Ni una palabra. La máquina se encontraba en el costado izquierdo de la cama. Se aproximó cautelosa a ella. Miró a Lourdes, inmóvil, gesto sereno, sensación de plenitud, de calma, mientras, curiosamente, el ritmo de su corazón físico se aceleraba. Salió de la habitación con el rostro casi del mismo color que su bata blanca, envuelta en silencio, preñada de asombro, asustada. Nos dejó sin recomendarnos nada. Eran más o menos las tres de la mañana. Así transcurrió la noche. Cuando el nivel de oxigenación descendía de nuevo al umbral irreversible, yo pasaba la mano suavemente sobre su brazo derecho y de nuevo en su oído le susurraba: «Aguanta, Lourdes, aguanta...». Y el corazón se agitaba con fuerza y el nivel de nuevo aumentaba. Ignoro si me oía, si podía entender mi lenguaje, si captaba mi vibración sonora en ese oír de los que permanecemos por aquí fuera, pero lo evidente, lo innegable, lo para muchos sorprendente, es que reaccionaba.
Llegó el alba. Las primeras luces penetraron en la habitación. Eran luces como las del alba de A Cerca, luces cálidas, serenas, que confeccionaban una atmósfera limpia, clara. No tuve necesidad de hablar. Me acerqué a su oído y con un susurro compuesto con una voz inundada de tristeza, de dolor y de nostalgia, dejé caer las palabras: «Ya llegó el alba, Lourdes, ya llegó el alba». Imposible entender racionalmente lo que costó pronunciar semejante frase. Una despedida sin retorno, un jamás, un nunca, un adiós eterno en el que ni siquiera podría caber nostalgia, una renuncia obligadamente repleta de un agradecimiento de densidad casi inhumana nacido del esfuerzo por alargar la vida una noche, por esperar a golpe de latidos forzados a entregarla con las luces de una mañana clara.
En ese instante algo extraño inundó la habitación. El corazón de Lourdes se calmó. Dejó el latir agitado para caminar hacia un silencio pausado. Tan calmo, y tan silente, tan suave y sin aristas de especie alguna que entendí la esencial fragilidad de la frontera entre lo que llamamos vivir y morir.
Cuando salí del hospital con destino a mi casa, mientras conducían a otra morada el cuerpo físico de Lourdes abandonado del postulado llamado vida, miré arriba en un gesto instintivo. En efecto, la mañana era clara.
Llegué a Triana, mi casa de Madrid. Caminaba como un autómata. Entré en mi despacho. Sin propósito ni criterio. Podría haber irrumpido en cualquier otro lugar, porque no hay lugares físicos cuando el alma se inunda de un dolor absoluto, total, un dolor frío compuesto de una eterna humedad. El sonido de mi móvil me devolvió a una realidad de la que deseaba huir con todas mis fuerzas. Miré en la pequeña pantalla situada en la parte superior del aparato, allí donde aparecen los números o los nombres de las personas que nos llaman.
Era el móvil del Rey. Lo tomé casi sin fuerzas, con la indiferencia existencial propia de un alma agotada. En ese instante me daba igual rey que plebeyo, gobernante o súbdito, nada me importaba. Lo acerqué mecánicamente a mi oído izquierdo. Creo que la palabra «señor», con la que inicié la contestación a la llamada, nació endeble, casi inaudible. La voz de don Juan Carlos sonó sincera, doliente, preñada de una pena compuesta de recuerdos y afectos y hasta con algo de rebelión.
—Lo siento mucho, Mario. ¡Esto ya no! ¡Esto ya no! ¡Esto ya es demasiado!
¿Qué se puede decir en un momento así? Nada. No hay lugar ni para el recuerdo, ni para la pena, ni para el agradecimiento. No existe espacio para ningún sentimiento diferente del dolor en estado puro. No existía en ese instante ni pasado, ni presente, ni siquiera futuro, ni Rey, ni no Rey, ni yo, ni Banesto, ni Europa, ni España... Nada. Un silencio que abruma en su propia intensidad, una oscuridad interior, dioses lejanos, voces que no suenan, almas reventadas...
—Muchas gracias, señor.
No supe decir más. No era instante de sentir agradecimiento. Eran momentos de convivir como pudiera con lo insoportable compuesto de incomprensibles inevitables. Así me dije a mí mismo en los días y noches de mi experiencia carcelaria. Me tocaba afrontar la más dura de las evidencias de la convicción interna en aquellas palabras.
Y ahora, casi a punto de cumplirse los tres años de aquella mañana, leía una noticia que me apenaba. Las palabras de la medicina oficial me golpeaban. Llamé al abogado, al que me mandó el SMS. No tenía más información que la que la prensa le proporcionaba y su capacidad de reflexión, mucho más que notable de ordinario. No quise pronunciarme más que con un «ya veremos, Jesús, ya veremos». Era cuestión de esperar. A esa hora, en A Cerca, ya consumida el alba, se instalaba con fuerza la mañana.
—Don Mario, ha venido su primo don Alfredo.
La voz de Alfonso me alejó de mis ensoñaciones. Envueltos en recuerdos, el tiempo circuló quieto, con la quietud del movimiento eterno. Ni siquiera me había duchado. Así que ahora tocaba ejecutar esas tareas a toda velocidad.
—Alfonso, dile por favor a don Alfredo que me espere. Le das un café y lo que quiera. Pero dile de mi parte que intente saber algo del Rey y que piense un poco qué pasaría si algo sucediera.
Alfredo Conde, natural de Allariz, algo, pero no mucho, mayor que yo, escritor reconocido con el Premio Nadal y el Nacional de Literatura en su currículum, entre otras condecoraciones literarias, consejero de Cultura de la Xunta de Galicia con González Laxe —moderado PSOE— como presidente, con una novela como Xa vai o griffon no vento en su capítulo de creaciones, que ha sido traducida a muchos idiomas y con muchos cientos de miles, seguramente más del millón, de ejemplares vendidos. En estos días, ahora, en el tiempo de A Cerca, su mirada y su hablar son serenos, su pelo lacio sigue vivo y en su sitio, aunque inevitablemente orientado al gris el tono de fondo, y una barba blanca, extremadamente blanca y cuidadosamente cincelada, perfilando como resultado global una madurez no irritada, ni con el mero hecho de acumular años, ni con los aspectos más amargos de una experiencia, propiciados estos últimos, claro, por la estulticia de ciertos ejemplares que constituyen una especie de jauría política, aficionada a la cacería y enloquecidos con el derramamiento de sangre.
Le conocí en 1988, tal vez en 1989. Desde luego, en mis primeras andaduras en Banesto. Un día de aquellos, los periodistas gallegos decidieron darme una comida, lo que no era de extrañar porque desde siempre, nosotros, los de esas tierras que Castelao llamaba Galiza, sentimos admiración y respeto por los que son capaces de triunfar fuera de ellas. El alma del emigrante a flor de piel, sin duda. Y yo representaba un tipo de triunfador muy característico, no solo por juventud, porte y demás atributos físicos, que siempre ayudan, sino, sobre todo y por encima de todo, por encaramarme en todo lo alto del más emblemático de los grandes bancos españoles. Así que, como digo, que nadie se sorprenda de ese homenaje, y eso que los gallegos somos cortos de lisonjas, cuidadosos con el vecino y respetuosos con sus vidas privadas. Seguramente porque no queremos que entren a saco en las nuestras. Allí, en aquella mesa, en un lugar de Madrid, estaba Alfredo como conselleiro. Alguien preguntó por nuestro posible parentesco. Contesté que yo no tenía información de esa naturaleza, pero Alfredo, tomando la palabra, afirmó:
—Algo de parentesco tenemos, porque tú eres nieto de Remigio Conde, de Vilaboa.
No le concedí excesiva importancia a un aserto pronunciado con ciertas dosis de solemnidad. La familia de mi padre, la gallega, la proveniente de Vilaboa (Allariz) carecía de presencia real en nuestras vidas, así que claro que sabía quién era mi abuelo, pero como la familia no se edifica a golpe de sangre, sino, sobre todo, de convivencia, y como los antecedentes históricos me han interesado lo justo, la admonición de Alfredo, aun efectuada con cierto empaque y proviniendo de un consejero y escritor ilustre, no recibió una entusiasmada respuesta de mi parte.
Así quedó la cosa. Alfredo, con el paso del tiempo y el correr de la vida, dejó de ser consejero de la Xunta, pero no cesó en su misión de escribir. Y yo dejé el banco, por lo que el reencuentro de nuestras vidas se produjo en circunstancias bien diferentes de aquellas en las que nació. Maduras las almas, sosegados los impulsos, fermentadas las convicciones, recompuestas las ilusiones, nació una amistad sincera en la que los antecedentes genealógicos no pasan de la dimensión de lo anecdótico.
Cuando concluí la ducha y el afeitado de urgencia, que me costó un corte pequeño de esos que no consigues que dejen de sangrar ni con la Guardia Civil, me dirigí al encuentro de Alfredo. Atravesé la galería del poniente, llegué al primer descansillo, seguí descendiendo en el casi iniciático diseño de nuestra casa gallega y me encontré en el lugar en el que Alfredo solía sentarse desde que comenzamos en A Cerca una convivencia intensa de fines de semana. Rodeado de cristales por los lados norte y poniente, con una visión del patio interior, adoquinado, empedrado, cuadrado, cercado con macetas de color caldero y vegetación de tonos verdes, «recoleto», que dicen algunos, Alfredo, auxiliado de una mesa camilla a la vieja usanza, en cuyo interior vivía un brasero eléctrico, ya había conectado su ordenador y se encontraba en plena pelea con la escasa señal wifi que se captaba en ese lugar.
—¡Qué! ¿Conseguiste saber algo del Monarca? ¿Tienes mejor información que la oficial?
—No, no sé nada, porque a los que pregunto me dicen lo mismo, que tiene mala pinta pero que confían en que se arregle con la operación que le están haciendo.
—Si es un tumor, un cáncer de pulmón, tiene arreglo complicado pero posible si es en uno solo de los pulmones. En otro caso, la noticia es auténticamente mala.
—Sí, claro. Con la que está cayendo esto puede complicar mucho las cosas. Pero supongo que te habrá traído recuerdos tristes...
Me imagino que por la expresión de mi cara y por la lógica de los acontecimientos Alfredo supuso que de un modo u otro las noticias del posible tumor del Rey me habrían conducido —como así fue— a renovar pensamientos sobre la enfermedad de Lourdes.
—Sí... claro... Alfredo, sin duda..., pero en la vida hay que no pertenecer a ese grupo de personas que se sienten cómodas instaladas en el sufrimiento. Con esa actitud reclaman la compasión de los demás y se transforman en inspiradores de lástima ajena y en ese papel se sienten cómodos y felices... Mucha más gente de la que pensamos practica este vicio. Es mucho más difícil superar el dolor y seguir viviendo, pero eso es exactamente lo que tenemos que hacer.
Alfredo prefirió no contestar de modo inmediato. Dedicó unos segundos de silencio al propósito de que estos pensamientos se desvanecieran de nuestra atmósfera mental. Pero conocía mi cariño por don Juan Carlos y la pregunta se convirtió en un inevitable lógico:
—Entiendo, pero al margen de las consecuencias políticas, supongo que te dará pena, porque siempre has dicho que tienes afecto por el Rey y por su padre...
—Y es verdad, Alfredo, así es.
Contesté de modo que evidenciaba mi deseo de profundizar con cierta soledad en los pensamientos que en ese momento me embargaban. Alfredo, rápido y atento al lenguaje corporal de quienes con él comparten tertulia, fingió prisa por confeccionar, por concluir unos artículos que tenía que entregar a los medios en los que colabora, y en darle una vuelta más a su novela en ciernes de impresión. Aproveché el capote que me tendió para caminar por la galería de A Cerca. El suelo, entarimado en castaño viejo y colocado sobre gruesas vigas procedentes del mismo árbol, provocaba una sonoridad especial a cada paso. Sonoridad y vibración, porque además del ruido, el suelo gemía, como si se sintiera agudamente lastimado por el peso que sobre él se desplazaba. Me recordó la casa de mis abuelos en Covelo. Sonidos y olores son, en mi experiencia personal, los vehículos más eficientes para viajar al mundo de recuerdos de la niñez.
Ahora se trataba de descender en la memoria al almacén de mis primeras vivencias con el Rey y su padre. Al iniciar el viaje no pude evitar una sonrisa. Algunos periodistas especializados en eso que llaman periodismo de «investigación» aseguraban sin el menor rubor que mi relación con don Juan Carlos nació en los pantalanes del club náutico de Mallorca, adonde según ellos acudí para conseguir proximidad al Monarca, siendo yo presidente de Banesto. No es que presuma mucho del poder del presidente del entonces gran banco español, pero siéndolo no necesitas, ni mucho menos, andar con bermudas blancas paseando rodeado de barcos de regatas por ningún club del mundo. Basta con pedir audiencia y te será concedida, como es lógico, natural y consustancial al poder que desempeñas. Porque el Rey es el Rey, pero ser presidente de uno de los siete grandes de entonces era mucho, medido, claro, en términos de influencia y poderío social, algo perfectamente compatible con ser endeble en calidad humana.
Conocí a don Juan Carlos mucho antes, al poco de llegar a Antibióticos, allá por 1984, más o menos. Es verdad que fue con ocasión de una regata en la que participábamos ambos, aunque en clases diferentes. El Rey en regata pura. Yo en regata crucero. Son las regatas frías porque tienen lugar en las proximidades de Semana Santa, y en esas fechas en Mallorca es normal que llueva, para desespero de los que decidieron pasar vacaciones en la isla buscando sol y calor. Se van —claro— despotricando, porque se gastaron su dinero y no recibieron la compensación que esperaban. Lo curioso, que al tiempo explicaba la gregarización humana, es que, impasible el ademán, retornaban año tras año a repetir la misma ceremonia.
El armador del barco que utilizaba el Rey para esas competiciones de vela en aguas de la bahía mallorquina de Palma, un industrial catalán apellidado Cusí, dueño de unos laboratorios farmacéuticos famosos por sus productos oftálmicos, me vino a decir que su majestad quería conocerme. Allí mismo, a unos pocos metros de distancia, situado junto a la barra del viejo club náutico mallorquín, se encontraba don Juan Carlos. Me acerqué aparentando tranquilidad lo mejor que pude. Me saludó con su simpatía habitual. Supongo que me conocería de algo, y ese algo debía de ser Juan Abelló, con quien el Rey compartía aficiones cinegéticas, y como Juan y yo entonces éramos ya amigos y socios, pues supongo que en algunos de esos saraos, después de matar algunas perdices de más, envueltos en alguna copa, comentarían jugadas financieras, porque de dinero y mujeres, por este orden, es de lo que hablan ciertas capas sociales españolas. No sé si de todo el mundo, pero desde luego es afición de vieja raigambre hispana.