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Authors: Manel Loureiro

Tags: #Fantástico, Terror

Los días oscuros (34 page)

BOOK: Los días oscuros
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Acurrucado en el centro del grupo, me concentraba en no perder el paso ni tropezar con ninguno de los cuerpos sin vida que íbamos dejando como un reguero a nuestro paso.

El tableteo de las armas de fuego rebotando dentro de los estrechos límites del edificio era tan ensordecedor que nos había dejado prácticamente sordos a todos. Cada vez que uno de los soldados que marchaba al frente necesitaba munición se veía obligado a volverse y golpear el hombro del que iba detrás, ya que era imposible oír nada. Broto y yo les alcanzábamos cargadores como posesos, mientras que detrás de nosotros uno de los sargentos y Pauli hacían virguerías tratando de llenar los cargadores vacíos con munición que sacaban de una mochila, sin dejar de caminar. El resplandor anaranjado de los disparos teñía la oscuridad de un color espectral, mientras los haces de las linternas oscilaban locamente de un lado para otro. El aire olía a pólvora, sangre y sudor.

El legionario que iba delante de mí se giró para pedirme un cargador. Justo en ese momento un No Muerto apareció de detrás de una esquina, rodeó su cuello con sus brazos y lo arrastró fuera del grupo. Oí el grito desesperado de aquel muchacho, pero antes de que nadie pudiese hacer nada, la criatura había clavado sus dientes en el brazo del infortunado soldado. Sin disminuir el paso, Tank levantó su pistola y disparó una ráfaga de tiros contra el No Muerto, que cayó desplomado a sus pies. A continuación giró el cañón de su arma contra el soldado herido.

-¡NO! -fue lo único que le dio tiempo a gritar a aquel pobre diablo antes de que Tank le volase la tapa de los sesos.

Me quedé helado. El hecho de saber que aquel hombre estaba condenado desde el momento en que lo habían herido no me había preparado para la brutal reacción de Tank. Era la única alternativa posible y, con toda seguridad, la más humanitaria para el soldado, pero aun así sentí que la sangre se escapaba de mi cara.

Tank se inclinó hacia mí y me dijo algo, pero ensordecido por los disparos no pude entender ni una sola palabra de lo que decía. Un pitido agudo se había instalado a vivir en mis tímpanos, e incluso las detonaciones sonaban amortiguadas, como si hubiese una tonelada de algodón en mis orejas. Alguien me empujó desde atrás, y antes de que me diese cuenta, estaba en la vanguardia del grupo ocupando el sitio del soldado caído.

Tres No Muertos se balanceaban a pocos metros de nosotros. Marcelo, situado a mi derecha, llevaba la MG 3 cruzada a su espalda (era imposible utilizar aquel arma de enorme retroceso sin apoyarla previamente en algo, a no ser que el tirador fuese un auténtico Hércules) y disparaba su pistola con sangre fría contra todo lo que se nos cruzaba en el camino. A mi otro lado, el sargento veterano de la cicatriz en el cuello se inclinó hacia mí y me gritó algo. No me hacía falta oírle para saber qué era lo que me quería decir.

Apretando los dientes, levanté el HK y comencé a disparar.

42

No podría decir en qué momento se empezaron a torcer las cosas. Resulta muy difícil calcular el tiempo cuando estás disparando en unas escaleras a oscuras contra todo aquello que se mueve. En honor a la verdad, creo que mi aportación al equipo delantero que abría camino fue muy modesta. La mayor parte de las veces tanto Marcelo como el viejo sargento ya habían liquidado a los No Muertos antes de que ni siquiera me diese tiempo para apuntar. Sin embargo, en aquella zona del edificio en la que nos encontrábamos parecía haber menos criaturas, ya que nuestro avance era cada vez más rápido. Posiblemente el sonido de los disparos, al rebotar por los infinitos recovecos de las escaleras y pasillos, crease un estruendo demasiado grande para que los No Muertos nos pudiesen situar con facilidad.

En todo caso, y fuera lo que fuese, resultaba una bendición. En los últimos cinco minutos habíamos consumido prácticamente la totalidad de la munición no defectuosa que nos quedaba. Algunos de los soldados ya se habían deshecho de sus fusiles, una vez vaciados los cargadores, y se aferraban a sus pistolas de mano con la desesperación de los náufragos pintada en los ojos.

-¡Cargadores! ¡Un maldito cargador, joder! -gritó Marcelo, a mi lado.

-¡Tenga! -Broto, sudando profusamente, le alcanzó un cargador, mientras añadía con voz temblorosa-: ¡Es el último!

Para asegurarse de que el argentino le había entendido bien, le hizo un gesto inconfundible con las manos vacías. Me giré hacia él, con la incredulidad pintada en el rostro. Aún nos quedaba un tramo de escalera por bajar, y después, recorrer toda la planta baja hasta la salida de la plaza donde supuestamente estaban aparcados los blindados. Sin más munición no podríamos llegar ni a la puerta del edificio.

Mi mirada se cruzó con la de Tank, que caminaba en el extremo derecho de la columna, cerca del final, donde Viktor y el otro sargento cubrían nuestra retirada manteniendo a raya a los pocos No Muertos que pudiesen aparecer. El alemán me miró y sacudió la cabeza, con una expresión sombría en el rostro. No hay nada que hacer, decían sus ojos.

Y justo en ese instante, como si los dioses se apiadasen de nosotros (o, por el contrario, quisieran que nuestro sufrimiento se prolongase un poco más), el tramo de escalera desembocó en un rellano con una ventana.

Era una ventana alta y mugrienta, que sólo dejaba entrar un cuadrado de luz turbia, pero una ventana al fin y al cabo. Por señas, se la indiqué a Tank.

-¡Estamos en un primer piso! -grité, sin saber si sería oído-. ¡Salgamos por ahí! ¡No puede estar muy alto!

Nunca supe si el alemán me entendió o no, pero lo cierto es que como un perro pastor fue acercando a nuestro grupo al pie de aquella ventana, mientras se colocaba en la posición más expuesta para proteger a los últimos hombres que llegaban al rellano en aquel momento.

Cuando estuvimos apoyados contra la pared, exhalé un suspiro de alivio. Situados de aquel modo tan sólo teníamos que proteger un flanco, pero aun así la situación seguía siendo terriblemente comprometida. De los once supervivientes que quedábamos, tan sólo teníamos munición menos de la mitad, y esa reserva no duraría mucho.

-¡Súbete a mis hombros! -me gritó Pritchenko al oído, con tal fuerza que pensé que me explotaría el tímpano. Varias manos aparecieron para desembarazarme de la mochila y auparme a los hombros del ucraniano. De un empujón, me encontré subido sobre Viktor y con la cabeza a la altura del ventanal.

La ventana estaba a unos dos metros de altura, y daba la sensación de no haber sido abierta ni una sola vez desde la inauguración del edificio. Un pequeño cerco de óxido cubría las bisagras, dándole un aspecto triste y desangelado, mientras que la parte externa estaba cubierta de tal capa de suciedad, que apenas dejaba entrar luz.

Con los nudillos blanquecinos a causa del esfuerzo, me aferré al marco de aluminio y miré a través del cristal. Desde allí podía ver parte de una pequeña plazoleta trasera, que en tiempos debió de haber servido como parking para el personal del hospital. En el suelo aún se distinguían las rayas de pintura que delimitaban las plazas, pero la arena, la ceniza y las grietas que habían ido apareciendo en el cemento le daban en aquel momento un aspecto embrujado. Al fondo de la plazoleta, dos pesados vehículos blindados pintados de color verde oliva reposaban tranquilamente, con los extremos de sus cañones cubiertos por unas fundas de tela. Por lo demás, no se veía ni un alma. Supuse que los No Muertos que hubiesen estado vagabundeando por allí hasta aquel momento estarían intentando entrar dentro del edificio, atraídos por el sonido de los disparos, dejando de esa manera el campo libre. La ocasión era perfecta.

Manoseé la cerradura, pero no fui capaz de moverla ni un centímetro, ni en un sentido ni en otro. Sin tiempo para contemplaciones, golpeé el cristal con la culata de mi Glock. La ventana se rompió con un ruido endiablado, mientras una lluvia de cristales caía al exterior. Apresuradamente, limpié todo lo que pude los bordes del marco y asomé la cabeza.

El aire del exterior olía maravillosamente fresco y limpio, comparado con el enrarecido ambiente del interior del edificio. A mi derecha, adosado al muro, corría un tubo metálico de un apagado color mate. Era demasiado delgado para ser un desagüe (posiblemente fuese una conducción de cable, o algo similar), pero parecía estar sólidamente anclado. Aunque no había mucha altura hasta el suelo, pensé que sería preferible bajar agarrado a aquella tubería, que parecía lo suficientemente sólida para soportar nuestro peso.

-¡Salgamos por aquí! -grité, mirando hacia el interior.

En rápida sucesión, me alcanzaron las once mochilas llenas de medicamentos, que a su vez, y sin contemplaciones, fui arrojando por la ventana. A continuación, me colé por el hueco y retorciéndome con la gracia de un acróbata artrítico, me aferré a la tubería y comencé a descender palmo a palmo hasta llegar al suelo.

Lo primero que hice fue mirar a mi alrededor con aprensión. Tan sólo tenía cuatro o cinco balas en el cargador de mi Glock, y si en aquel momento hubiese doblado la esquina un grupo de No Muertos no me habría quedado más remedio que echar a correr. Afortunadamente, no parecía haber ninguno por allí, al menos por el momento.

Contemplé cómo se descolgaba Viktor por la tubería, con su inseparable cuchillo golpeándole rítmicamente sobre los riñones. A continuación, apareció Marcelo y un poco después el sargento veterano del pañuelo en el cuello. Cuando salió David Broto se produjo un momento de tensión cuando el informático se quedó atascado durante un angustioso segundo en el hueco de la ventana. Fue preciso que Marcelo trepase de nuevo por la cañería para ayudar al catalán a salir del atasco.

Mientras tanto, la situación en el interior se degradaba a cada instante que pasaba. En aquel momento ya sólo se oía el disparo de dos fusiles, que a duras penas podían contener a la muchedumbre de No Muertos. Uno de los soldados salió por la ventana, con el pánico pintado en su rostro, y optó por saltar directamente al suelo. Al aterrizar, su tobillo derecho emitió un crujido tan terrible que por un momento todos nos olvidamos de la situación y nos volvimos hacia el pobre desgraciado, que se retorcía de dolor.

Ya sólo se escuchaba el hipido cadencioso de un fusil en el interior del edificio. Tank salió por la ventana y se giró hacia el interior, alargando su mano al siguiente en salir, un soldado muy moreno y con la cara marcada por el acné. Pero cuando ya le tenía agarrado por la muñeca, el soldado soltó un grito desgarrador, mientras algo tiraba de él hacia el interior del edificio.

-¡Aaaaah, joder, duele, duele, DUELE! -gritaba el chico, tratando de sujetarse desesperadamente al brazo del comandante.

Sin ceremonias, y musitando un breve «lo siento», Tank soltó las muñecas de aquel pobre diablo. En menos de un segundo, el cuerpo del muchacho fue tragado hacia el interior del edificio y desapareció con la misma rapidez que un muñeco dentro de una caja. Sus gritos de agonía resonaron durante un instante y luego sólo hubo silencio.

Estábamos mudos cuando Tank alcanzó el suelo y se sacudió el polvo de la guerrera, manchada de la sangre de alguien (o algo) en una manga. Además del soldado moreno, faltaban otro legionario y el segundo sargento del pelotón, que también se habían quedado dentro. Todos y cada uno de nosotros estaba echando las mismas cuentas que yo y nadie se atrevía a decir nada.

Del grupo inicial de dieciocho personas que habíamos entrado menos de una hora antes en aquel edificio tan sólo quedábamos ocho: Marcelo, Pauli, Tank, Broto, el sargento veterano, el soldado del tobillo roto cuyo nombre desconocía, Viktor Pritchenko y yo.

-¿A qué están esperando? -gruñó Tank, haciendo gala de una sensibilidad típicamente germánica-. ¡Corran hacia los transportes antes de que tengamos compañía!

Sin pronunciar palabra, recogimos las mochilas del suelo (aunque tres de ellas tuvieron que quedar abandonadas al pie del muro) y siguiendo a Tank nos acercamos a los transportes. Los blindados eran dos carros de asalto de aspecto estrafalario, con cuatro enormes ruedas por cada lado y una torreta con un cañón desproporcionadamente grande en la parte superior. Aunque daban la sensación de haber sido diseñados por un ingeniero sin sentido de la estética, transmitían sin embargo una imagen de potencia fuera de lo común.

-¿Qué clase de trasto es éste? -pregunté, mientras trataba de recuperar el aliento.

-Un Centauro -dijo el sargento veterano, mientras se desataba el pañuelo del cuello y se lo pasaba por la frente-. Un blindado ligero de reconocimiento. Pese a lo feo que le pueda parecer, es un trasto formidable. Tuve uno de éstos bajo mi mando en Bosnia hace años.

-Si es capaz de sacarnos de aquí, para mí ya es el más formidable del mundo -murmuré, sin compartir el entusiasmo del militar por aquel montón de acero-. ¿Cree que funcionarán?

-Oh, seguro -respondió el sargento con una sonrisa, mientras se encaramaba al blindado y abría la escotilla de acceso-. Estos trastos son muy robustos. Si tiene algo de combustible, seguro que funcionará.

Mientras el militar se inclinaba sobre los mandos del vehículo tratando de ponerlo en marcha, me acerqué hasta Viktor. El ucraniano estaba sudoroso, pero no parecía cansado. Yo, por mi parte, me hice la enésima promesa de dejar de fumar, mientras trataba de recuperar el aliento.

-¿Por qué crees que los dejaron aquí? -pregunté entre inspiración e inspiración.

-Buena pregunta -replicó Prit-. O bien estos trastos no arrancan, o bien consideraron que no valía la pena llevárselos.

-¿Por qué dices eso?

-Míralos -señaló Pritchenko-. Tienen un cañón tan enorme como inútil en esta situación, y además, dentro de ellos no deben de caber más de cuatro tripulantes, y muy apretados. Realmente, en caso de evacuación, al lado de un autobús, o de un camión del ejército no son muy valiosos, que digamos. Si tenían pocos conductores, es bastante lógico que los dejasen atrás.

-Espero que tengas razón -murmuré, esperanzado.

En ese momento, el motor del Centauro soltó un carraspeo asmático, seguido de una serie de jadeos mecánicos. Al fin, entre una increíble nube de humo negro, el motor del blindado cobró vida con un espectacular rugido, mientras el sargento le daba unos vigorosos acelerones.

-¡Listo! -gruñó el suboficial, satisfecho, asomando la cabeza por la escotilla del conductor-. ¡Vámonos de aquí!

Entusiasmado, recogí mi mochila del suelo para subirme a nuestro vehículo. Ya estaba medio encaramado en el blindado, cuando Broto emitió un ruido ahogado, mientras abría los ojos como platos.

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