Los crí­menes de un escritor imperfecto (3 page)

Read Los crí­menes de un escritor imperfecto Online

Authors: Mikkel Birkegaard

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Los crí­menes de un escritor imperfecto
11.48Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Creo que hoy paso, Bent. —Señalé mis sienes—. Tengo un tremendo dolor de cabeza.

—Bien, vale —dijo decepcionado—. Debe de ser agotador también eso de tantos asesinatos.

—¿Qué?

—Sí, concebirlos, quiero decir.

—Ah, sí, bueno. Creo que hoy es otra cosa —mentí—. Quizá la gripe.

Bent asintió con la cabeza.

Bajó el hacha del hombro dispuesto a hacer leña, pero se detuvo tras mis palabras.

—Por cierto, ¿has empezado a leer el libro?

Bent sacudió la cabeza.

—Todavía no —respondió—. No he terminado el último. No leo tan aprisa; después de haber trajinado todo el día, me quedo dormido casi nada más echarme. —Se rio—. No porque tus libros sean aburridos, es que el trabajo al aire libre me deja agotado.

—No importa, Bent. Solo quería saberlo.

—Nos vemos, F. F.

F. F. era el mote que me había puesto al poco tiempo de conocernos. En parte eran las iniciales de mi nombre, en parte la forma de llamar a su cerveza preferida, Fine Festival, que gozaba de una justa correlación entre precio y tanto por ciento de alcohol.

Bent nunca se llamó otra cosa que Bent. Provenía de una familia obrera. El padre era metalúrgico y la madre, ama de casa hasta que él y su hermano Ole fueron lo suficientemente mayores para cuidar de sí mismos, y entonces se puso a trabajar de dependienta en la tienda de comestibles de la localidad. A pesar de que a Bent los estudios le iban bien, al terminar noveno entró a trabajar de aprendiz y se hizo metalúrgico como su padre. El oficio le aburría tanto que le pareció liberador haber sacado el número 341 de la comisión de reclutamiento y ser destinado directamente al cuartel de Naestved, donde hizo el servicio militar. Tenía talento para ello y no dudó cuando le sugirieron que podía hacer carrera en el ejército, una carrera que le destinó a Irak. La vida de campamento le iba como anillo al dedo y prolongó su estancia varias veces, hasta que un día, ante sus ojos, uno de sus camaradas fue hecho trizas por una mina terrestre y él mismo fue herido en una pierna por cascotes de granada. La pierna no pudo salvarla y, después de tres años de prestar servicio en misiones de guerra, en el extranjero, le mandaron a casa con una miserable compensación por haberla perdido.

Una vez en casa, en Dinamarca, constató que le era imposible encontrar trabajo y dejó que le prejubilaran a los veintiséis años. Acostumbraba a decir que la experiencia de Irak le había envejecido cuarenta años, así que la jubilación le caía a su justo tiempo.

El pelo corto lo conservó y, en general, vestía ropa con colores de camuflaje y botas militares; quizá, en parte, porque no podía evitarlo, pero yo sospecho también que debía de ser importante para él recordarse a sí mismo y a los demás lo ocurrido en el pasado.

Los cálculos que había hecho de camino a casa zumbaban todavía en mi cabeza, y nada más llegar verifiqué el montón de ejemplares de
En el espacio rojo
que tenía en mi escritorio. Normalmente la editorial me enviaba treinta, pero esa vez debieron de escatimarme uno. En todo caso, quedaban veinticinco ejemplares, incluido el que yo había sacado a la terraza antes.

Siempre era un poco cauto a la hora de repartir libros nuevos si no habían sido reseñados por la crítica, así que no podía imaginarme que hubiera repartido alguno que yo no pudiera recordar. Alguna vez había ocurrido que, estando ebrio, había regalado algún ejemplar, y no pocas veces con pomposas dedicatorias, con la intención de llevarme a la lectora a la cama, pero de eso hace ya algunos años.

Antes de llamar a Verner, me serví un güisqui doble que tomé de un trago. Todavía no había llegado a casa, dijo su mujer, así que le pedí que le dijera que me llamara y me tomé otro trago. Por primera vez desde que me trasladé al chalé, esperaba que el teléfono sonara.

Y eso hizo después de dos güisquis más.

Verner había intentado averiguar más cosas del crimen de Gilleleje. Cuando le conté que había ido al puerto, se disgustó un poco. Opinaba que no tenía motivo, al contrario, debía haberme mantenido alejado de allí para no levantar sospechas. Yo opinaba que no tenía nada que esconder, y creo que su enfado se debía más bien a que tuvo la impresión de que yo no confiaba en él. Fue un mal inicio, pero, tras un par de frases conciliadoras, entró en el caso.

—Tengo una mala noticia —empezó diciendo—. Parece ser que la asesinada no era para nada pelirroja.

—¿A eso le llamas una mala noticia? —exclamé—. Es fantástico.

—Pero no es así. Tenía el pelo corto y moreno, pero cuando la hallaron llevaba una peluca pelirroja. —Esperó un par de segundos para que la frase me hiciera efecto—. ¿Te das cuenta? El asesino le puso esa peluca para que se pareciera a la mujer de tu libro.

Tuve que darle la razón y no le interrumpí más.

Verner me explicó que se había observado una luz en el agua al anochecer del día antes y, por eso, a la mañana siguiente, un par de submarinistas habían rastreado el lugar y hallado el cadáver. La luz provenía de una potente linterna de buceo enfocada hacia la superficie, que claramente había sido colocada allí para que hallaran el cadáver. Nadie había observado que ningún bote hubiera anclado en el lugar.

La policía creía que la mujer había permanecido allí muerta un día y medio, y habían constatado que estaba en vida cuando fue sumergida y, con toda probabilidad, en estado consciente, al menos, cinco minutos antes de morir ahogada. Las heridas del cuerpo provenían de un cuchillo bien afilado o un escalpelo y se las habían hecho bajo el agua.

En la novela, yo le había hecho heridas para que atrajeran a los peces pequeños y ella sintiera que la mordisqueaban, pero Verner contó que en el cadáver pocos mordiscos había, y, en todo caso, no se los habían hecho estando viva. En lo más profundo, esta información me irritó.

—¿Sabéis quién era? —pregunté.

—Una muchacha del lugar —respondió Verner—. Trabajaba en una librería de la calle principal. Se llamaba Mona y… algo más. No puedo recordarlo.

Contuve la respiración.

—¿Mona Weis? —apunte.

Se hizo un silencio al otro lado del auricular.

—Sí… ¿Cómo es que la conoces?

—Como tú dijiste, trabajaba en esa librería. He firmado libros allí un par de veces y por eso la conozco, eso es todo.

—Mmmm —gruñó Verner—. ¿Y recuerdas su nombre y apellido?

Me pareció percibir que su pregunta iba aderezada con cierta sospecha, pero, claro, él era policía.

—Tiene un nombre interesante —respondí—. Colecciono ese tipo de nombres, tienen interés para un escritor.

En realidad eran otras y muy diferentes las razones por las cuales yo recordaba el apellido de Mona. Era del todo cierto que había firmado autógrafos en la librería de la calle mayor de Gilleleje, y fue allí donde la conocí, pero hubo algo más que eso.

No puedo negar que Mona me inspiró la Kit Hansen de la novela, con excepción del pelo. Mona Weis tenía el pelo corto, tal y como Verner la había descrito; a pesar de ello, era increíblemente femenina. Su cara era delgada, tenía los ojos azul claro, una bonita nariz afilada y una boca redondeada y pequeña que le daba el aspecto de ir lanzando besos al aire sin parar. Era bastante alta, metro ochenta y cinco o por ahí, delgada sin resultar larguirucha. Cuando en un momento dado la llamé Cleopatra, alzó la mirada al cielo y dijo que ya se lo habían dicho. Fue un mal comentario, pero nada podía desmentirlo, se parecía enormemente.

Había reservado dos horas para firmar libros en la librería y, en total, fueron cuatro dedicatorias; una de ellas, malintencionada, era para Mona. El local no era muy grande, pero habían hecho sitio en un rincón, en el que habían colocado un montón de ejemplares de mi libro y una caja extra llena para cubrir la demanda de las hordas de fans que afluirían a comprar un ejemplar firmado. Mona tenía el cometido de atender la caja, así que durante las dos horas esperando a los clientes tuvimos tiempo de hablar y no poco de flirtear. En un momento dado me ofreció algo extra para el café, y, para mi regocijo, la taza que me sirvió tenía un claro sabor a güisqui. Bebimos mucho café y nos volvimos más y más locuaces, lo que no pasó desapercibido al resto del personal.

Más tarde nos fuimos al Café Canal o «Anal», como decían los lugareños, donde continuamos bebiendo güisqui. Fue entonces cuando la llamé Cleopatra, y fue allí donde ella me contó que no soportaba mis libros. Debí de poner cara de sorpresa, porque se apresuró a aclarar que yo sí que le gustaba. Estaba harta de pescadores y campesinos rústicos que solo sabían hablar de coches y beber cerveza de barril. Al rato, ya no quedaba nada más que hacer allí y nos fuimos a su casa, un piso de un dormitorio encima de la tienda de fotografía, donde nada más cerrar la puerta nos arrancamos la ropa mutuamente. Follamos como conejos, cambiando de posición y lugar todo el tiempo, pero lo que recuerdo con más claridad es a Cleopatra montada sobre mí con sus ojos azules que me lanzaban rayos de luz.

Pasaron seis semanas más o menos antes de que se cansara de mí. No me pilló por sorpresa, ella era doce años menor que yo. De todas maneras, le estaba agradecido por ese periodo que habíamos pasado juntos disfrutando. No me explicó demasiadas cosas sobre sí misma, ni tampoco yo la animé a que lo hiciera. Compartimos cama durante un tiempo que a los dos nos vino bien, eso era todo.

Sin embargo, su muerte me afectó como si me hubieran dado una estocada en el corazón. Hacía dos años que no la había visto, pero que alguien pudiera morir de esa manera me cortaba la respiración, y que precisamente fuera ella me arrancaba náuseas.

Verner carraspeó al otro lado del auricular y me sacó de mi ensimismamiento.

—Oye, Frank, me veo obligado a preguntarte algo. —Por supuesto.

—¿Puedes demostrar dónde has estado estos tres últimos días?

4

P
OR SUPUESTO QUE NO PODÍA demostrar dónde había estado y qué había hecho los días que Verner me pedía justificar. La mayoría de mis días concluían con una copa de vino tinto delante de la chimenea o del televisor, y esos tres días que él quería que justificase no habían sido de otra manera. No era una coartada aceptable, y sabía lo que significaría de haber sido una novela policiaca. Yo habría sido el sospechoso principal: no solo había tramado el asesinato sobre el papel, sino que conocía a la asesinada, y no había que ser muy perspicaz para deducir un motivo de celos.

El grado de intimidad exacto que tuve con Mona Weis lo mantuve en secreto. Nuestra aventura era, con toda probabilidad, conocida por la mayoría en esa pequeña ciudad, y sabía que solo era cuestión de tiempo el que los rumores acerca de nuestra corta relación llegaran a oídos de la policía. Necesitaba reflexionar. La revelación de la identidad de la víctima me había conmocionado, pero había sido lo suficientemente precavido para terminar la conversación telefónica lo más rápido posible. Sin embargo, eso implicó que le tuviera que prometer a Verner ir a Copenhague para poder hablar con él frente a frente.

De todas maneras debía ir a la capital dos días más tarde para asistir al lanzamiento, en la feria del libro, de
En el espacio rojo
, que tendría lugar en el Forum, y acordamos que llegaría un día antes para vernos. No me agradaba la idea.

La vida en Rageleje había echado raíces en mí, y cada vez que viajaba a Copenhague me iba sintiendo más y más extranjero. El ruido había aumentado, el ritmo era más frenético y las personas se mostraban más distantes. Ya ni se fijaban unos en otros, sino que simplemente se abrían paso aislados en su celda de transporte, en el interior del coche, con su equipo de música o el teléfono móvil y, a veces, las tres cosas a la vez. Si me hubiera quedado a vivir en la ciudad como siempre había jurado que haría, me habría convertido en uno de ellos; sin embargo, ahora era un simple turista. Ese ya no era mi territorio, y cada nueva visita me llevaba más tiempo recuperar los rituales y el instinto de la ciudad. El simple hecho de recorrer Stroget va me suponía un engorro, debía disculparme continuamente por chocar, y es que ya no estaba habituado a la masa de gente fluyendo por esa calle peatonal.

Sin embargo, en ese momento, sentía que necesitaba alejarme del chalé de la playa. Pensar en Mona me hacía vagar con desazón por la casa, de la cocina al salón y de este al despacho. Me imaginé que si ponía distancia entre el crimen y yo, volvería a ser dueño de mis pensamientos. Al menos, los impulsos que la ciudad me proporcionaría desviarían mi atención.

La visita anual a la feria del libro la tenía, en general, planificada con bastante detalle para pasar el menor tiempo posible en la capital. Este año tenía reuniones con la editorial, un par de entrevistas, tres sesiones para firmar libros en la feria y una lectura. Además había hecho espacio para hacer una visita a mis padres, acudir a una cena en casa de Bjarne, mi mejor y único amigo, y ahora, incluso, una reunión con Verner.

Eso significaba que debía llamar para cambiar mi reserva de hotel. Siempre me alojaba en el mismo hotel, el Marieborg, en Vesterbro. Una costumbre a la que fui fiel desde el primer año que dejé de vivir en la ciudad. Si hubiera querido, seguro que podría haberme alojado en casa de mis padres o en casa de Bjarne, pero me iba mejor poderme retirar a mi propia habitación, y el hotel estaba situado en una tranquila bocacalle en la que se disfrutaba de paz y tranquilidad. El personal del hotel me conocía, siempre me daban la misma habitación y se interesaban por mí con amabilidad sin ser molestos. En parte su devoción se debía a que me había servido del hotel como escenario del crimen en
Quien bien siembra
, la novela en la que un comisario de policía corrupto es asesinado por una prostituta a la que ha estafado. El crimen ocurre en la 102, la misma habitación en la que suelo alojarme, y el director incluso ha colgado un letrero en la parte interior de la puerta con mi nombre y el del asesino. En el cajón de la mesilla de noche hay un ejemplar de mi libro junto a la Biblia.

Cuando llamé al hotel, quedó patente que esa vez no podía alojarme en la 102. La habitación había sido reservada y pagada anticipadamente, desde hacía una semana, para unos días. Esta información me irritó y me solivianté con la pobre muchacha del otro lado del auricular. Intenté explicarle que a mí siempre me daban esa habitación, y que la había reservado hacía ya dos semanas, Se disculpó con vehemencia, pero en su sistema de reserva no constaba ninguna preferencia mía por una determinada habitación. Como compensación me ofrecía gratis ese día extra. Eso no mejoró mi humor lo más mínimo.

Other books

The Accused by Craig Parshall
Reunion by Jennifer Fallon
McDonald_SS_GEN_Nov2014 by Donna McDonald
The Bourne Supremacy by Robert Ludlum
The Vision by Dean Koontz
Edge of Flight by Kate Jaimet
El arca by Boyd Morrison
Plagiarized by Williams, Marlo, Harper, Leddy
Jaden (St. Sebastians Quartet #1) by Heather Elizabeth King