que pasar la cuarentena, así que el servicio a bordo del Galicia, aunque poco agradable, era bastante relajado, ya que no había mucho que hacer. De vez en cuando, pequeños grupos de magrebíes o africanos al borde de la muerte llegaban a bordo de embarcaciones de fortuna hasta las Canarias. Basilio despreciaba profundamente a toda aquella gente. Para él, no eran más que un montón de mierda africana que no había tenido el buen gusto de quedarse a reventar en su país. Para aquel contramaestre, resultaba incomprensible que se aceptase a aquella gente en las islas, sobre todo teniendo en cuenta la alarmante escasez de recursos. Basilio los hubiese mandado a todos de vuelta a África con tres gramos de plomo en el cráneo a cada uno, pero aquellos jodidos maricones del gobierno no querían tomar cartas en el asunto como auténticos hombres.
Basilio escupió, despectivo, mientras pensaba en todo aquello. Los africanos eran un problema, pero al mismo tiempo suponían una gran diversión, sobre todo las mujeres. La mayor parte de ellas no hablaban ni español, ni inglés ni nada por el estilo. Generalmente tan sólo hablaban árabe o en el peor de los casos alguno de aquellos incomprensibles dialectos africanos que no entendía ni dios, pero eso era bueno para Basilio y un par de guardias. En más de una ocasión se habían divertido con alguna de aquellas chicas en un cuarto situado en el fondo del sollado al que llamaban, de manera jocosa, «el Paraíso».
Por supuesto, ni el personal médico, ni los mandos, ni nadie de la administración civil estaban al corriente de aquel pequeño secreto de Basilio y sus compinches. De haberlo sabido, habrían tenido un problema serio de verdad. El estado de excepción continuaba vigente en todo el territorio y las agresiones sexuales estaban penadas con la muerte. Sin embargo, ninguna de aquellas pobres chicas africanas podía hacer una denuncia, ya que no hablaban castellano. Además, la mayoría de ellas habían pasado tantas penalidades por el camino hasta llegar allí, que ser violadas una vez más no les suponía una gran diferencia.
Y en todo caso, no les convenía poner pegas nada más llegar al único lugar seguro en dos mil kilómetros a la redonda, así que la inmensa mayoría de ellas se callaba. Las que insistían en dar problemas... pues bueno... Basilio sonrió amargamente, mientras derramaba la mitad del ron que trataba de servirse en un vaso. No era la primera internada que veía cómo su ficha cambiaba de cajón e iba a parar al fichero de «Probablemente infectado». De ahí a pasar a ser pasto de los peces del puerto, un paso.
Pero aquel grupo era diferente. «¡Joder, Basilio, en qué lío te has metido!», pensaba mientras se servía otra copa. En primer lugar, eran europeos, y eso cambiaba enormemente el trato. Además, habían llegado volando desde la península. ¡Desde Europa, nada menos! De alguna manera, aquellos tipos se las habían apañado para sobrevivir durante más de un año en medio del caos más absoluto, rodeados de No Muertos por todas partes. Las autoridades estaban enormemente interesadas en ellos, e incluso la propia Alicia Pons había tomado cartas en el asunto personalmente.
«Cuando se entere de esto soy hombre muerto -pensó Basilio-. La Pons me va a cortar los huevos y me los va a hacer tragar con pimienta.»
Basilio descargó un puñetazo de frustración en la mesa, mientras se devanaba los sesos, tratando de encontrar una salida.
Aquel grupo era extraño. Primero estaba aquel individuo, el abogado del gato. Alto, delgado, de unos treinta años, no había parado de joder desde el primer día, exigiendo hablar con algún responsable. Cuando habían tratado de sacrificar al puto gato, se había puesto de tal manera que los médicos no tuvieron más remedio que renunciar a ello (uno de ellos con un brazo roto en dos sitios). Finalmente la propia Alicia Pons había decidido que el gato podía vivir, decisión inaudita hasta el momento. Basilio no podía entender cómo aquel jodido chupatintas había conseguido sobrevivir durante todo aquel tiempo. Simplemente, no le veía capaz ni de usar un arma.
El ucraniano era otra historia. Sí, ese tío era peligroso. Bajo, rubio claro, cerca de la cuarentena, con unos enormes mostachos amarillentos, a aquel fulano le faltaban varios dedos de la mano derecha. Seguramente los habría perdido en alguna pelea de puerto, o en un accidente de coche, tiempo atrás, suponía Basilio. Aquel tipo era muy callado, tranquilo, pero te miraba de aquella manera que... joder, se te ponían los pelos de punta cada vez que clavaba aquellos ojos pálidos en tu cuello. Daba la sensación de que estaba pensando dónde podía hacerte daño más rápido (Basilio no podía saber lo cerca que estaba aquello de la realidad).
La chica jovencita era un puto bombón. Delgada, de buen tipo, con unas curvas que mareaban y con aquella cara... Cristo bendito, haría hervir hasta la sangre de un monje de clausura, y estaba allí, tan a mano...
Durante las primeras semanas Basilio fue cauto, y aparte de algunas frasecitas soeces al hacer la ronda, no había tenido más relación con Lucía. Sin embargo, aquella mañana, cuando llevaba a la chica y a la monja al reconocimiento médico, se le había escapado la mano hacia los pechos de la muchacha. Estaba muy bebido, y casi no había pensado lo que hacía (con las africanas lo había hecho frecuentemente y ellas, acobardadas, se habían dejado hacer), pero la reacción de esta chica había sido fulminante, y le había cruzado la cara de una bofetada.
El alcohol y la furia eran una mala mezcla, Basilio lo sabía por experiencia, y formaban un cóctel explosivo que aquel hombre no era capaz de dominar. Antes de que se diese cuenta, un velo rojo se le formó delante de los ojos, y las sienes empezaron a palpitarle. A él no le ponía la mano encima ninguna zorra, y menos delante de sus hombres. Cerrando la mano, descargó un puñetazo sobre la sien de la chica que hizo que ésta cayese al suelo como un guiñapo. Echando mano a la porra, la levantó sobre su cabeza y se dispuso a darle una buena lección (aquella puta se iba a enterar de lo que era bueno). De repente, la jodida monja se había metido en medio y con una audacia increíble le había plantado otra bofetada. A él.
Y había perdido el control.
Basilio se dio un cabezazo contra la pared, mientras pensaba lo estúpido que había sido. Cuando por fin había recuperado la cordura, la monja estaba tumbada inconsciente en el suelo, y manando abundante sangre de su cabeza abierta.
No sabía si la había matado. Y para acabar de joder la situación, todo había sucedido en el último día de cuarentena, justo un par de horas antes de ser puestos en libertad. En aquel momento la comandante Pons se dirigía hacia el Galicia, para tramitar los papeles del grupo y llevarlos a tierra, y él tenía a la monja en la enfermería, más muerta que viva, y a la mitad de los guardias de a bordo buscando dónde esconderse hasta que acabase la tormenta que adivinaban. Mierda.
En cuarenta minutos, a no ser que se le ocurriese algo (¡y rápido!), Basilio Irisarri iba a tener problemas de verdad.
La pintura del techo tenía un desconchado, justo sobre mi litera. Había estado observando ese desconchado, día tras día a lo largo del último mes, hasta llegar a memorizar perfectamente su forma. Suspirando, me incorporé, al tiempo que me pasaba la mano por la cara. El tacto de la barba que lucía desde hacía un par de semanas me hizo ser consciente del paso del tiempo. Los primeros días me habían facilitado artículos para afeitarme, pero desde el día que había impedido que se llevasen a Lúculo me habían quitado todo tipo de objeto cortante o punzante, y suponía que en aquel momento debía de parecer un vagabundo, o algo peor, con aquel ridículo pijama de hospital color verde pálido.
Mi enorme y peludo gato pegó un brinco desde el suelo, y aterrizó en mi regazo con esa elegancia innata que sólo poseen los felinos (y como había hecho siempre, desde que no era más que una minúscula bola de pelo lloriqueante, apoyando sus cuartos traseros justo sobre mis testículos al posarse). Con una mueca de fastidio cogí a Lúculo por su redonda tripa y lo apoyé en la litera, justo a mi lado, donde empezó a ronronear, mientras le rascaba detrás de las orejas.
Al principio me había desgañitado, exigiendo hablar con la persona al mando, amenazando, pidiendo, rogando, ordenando y por último suplicando, pero todo había sido en vano. Finalmente, con la voz rota y enronquecida, me dejé caer contra la pared de mi pequeña celda de dos por dos metros. Mi camarote no tenía ventanas, y por todo mobiliario contaba con un par de literas superpuestas, un pequeño banco donde sentarse atornillado a una pared, una pileta de lavabo (sin agua corriente) y un inodoro al que le faltaba la tapa. Las paredes eran gruesas láminas de acero soldadas al suelo y al techo, y este último, con una especie de respiradero situado en el medio, parecía haber sido añadido también con posterioridad. Me daba la sensación de que tenía cuartos similares por encima, a los lados y por debajo.
Posiblemente, habían transformado la enorme bodega de carga del Galicia en una gran colmena de celdas, capaces de acoger a todos los refugiados que llegasen a la isla.
Había recordado un documental que había visto en una ocasión sobre aquel buque. La bodega del Galicia podía ser inundada por completo con agua de mar a través de un enorme portón situado en su popa, ya que donde en aquel instante estaba, normalmente tendrían que alojarse varias lanchas de desembarco. Con un escalofrío había comprendido que lo que había tomado por un respiradero en el techo no era sino una vía de entrada de agua a la celda en caso de necesidad.
Los constructores de aquel centro de cuarentena habían pensado en todas las posibilidades, incluido un motín. En caso de necesidad, simplemente con apretar un botón, podrían ahogar a toda la gente alojada en aquella bodega. Rápido, fácil y, sobre todo, discreto. Aquello había bastado para quitarme las ganas de montar un follón. Eso, y el hecho de que por el silencio, tenía la sensación de que aquel buque debía de estar prácticamente vacío. Posiblemente mi grupo y yo fuésemos los únicos huéspedes del Galicia.
Tres veces al día me pasaban una bandeja de comida por la ranura habilitada en la puerta. El menú, aunque pobre, era variado. Había sobre todo arroz, lentejas, comida liofilizada (a la que, después de un año, había llegado a aborrecer) y para mi sorpresa, vegetales frescos (lechuga, zanahoria, patatas...) aunque en poca cantidad. No soy capaz de describir el placer que sentí el día que en la bandeja vi un tomate fresco.
Hacía casi un año que no tomaba vegetales frescos, y si no hubiera sido por los complementos de vitamina C que habíamos ingerido regularmente desde el Meixoeiro, posiblemente habríamos desarrollado algún tipo de anemia, y probablemente algo peor, como el escorbuto, a causa de la alimentación desequilibrada. Aquel pequeño tomate me supo mejor que cualquier cena de gala que hubiese disfrutado en mi vida.
Mientras lo mordía, con los ojos cerrados, y sentía resbalar su jugo por mi garganta, me imaginé por un momento que nada de todo aquello estaba sucediendo, y que cuando abriese los ojos estaría en el salón de mi casa, preparando una ensalada, antes de tirarme en el sofá con Lúculo para ver un partido en la tele. Lamentablemente, cuando abrí los ojos, lo único que vi fue el jodido desconchón del techo.
Una vez al día entraban en mi celda tres médicos que me tomaban muestras de sangre, temperatura, pulso y presión arterial, al tiempo que verificaban que no me estaba convirtiendo en un No Muerto. Al principio venían escoltados por un par de soldados armados que se quedaban en el pasillo (la diminuta celda no daba más de sí), pero pronto mi actitud sumisa les hizo ganar confianza y al cabo de un par de semanas ya realizaban su chequeo sin escolta, posiblemente por considerarla innecesaria. Hasta aquel día, dos semanas atrás.
Una mañana habían entrado los tres tipos del personal médico en mi celda (a los que se reconocía fácilmente por un brazalete rojo que lucían en el lado derecho de su traje bacteriológico). Antes de empezar el chequeo uno de ellos me dijo que tenían que llevarse a mi gato para «hacerle unas pruebas clínicas». Algo en el tono de la voz de aquel tipo me puso en alerta. Largos años de experiencia profesional como abogado me habían enseñado a detectar los sutiles matices y cambios de voz que emitimos de manera inconsciente cuando mentimos. Y aquel tipo, que no era un buen mentiroso, estaba mostrándome todo el catálogo.