La relación que de su aventura siguió detallando en tono declamatorio causó gran hilaridad a Pancracio y al Manteca.
—Yo he procurado hacerme entender, convencerlos de que soy un verdadero correligionario…
—¿Corre… qué? —inquirió Demetrio, tendiendo una oreja.
—Correligionario, mi jefe…, es decir, que persigo los mismos ideales y defiendo la misma causa que ustedes defienden.
Demetrio sonrió:
—¿Pos cuál causa defendemos nosotros?…
Luis Cervantes, desconcertado, no encontró qué contestar.
—¡Mi’ qué cara pone!… ¿Pa qué son tantos brincos?… ¿Lo tronamos ya, Demetrio? —preguntó Pancracio, ansioso.
Demetrio llevó su mano al mechón de pelo que le cubría una oreja, se rascó largo rato, meditabundo; luego, no encontrando la solución, dijo:
—Sálganse… que ya me está doliendo otra vez… Anastasio, apaga la mecha. Encierren a ése en el corral y me lo cuidan Pancracio y Manteca. Mañana veremos.
VI
Luis Cervantes no aprendía aún a discernir la forma precisa de los objetos a la vaga tonalidad de las noches estrelladas, y buscando el mejor sitio para descansar, dio con sus huesos quebrantados sobre un montón de estiércol húmedo, al pie de la masa difusa de un huizache. Más por agotamiento que por resignación, se tendió cuan largo era y cerró los ojos resueltamente, dispuesto a dormir hasta que sus feroces vigilantes le despertaran o el sol de la mañana le quemara las orejas. Algo como un vago calor a su lado, luego un respirar rudo y fatigoso, le hicieron estremecerse; abrió los brazos en torno, y su mano trémula dio con los pelos rígidos de un cerdo, que, incomodado seguramente por la vecindad, gruñó.
Inútiles fueron ya todos sus esfuerzos para atraer el sueño; no por el dolor del miembro lesionado, ni por el de sus carnes magulladas, sino por la instantánea y precisa representación de su fracaso.
Sí; él no había sabido apreciar a su debido tiempo la distancia que hay de manejar el escalpelo, fulminar latrofacciosos desde las columnas de un diario provinciano, a venir a buscarlos con el fusil en las manos a sus propias guaridas. Sospechó su equivocación, ya dado de alta como subteniente de caballería, al rendir la primera jornada. Brutal jornada de catorce leguas, que lo dejaba con las caderas y las rodillas de una pieza, cual si todos sus huesos se hubieran soldado en uno. Acabólo de comprender ocho días después, al primer encuentro con los rebeldes. Juraría, la mano puesta sobre un Santo Cristo, que cuando los soldados se echaron los máuseres a la cara, alguien con estentórea voz había clamado a sus espaldas: “¡Sálvese el que pueda!” Ello tan claro así, que su mismo brioso y noble corcel, avezado a los combates, había vuelto grupas y de estampida no había querido detenerse sino a distancia donde ni el rumor de las balas se escuchaba. Y era cabalmente a la puesta del sol, cuando la montaña comenzaba a poblarse de sombras vagarosas e inquietantes, cuando las tinieblas ascendían a toda prisa de la hondonada. ¿Qué cosa más lógica podría ocurrírsele si no la de buscar abrigo entre las rocas, darles reposo al cuerpo y al espíritu y procurarse el sueño? Pero la lógica del soldado es la lógica del absurdo. Así, por ejemplo, a la mañana siguiente su coronel lo despierta a broncos puntapiés y le saca de su escondite con la cara gruesa a mojicones. Más todavía: aquello determina la hilaridad de los oficiales, a tal punto que, llorando de risa, imploran a una voz el perdón para el fugitivo. Y el coronel, en vez de fusilarlo, le larga un recio puntapié en las posaderas y le envía a la impedimenta como ayudante de cocina.
La injuria gravísima habría de dar sus frutos venenosos. Luis Cervantes cambia de chaqueta desde luego, aunque sólo
in mente
por el instante. Los dolores y las miserias de los desheredados alcanzan a conmoverlo; su causa es la causa sublime del pueblo subyugado que clama justicia, sólo justicia. Intima con el humilde soldado y, ¡qué más!, una acémila muerta de fatiga en una tormentosa jornada le hace derramar lágrimas de compasión.
Luis Cervantes, pues, se hizo acreedor a la confianza de la tropa. Hubo soldados que le hicieron confidencias temerarias. Uno, muy serio, y que se distinguía por su temperancia y retraimiento, le dijo: “Yo soy carpintero; tenía mi madre, una viejita clavada en su silla por el reumatismo desde hacía diez años. A medianoche me sacaron de mi casa tres gendarmes; amanecí en el cuartel y anochecí a doce leguas de mi pueblo… Hace un mes pasé por allí con la tropa… ¡Mi madre estaba ya debajo de la tierra!… No tenía más consuelo en esta vida… Ahora no le hago falta a nadie. Pero, por mi Dios que está en los cielos, estos cartuchos que aquí me cargan no han de ser para los enemigos… Y si se me hace el milagro (mi Madre Santísima de Guadalupe me lo ha de conceder), si me le junto a Villa…, juro por la sagrada alma de mi madre que me la han de pagar estos federales”.
Otro, joven, muy inteligente, pero charlatán hasta por los codos, dipsómano y fumador de marihuana, lo llamó aparte y, mirándolo a la cara fijamente con sus ojos vagos y vidriosos, le sopló al oído: “Compadre…, aquéllos…, los de allá del otro lado…, ¿comprendes?…, aquéllos cabalgan lo más granado de las caballerizas del Norte y del interior, las guarniciones de sus caballos pesan de pura plata… Nosotros, ¡pst!…, en sardinas buenas para alzar cubos de noria…, ¿comprendes, compadre? Aquéllos reciben relucientes pesos fuertes; nosotros, billetes de celuloide de la fábrica del asesino… Dije…”
Y así todos, hasta un sargento segundo contó ingenuamente: “Yo soy voluntario, pero me he tirado una plancha. Lo que en tiempos de paz no se hace en toda una vida de trabajar como una mula, hoy se puede hacer en unos cuantos meses de correr la sierra con un fusil a la espalda. Pero no con éstos ‘mano’…, no con éstos…”
Y Luis Cervantes, que compartía ya con la tropa aquel odio solapado, implacable y mortal a las clases, oficiales y a todos los superiores, sintió que de sus ojos caía hasta la última telaraña y vio claro el resultado final de la lucha.
—¡Mas he aquí que hoy, al llegar apenas con sus correligionarios, en vez de recibirle con los brazos abiertos lo encapillan en una zahúrda!
Fue de día: los gallos cantaron en los jacales; las gallinas trepadas en las ramas del huizache del corral se removieron, abrían las alas y esponjaban las plumas y en un solo salto se ponían en el suelo.
Contempló a sus centinelas tirados en el estiércol y roncando. En su imaginación revivieron las fisonomías de los dos hombres de la víspera. Uno, Pancracio, agüerado, pecoso, su cara lampiña, su barba saltona, la frente roma y oblicua, untadas las orejas al cráneo y todo de un aspecto bestial. Y el otro, el Manteca, una piltrafa humana: ojos escondidos, mirada torva, cabellos muy lacios cayéndole a la nuca, sobre la frente y las orejas; sus labios de escrofuloso entreabiertos eternamente.
Y sintió una vez más que su carne se achinaba.
VII
Adormilado aún, Demetrio paseó la mano sobre los crespos mechones que cubrían su frente húmeda, apartados hacia una oreja, y abrió los ojos.
Distinta oyó la voz femenina y melodiosa que en sueños había escuchado ya, y se volvió a la puerta.
Era de día: los rayos del sol dardeaban entre los popotes del jacal. La misma moza que la víspera le había ofrecido un apastito de agua deliciosamente fría (sus sueños de toda la noche), ahora, igual de dulce y cariñosa, entraba con una olla de leche desparramándose de espuma.
—Es de cabra, pero está regüena… Ándele, nomás aprébela…
Agradecido, sonrió Demetrio, se incorporó y, tomando la vasija de barro, comenzó a dar pequeños sorbos, sin quitar los ojos de la muchacha.
Ella, inquieta, bajó los suyos.
—¿Cómo te llamas?
—Camila.
—Me cuadra el nombre, pero más la tonadita…
Camila se cubrió de rubor, y como él intentara asirla por un puño, asustada, tomó la vasija vacía y se escapó más que de prisa.
—No, compadre Demetrio —observó gravemente Anastasio Montañés—; hay que amansarlas primero… ¡Hum, pa las lepras que me han dejado en el cuerpo las mujeres!… Yo tengo mucha experencia en eso…
—Me siento bien, compadre —dijo Demetrio haciéndose el sordo—; parece que me dieron fríos; sudé mucho y amanecí muy refrescado. Lo que me está fregando todavía es la maldita herida. Llame a Venancio para que me cure.
—¿Y qué hacemos, pues, con el curro que agarré anoche? —preguntó Pancracio.
—¡Cabal, hombre!… ¡No me había vuelto a acordar!…
Demetrio, como siempre, pensó y vaciló mucho antes de tomar una decisión.
—A ver, Codorniz, ven acá. Mira, pregunta por una capilla que hay como a tres leguas de aquí. Anda y róbale la sotana al cura.
—Pero ¿qué va a hacer, compadre? —preguntó Anastasio pasmado.
—Si este curro viene a asesinarme, es muy fácil sacarle la verdad. Yo le digo que lo voy a fusilar. La Codorniz se viste de padre y lo confiesa. Si tiene pecado, lo trueno: si no, lo dejo libre.
—¡Hum, cuánto requisito!… Yo lo quemaba y ya —exclamó Pancracio despectivo.
Por la noche regresó la Codorniz con la sotana del cura. Demetrio hizo que le llevaran el prisionero.
Luis Cervantes, sin dormir ni comer en dos días, entraba con el rostro demacrado y ojeroso, los labios descoloridos y secos.
Habló con lentitud y torpeza.
—Hagan de mí lo que quieran… Seguramente que me equivoqué con ustedes…
Hubo un prolongado silencio. Después:
—Creí que ustedes aceptarían con gusto al que viene a ofrecerles ayuda, pobre ayuda la mía, pero que sólo a ustedes mismos beneficia… ¿Yo qué me gano con que la revolución triunfe o no?
Poco a poco iba animándose, y la languidez de su mirada desaparecía por instantes.
—La revolución beneficia al pobre, al ignorante, al que toda su vida ha sido esclavo, a los infelices que ni siquiera saben que si lo son es porque el rico convierte en oro las lágrimas, el sudor y la sangre de los pobres…
—¡Bah!…, ¿y eso es como a modo de qué?… ¡Cuando ni a mí me cuadran los sermones! —interrumpió Pancracio.
—Yo he querido pelear por la causa santa de los desventurados… Pero ustedes no me entienden…, ustedes me rechazan… ¡Hagan conmigo, pues, lo que gusten!
—Por lo pronto nomás te pongo esta reata en el gaznate… ¡Mi’ qué rechonchito y qué blanco lo tienes!
—Sí, ya sé a lo que viene usted —repuso Demetrio con desabrimiento, rascándose la cabeza—. Lo voy a fusilar, ¿eh?…
Luego, volviéndose a Anastasio:
—Llévenselo…, y si quiere confesarse, tráiganle un padre…
Anastasio, impasible como siempre, tomó con suavidad el brazo de Cervantes.
—Véngase pa acá, curro…
Cuando después de algunos minutos vino la Codorniz ensotanado, todos rieron a echar las tripas.
—¡Hum, este curro es repicolargo! —exclamó—. Hasta se me figura que se rió de mí cuando comencé a hacerle preguntas.
—Pero ¿no cantó nada?
—No dijo más que lo de anoche…
—Me late que no viene a eso que usté teme, compadre —notó Anastasio.
—Bueno, pues denle de comer y ténganlo a una vista.
VIII
Luis Cervantes, otro día, apenas pudo levantarse. Arrastrando el miembro lesionado vagó de casa en casa buscando un poco de alcohol, agua hervida y pedazos de ropa usada. Camila, con su amabilidad incansable, se lo proporcionó todo.
Luego que comenzó a lavarse, ella se sentó a su lado, a ver curar la herida, con curiosidad de serrana.
—Oiga, ¿y quién lo insiñó a curar?… ¿Y pa qué jirvió la agua?… ¿Y los trapos, pa qué los coció?… ¡Mire, mire, cuánta curiosidá pa todo!… ¿Y eso que se echó en las manos?… ¡Pior!… ¿Aguardiente de veras?… ¡Ande, pos si yo creiba que el aguardiente nomás pal cólico era güeno!… ¡Ah!… ¿De moo es que usté iba a ser dotor?… ¡Ja, ja, ja!… ¡Cosa de morirse uno de risa!… ¿Y por qué no le regüelve mejor agua fría?… ¡Mi’ qué cuentos!… ¡Quesque animales en la agua sin jervir!… ¡Fuchi!… ¡Pos cuando ni yo miro nada!…
Camila siguió interrogándole, y con tanta familiaridad, que de buenas a primeras comenzó a tutearlo.
Retraído a su propio pensamiento, Luis Cervantes no la escuchaba más.
“¿En dónde están esos hombres admirablemente armados y montados, que reciben sus haberes en puros pesos duros de los que Villa está acuñando en Chihuahua? ¡Bah! Una veintena de encuerados y piojosos, habiendo quien cabalgara en una yegua decrépita, matadura de la cruz a la cola. ¿Sería verdad lo que la prensa del gobierno y él mismo habían asegurado, que los llamados revolucionarios no eran sino bandidos agrupados ahora con un magnífico pretexto para saciar su sed de oro y de sangre? ¿Sería, pues, todo mentira lo que de ellos contaban los simpatizadores de la revolución? Pero si los periódicos gritaban todavía en todos los tonos triunfos y más triunfos de la federación, un pagador recién llegado de Guadalajara había dejado escapar la especie de que los parientes y favoritos de Huerta abandonaban la capital rumbo a los puertos, por más que éste seguía aúlla que aúlla: ‘Haré la paz cueste lo que cueste’. Por tanto, revolucionarios, bandidos o como quisiera llamárseles, ellos iban a derrocar al gobierno; el mañana les pertenecía; había que estar, pues, con ellos, sólo con ellos.”
—No, lo que es ahora no me he equivocado —se dijo para sí, casi en voz alta.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó Camila—; pos si yo creiba ya que los ratones te habían comido la lengua.
Luis Cervantes plegó las cejas y miró con aire hostil aquella especie de mono enchomitado, de tez broncínea, dientes de marfil, pies anchos y chatos.
—¿Oye, curro, y tú has de saber contar cuentos?
Luis hizo un gesto de aspereza y se alejó sin contestarla.
Ella, embelesada, le siguió con los ojos hasta que su silueta desapareció por la vereda del arroyo.
Tan abstraída así, que se estremeció vivamente a la voz de su vecina, la tuerta María Antonia, que, fisgoneando desde su jacal, le gritó:
—¡Epa, tú!… dale los polvos de amor… A ver si ansina cai…
—¡Pior!… Ésa será usté…
—¡Si yo quijiera!… Pero, ¡fuche!, les tengo asco a los curros…
IX
—Señá Remigia, emprésteme unos blanquillos, mi gallina amaneció echada. Allí tengo unos siñores que queren almorzar.
Por el cambio de la viva luz del sol a la penumbra del jacalucho, más turbia todavía por la densa humareda que se alzaba del fogón, los ojos de la vecina se ensancharon. Pero al cabo de breves segundos comenzó a percibir distintamente el contorno de los objetos y la camilla del herido en un rincón, tocando por su cabecera el cobertizo tiznado y brilloso.