Los días de gloria (116 page)

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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

BOOK: Los días de gloria
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La verdad es que el Consejo de Ministros, insisto, el Consejo de Ministros presidido por González adoptó formalmente un acuerdo de trasladar al fiscal general del Estado la orden de que investigara qué había de cierto en las informaciones periodísticas que me vinculaban con el chantaje a la Corona. Sinceramente, creo que De la Rosa no pasaba de ser un mero convidado de piedra en la operación. ¿Venganza por las informaciones del GAL? Pues es posible. Pero el GAL existió. El chantaje al Rey, cuando menos de mi costado, no. No es baladí la diferencia.

El fiscal general del Estado, Carlos Granados, al recibir la comunicación del Gobierno, llamó a Fernando Almansa, entonces jefe de la Casa del Rey, quien le dijo —según me contó— que carecían de cualquier información de que yo, directa o indirectamente, hubiera efectuado cualquier tipo de amenaza al Rey. Mucho menos chantaje. El fiscal general no tuvo más remedio que aceptar esa versión. Obviamente, quería que Almansa declarara como testigo en las diligencias que se abrieron con esa finalidad, pero Fernando se negó, o, en cualquier caso, lo que relataría si tenía que acudir a declarar formalmente sería lo mismo que comunicaba al fiscal general del Estado telefónicamente. Importante el gesto de Almansa. Hay que situarse en el contexto de una llamada ni más ni menos que del fiscal general del Estado y de un asunto ni más ni menos que de chantaje al Rey. Resistir no es tan fácil, porque en ocasiones la verdad te trae problemas. Pero Fernando aguantó. Y no solo eso.

Belloch, entonces ministro de Justicia e Interior y un hombre del que será necesario hablar, llamó a Almansa por teléfono para decirle que por qué se empeñaba en obstaculizar la investigación del fiscal general sobre mí, a lo que Fernando contestó que no ponía ninguna traba, sino que, simplemente, no estaba dispuesto a declarar algo distinto a la verdad. El ministro le insistió en que era imprescindible meter en la cárcel a Mario Conde por chantaje al Rey.

Mientras tanto, Felipe, en un mitin preelectoral pronunciado en Barcelona, se tiró al río y aseguró públicamente que el chantaje al Rey era la prueba de que todo provenía de una conspiración y, fracasado el intento de centrarla en el Gobierno, acudía, mediante un sofisma de cuarta fila, a ligar Corona con presidente del Gobierno, y presidente del Gobierno con candidato socialista a las elecciones generales que se avecinaban a pasos agigantados.

¿Cómo se atrevió a dar semejante paso sin tener los machos bien atados? Tal vez pensaran que el Rey cedería. De hecho, Felipe trató de convencerle. Tengo la certeza, pero solo certeza, de que llegó a pedirle al Rey que permitiera a Almansa declarar en mi contra. Si no lo hizo Almansa, es porque el Rey se negó. Aunque se lo hubiera permitido —imposible—, no habría declarado una falsedad semejante. La mejor prueba de cuanto digo es que Felipe González, léase, el presidente del Gobierno de España, cogió el teléfono y llamó personalmente a Almansa, en un último intento de presión. Fernando Almansa no atendió los deseos del presidente del Gobierno.

La tesis del chantaje al Rey murió.

La imagen que yo tenía de González falleció.

Aun así, a través de dos mensajeros diferentes, en tiempos recientes, le he hecho llegar un mensaje. ¿Por qué no contamos la verdad a este país? ¿Por qué no lo relatamos para que se conozca lo que sucedió? Es muy posible que le convencieran, o se dejara convencer, de que se estaba gestando una especie de Gobierno de coalición, de un asalto al poder que no siguiera el cauce de los partidos, de que tenían que hacer algo para defender el orden constitucional..., en fin, argumentos de ese tipo que son merecedores de atención. Quizá es más exacto asegurar que le convenía creérselo, pero en todo caso son consideraciones que pueden ser entendibles, aunque la reacción tan brutal resulte más que injustificada. Pero un hombre con grandeza moral se enfrenta a su propia historia y a la de su país tratando de poner orden en donde causó desorden.

No reaccionó a las propuestas que supongo le hicieron. Ya me dijo Luis María Anson, después de aquel almuerzo con González, que creía que Felipe nunca contaría la verdad. Y eso que Luis María admira a González como hombre de Estado. Es posible, supongo, que alguien que sea capaz de hacer cosas más o menos grandes como líder de un Gobierno, también lo sea de otras más bien diminutas moralmente como persona humana. Es posible. Lo cierto es que nunca recibí respuesta.

Alfredo Conde, en la conversación que mantuvimos como último capítulo de este libro, justo antes de dar comienzo a la escritura de este epílogo, en un momento dado, con un enorme ejercicio de sinceridad, me dijo:

—Yo creo lo que dices de la política, de que no te querías dedicar, de que estabas comprometido con el banco y Morgan, pero en Santiago un día me dijiste que no me comprometiera demasiado con Fraga por si acaso.

—¿Eso fue en 1993, no?

—Sí, recuerdo bien.

—Es verdad. Y es que en aquellos días, ante la situación general, se nos ocurrió una idea: crear una lista civil de cara a las elecciones europeas. Personas de la sociedad civil que, sin dejar sus trabajos y dedicaciones, formarían una lista independiente de los partidos y que irían al Parlamento Europeo para que la construcción de Europa no fuera exclusivamente una cosa de políticos obedientes de un partido, sino de personas que viven y sufren a diario la sociedad en su dimensión real, y digo sufrir porque no te olvides de que en 1993 la economía y la política estaban mal.

—Como están ahora.

—Bueno, ahora, peor, porque cuando no arreglas las causas de los problemas, las consecuencias se agravan.

—Pues esa idea de lista civil sigue siendo válida hoy en día.

—Quizá más válida que nunca, Alfredo. Pero la sociedad..., ¿la sociedad está preparada? Este es el gran asunto, porque vista desde fuera es penosa la situación.

A mi juicio lo peor del pacto González-Aznar para intervenir Banesto y ejecutar todos los desarrollos ulteriores que implicaban al Parlamento, a la clase política, a la judicatura, a los medios de comunicación social... Visto desde hoy, digo, lo peor de aquel pacto no fueron las consecuencias que me afectaron a mí, a mi familia, a mis amigos, a Paloma Aliende, a los consejeros del banco, a las personas que me han acompañado estos años, en fin, a todo nuestro círculo. Lo peor fue el mensaje que se transmitió a la sociedad española. El poder político no consiente voces independientes que procedan de la sociedad civil. El poder político, la clase política y los partidos políticos monopolizan el debate público. La democracia consiste en votar cada cuatro años. Punto y final. Quien se salga de este guión sufre las consecuencias del Sistema.

No es exagerado lo que escribo. ¿Qué voces reales de la sociedad civil hemos escuchado durante estos largos años? Hoy vivimos una de las crisis peores que jamás hemos padecido y que ni siquiera saben o parecen querer saber explicar con claridad su origen, causas, derivadas y consecuencias. ¿Dónde están las Universidades? ¿Qué Universidades han contribuido al análisis y tratamiento de la crisis? ¿Y las Academias? ¿Y los Colegios Profesionales? ¿Y los intelectuales, los así llamados intelectuales? ¿Quién no ha sucumbido de un modo u otro al poder del Sistema? ¿Quién no ha edificado toda su arquitectura de valores en el axioma de que lo bueno es lo conveniente y lo mejor lo muy conveniente? Y no hablamos de conveniencia de otro orden distinto al meramente material, económico, financiero, social...

Sinceramente, hubiera resultado inimaginable que nos tocara vivir, estando vivos y algo coleando, una verdadera crisis financiera como la que sufrimos en los días en los que escribo este epílogo, agosto de 2010, crisis derivada, entre otras cosas, de los no-valores en los que se instaló nuestra sociedad, y no solo nosotros, España, ni siquiera solo Europa, sino posiblemente sea extensivo a la sociedad occidental. No es este libro, como digo, el lugar adecuado para profundizar sobre ello, ¿pero quién se iba a imaginar que en 2008, el ministro Solbes, el que compareció ante el Parlamento el 28 de diciembre de 1993, iba a ser ministro con esta verdadera crisis financiera? ¿Cómo podría explicar el señor ministro que en 2008 hizo exactamente lo contrario que en 1993 con Banesto? Este dato ya sería de por sí suficiente. ¿Cómo explicar que en 2008 todos los Gobiernos del mundo hicieron lo que el Rey pedía a González, es decir, que a los bancos con problemas se les ayuda? ¿Cómo explicar...? En fin. Tengo multitud de preguntas sucesivas, pero resulta cansino al tiempo que innecesario. En el fondo se explica todo muy fácil, porque, como dijo Luis María Anson en un programa en Intereconomía, González me decía la verdad aquella mañana cuando le pedía subir a verle para explicarle la realidad de los números y con tono casi paternal me respondía: «No es eso, Mario, no es eso».

Pero por trágica que haya sido la conducta, el comportamiento de los políticos, que les ha llevado a convertirse en uno de los principales problemas de la sociedad española según indican las encuestas de opinión, lo verdaderamente trágico para mí es el comportamiento, la conducta de quienes vivíamos en el mundo empresarial. No estuvimos a la altura de lo que nos demandaba el país en esos momentos. No supimos ser empresarios reales, porque un verdadero empresario jamás sacrificará sus convicciones en el altar de un poder que alterando las reglas del mercado le concede favores a cambio de sumisión. Esa conducta corresponde a estereotipos diferentes del empresario. Pero lamentablemente de eso vivimos y sufrimos mucho. Intereses personales, egoísmos sociales, complejos de diferente textura, y… dinero, mucho dinero obtenido por procedimientos que no se ajustan a los estrictamente empresariales.

Este es para mí el aspecto que más tristeza me causa. Que no supimos estar a la altura de lo que demandaba nuestro país. Y hoy, cuando contemplas unos bancos que destrozan empresas porque no pueden prestar debido a problemas que tienen que ver con la riqueza financiera —así llamada— y no con la creación de riqueza real, cuando contemplas el despilfarro en especulación financiera y urbanística, cuando observas cómo más de 350 000 empresas han desaparecido en un año, cuando tienes que asumir que más de cuatro millones de personas se encuentran en paro, cuando te golpea un paro juvenil de más del 40 por ciento, cuando demasiadas personas se preguntan qué es lo que sucede, los acontecimientos vividos recobran su fuerza, su terrible potencia.

Mi sobrino me abordó secamente un día:

—Tío, me he comportado como me habéis pedido. Estudié carrera, y máster, y me casé, y soy decente, y no consumo drogas, y trabajo lo que me piden y más, y ahora, desgraciadamente, a mis treinta y seis años, me encuentro en paro sin expectativas... ¿Qué he hecho mal? ¿O es que me habéis engañado?

Es una terrible pregunta.

No tengo una única respuesta. Quizá este libro y su lectura contribuyan a averiguarla.

Es posible que algunos crean que este libro no debió ver la luz. Incluso pueden acusar de deslealtad a quien, transcurridos veinte años, relata parte de lo sucedido, cuando las consecuencias de esa verdad no pueden ser sino morales, mientras que otros las hemos sufrido de todo tipo. Quienes así piensan lo que desean es que no se siga instalado en la oscuridad. O en una verdad prefabricada con fines tan obvios como despreciables. Pero yo tengo un derecho y, más aún, un deber moral de contribuir a ella. Tengo el récord de libros escritos sobre mi vida. Cientos de miles de páginas. Cientos de horas de televisión. Informes semanales, reportajes, telediarios, programas de debate... Todo ello durante los años en que permanecía directa o indirectamente encarcelado. Sin capacidad de respuesta.

Aunque solo fuera por eso, podría decir que es mi turno, porque no vaya a ser que otros puedan escribir impunemente sobre mi vida y yo no pueda hacer lo propio, que otros puedan describir lo que no vivieron y yo me vea privado de la libertad de relatar lo que viví, presencié, sucedió, ocurrió. Lo peor es que lamentablemente conozco cómo se confeccionan algunos libros y artículos. En una de aquellas reuniones, cuando se trataba de escribir un libro sobre el llamado sindicato del crimen —un determinado grupo de periodistas— con independencia de consideraciones morales, le dije a Polanco que no creía que existiera persona capaz de ponerse a escribir un libro denigratorio y falso sobre alguien. La respuesta me dejó helado:

—Nosotros tenemos a alguien encargado de los trabajos sucios. Se llama Ernesto Ekaizer.

Lo curioso no es que alguien dedique su pluma a ese menester. Lo curioso fue la serenidad con la que se admitió que formaba parte de la plantilla. Desde la intervención de Banesto en 1993 pude comprobar hasta qué punto Polanco decía la verdad.

Pero no se trata de eso. No me importa reivindicar nada porque en el fondo nada tengo que reivindicar. Los hechos, los acontecimientos, lo obvio ha hecho ese trabajo por mí. Para eso no se necesita mi pluma. Y soy perfectamente consciente de que fueron muchos los que de un modo u otro colaboraron en los hechos descritos. No podrán admitirlos. Pero eso tampoco importa. No es mi problema que otro se instale en la mentira. Si así se encuentra a gusto, mejor no cambiar por si las moscas.

Pero tenía, al menos sentía cierta deuda moral por explicar a los empleados y directores de Banesto que convivieron conmigo lo que realmente sucedió. Me apetecía cumplir la deuda, aunque debo confesar que me causó cierta tristeza, un sentimiento agridulce, comprobar que se hablaba mucho del espíritu Banesto, pero lo cierto es que ante el acoso del poder, ante la brutalidad de una reacción en la que participó toda la clase política, financiera y mediática española, el comportamiento no fue diferente del que se habría producido en otra empresa, financiera o del sector real. En los días de la reunión de La Unión y el Fénix, de aquella inolvidable concentración de directores, arriesgué por una entidad llamada Banesto, que en el fondo son personas. Los directores fueron conscientes de todo cuanto hice por ellos en mis años de presidencia. La intervención se saldó con un elocuente silencio. Seguramente sería imposible pedir otra cosa. Es más, fui yo quien dijo que lo importante en aquellos instantes era el banco, ayudar a que no desapareciera, y así se lo pedía a los directores generales en presencia de Enrique Lasarte y Alfredo Sáenz. Pero siempre queda ese pequeño sabor agridulce. En 1987 la historia comenzaba de una manera épica. No fue la épica la que presidió los comportamientos de 1993 y 1994. Humano, sin duda.

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