Read Los Días del Venado Online
Authors: Liliana Bodoc
Así anduvieron interminables jornadas. "Ella por el cielo, yo por el arenal; y nunca al revés".
Aquel desierto parecía no tener fin. Días de penoso calor, noches heladas. Días y noches, noches y días, y el paisaje siempre idéntico. De tanto en tanto, el que andaba solo por el desierto tiraba un guijarro delante de sí para convencerse de que estaba avanzando. "Has alcanzado el guijarro que tiraste. Serénate, estás caminando. Y con un poco de fortuna, será en la dirección correcta", así decía para su propio consuelo.
Los Supremos Astrónomos le habían enseñado a ordenar el esfuerzo y el descanso, a fin de soportar el desierto. Mientras estuviese en la Tierra sin Sombra, debía iniciar su marcha al atardecer. "Envolverme en mi manta y caminar. Ganar terreno durante la noche y en las horas tempranas de la mañana, porque apenas el sol se alzaba debía armar mi toldo a la mezquina sombra de los espinos, beber mi agua y dormir. Dormir y despertar con cielo rojizo, sumergirme en el mar, comer mi vianda y proseguir el viaje".
Con frecuencia, en medio de la noche, se alzaba un viento lleno de arena, lastimador. ¡Ni pensar en seguir! Los ojos cerrados, la boca apretada y agazapado bajo su manta, se quedaba añorando el aroma de aquella tortilla envuelta en hojas, y esperando a que el viento amainase. Eso sucedía de a poco. Las ráfagas se demoraban en llegar y azotaban menos, la arena volvía a la arena. Y recién entonces, a la cola del viento, podía reanudar la marcha.
"¡Extraño país es la Tierra sin Sombra, donde el mar y el desierto se encuentran en la costa y no se sabe cuál muere y cuál mata!"
Pero un amanecer, un día antes de que su correa tuviera ciento cuarenta marcas, llegó al Pantanoso. El viajero sabía que después de aquel río estaría pisando Los Confines, tierra habitada por los husihuilkes. El aire se sentía diferente, y la vegetación empezaba a aparecer en manchones dispersos.
Para poder cruzar el Pantanoso debió alejarse de la desembocadura, que no era sino una extensa ciénaga que se metía en el mar. De haber seguido por allí, seguramente el lodo se lo hubiera tragado. El mapa de viaje le indicaba caminar tierra adentro. Y aunque aquello también tenía sus riesgos, no eran ni tan fatales ni tan ciertos como los que deparaba el lodazal. Alejarse del mar significaba exponerse a ser visto por los Pastores, que sí frecuentaban los parajes del Pantanoso. Los hombres del desierto llevaban sus animales hasta allí para que bebieran y pastaran. O bien atravesaban el río para comerciar en Los Confines. Los llamellos eran muy apreciados en algunas aldeas husihuilkes, y los Pastores los dejaban a cambio de harina, hierbas medicinales y otros de los tantos bienes que no podían obtener en sus oasis. Como fuera, las posibilidades de ser descubierto se acrecentaban, utilizando el mismo puente por el que los Pastores iban y venían con sus mercancías.
El viajero recién iniciaba el cruce, cuando el águila se puso a graznar insistentemente volando a su alrededor. ¿Qué estaba tratando de decirle? Esta vez, no podía haber equivocado el rumbo. El río era el río. El puente era el puente y tenía sólo dos direcciones: hacia el sur estaba su destino final, hacia el norte estaba el regreso. "¡Amiga, no pretenderás que vuelva al desierto!" Giró siguiéndole el vuelo, y enseguida comprendió cuál era la causa de tanto graznido y tanto aleteo. Un gran rebaño de llamellos avanzaba en dirección al Pantanoso. Apenas si se distinguían los primeros animales; el resto del rebaño era una mancha, pero donde hay llamellos, hay Pastores. Y como, por las inmediaciones, no se veían ni matas suficientemente grandes, ni mucho menos árboles detrás de los cuales acuitarse, el hombre decidió que era urgente redoblar la ventaja que les llevaba y se puso a caminar con toda la rapidez de sus cortas piernas.
Por no pensar en el cansancio, se puso a pensar en los llamellos. De tanto pensar, terminó preguntándose cuál sería la suerte de esas enormes bestias rojizas en la selva de la Comarca Aislada. ¿Cómo avanzarían entre la maraña con sus cuerpos pesados y sus largas patas? No podían trepar ni volar; tampoco adelgazarse como el jaguar, o arrastrarse como la víbora. Los imaginó irremediablemente enredados y añorando sus extensos territorios de arena. Pero justamente entonces reparó en su propio enredo y en su propia añoranza. "¿Qué dices de ti, zitzahay? ¿No es la selva tu territorio y, a pesar de eso, acabas de atravesar el desierto?"
Acababa de atravesarlo, ¡claro que sí! Disfrute su primer paso fuera del puente, y miró hacia arriba en busca del águila. Quería pedirle que se riera con él, pero 10 pudo encontrarla. Al fin, de puro contento, se rió solo.
Detrás de él, quedaron la desolación, el Pantanoso y los rebaños de llamellos. El bosque se veía cercano. Y con el bosque, aparecía la promesa de un viaje más grato.
Siguió andando. Al poco tiempo notó que el águila no lo había seguido; pero entonces no se preocupó porque, ya lo sabía de sobra, era su costumbre desaparecer. Cuando arribó a las primeras sombras ciertas comenzó a buscarla. Miró tanto al cielo que la confundió con otros pájaros. Por culpa de llevar los ojos hacia arriba, tropezó con cuanto obstáculo había en el camino. Dijo "águila" bajito porque no podía gritar. Dijo "amiga". Buscó y buscó, hasta que comprendió que el águila se había quedado en el desierto. "¡Y yo, pensando en los llamellos!" A pesar de la benevolencia del bosque, no pudo olvidarla. "Vean que aún no he podido".
Nadie fue enviado en lugar del ave para brindarle ayuda. O al menos, él no lo advirtió. Y aunque anhelaba tener alguien con quien conversar, lo cierto es que, cruzando el Pantanoso, el viaje se hizo tan fácil que no necesitó socorro. El camino elegido lo mantuvo a buena distancia de las regiones donde se enclavaban las aldeas de los guerreros del sur. El resto lo hicieron su oído, su olfato y su habilidad para caminar sin ruido. "¡Ignoro si las estrellas me asistieron!"
Por esquivar las poblaciones husihuilkes tuvo que seguir una ruta enrevesada, llena de desvíos, serpenteos y contramarchas. Sin embargo, jamás equivocó sus pasos. En Los Confines los indicadores del rumbo resultaron ser inconfundibles. ¡Cuánto más que en la Tierra sin Sombra! Allí no había otra cosa que las Maduinas al este, el Lalafke al oeste, y siempre arena. En cambio, en el bosque de Los Confines era imposible no advertir la gran cascada o el estero que señalaban cómo continuar. Era imposible extraviarse en un lugar donde cada cosa parecía un gesto que apuntaba al buen camino. Ríos que se derrumbaban hacia el oeste, un enorme cipresal quemado por el fuego del rayo, lagunas gemelas, surgentes, extensiones de lava, cavernas... "Tanto me guió el paisaje que, como hacía en mi tierra, caminé cantando", contó después.
—¿Por qué se rascan las piernas de esa forma? —preguntó Kume a sus hermanos.
Los dos que creían estar disimulando con suerte la comezón y el dolor persistentes de las picaduras se miraron sin saber qué contestar. No se atrevían a decir la verdad, y tampoco tenían ánimo suficiente para inventar una excusa. Así que siguieron caminando sin dar señales de haber escuchado la pregunta. Ante aquel silencio, Kume se encogió de hombros y los dejó de lado.
Si en su lugar, Thungür o Kuy-Kuyen hubiesen notado el hecho, habrían insistido con terquedad hasta arrancarles una respuesta. Pero Kume era de carácter taciturno. Pasaba largas horas sin ninguna compañía y, desde su soledad, miraba el mundo con un sentimiento repartido entre la melancolía y la hostilidad. No era de extrañar, entonces, que optara por alejarse de allí sin repetir la pregunta. Después, cayó en uno de esos estados de reconcentración que todos conocían y nadie intentaba alterar. En silencio y un poco rezagado, caminó hasta la casa.
—¡Aquí estamos por fin! —dijo Vieja Kush—. Quítense los mantos y vayan cerca del fuego. Yo voy a preparar agua de menta con miel para olvidar el frío.
Dulkancellin colgaba su abrigo cuando vio la caja de madera labrada que aparecía con la lluvia y desaparecía con el sol. Sonrió para sí y levantó la voz hablándole a Kush que trabajaba en el fuego:
—¿Qué sacarás esta vez de tu baúl?
—Quién puede saberlo —respondió su madre.
—Ojalá saques el peine de Shampalwe —intervino Kuy-Kuyen—. Así nos cuentas, de nuevo, cómo fue su boda.
—No —dijo Thungür, frotándose las manos cerca del fuego—. Mejor que saque la piedra roja del volcán para que nos cuente del día que se abrió la tierra y los lagos tenían burbujas de calor.—Sea lo que sea les contaré una historia...
Cada familia husihuilke conservaba un cofre, heredado por generaciones, que los mayores tenían consigo. Aunque tenía algo menos de dos palmos de altura, y un niño pequeño podía rodearlo con sus brazos, en él se guardaban recuerdos de todo lo importante que había ocurrido a la gente del linaje familiar a través del tiempo. Cuando llegaban las noches de contar historias, volteaban el cofre haciéndolo dar cuatro tumbos completos: primero hacia adelante, después hacia atrás y, finalmente, hacia cada costado. Entonces, el más anciano sacaba del cofre lo primero que su mano tocaba, sin vacilar ni elegir. Y aquel objeto, evocador de un recuerdo, le señalaba la historia que ese año debía relatar. A veces se trataba de hechos que no habían presenciado porque eran mucho más viejos que ellos mismos. Sin embargo, lo narraban con la nitidez del que estuvo allí. Y de la misma forma, se grababa en la memoria de quienes tendrían que contarlo, años después.
Los husihuilkes decían que la Gran Sabiduría guiaba la mano del anciano para que su voz trajera desde la memoria aquello que era necesario volver a recordar. Algunas historias se repetían incansablemente. Algunas se relataban por única vez en el paso de una generación; y otras, quizás, nunca serían contadas.
—Pienso en las viejas historias que quedaron para siempre dentro del cofre —dijo Thungür—. Si nadie las contó, nadie las oyó. Y si nadie las oyó...
—Nadie las recuerda —completó Kush, que llegaba con su vasija cargada de menta dulce—. Siempre repites lo mismo y me obligas a repetir a mí. ¡Tantas veces te lo he dicho! Cuando algo ciertamente grande ocurre suelen ser muchos los ojos que lo están viendo. Y muchas las lenguas que saldrán a contarlo. Entonces, recuerda esto, las viejas historias que jamás se cuenten alrededor de un fuego, alrededor de otro se contarán. Y los recuerdos que un linaje ha perdido viven en las casas de otro linaje.
Kush arrastró una alfombra de cuero para sentarse junto al calor.
Durante un momento, todos permanecieron callados. Luego Dulkancellin habló:
—Thungür piensa en las historias del cofre. Y yo pienso en Kupuka...
Wilkilén y Piukemán se sobresaltaron al oír el nombre del Brujo.
—Me pregunto por qué no estuvo entre nosotros — continuó diciendo Dulkancellin—. ¿Qué pudo ser más importante que la reunión del Valle?
—Muchas son las cosas que han pasado —dijo Kush, decidida a comunicar su incertidumbre—. Demasiadas, para no verlas. El extraño comportamiento de los lulus, los tambores del bosque, la pluma de oropéndola y la ausencia de Kupuka son hilos del mismo telar.
Dulkancellin miró a sus cinco hijos. Por su cabeza pasó el sueño de la noche anterior. "Vieja Kush, aquí tengo otro hilo de la trama de tu telar", pensó.
Un silencio más prolongado que el anterior los dejó solos con sus pensamientos. Kuy-Kuyen pensaba en su madre. Thungür, en el anuncio de la oropéndola. Kume pensaba en Kume. Dulkancellin pensaba en los husihuilkes; y Kush, en los primeros padres de su linaje. Piukemán pensaba en Kupuka y Wilkilén dormía... Hasta que llamaron a la puerta con un golpe fuerte y seco.
—Es Kupuka —dijo Kush, asombrada.
—Es Kupuka —repitieron los demás en un susurro. La manera de golpear la puerta no dejaba lugar a dudas.
Con unos pocos largos pasos, Dulkancellin atravesó la habitación. Quitó la tranca de la puerta y dejó entrar al Brujo de la Tierra. Toda la familia se había puesto de pie para recibirlo. Todos, menos Wilkilén. La pequeña, convencida de que Kupuka venía a recriminarles la desobediencia, se ocultó detrás de la pila de mantas. Nadie notó el movimiento. Y Wilkilén se quedó allí, ovillada en su miedo.
Kupuka puso a un lado el morral y el bastón. Estaba visiblemente cansado, con un cansancio viejo que cerraba más de lo habitual sus ojos alargados.
—Te saludo, hermano Dulkancellin —dijo Kupuka respetando el saludo husihuilke—. Y pido consentimiento para permanecer en este, tu país.
—Te saludo, hermano Kupuka, y te doy mi consentimiento. Nosotros estamos felices de verte erguido. Y agradecemos al camino que te trajo hasta aquí.
—Sabiduría y fortaleza para ti y los tuyos.
—Que el deseo vuelva sobre ti, multiplicado.
Ya estaba dispuesto el mejor cuero para que el Brujo se sentara. Kush salía para traerle pan de maíz, pero Kupuka adivinó su intención y la detuvo.
—¡Vuelve, Vieja Kush! Más tarde aceptaré con gusto una rebanada de tu pan —luego se volvió hacia Dulkancellin: Antes que ninguna otra cosa debo decirte, hermano, que tu vida está a punto de cambiar como del día a la noche cambia el color del aire. Confío en que las señales que me precedieron hayan sido útiles para templar tu ánimo y el de tu familia.
—Señales hubo —respondió Dulkancellin—, y todas tan confusas como tus palabras.
El tono de la réplica de su hijo hizo pensar a Kush que era momento de que ella y sus nietos se fueran a la habitación donde dormían. Se puso de pie con discreción; pero nuevamente, Kupuka la detuvo.
—Traigo noticias que a todos nos conciernen. Es importante que ustedes permanezcan aquí para escucharlas. Eso, si Dulkancellin lo permite.
El guerrero asintió con la cabeza y Vieja Kush volvió a ocupar su sitio, en silencio.
—Bueno —dijo Dulkancellin—. Escuchamos las noticias que traes.
El Brujo de la Tierra sacó un tallo oscuro de adentro de una alforja que colgaba de su cinto y estuvo mordiéndolo durante un rato. Su largo cabello blanco, atado con un cordel, dejaba al descubierto un rostro delgado donde se confundían los indicios del tiempo. Las arrugas revelaban el larguísimo tiempo vivido. Pero en sus ojos ardía la misma luz que, desde los ojos de los guerreros jóvenes, alumbraba el campo de batalla.
—Un hombre camina por el bosque en dirección a esta casa. Está muy cerca, ya casi llega. El hombre es un zitzahay, y ha sido enviado por su pueblo como mensajero y guía.
Dulkancellin levantó un poco la mano, solicitándole a Kupuka la palabra.