—Yo maté a un tendajonero en el Parral porque me metió en un cambio dos billetes de Huerta —dijo otro de estrellita, mostrando, en sus dedos negros y callosos, piedras de luces refulgentes.
—Yo, en Chihuahua, maté a un tío porque me lo topaba siempre en la mesma mesa y a la mesma hora, cuando yo iba a almorzar… ¡Me chocaba mucho!… ¡Qué queren ustedes!…
—¡Hum!… Yo maté…
El tema es inagotable.
A la madrugada, cuando el restaurante está lleno de alegría y de escupitajos, cuando con las hembras norteñas de caras oscuras y cenicientas se revuelven jovencitas pintarrajeadas de los suburbios de la ciudad, Demetrio saca su repetición de oro incrustado de piedras y pide la hora a Anastasio Montañés.
Anastasio ve la carátula, luego saca la cabeza por una ventanilla y, mirando al cielo estrellado, dice:
—Ya van muy colgadas las cabrillas, compadre; no dilata en amanecer.
Fuera del restaurante no cesan los gritos, las carcajadas y las canciones de los ebrios. Pasan soldados a caballo desbocado, azotando las aceras. Por todos los rumbos de la ciudad se oyen disparos de fusiles y pistolas.
Y por en medio de la calle caminan, rumbo al hotel, Demetrio y la Pintada, abrazados y dando tumbos.
II
—¡Qué brutos! —exclamó la Pintada riendo a carcajadas—. ¿Pos de dónde son ustedes? Si eso de que los soldados vayan a parar a los mesones es cosa que ya no se usa. ¿De dónde vienen? Llega uno a cualquier parte y no tiene más que escoger la casa que le cuadre y ésa agarra sin pedirle licencia a naiden. Entonces ¿pa quén jue la revolución? ¿Pa los catrines? Si ahora nosotros vamos a ser los meros catrines… A ver, Pancracio, presta acá tu marrazo… ¡Ricos… tales!… Todo lo han de guardar debajo de siete llaves.
Hundió la punta de acero en la hendidura de un cajón y, haciendo palanca con el mango rompió la chapa y levantó astillada la cubierta del escritorio.
Las manos de Anastasio Montañés, de Pancracio y de la Pintada se hundieron en el montón de cartas, estampas, fotografías y papeles desparramados por la alfombra.
Pancracio manifestó su enojo de no encontrar algo que le complaciera, lanzando al aire con la punta del guarache un retrato encuadrado, cuyo cristal se estrelló en el candelabro del centro.
Sacaron las manos vacías de entre los papeles, profiriendo insolencias.
Pero la Pintada, incansable, siguió descerrajando cajón por cajón, hasta no dejar hueco sin escudriñar.
No advirtieron el rodar silencioso de una pequeña caja forrada de terciopelo gris, que fue a parar a los pies de Luis Cervantes.
Éste, que veía todo con aire de profunda indiferencia, mientras Demetrio, despatarrado sobre la alfombra, parecía dormir, atrajo con la punta del pie la cajita, se inclinó, rascóse un tobillo y con ligereza la levantó.
Se quedó deslumbrado: dos diamantes de aguas purísimas en una montadura de filigrana. Con prontitud la ocultó en el bolsillo.
Cuando Demetrio despertó, Luis Cervantes le dijo:
—Mi general, vea usted qué diabluras han hecho los muchachos. ¿No sería conveniente evitarles esto?
—No, curro… ¡Pobres!… Es el único gusto que les queda después de ponerle la barriga a las balas.
—Sí, mi general, pero siquiera que no lo hagan aquí… Mire usted, eso nos desprestigia, y lo que es peor, desprestigia nuestra causa…
Demetrio clavó sus ojos de aguilucho en Luis Cervantes. Se golpeó los dientes con las uñas de dos dedos y dijo:
—No se ponga colorado… ¡Mire, a mí no me cuente!… Ya sabemos que lo tuyo, tuyo, y lo mío, mío. A usted le tocó la cajita, bueno; a mí el reloj de repetición.
Y ya los dos en muy buena armonía, se mostraron sus “avances”.
La Pintada y sus compañeros, entretanto, registraban el resto de la casa.
La Codorniz entró en la sala con una chiquilla de doce años, ya marcada con manchas cobrizas en la frente y en los brazos. Sorprendidos los dos, se mantuvieron atónitos, contemplando los montones de libros sobre la alfombra, mesas y sillas, los espejos descolgados con sus vidrios rotos, grandes marcos de estampas y retratos destrozados, muebles y bibelots hechos pedazos. Con ojos ávidos, la Codorniz buscaba su presa, suspendiendo la respiración.
Afuera, en un ángulo del patio y entre el humo sofocante, el Manteca cocía elotes, atizando las brasas con libros y papeles que alzaban vivas llamaradas.
—¡Ah —gritó de pronto la Codorniz—, mira lo que me jallé!… ¡Qué sudaderos pa mi yegua!…
Y de un tirón arrancó una cortina de peluche, que se vino al suelo con todo y galería sobre el copete finamente tallado de un sillón.
—¡Mira, tú… cuánta vieja encuerada! —clamó la chiquilla de la Codorniz, divertidísima con las láminas de un lujoso ejemplar de la
Divina Comedia
—. Ésta me cuadra y me la llevo.
Y comenzó a arrancar los grabados que más llamaban su atención. Demetrio se incorporó y tomó asiento al lado de Luis Cervantes. Pidió cerveza, alargó una botella a su secretario, y de un solo trago apuró la suya. Luego, amodorrado, entrecerró los ojos y volvió a dormir.
—Oiga —habló un hombre a Pancracio en el zaguán—, ¿a qué hora se le puede hablar al general?
—No se le puede hablar a ninguna; amaneció crudo —respondió Pancracio—. ¿Qué quiere?
—Que me venda uno de esos libros que están quemando.
—Yo mesmo se los puedo vender.
—¿A cómo los da?
Pancracio, perplejo, frunció las cejas:
—Pos los que tengan monitos, a cinco centavos, y los otros… se los doy de pilón si me merca todos.
El interesado volvió por los libros con una canasta pizcadora.
—¡Demetrio, hombre, Demetrio, despierta ya —gritó la Pintada—, ya no duermas como puerco gordo! ¡Mira quién está aquí!… ¡El güero Margarito! ¡No sabes tú todo lo que vale este güero!
—Yo lo aprecio a usted mucho, mi general Macías, y vengo a decirle que tengo mucha voluntad y me gustan mucho sus modales. Así es que, si no lo tiene a mal, yo me paso a su brigada.
—¿Qué grado tiene? —inquirió Demetrio.
—Capitán primero, mi general.
—Véngase, pues… Aquí lo hago mayor.
El güero Margarito era un hombrecillo redondo, de bigotes retorcidos, ojos azules muy malignos que se le perdían entre los carrillos y la frente cuando se reía. Ex mesero del Delmónico de Chihuahua, ostentaba ahora tres barras de latón amarillo, insignias de su grado en la División del Norte.
El güero colmó de elogios a Demetrio y a sus hombres, y con esto bastó para que una caja de cervezas se vaciara en un santiamén.
La Pintada apareció de pronto en medio de la sala, luciendo un espléndido traje de seda de riquísimos encajes.
—¡Nomás las medias se te olvidaron! —exclamó el güero Margarito desternillándose de risa.
La muchacha de la Codorniz prorrumpió también en carcajadas.
Pero a la Pintada nada se le dio; hizo una mueca de indiferencia, se tiró en la alfombra y con los propios pies hizo saltar las zapatillas de raso blanco, moviendo muy a gusto los dedos desnudos, entumecidos por la opresión del calzado, y dijo:
—¡Epa, tú, Pancracio!… Anda a traerme unas medias azules de mis “avances”.
La sala se iba llenando de nuevos amigos y viejos compañeros de campaña. Demetrio, animándose, comenzaba a referir menudamente algunos de sus más notables hechos de armas.
—Pero ¿qué ruido es ése? —preguntó sorprendido por el afinar de cuerdas y latones en el patio de la casa.
—Mi general —dijo solemnemente Luis Cervantes—, es un banquete que le ofrecemos sus viejos amigos y compañeros para celebrar el hecho de armas de Zacatecas y el merecido ascenso de usted a general.
III
—Le presento a usted, mi general Macías, a mi futura —pronunció enfático Luis Cervantes, haciendo entrar al comedor a una muchacha de rara belleza.
Todos se volvieron hacia ella, que abría sus grandes ojos azules con azoro.
Tendría apenas catorce años; su piel era fresca y suave como un pétalo de rosa; sus cabellos rubios, y la expresión de sus ojos con algo de maligna curiosidad y mucho de vago temor infantil.
Luis Cervantes reparó en que Demetrio clavaba su mirada de ave de rapiña en ella y se sintió satisfecho.
Se le abrió sitio entre el güero Margarito y Luis Cervantes, enfrente de Demetrio.
Entre los cristales, porcelanas y búcaros de flores, abundaban las botellas de tequila.
El Meco entró sudoroso y renegando, con una caja de cervezas a cuestas.
—Ustedes no conocen todavía a este güero —dijo la Pintada reparando en que él no quitaba los ojos de la novia de Luis Cervantes—. Tiene mucha sal, y en el mundo no he visto gente más acabada que él.
Le lanzó una mirada lúbrica y añadió:
—¡Por eso no lo puedo ver ni pintado!
Rompió la orquesta una rumbosa marcha taurina.
Los soldados bramaron de alegría.
—¡Qué menudo, mi general!… Le juro que en mi vida he comido otro más bien guisado —dijo el güero Margarito, e hizo reminiscencias del Delmónico de Chihuahua.
—¿Le gusta de veras, güero? —repuso Demetrio—. Pos que le sirvan hasta que llene.
—Ése es mi mero gusto —confirmó Anastasio Montañés—, y eso es lo bonito; de que a mí me cuadra un guiso, como, como, hasta que lo eructo.
Siguió un ruido de bocazas y grandes tragantadas. Se bebió copiosamente.
Al final, Luis Cervantes tomó una copa de champaña y se puso de pie:
—Señor general…
—¡Hum! —interrumpió la Pintada—. Hora va de discurso, y eso es cosa que a mí me aburre mucho. Voy mejor al corral, al cabo ya no hay qué comer.
Luis Cervantes ofreció el escudo de paño negro con una aguilita de latón amarillo, en un brindis que nadie entendió, pero que todos aplaudieron con estrépito.
Demetrio tomó en sus manos la insignia de su nuevo grado y, muy encendido, la mirada brillante, relucientes los dientes, dijo con mucha ingenuidad:
—¿Y qué voy a hacer ahora yo con este zopilote?
—Compadre —pronunció trémulo y en pie Anastasio Montañés—, yo no tengo qué decirle…
Transcurrieron minutos enteros; las malditas palabras no querían acudir al llamado del compadre Anastasio. Su cara enrojecida perlaba el sudor en su frente, costrosa de mugre. Por fin se resolvió a terminar su brindis:
—Pos yo no tengo qué decirle… sino que ya sabe que soy su compadre…
Y como todos habían aplaudido a Luis Cervantes, el propio Anastasio, al acabar, dio la señal, palmoteando con mucha gravedad.
Pero todo estuvo bien y su torpeza sirvió de estímulo. Brindaron el Manteca y la Codorniz.
Llegaba su turno al Meco, cuando se presentó la Pintada dando fuertes voces de júbilo. Chasqueando la lengua, pretendía meter al comedor una bellísima yegua de un negro azabache.
—¡Mi “avance”! ¡Mi “avance”! —clamaba palmoteando el cuello enarcado del soberbio animal.
La yegua se resistía a franquear la puerta; pero un tirón del cabestro y un latigazo en el anca la hicieron entrar con brío y estrépito.
Los soldados, embebecidos, contemplaban con mal reprimida envidia la rica presa.
—¡Yo no sé qué carga esta diabla de Pintada que siempre nos gana los mejores “avances”! —clamó el güero Margarito—. Así la verán desde que se nos juntó en Tierra Blanca.
—Epa, tú, Pancracio, anda a traerme un tercio de alfalfa pa mi yegua —ordenó secamente la Pintada.
Luego tendió la soga a un soldado.
Una vez más llenaron los vasos y las copas. Algunos comenzaban a doblar el cuello y a entrecerrar los ojos; la mayoría gritaba jubilosa.
Y entre ellos la muchacha de Luis Cervantes, que había tirado todo el vino en un pañuelo, tornaba de una parte a la otra sus grandes ojos azules, llenos de azoro.
—Muchachos —gritó de pie el güero Margarito, dominando con su voz aguda y gutural el vocerío—, estoy cansado de vivir y me han dado ganas ahora de matarme. La Pintada ya me hartó… y este querubincito del cielo no arrienda siquiera a verme…
Luis Cervantes notó que las últimas palabras iban dirigidas a su novia, y con gran sorpresa vino a cuentas de que el pie que sentía entre los de la muchacha no era de Demetrio, sino del güero Margarito.
Y la indignación hirvió en su pecho.
—¡Fíjense, muchachos —prosiguió el güero con el revólver en lo alto—; me voy a pegar un tiro en la merita frente!
Y apuntó al gran espejo del fondo, donde se veía de cuerpo entero.
—¡No te buigas, Pintada!…
El espejo se estrelló en largos y puntiagudos fragmentos. La bala había pasado rozando los cabellos de la Pintada, que ni pestañeó siquiera.
IV
Al atardecer despertó Luis Cervantes, se restregó los ojos y se incorporó. Se encontraba en el suelo duro, entre los tiestos del huerto. Cerca de él respiraban ruidosamente, muy dormidos, Anastasio Montañés, Pancracio y la Codorniz.
Sintió los labios hinchados y la nariz dura y seca; se miró sangre en las manos y en la camisa, e instantáneamente hizo memoria de lo ocurrido. Pronto se puso de pie y se encaminó hacia una recámara; empujó la puerta repetidas veces, sin conseguir abrirla. Mantúvose indeciso algunos instantes.
Porque todo era cierto; estaba seguro de no haber soñado. De la mesa del comedor se había levantado con su compañera, la condujo a la recámara; pero antes de cerrar la puerta, Demetrio, tambaleándose de borracho, se precipitó tras ellos. Luego la Pintada siguió a Demetrio, y comenzaron a forcejear. Demetrio, con los ojos encendidos como una brasa y hebras cristalinas en los burdos labios, buscaba con avidez a la muchacha. La Pintada, a fuertes empellones, lo hacía retroceder.
—¡Pero tú qué!… ¿Tú qué?… —ululaba Demetrio irritado.
La Pintada metió la pierna entre las de él, hizo palanca y Demetrio cayó de largo, fuera del cuarto.
Se levantó furioso.
—¡Auxilio!… ¡Auxilio!… ¡Que me mata!…
La Pintada cogía vigorosamente la muñeca de Demetrio y desviaba el cañón de su pistola.
La bala se incrustó en los ladrillos. La Pintada seguía berreando. Anastasio Montañés llegó detrás de Demetrio y lo desarmó.
Éste, como toro a media plaza, volvió sus ojos extraviados. Le rodeaban Luis Cervantes, Anastasio, el Manteca y otros muchos.
—¡Infelices!… ¡Me han desarmado!… ¡Como si pa ustedes se necesitaran armas!
Y abriendo los brazos, en brevísimos instantes volteó de narices sobre el enladrillado al que alcanzó.