Los días de gloria (103 page)

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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

BOOK: Los días de gloria
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14 de octubre. Todavía bajo los efectos de la tesis de Anson, recibo en mi despacho la visita del embajador ruso, de la que di cuenta en páginas anteriores.

Eran ya tres personas cualificadas que en un mismo día insistían en la necesidad de cambiar el modelo político para conseguir superar la tensión en la que vivíamos, y todos ellos coincidían en que el problema era González y la necesidad de sustituirle. Efectuado el diagnóstico, lo complejo residía en el tratamiento.

El 19 de octubre de 1993, cinco días más tarde, almorzaba con Miguel Roca en el comedor de Banesto, en compañía de José Antonio Segurado. Como me recordó el propio José Antonio en estos días de julio de 2010 en el que comentamos algo de nuestra época juntos, antes de ese almuerzo viajamos él y yo a Barcelona para una cena con Jordi Pujol y Miguel Roca en el palacio de la Generalitat, que resultó interesante y fluida, pero en la que no abordamos de modo directo asuntos de calado político. En este de Banesto y en ese día sucedió todo lo contrario.

Después de los introitos de rigor pasó a tratar lo único que realmente le importaba: la situación política del país. Su comienzo no pudo ser más demoledor.

—No tenemos absolutamente ninguna confianza en Aznar. Más bien nos inspira cierto miedo. Si nos fuerzan a elegir entre él y Felipe González, lo tenemos claro: Felipe. Aunque sabemos que no es la solución, sino el problema.

Hasta el momento nada que no supiéramos, pero eso de remacharlo siempre añade carga adicional. Pero Roca no se detuvo ahí. Fue más lejos, mucho más lejos de lo que cabría sospechar.

—Por ello, ayer hablé con Pujol y te transmito oficialmente nuestra postura: si en algún momento lideras algún movimiento político, por nuestra parte estaríamos dispuestos a ayudarte.

¿Qué responder? ¿Cómo? Pues con una sonrisa algo de circunstancias, un agradecimiento verbal expresado en voz baja y sobre todo un desviar la conversación de semejante zona plagada de minas. A esas alturas del curso no debías fiarte de nadie. Creo que Roca es buena gente y hombre de fiar, pero en todo caso cuando las aguas de la política se manifiestan especialmente turbulentas, hay que tener especial cuidado, porque las riadas suelen ser demoledoras.

A partir de ese momento y a la vista de mi actitud de no penetrar a fondo en el ofrecimiento concreto, se extendió en una serie de consideraciones sobre el momento económico, la posibilidad de que empeorara de manera sustancial, la hipótesis nada despreciable de que el miedo se extendiera entre los inversores extranjeros, la escasa capacidad de Solbes para liderar el momento... En fin, Roca siempre expone las cosas sensatamente y nada de lo que argumentaba chirriaba. Salvo una: la posibilidad de crear esa tercera fuerza y que la liderara yo.

Mi contestación al catalán fue muy clara.

—Mira, Miguel, hay que empezar por reconocer que la política económica seguida ha sido equivocada. Lo he advertido en varias ocasiones. O rectificamos, o podemos perder un tren de la historia. Además es que con Solbes no tenemos dirección económica. Se necesita una persona y creo que podrías ser tú. Yo estaría encantado en ayudarte pero desde el banco.

—Creo que Felipe estaría dispuesto a ello, Mario, pero Pujol no quiere ni oír hablar de esa posibilidad.

—Pues entonces...

Cuando el político catalán abandonó el edificio central de Banesto y nos quedamos solos José Antonio Segurado y yo, le dije de manera rotunda:

—La idea de formar un tercer partido y que lo encabece yo no tiene ni pies ni cabeza. Seguramente tendría éxito y conseguiría un número sustancial de diputados. No lo dudo. Pero no es ese el asunto. No se entendería que con todo lo que tenemos en nuestras manos, el banco, los medios de comunicación social, la capacidad de conectar con la opinión pública, disponiendo de todos estos activos de repente los tiráramos por la borda y nos metiéramos de lleno en una aventura política. No tiene sentido. Además, podría perder el control del banco. Incluso no podría responder ante hipotéticas maniobras hostiles, posibles si me encuentro fuera de su estructura. En fin, creo que sería de un aventurerismo más que exagerado. Posiblemente suicida.

Pero en esa conversación surgió una posibilidad. Yo tenía prestigio en el mundo económico y financiero. ¿Por qué no ocupar una cartera de Economía en un Gobierno de González? Sobre el papel una locura, pero sería la única alternativa para que lo pudieran entender los de J. P. Morgan y ayudar a este país. Sin embargo, coincidimos ambos en que resultaba atractivo, aunque impracticable.

—Pero en cualquier caso creo que es mucho más importante lo que estás haciendo, lo que puedes hacer desde la sociedad civil que lo que podrías llevar a cabo en la política. Esa es mi opinión sincera —decía José Antonio.

Al día siguiente volví a almorzar con Antonio Asensio. Dedicamos mucho tiempo a esta cuestión. Le planteé la idea que comentamos José Antonio Segurado y yo. Le pareció excelente, como idea, pero impracticable. La razón para tal juicio residía en las características personales de Felipe González. Me sobrecogió lo que Antonio, supuesto felipista, me dijo:

—Mira, Mario. Hace muchos años que le conozco. Tantos como veces me ha engañado. Felipe te usa cuando te necesita y después te deja tirado. No es una compañía aconsejable, sencillamente porque no puedes fiarte de él.

Me sentí conmocionado por esa forma de hablar de un líder como González. Estábamos solos, no quería nada, no pretendía ningún favor. Me estaba transmitiendo sus pensamientos íntimos, sinceros, exentos de motivos espurios.

Continuó:

—No puedo olvidarme del odio africano que vi en los ojos y gestos de Rosa Conde, la ministra, cuando tuve que hablar con ella del acuerdo contigo. No podemos olvidarnos de estas cosas. Hoy nos respetan, Mario, porque no tienen otra alternativa, porque están débiles y nosotros no. Pero no dudes que si hubieran sacado 180 diputados estarían intentando echarnos de España. No pueden resistir —grábate esto con letras de fuego—, no pueden resistir que la gente triunfe sin que ese triunfo haya sido bajo sus auspicios.

La verdad es que cuando releo estas notas diecisiete años después, me considero un profundo imbécil, porque creo que el único que realmente sentía respeto por el presidente del Gobierno de entonces, que creía en su palabra, que se convencía de la bondad y sinceridad de sus discursos de modernización de España, era yo. Así me fue, claro.

Las informaciones corrían por los mentideros de la villa madrileña a velocidad de vértigo. Por ello no me extrañó la llamada de Pedro J. Ramírez.

—Quiero que sepas que la tercera fuerza me parece muy bien, pero en estos momentos resulta imprescindible dejar que Aznar se presente en solitario a las siguientes elecciones, sin un nuevo partido que enturbie el mapa, y si nuevamente fracasa, entonces sería el momento ideal para ese nuevo partido.

Antonio Asensio, por su parte, almorzó con Felipe González, quien, ante la sorpresa de Antonio, abordó el tema de la tercera vía liderada por mí, asegurándole que le parecía lógico que a mis cuarenta y cinco años no quisiera extinguir mi vida rodeado de números bancarios, y que, además, era algo positivo para el país. Antonio, que no se fiaba ya de González, mantuvo una actitud de extrema prudencia, afirmando que, al margen de su opinión sobre ese hipotético nuevo partido, a mí me veía muy centrado en los números de Banesto y para nada con el menor interés de desembarcar en la política. Me llamó para insistirme.

—Mario, te digan lo que te digan, te lo diga quien te lo diga, no te fíes. Por una razón exclusivamente: porque no son gente de fiar. Ninguno.

25 de octubre. Almorzamos en Triana Alfonso Guerra, Txiki Benegas, José Antonio Segurado y yo. Ningún dato de especial interés salvo el volver a constatar el profundo abismo que se extendía entre los dos viejos líderes del socialismo español. Bueno, sí, y otra cosa, poco novedosa, por cierto, Alfonso Guerra —él también— quiso interesarse por saber qué había de cierto en la teoría del tercer partido y mi involucración en la política. Aquello dejaba de ser cansino para transformarse en agobiante.

En fin, el ambiente se caldeaba. Las descalificaciones sobre Aznar se convirtieron en lugar común de todos los foros madrileños. En mitad de tal clima me fui a pasar unos días a Jerusalén.

La religión ha ocupado un papel muy importante en mi vida. Sentía especial ilusión por ese viaje, y no preferentemente por conocer el modo y manera en el que los judíos se organizaron como Estado y como sociedad en convivencia. Eso me interesaba, sin duda, pero confieso que mucho más la reacción interna que me provocaría el contacto con los llamados por los cristianos los Santos Lugares. Para alguien que, como yo, es de tradición y vivencias cristianas, ese momento tendería a ser realmente inolvidable. ¿Qué sentí? Pues si ahora lo escribo es posible que no coincida con lo que redacté en su día, así que lo mejor es acudir a mis libros y transcribir mis vivencias de ese instante. Entonces escribí:

«Hoy es domingo, 31 de octubre, y me encuentro en Jerusalén. Desde hace muchos años he sentido curiosidad e interés por venir a tierras judías. Israel ha ejercido sobre mí una atracción curiosa y difícilmente explicable. Sin embargo, una vez aquí, lo cierto es que no he sentido ninguna emoción especial. Ni siquiera ayer noche cuando paseábamos por la ciudad vieja de Jerusalén. Ni cuando fuimos al muro de las lamentaciones y contemplaba cómo los hombres y las mujeres, estrictamente separados en bandos, se agitaban frente al muro, practicaban inclinaciones e introducían los papelitos con sus deseos en los resquicios libres entre las piedras. Me pareció un espectáculo curioso, pero no sentí la más leve alteración emocional».

Me invitaron oficialmente a visitar el Parlamento de Israel, di una conferencia a la que asistieron multitud de empresarios preparando el viaje del rey de España en su calidad de rey de Jerusalén, además, claro, de rey de Sepharad, cené con el eterno Simon Peres... En fin, cosas de esas, que no eran, ni mucho menos, lo que buscaba en mi viaje a Israel. Lo cierto es que lo que quería encontrar no logré identificarlo. Y es que no estaba en ningún lugar de Israel, sino dentro de mí mismo.

Miércoles 10 de noviembre de 1993. De nuevo por España, después de un muy interesante recorrido por tierras judías. Ahora tocaba retornar a lo prosaico, y me encontré en Moncloa en una nueva entrevista con Felipe González. Teóricamente la solicité para hablar con él sobre el Totta y Azores y, en concreto, sobre mi entrevista con Cavaco, las gestiones del Rey con Mario Soares y que, a pesar de todos esos importantes pesares, no avanzábamos ni un milímetro; al contrario, la tozudez del portugués nos retraía al máximo, hasta el extremo de que comenzaba a cansarme de pelear contra la irracionalidad, y si no se producía un cambio de rumbo que nos proporcionara al menos una esperanza, tendríamos que poner a la venta nuestro paquete, con lo que sin duda ganaríamos mucho dinero pero frustraríamos uno de los mejores proyectos de la historia financieropolítica española.

González asentía, pero se manifestaba algo pesimista por el carácter «espeso» —así lo calificó— del líder lusitano. Volvimos sobre Banesto y le hice una exposición extremadamente detallada de nuestra situación actual real, de la importancia de la ampliación de capital culminada con gigantesco éxito, de los planes con los americanos, en fin, de nuestro repertorio para los próximos años. Consumido un turno sobre los ecos de mi viaje a Israel, que le impactó, sobre todo por mi capacidad para entrevistarme con todos los líderes políticos israelíes, y otro sobre la situación económica española, con cierto tono de seriedad en el que un buen actor vislumbraría una broma de mejor o peor gusto, mirándolo fijamente a los ojos, le dije:

—Bueno, ahora quiero que sepas que el próximo lunes presento el Partido Liberal.

Felipe se turbó por algo más de un segundo; concentró todas sus fuerzas en evitar cualquier gesto exterior expresivo de agrado, sorpresa o aprobación. Ni siquiera apartó de mí su mirada y con una voz que pretendía ser un ejemplo de desapasionamiento, preguntó:

—O sea, que el lunes, por fin.

Comprendí que no se había percatado de que le estaba gastando una broma y ya con un tono decididamente serio le abordé.

—Mira, presidente, hablemos unos segundos en serio. Todo este asunto de mi dedicación a la política me está causando serios problemas porque es evidente que he asumido unos compromisos fuertes que me tienen atado al banco y, precisamente por ello, las referencias a mi salida al ruedo político me causan perjuicio por lo que transmiten de provisionalidad en mi puesto en Banesto, sobre todo tratándose de una persona tan significativa para el banco como lo soy yo en estos momentos. No tengo idea de quién se encarga de mover el asunto, pero me siento realmente incómodo. Lo que quiero es que al menos tú dispongas de la información real: a pesar de que estos últimos días, incluso semanas, me encuentro casi a diario con una forma poco sofisticada de presión, mi sitio es el banco y no quiero hacer nada distinto de lo que estoy haciendo.

—El problema es que tu dedicación a la política tiene mucha racionalidad. Tienes cuarenta y cinco años y nadie te imagina jubilándote en Banesto con setenta. Ni eres el prototipo de banquero tradicional, ni perteneces a familia con tradición bancaria. La gente te atribuye el carácter de alguien a quien le gusta hacer cosas. Te asignan inquietudes políticas, entre otras razones porque tú las alimentas con tus discursos. Por eso es lógico que la gente se lo crea; porque todo cuadra.

El tono de Felipe no contenía ni un miligramo de ira, indignación, reprobación, aprobación o asentimiento. Hablaba procurando eliminar cualquier brizna de énfasis positivo o negativo, como si se tratara de una voz de ordenador que pretendiera explicar la asepsia de razonar con lógica esterilizada. Prosiguió:

—Además tenemos el dato cierto de que Aznar no puede ser la apuesta de la derecha de este país. En estos últimos días he tenido ocasión de hablar con él a fondo por primera vez y me he dado perfecta cuenta de que no hay fondo en él, no tiene ideas propias, es muy poca cosa y estoy seguro de que, como te digo, no puede ser la apuesta de la derecha española.

—Bueno, pero si por un casual algún día gana las elecciones, por lo menos dejarán de darme la lata a mí.

—Ni aun así —contestó rotundo—, porque no ganaría él, sino que perderíamos nosotros y eso la gente lo percibiría con claridad. Te vuelvo a insistir en que la apuesta de la derecha no puede ser Aznar y eso es claro como el agua.

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