Los días de gloria (42 page)

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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

BOOK: Los días de gloria
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—Solo tenemos una oportunidad de ganar esta guerra: si la situamos donde se encuentra. Es un problema político, no económico, así que hay que ganar en su terreno, que es la opinión. La imagen de Banesto no nos ayuda en absoluto. Necesitamos transmitir a la gente que nos encontramos ante un proyecto de modernización del banco, de cambio de sus estructuras tradicionales. Para venderlo necesitamos que yo lidere la defensa, porque de esta manera palabras e imágenes caminan juntas. Si es así, podemos ganar. De otra manera la sentencia ya se escribió y solo queda ejecutarla.

—Ese es mi Mario —sentenció Ana.

Juan perdió la tristeza de su mirada. Los demás comenzaron a expresar incontenibles muestras de júbilo, aumentó la circulación de las copas y, viendo que estaban a punto de comenzar con los cánticos regionales, decidí salir fuera. Era de noche, no hacía demasiado frío y, de repente, sentí el impulso de irme a Madrid, por lo que, acompañado de Ramiro Núñez y sin despedirme de nadie, arrancamos el coche y nos fuimos. Cenamos en La Trainera y luego tomamos unas copas en un bar de Madrid.

La penetración del asunto entre la gente de la calle me sorprendió brutalmente. No podía imaginar que un episodio financiero, un caso de bancos en pelea, pudiera atraer la atención del público en general de manera tan intensa como la que se me presentaba ante mis ojos. El ambiente era formidable y los comentarios de chicos jóvenes a los que no conocía en absoluto me demostraron que no había ninguna otra alternativa distinta que la de pelear.

Plantar cara al Gobierno fue un acto de profunda inconsciencia. La prensa transmitía nítida la postura oficial: Banesto sería inexorablemente absorbido por el Bilbao, adornando la conclusión con una serie de datos de corte financiero con los que se pretendía explicar que la operación se encuadraba dentro de la estrategia que reclamaba el futuro de Europa, algo que, dicho sea de paso, en 1987 ni siquiera disponía de perfiles mínimamente sólidos.

Curiosamente, a pesar de tal esfuerzo mediático, la opinión percibía cada día con mayor claridad que tras ese lenguaje financiero, tras una verborrea técnica vomitada con insistencia machacona, se escondía una operación de raíz estrictamente política. Seguramente sería incapaz de definir un cuadro de dominio del sistema financiero por el poder felipista. Posiblemente se tratara de una abstracción excesiva, pero que el Gobierno se encontraba detrás del Bilbao, que a su presidente jamás se le habría ocurrido algo ni parecido de no contar con el beneplácito de Felipe González, de eso todo el mundo estaba convencido. Y cada día que pasaba más, precisamente por la propia obscenidad de las informaciones oficiales.

Recuerdo un telediario en el que, sin dar crédito a mis ojos y oídos, escuchaba cómo el locutor aseguraba que el Bilbao contaba con el apoyo del Gobierno y en tales condiciones a Banesto solo le quedaba rendirse con dignidad. En fin, después de semejante espectáculo informativo opté por no leer la prensa, ni oír la radio, ni ver la televisión.

Navegaba de oído, por intuición. No sabía ni el nombre ni las coordenadas del puerto al que nos dirigíamos. Juan y yo nos reuníamos en casa de una amiga suya que creo trabajaba en Telefónica envueltos en una especie de nube, rodeados de una percepción de la realidad mucho más etérea que la que a diario se dibujaba frente a nosotros. No teníamos experiencia en la lucha contra el poder. Ni siquiera sabíamos cómo luchar. Cierto que Escámez, el viejo banquero profesional, y José María Cuevas, el presidente de la CEOE, se manifestaron críticamente contra el Bilbao. Pero el Sistema en su conjunto acató la medida. No por racional, sino por venir políticamente impuesta. Nadie se atrevía a defender a los octogenarios de Banesto. Todo el mundo daba por descontado que nuestras horas en el banco habían comenzado su cuenta atrás. Días, como mucho, era el espacio de tiempo que necesitaban para imponer su decisión.

El activo volvía a ser nuevamente el tiempo. Teníamos que ganarlo a toda costa, porque la opinión pública se decantaría cada vez más a nuestro favor. El lunes, después del fin de semana en La Salceda, comprobé que Letona y Argüelles se habían dedicado a elaborar unos números para forzar la ecuación de canje con el Bilbao, es decir, aceptando la inevitabilidad de la absorción. No podían actuar de otra forma. Ambos tenían que obedecer.

El nerviosismo cundió en el Bilbao. Letona me dijo que Asiaín quería verme a solas.

—¿A solas? ¿Por qué no con Juan?

—No sé. El recado es que se trata de verte a solas.

Lo comenté con Juan y decidimos que debía asistir. Allí acudí, a su despacho oficial, para escuchar de sus propios labios una oferta por nuestro paquete de acciones. Realmente dar un pase en el que ganaríamos unos cuantos miles de millones no constituía un plato despreciable. Al revés. Estaba claro que el Bilbao necesitaba un golpe de efecto si quería ganar. En ese instante era notorio que yo lideraba la defensa de Banesto. Si pudieran publicar en prensa que yo había cedido, que había vendido mis acciones, el éxito estaba garantizado. La desaparición del líder de la defensa siempre tiene consecuencias mortales para los defendidos. Una de mis aficiones es leer sobre el drama cátaro. Creo que no exagero si empleo la palabra «genocidio». El papa y el rey de Francia decidieron que el modo más expeditivo de terminar con la herejía era matarlos a todos. Así, de paso, Francia se hacía con Occitania. La batalla fundamental fue la de Muret. Allí estaba Pedro II de Aragón, cumpliendo sus deberes feudales para con el conde de Tolosa. Aseguran que el rey era particularmente aficionado a las mujeres y que quizá se pasó de la raya en su tienda la noche antes de la batalla. La verdad es que cuando tomó su espada, una de aquellas gigantescas espadas de entonces, a duras penas podía levantarla. Se ve que en esto de la guerra con material pesado de uso individual el exceso de amor no proporciona fuerza, sino que, más bien, la arranca de las extremidades. Simón de Monfort se dio cuenta y de un plumazo se quitó de encima al rey. Se acabó la batalla. Murieron como moscas los aragoneses y aliados. Todo por un exceso de amor nocturno.

Pues sin que yo fuera Pedro II ni de lejos, lo cierto es que si conseguían mi retirada a cambio de dinero habrían ganado casi todo. A mayor abundamiento, lo lograrían si, como parte del trato, conseguían unas declaraciones mías en el sentido de que la fusión era imprescindible para abordar con garantías de éxito la integración europea y otras vulgaridades como esa. Ser consciente de que ese activo añadía un precio descomunal a tus acciones no era desagradable. Al revés: tentador, muy tentador. Para el Bilbao el asunto se medía en cientos de miles de millones de pesetas, así que unas decenas de miles más o menos era chocolate para el loro. Y en el fondo, si aceptábamos el trato, seríamos eso: un par de loros comiendo chocolate en las puertas del Olimpo.

Pero no lo aceptamos. Hoy por hoy sigo ignorando las razones profundas de tal decisión. Seguramente la inconsciencia, la sensación de irrealidad, la percepción de un protagonismo súbito y desmesurado en la sociedad española, algún instinto primario, la ignorancia de su verdadero poder, en fin, una mezcla de circunstancias que todas contienen algo de patología psicológica nos condujo a rechazar la oferta de Asiaín ante el desconcierto general de los amos del Sistema.

Decidí seguir ganando tiempo para que se cocieran en su propia salsa, para que cada día explicitaran con mayor fuerza la improvisación de sus planteamientos financieros, lo que dejaría desnudos y nítidamente visibles los propósitos políticos, y, por consiguiente, nos facilitaría la recepción de apoyo de accionistas y gente de la calle. Al tiempo decidimos encargar una encuesta entre los accionistas de Banesto para tener más o menos claro cómo reaccionarían en el caso de que finalmente el Bilbao, empujado por lo inevitable político, se decidiera a la barbaridad de plantear una OPA hostil.

Mientras sucedían los acontecimientos a velocidad de vértigo, el poder se desplazaba cada minuto hacia quien asumía el protagonismo externo de defensa de Banesto, es decir, yo. Lo lógico, lo natural, habría sido que tanto Juan como yo recibiéramos identidad de trato, en lo que a «salvadores» de la OPA se refiere. Pero yo acumulé, justa o injustamente, mayores dosis de tal elixir.

Desde el Banco de Bilbao se continuaba con las improvisaciones más insólitas, como, por ejemplo, pedir que una comisión de las familias de Banesto se reuniera conmigo y con representantes del banco vasco. Así lo hicimos y el espectáculo ni siquiera merece la pena ser contado, porque por lastimoso lo mejor es que descienda al olvido. La encrucijada para ellos aumentaba en espesor cada día. Alguien metió al Bilbao en un tremendo lío y ahora no sabían cómo salir. Mientras, los telediarios, en su intento de legitimar la victoria de Asiaín, relataban los acontecimientos del día provocando que mucha gente siguiera un suceso político-financiero con el mismo interés que esas telenovelas de producción suramericana que se emiten a la hora de la siesta.

Era tarde y estábamos cansados de tanto ajetreo diario con la historia de la OPA y sus derivadas. Decidimos salir a cenar a un restaurante que conocía Arturo Romaní. Justo antes de abandonar mi casa de Triana un motorista traía un sobre voluminoso. Aseguró que era de don José Ángel Sánchez Asiaín para mí y que su contenido resultaba extremadamente urgente. Tomé el sobre en mi mano y me senté en el sofá del salón de mi casa. Solo. Pensando. ¿Qué podría ser? Lo tenía claro, así que decidí no abrirlo. Llamé a Lourdes y nos fuimos a cenar. El sobre quedó en el bargueño de la entrada. Juan Carlos, de mi seguridad, me preguntó si tenía algo que decirle al mensajero, que esperaba una respuesta.

—Dile, por favor, que lo he recibido, que le diga a su jefe que es tarde, que mañana hablamos.

No se trata de que dispusiera de dosis especiales de adivinación, sino que sucedía que aquel lío en el que se había metido el Bilbao tenía muy mala salida. Solo dos: o rendirse o presentar una OPA. Como la rendición no necesitaba de sobre voluminoso, aquello solo podría ser la otra alternativa. Como era tarde, tenía hambre y no conseguiría nada abriendo el sobre, lo dejé estar. Cené tranquilo y al regresar a casa Lourdes me preguntó:

—Oye, ¿qué era ese sobre del Bilbao que trajeron antes de salir?

—Pues la OPA que van a presentar mañana.

—¿Cómo lo sabes? ¿Lo has abierto?

—No, no hace falta. Es que no puede ser otra cosa.

—¿Lo vemos?

—No. Ahora a dormir. Mañana será otro día.

A la mañana siguiente tomé el sobre, desayuné, me subí en el coche y salí con destino a Castellana. Justo al llegar a mi despacho me encontré con Rafael Pérez Escolar. Me preguntó si pasaba algo porque notaba el ambiente tenso. Le dije que Asiaín había decidido presentar la OPA.

—¿Qué dices? ¿Has visto las condiciones?

—No. Están en este sobre.

La cara de Rafael era un poema al comprobar que el sobre de marras no había sido abierto.

—Estúdialo y dinos algo, que el Consejo estará nervioso.

Al final, sin otra salida aparente y con muy escaso convencimiento, Asiaín presentó la oferta pública de adquisición de acciones de Banesto. Resultó ridícula. Ofertaban una cantidad pequeña en efectivo y el resto en acciones del Bilbao. La defensa fue muy fácil: quieren Banesto a cambio de papelitos. En esas condiciones y después de lo que había llovido sobre el suelo patrio, me parecía que caminaban hacia el desastre más grande del mundo, a pesar de que durante esos días buscaron como locos paquetes significativos de acciones de Banesto para poder ofrecer a la opinión un saldo relativamente consistente de su iniciativa. Como no pudieron comprar mis acciones ni las de Juan, andaban buscando a Coca y a otros para ver si podían presentarse ante la opinión diciendo que ya eran poseedores de una cifra del capital de Banesto que garantizaba que la operación tendría éxito. Pero no lo consiguieron.

Anunciada la OPA formalmente, el Consejo de Banesto aceptó la dimisión de José María López de Letona, porque, según él —y no le faltaba razón—, había perdido la autoridad en el banco, que se había desplazado hacia mí. Me dio cierta pena porque siempre he pensado que no era una mala persona. El día 28 de noviembre, el Consejo de Banesto me nombró vicepresidente y consejero delegado, anunciando, además, que asumiría la presidencia el 16 de diciembre del mismo año, cuando se cumplieran las previsiones sucesorias de Pablo Garnica Mansi. Letona desaparecía de la escena político-económica. La estrategia de los usurpadores de Banesto sufrió un golpe casi letal porque su hombre, el destinado a ejecutar sus planes, se encontraba fuera del poder del banco y con nulas posibilidades de regresar a él. El clavo ardiendo era Asiaín, la última baza, y para ello tenía que conseguir el control de la mayoría del capital de Banesto, algo que se presentaba como extraordinariamente difícil. Cada segundo aumentaban nuestros enteros y disminuían los suyos. Optaron por una estrategia límite: acudir a la televisión. Asiaín apareció en el telediario explicando su punto de vista. La batalla de la opinión se encontraba servida.

Sin embargo, no valoraron en su justa medida la decisión que el Consejo de Banesto adoptó sobre mí, que supuso una verdadera conmoción en la opinión pública española, que veía a un chico de treinta y nueve años que en tres meses pasaba desde la calle a consejero de Banesto, consejero delegado, vicepresidente y futuro presidente. Era una baza que había que jugar y la única posibilidad que teníamos de salir vivos. Si ganábamos la batalla de la opinión pública, los accionistas de Banesto no atenderían la oferta del Bilbao. Así que tuve mi primera experiencia personal en la televisión, cuando decidí acudir al telediario de la noche para contestar las intervenciones del presidente del Bilbao.

Me temblaban las piernas y me sudaban las manos en el momento de comenzar, a pesar de que minutos antes el presentador había mantenido un breve encuentro conmigo para orientarme sobre las preguntas que me iba a hacer. Como soy confiado por naturaleza, siempre pensé que el señor De Benito —así se llamaba el locutor— no me iba a engañar y que su gesto de apuntarme por dónde iban a ir los tiros era sincero. Enseguida me di cuenta de que estaba equivocado. Las preguntas nada tenían que ver con las que me había dicho. Supuse que era una estrategia para distraer mi mente, para minar mi capacidad de concentración y para que, a consecuencia de todo ello, quedara fatal ante el auditorio. Me percaté y dejé la rabia para otro momento. Concentré mis fuerzas en las respuestas ignorando las prácticas de De Benito.

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