-Ni idea -replicó el conductor, con expresión asustada-. Por lo visto los froilos han asaltado un laboratorio médico, o algo por el estilo, y creen que se puede haber liberado algún germen o algo así. ¿Es que esa gente no ha aprendido nada de lo que nos ha pasado? ¡Sólo a un imbécil se le ocurriría asaltar un laboratorio después de lo del TSJ, por Dios!
El conductor encendió un cigarrillo con manos temblorosas, mientras seguía murmurando por lo bajo. Al hacerlo, apoyó sobre el asiento de la cabina un pasquín que el oficial de la barrera le había entregado. Con una terrible sensación de déjávu, estiré la mano y cogí aquel papel.
Era una fotocopia algo borrosa de la fotografía de un carnet, hecha de manera apresurada. Bajo la fotografía, en caracteres gruesos, ponía SE BUSCA, y debajo aparecía una advertencia en la que se conminaba a quien viese a aquella persona que no se acercase a ella y avisase a las fuerzas militares.
De forma mecánica le pasé el pasquín a Viktor. Un sudor frío me resbalaba por la espalda mientras una sensación de fatalidad me envolvía.
La persona que aparecía en aquel cartel era Lucía.
No sé cómo nos alejamos de aquel check-point. Durante los cinco minutos siguientes, mi mente estuvo demasiado bloqueada para ser consciente de lo que pasaba a mi alrededor.
Lucía, una agente de los froilos. Eso era imposible, joder. Mi chica era totalmente ajena a las tensiones políticas de la isla. Maldita sea, ella ni siquiera sabía muy bien de qué iba aquella historia entre froilos y republicanos como para meterse en medio. Y si hubiese decidido hacerlo, me lo habría contado. ¿O no? Las ideas se agolpaban en mi mente, en un remolino infinito.
-¡Eh! ¡Atiende! -Viktor chasqueó los dedos delante de mis ojos-. Puedo entender que estés abrumado, pero si de verdad quieres ayudar a Lucía y a sor Cecilia, entonces será mejor que te pongas las pilas. Nos necesitan a los dos al cien por cien. ¿Estás conmigo?
-Claro que sí -respondí después de respirar profundamente-. Por supuesto que sí, joder. ¿Qué vamos a hacer?
-Lo primero, encontrar a Lucía, es evidente -dijo el ucraniano-, y después, tratar de aclarar este embrollo, si es que podemos.
-¿Y cómo pretendes encontrarla en medio de este caos? -dije, señalando al puesto de control, donde un camión entero de efectivos antidisturbios acababa de llegar en esos momentos-. Media isla debe de estar buscándola ahora mismo y la otra media debe de estar acojonada pensando que los froilos están a punto de invadirlos.
-¿Por qué no empezamos por nuestra casa? -apuntó Viktor-. Es el sitio más lógico.
No teníamos muchas alternativas, así que accedí a lo que proponía el ucraniano. Al principio el conductor del camión se negó en redondo a llevarnos a nuestro domicilio en el hotel reconvertido. Sin embargo, tras mantener una breve charla con Viktor lejos de miradas indiscretas, se mostró súbitamente mucho más cooperativo. Quizá el pequeño rasguño de navaja que se adivinaba en su cuello tuviese algo que ver con aquel repentino cambio de actitud.
No me sorprendió encontrar un URO del ejército estacionado delante de la puerta de nuestro edificio. Un par de soldados haraganeaban apoyados en el capó del vehículo, mientras otro leía una revista manoseada y sucia en el asiento del conductor.
-Están vigilando -le susurré al ucraniano cuando el camión se detuvo-. No creo que Lucía se acerque por aquí, con estos tipos merodeando.
-Por supuesto que están vigilando. ¿Qué te pensabas? -contestó Prit, mientras se apeaba del camión-. Y seguro que no vamos a encontrar a Lucía sentada en el sofá de casa leyendo a Tolstoi, idiota. Pero al menos espero que podamos sacar algo en limpio ahí arriba para entender qué diablos está pasando.
Cruzamos la entrada sin atraer más que una breve mirada de los soldados que montaban guardia. Al fin y al cabo, ellos buscaban a una chica morena de diecisiete años, y allí tan sólo veían a un tipo espigado con cara de sufrimiento y a otro tipo rubio y bajito con bigotes.
Al pasar por delante de la portería, alguien abrió la puerta de golpe y se asomó al exterior. Tuve el tiempo exacto de agarrar a Pritchenko por la camisa y arrastrarlo conmigo detrás de un polvoriento macetero donde crecía un potus asilvestrado lo suficientemente grande como para ocultarnos. Un rectángulo de luz salía de la puerta abierta, junto con un fuerte olor a col cocida.
Reconocí a la vigilante del bloque, una vieja chismosa que siempre nos había mirado con desconfianza. La mujer (me parecía recordar que se llamaba Rosaura o Rosario, o algo por el estilo) escudriñó con ojos miopes el vestíbulo en penumbra (la mayor parte de las bombillas ya se habían fundido meses atrás y no había repuestos).
-¿Hay alguien ahí? -gritó con voz chirriante.
Viktor y yo contuvimos el aliento. Si aquella entrometida nos veía daría la alarma y tendríamos que dar unas explicaciones que no teníamos a la guardia armada que estaba apostada en el exterior.
Tras unos instantes de tensión, la portera se dio la vuelta y refunfuñando por lo bajo volvió a entrar en su cubil. Solté un suspiro de alivio. Había faltado poco.
Tras dejar el vestíbulo atrás, subimos las escaleras procurando no llamar la atención de nadie. La presencia de tropas armadas en la puerta parecía haber atemorizado a nuestros vecinos, pues no vimos ni un alma en las escaleras normalmente abarrotadas.
Cuando llegamos a nuestro piso, no me sorprendió encontrar la puerta de acceso destrozada. El interior parecía haber sido arrasado por un huracán. Alguien había registrado a fondo la vivienda, y sin contemplaciones de ningún tipo. No quedaba nada en su sitio, e incluso habían rasgado los colchones y los cojines en busca de sabe Dios qué. De pie en medio de aquella devastación me sentí completamente desolado. Si Lucía había dejado algún tipo de pista o indicación de lo que había pasado, sin duda ya lo habrían encontrado.
Por el rabillo del ojo capté un movimiento fugaz en la puerta. Actuando por puro instinto, desenfundé la Glock y apunté hacia la entrada, preparado para defenderme de cualquier posible atacante. Sin embargo, el maullido desolado que lanzó un pequeño borrón naranja me hizo bajar el arma de inmediato.
-¡Lúculo! -grité alborozado, mientras mi gato persa se lanzaba de un salto a mis pies. Aquel bribón tenía un aspecto estupendo, y mientras lo cogía en brazos me dio la sensación de que había engordado algo más. Le rasqué la barriga e inmediatamente comenzó a ronronear con expresión extasiada.
Me detuve de golpe, lo cual me valió una mirada airada de Lúculo. Contemplaba con detenimiento el collar del gato. En todos los años que había pasado Lúculo conmigo siempre había llevado un sencillo collar antiparasitario de color negro. Sin embargo, en aquel momento llevaba atado en torno al cuello una correa de cuero rojo que yo conocía muy bien.
La conocía muy bien porque no era una correa, sino una pulsera que yo le había regalado a Lucía tiempo atrás.
Temblando de emoción, desaté la correa del cuello del gato y la hice girar en mis manos, baja la expectante mirada de Pritchenko.
Al darle la vuelta a la pulsera de cuero, en su cara interior pude ver que había algo escrito con la familiar letra de Lucía. Era tan sólo una palabra, algo que tan sólo podría ser comprendido por Viktor Pritchenko o por mí mismo.
Dentro de la pulsera estaba escrito CORINTO.
Nos llevó casi dos horas llegar al puerto de Tenerife. En primer lugar, tuvimos que hacer auténticas filigranas para salir del edificio sin que nos viese nadie. Después, tuvimos que dar un amplio rodeo para evitar los controles, ya que Viktor opinaba que tan sólo era cuestión de tiempo que alguien relacionase a Lucía con nosotros y comenzasen a difundir nuestras fotos por todas partes.
Tuve que darle la razón. Además, el plazo de una hora que nos había concedido el oficial del aeropuerto ya hacía rato que había expirado. Técnicamente, en ese momento Viktor y yo éramos desertores y fugitivos. No era aquél el recibimiento triunfal que me había imaginado durante el vuelo de vuelta, pero al menos estábamos vivos y libres.
Cuando finalmente llegamos al puerto, ya habíamos establecido un plan de actuación. Sospechábamos que Lucía se refugiaba en uno de los cientos de veleros que amarraban en la rada (tan sólo nosotros conocíamos el nombre del Corinto, el barco que me había llevado hasta Vigo y hasta Viktor, y por eso Lucía nos había dejado aquel mensaje tan críptico, que sólo podía referirse a un velero), pero no temamos ni la menor idea de en cuál de ellos. Yo sospechaba que mi chica habría sido lo suficientemente lista como para dejarnos otra pista que nos llevase hasta ella, pero que no fuese excesivamente evidente.
Pero al llegar al puerto, nuestros ánimos se derrumbaron. Había literalmente cientos de barcos de vela fondeados al abrigo de la rada, además de docenas de enormes cargueros y buques de guerra oxidándose bajo la brisa. Miles de refugiados habían llegado a cuentagotas en aquellos barquitos. Cuando el combustible empezó a escasear, el gobierno de la isla los había organizado en forma de una pequeña flota pesquera, que todas las mañanas salía a faenar para alimentar a la siempre hambrienta multitud apiñada en Tenerife.
Para un enamorado de los barcos como yo, resultaba tragicómico ver a aquellos purasangres del viento medio enterrados bajo redes, aparejos y nasas, pero no quedaba otro remedio si se quería evitar la hambruna. Sin embargo, por más que me esforzaba, no podía localizar un buque similar al Corinto.
-¿Y ahora qué? -me preguntó Prit, nervioso, mientras vigilaba el movimiento de los trabajadores del puerto desde nuestro escondite, entre dos montones de contenedores abandonados en una esquina de un espigón-. ¿En cuál de todos esos está?
-Si lo supiera, no estaríamos aquí perdiendo el tiempo -respondí malhumorado, mientras sujetaba como podía a Lúculo, que no dejaba de pegar tirones. Mientras mi mente discurría a toda velocidad, mis ojos recorrían toda la rada en busca de alguna señal. Pero por más que me esforzaba no veía nada que me recordase al Corinto.
Justo cuando estaba a punto de dejarlo por imposible, mi mirada se detuvo en un pequeño velero fondeado en un extremo del puerto. Parpadeé un par de veces, para estar seguro de lo que estaba viendo. Y entonces, sonreí.
Porque en la punta del palo mayor de aquel barco, colgaba, a guisa de bandera, un viejo y descolorido traje de neopreno.
El barco se llamaba Cocodrilo II y era un viejo velero de ocho metros y un solo palo. En tiempos debía de haber sido una auténtica joya, pero cuando Viktor y yo nos acercábamos remando en una chalana, comprobamos que tenía un aspecto bastante deteriorado. Su dueño original era seguramente un enamorado del mar, y había mimado a conciencia aquella embarcación, cosa que aún se notaba en los acabados de teca o en los elegantes y funcionales winches de acero, pero largos meses sirviendo como barco de pesca en manos menos cuidadosas habían pasado una gran factura al buque.
El aparejo estaba mal enjarciado y los cabos enrollados de una manera tan chapucera que arrancarían gritos de espanto a un navegante de verdad. Toda la parte de proa estaba sepultada baja una espesa capa de redes de distinta malla y grosor, y del barco se desprendía un penetrante tufo a pescado podrido. Si Lucía había decidido refugiarse allí, no me cabía la menor duda de que había sido una solución excelente. Cualquiera pasaría de largo antes de subirse a aquel montón de basura flotante.
Con un golpe de remo, abarloamos el bote junto al velero y subimos a bordo. El desorden era terrorífico. Habían transformado la mitad delantera de la cabina en una bodega para acumular las capturas. Desde la puerta sólo se veían un montón de cajas blancas de plástico apiladas de cualquier manera y un colchón mugriento tirado en el suelo.
-Aquí no hay nadie -dijo Prit con desaliento-. No creo que...
Antes de que pudiese acabar la frase, Lúculo saltó a bordo del Cocodrilo II y se coló como una flecha entre las cajas de plástico situadas al fondo. Sonó un gemido ahogado de sorpresa y de repente, una mano que conocía muy bien empujó uno de los montones de cajas.
De pie delante de nosotros, y con un alborozado Lúculo en el regazo, Lucía nos contemplaba con lágrimas de alivio en los ojos.
Busqué con mis manos las de Lucía y ella me devolvió el apretón con fuerzas y en silencio. Nos mantuvimos así unos segundos, demasiado emocionados para decir nada, hasta que Prit carraspeó para llamar nuestra atención.
-Lamento interrumpir el reencuentro, pero tenemos muchas cosas que hacer -dijo el ucraniano con cierta urgencia en la voz-. Nos están buscando, y aún no sabemos cómo está sor Cecilia. Quizá deberíamos...
-Oh, Viktor. -Lucía soltó mis manos y abrazó al ucraniano. Había auténtico dolor en su voz, que se quebró cuando empezó a llorar-. Viktor, lo siento tanto... Ellos la mataron, delante de mí... Ha sido horrible...
-Tranquila... tranquila -acertó a decir Pritchenko, mientras le daba unos torpes golpecitos en la espalda. El ucraniano había palidecido intensamente, y sus pupilas parecían dos canicas negras. Si conocía bien a mi amigo, quienquiera que fuese el que había matado a la monja se había ganado un enemigo mortal.
Lucía se desasió de Viktor y entre sollozos nos contó atropelladamente la odisea que había vivido durante los dos últimos días, desde que entró en el hospital hasta que, huyendo de forma atolondrada, se le ocurrió refugiarse en un barco del puerto.
-¿Cómo sabías que nadie te encontraría aquí? ¿Y la tripulación del barco? -le pregunté mientras la abrazaba con fuerza.
-Están ingresados en el hospital por botulismo. Comieron conservas en mal estado -contestó Lucía entre hipidos-. Eran pacientes de mi ala. Sabía que hasta dentro de quince días por lo menos, no volverían por aquí.
-¿Y si no te hubiésemos encontrado? ¿Qué habrías hecho?
Lucía dejó de llorar y una triste sonrisa iluminó su cara. Mientras me cogía de las manos me plantó un largo beso en los labios.
-Estaba segura de que vendríais -dijo con serenidad, mientras me miraba de hito en hito-. Era de lo único de lo que no dudaba. No hay nada en el mundo que pueda acabar con vosotros, ni vivos ni No Muertos. Sabía que llegaríais.
Abracé con furia a mi chica, mientras una tormenta de emociones se disparaba en mi interior. No permitiría que nada le pasase, bajo ningún concepto. Haría lo que fuera necesario para protegerla.