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Authors: Bret Easton Ellis

Tags: #Drama, Relato

Los confidentes (11 page)

BOOK: Los confidentes
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Danny da la espalda a las cristaleras, se apoya en ellas y traga con fuerza, mirando fijamente el nuevo vídeo que ponen en la MTV.

Aparto la vista de él, siguiendo su mirada hacia la pantalla de televisión. Una chica con un bikini negro está siendo acosada por tres hombres enmascarados, musculosos y casi desnudos, que tocan la guitarra. La chica corre dentro de una habitación y se pone a arañar las persianas mientras una especie de niebla de humo empieza a llenar la habitación. El vídeo termina de un modo u otro, y me vuelvo para mirar a Danny. Sigue con los ojos fijos en el televisor. Un anuncio del concurso de «Días sin huella» con Van Halen. David Lee Roth con pinta de pirado y dos chicas semidesnudas, una a cada lado, mira de reojo a la cámara y luego pregunta:

–¿Qué tal un paseíto en mi limusina?

Vuelvo a mirar a Danny.

–No te vayas -digo, con un suspiro, tratando de no parecer patética.

–Voy a participar en ese programa -dice él, con las gafas de sol todavía puestas.

Me inclino a desconectar el teléfono y pienso en los limpiaparabrisas que me rompieron.

–Conque vas a participar en el concurso de «Días sin huella», ¿eh? – pregunto-. ¿De eso estábamos hablando?

Estoy almorzando con Sheldon en un restaurante de Melrose. Es mediodía y el restaurante ya está abarrotado y en silencio. Suena un rock suave por el sistema estéreo. Llega un viento fresco procedente de tres grandes ventiladores plateados colgados del techo. Sheldon bebe Perrier y yo espero su respuesta. El deja el largo vaso helado y mira afuera por la ventana y de hecho clava la vista en una palmera que encuentro desoladora.

–¿Sheldon? – digo.

–¿Quince días? – pregunta él.

–Me tomaré sólo una semana si no puedes conseguir que sea más tiempo. – Miro mi plato: una ensalada Caesar enorme y sin tocar.

–¿Y para qué necesitas esa semana? ¿Adonde te vas? – Sheldon parece interesado de verdad.

–Quiero irme a algún sitio. – Me encojo de hombros-. Tomarme unos días libres.

–¿Y adonde vas?

–Adonde sea.

–¿Dónde es adonde sea? Cheryl, por Dios.

–No lo sé, Sheldon.

–¿Es que te quieres deshacer de mí, pequeña? – pregunta Sheldon, con una tímida sonrisa.

–¿Que es esto, Sheldon? ¿Qué coño pasa? ¿Puedes conseguirme una semana libre o no? – Agarro una cuchara, la emprendo con la ensalada, me la llevo a la boca. La lechuga cae al plato. Dejo la cuchara. Sheldon parece tan desconcertado que tengo que apartar la vista.

–Sabes, bueno, sabes que lo intentaré -dice Sheldon, con aire tranquilizador, todavía sorprendido-. Sabes que haré por ti lo que sea.

–¿Lo intentarás? – pregunto yo, incrédula.

–No confías mucho en mí. Ese es tu problema -dice Sheldon-. No tienes confianza en mí. Y no vas al gimnasio.

–¿Mi agente diciendo que no confío en él? – pregunto-. Mi vida debe de ser un desastre.

–Deberías hacer ejercicio. – Sheldon suspira.

–No es que no confíe en ti, Sheldon. Sólo que necesito ir a Las Cruces a pasar una semana. – Vuelvo a picar mi ensalada, asegurándome de que Sheldon se fija en que he agarrado un tenedor.

–Veré lo que puedo hacer. Hablaré con Jerry. Y Jerry hablará con Evan. Pero ¿sabes lo que dicen ellos? – Sheldon suspira, mirándome y olvidándose de la palmera-. No se puede sacar agua del sol.

–¿De qué coño estás hablando? – digo yo, y luego-: ¿Te has chutado o qué, Sheldon?

Llega la cuenta y Sheldon saca su cartera y luego una tarjeta de crédito.

–¿Todavía vives con ese chico tan guapo? – pregunta con un acento de desdén evidente.

–Me gusta, Sheldon -digo, y luego con menos confianza-: Y yo le gusto a él.

–Estoy seguro de ello. Claro que estoy seguro de que le gustas, Cheryl -dice Sheldon-. No quieres postre, ¿verdad?

Niego con la cabeza, tentada. Por fin me pongo a comer el resto de la ensalada, pero se acerca un camarero y se lleva el plato. En el restaurante, se nota, me reconocen todos.

–Deja de poner esa cara -dice Sheldon. Vuelve a guardarse la cartera en el bolsillo.

–¿Me podrás conseguir esa semana libre?

Sheldon me mira y yo trato de sonreír y dejo la servilleta en la mesa, haciendo como que soy una persona normal.

–Últimamente has hablado, bueno, has hablado mucho por teléfono -apunta Sheldon, en voz bastante baja.

–Podrías haberme localizado en la emisora -digo yo.

–¿Hablaste últimamente con William?

–Me parece que no tengo ganas de hablar con William.

–Pues yo creo que él quiere hablar contigo.

–¿Cómo lo sabes?

–Me he encontrado con él un par de veces. – Sheldon se encoge de hombros-. Por ahí.

–Dios del cielo -digo yo-. No tengo ninguna gana de ver a ese gilipollas.

Un chico mexicano se lleva los vasos de agua.

–Cheryl, la mayoría de las personas que conozco hablan con sus ex maridos si sus ex maridos quieren hablar con ellas. No es tan importante. ¿Qué pasa? ¿Es que ni siquiera puedes hablar por teléfono con él?

–Puede localizarme en la emisora -digo yo-. No quiero hablar con William. Es un ser patético. – Vuelvo a mirar por la ventana, fijándome en dos quinceañeras con el pelo rubio corto, que llevan minifaldas y pasan andando junto a un chico rubio y alto, y el chico me recuerda a Danny. No es que el chico tenga una pinta exacta a la de Danny, no la tiene, sino que se trata de ese aire de apatía, ese modo en el que se mira en el reflejo de la ventana del restaurante, las mismas gafas de sol Wayfarer. Y durante un momento se las quita y me mira directamente aunque no me vea y se pasa la mano por el pelo corto y rubio y se da la vuelta y las dos chicas se apoyan en la palmera que miraba fijamente Sheldon y encienden unos pitillos y el chico se vuelve a poner las gafas de sol y se asegura de que no están torcidas y se da la vuelta y se aleja Melrose adelante y las dos chicas se apartan de la palmera y siguen al chico.

–¿Le conoces? – pregunta Sheldon.

William me llama a la emisora hacia las tres. Yo estoy en mi mesa trabajando en un artículo sobre el vigésimo aniversario del asesinato de Kitty Genovese. Me dice que últimamente mi teléfono comunicaba sin parar y que deberíamos de cenar un día, esta misma semana. Le digo que he estado muy ocupada, que estoy cansada, que tengo mucho trabajo pendiente. William no deja de repetir el nombre de un restaurante nuevo de Sunset.

–¿Qué es de Linda? – Me doy cuenta de que no debería haber dicho esto, que a William podría parecerle que estoy considerando su ofrecimiento.

–Ha ido a pasar un par de días a Palm Springs.

–Pero ¿qué pasa con Linda?

–¿Qué es lo que pasa?

–¿Qué le pasa a Linda?

–Creo que te echo de menos.

Cuelgo el teléfono y examino las fotos del cuerpo de Kitty Genovese y William no vuelve a llamar. Me maquillo, Simón habla de un guión que está escribiendo sobre uno que baila
break
en West Hollywood. Una vez que empieza el noticiario miro directamente a la cámara y espero que Danny esté viendo la tele pues es la única vez que me mira. Sonrío calurosamente antes de cada pausa publicitaria aunque pueda resultar poco apropiado y al final de la emisión tengo la tentación de decir: «Buenas noches, Danny.» Pero en el Gelson's de Brentwood veo a un niño pequeño muy quemado en una cuna y recuerdo el modo en que William dijo: «Creo que te echo de menos», justo antes de que yo le colgara, y cuando salgo del supermercado el cielo es de color púrpura y está en calma.

Hay un pequeño Volkswagen blanco aparcado a la entrada junto al Porsche rojo de Danny, que está aparcado junto a un espinardo rodante gigantesco. Paso junto a los coches y aparco mi Jaguar a la entrada del garaje y me quedo sentada dentro durante largo rato, antes de apearme y cargar con la bolsa de alimentos. Entro y los dejo en la mesa de la cocina y abro la nevera y tomo la mitad de un Tab. Hay una nota de la muchacha escrita en un inglés macarrónico; dice que llamó William. Me dirijo al teléfono, lo descuelgo y arrugo la nota. Un chico, puede que de unos diecinueve o veinte años, con el pelo rubio corto y la piel muy bronceada, que sólo lleva unos shorts azules y sandalias, entra en la cocina, deteniéndose de repente. Nos miramos uno al otro durante un momento.

–Bueno, hola -digo yo.

–Hola -dice el chico, empezando a sonreír.

–¿Y tú quién eres?

–Bueno, me llamo Biff. Hola.

–¿Biff? – pregunto-. ¿Tú eres Biff?

–Sí. – Se dispone a salir de la cocina-. Ya nos veremos.

Me quedo allí con la nota sobre William todavía arrugada en la mano. La tiro y subo la escalera. La puerta delantera se cierra de un portazo y distingo el sonido del Volkswagen que arranca, sale marcha atrás del camino de entrada, y se aleja por la calle.

Danny está tumbado en mi cama bajo una delicada sábana blanca, viendo la televisión. Hay kleenex arrugados esparcidos al lado de la cama, en el suelo, junto a una baraja de cartas del tarot y un aguacate. En la habitación hace calor y abro las puertas de la terraza, luego me meto en el cuarto de baño, me pongo la bata y avanzo en silencio hacia el Betamax y rebobino la cinta que está puesta. Miro por encima del hombro a Danny, que sigue mirando la pantalla del televisor, cuya visión yo le impido. Aprieto el play y sale un concierto de los Beach Boys. Quito la cinta, la vuelvo a rebobinar, y aprieto el play de nuevo. En esta parte tampoco hay nada. La cinta no está grabada.

–¿No grabaste las noticias de esta noche?

–Sí, las grabé.

–Pues aquí no hay nada. – Señalo el Betamax.

–¿De verdad? – Suelta un suspiro.

–No hay nada.

Danny piensa un momento, luego suelta:

–Vaya, tía, pues lo siento. Tuve que grabar el concierto de los Beach Boys.

Luego hay una pausa.

–¿Tuviste que grabar el concierto de los Beach Boys?

–Era el último concierto antes de que muriera Brian Williams -dice Danny.

Suspiro, tamborileo con los dedos en el Betamax.

–No, no era Brian Williams, subnormal. Era Dennis Wilson.

–Para nada -dice él, incorporándose un poco-. Era Brian.

–Te has olvidado de grabar el programa dos noches seguidas. – Me meto en el cuarto de baño y abro los grifos-. Y era Dennis -grito.

–No sé dónde cojones habrás oído eso -le oigo decir-. Era Brian.

–Era Dennis Wilson -digo yo, en voz muy alta, comprobando el agua.

–Nada de eso. Estás completamente equivocada. Era Brian -dice él. Se levanta de la cama envuelto en la sábana, agarra el mando a distancia, y se vuelve a tumbar en la cama.

–Era Dennis. – Salgo del cuarto de baño.

–Brian -dice él, cambiando al canal de la MTV-. No puedes estar más equivocada.

–Era Dennis, carapijo de mierda -le grito mientras salgo de la habitación y bajo la escalera, pongo en marcha el aire acondicionado y luego abro una botella de vino blanco en la cocina. Saco una copa del aparador y vuelvo a subir.

–William llamó esta tarde -dice Danny.

–¿Qué le dijiste? – Me sirvo una copa y la bebo, tratando de calmarme.

–Que estábamos a punto de follar y que no te podías poner al teléfono -dice Danny, sonriendo.

–Bueno, no estuviste lejos de la verdad.

–Así es -suelta él, cambiando de canal.

–¿Por qué no dejas descolgado el jodido teléfono? – le grito.

–Estás loca. – Se sienta de repente-. ¿Qué cojones pasa con el teléfono? Estás loca, estás… estás… -duda, incapaz de encontrar la palabra adecuada.

–¿Y qué hacía ese surfista en mi casa? – Termino la copa, siento algo de náuseas, luego me sirvo otra.

–Se llama Biff -dice Danny, a la defensiva-. No hace surf.

–Bueno, pues parecía molesto de verdad -digo yo, en voz alta, sarcástica, quitándome la bata.

En el cuarto de baño me introduzco en el agua caliente, cierro los grifos, me tumbo dando sorbos al vino. Danny, envuelto en la sábana, entra y echa los kleenex en la papelera y luego se seca la mano en la sábana. Baja la tapa del retrete y se sienta y enciende un canuto que tiene en la mano. Yo cierro los ojos, doy un largo trago de vino, sólo se oye la música que llega de la MTV, el gotear de uno de los grifos, Danny que da caladas a un canuto muy fino. Me acabo de dar cuenta de que hoy Danny se ha teñido el pelo de blanco.

–¿Quieres una calada? – pregunta, tosiendo.

–¿Qué? – pregunto yo.

–¿Una calada? – Me tiende el canuto.

–No -digo-. No quiero.

Danny se arrellana en la tapa del retrete y yo me siento cohibida de modo que me pongo boca abajo pero resulta incómodo y me pongo de costado y luego boca arriba pero en cualquier caso él no me está mirando. Tiene los ojos cerrados. Habla en un tono monótono.

–Hoy Biff estaba en Sunset y llegó a un semáforo y dijo que vio a una vieja deforme con una cabeza enorme y unas manos hinchadas y muy gordas y daba gritos, interrumpiendo el tráfico. – Da otra calada al canuto-. Y estaba desnuda. – Echa el humo, luego dice, en tono amable-: Estaba en una parada de autobús del Strip, más o menos cerca de Hillhurst-. Da otra calada al canuto, mantiene el aire dentro.

Imagino la escena perfectamente y, después de pensar en ella, pregunto:

–¿Por qué demonios me cuentas eso?

Se encoge de hombros, no dice nada. Se limita a abrir los ojos y mira la punta roja del canuto y la sopla. Me estiro hasta el borde de la bañera y me sirvo otra copa de vino.

–Cuéntame algo -dice por fin.

–¿Cosas de la emisora?

–Lo que sea.

–¿Que… quiero un hijo? – dijo yo, siguiéndole la corriente.

Tras una larga pausa, Danny se encoge de hombros, dice:

–No me jodas.

–¿Que no te joda? – Cierro los ojos y pregunto sin entonación-: ¿Has dicho que no te joda?

–No te burles de mí, tía -dice, se levanta, dirigiéndose al espejo. Se rasca una marca imaginaria de su barbilla, se vuelve.

–No tendría sentido -digo, de pronto.

–Soy demasiado joven -dice él.

–Ni siquiera consigo acordarme de cuándo te conocí -digo tranquilamente, luego alzo la vista hacia él.

–¿Qué? – pregunta, sorprendido-. ¿Y esperas que me acuerde yo? – Deja caer la sábana y se dirige desnudo al retrete y se sienta y da un trago a la botella de vino blanco. Noto una marca en la parte interior de su muslo y me estiro y le toco la pierna. Él se aparta, da una calada al canuto. Dejo mi mano allí, en el aire y la recojo, confusa.

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