Los cipreses creen en Dios (90 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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—¿Qué opinas, madre, de todo esto?

Carmen Elgazu le contestó:

—Hijo mío, sólo te pido que tengas mucho cuidado.

«La Voz de Alerta» había desaparecido de la ciudad. Se había llevado a Laura en el coche diciéndole a Dolores: «Estaremos un par de semanas fuera. O un mes». Laura le siguió como un corderillo. Laura, desde su fracaso con las prendas de abrigo, había perdido su confianza en la improvisación. Ahora, cualquier cosa que dijera el dentista para ella era artículo de fe.

Había muchas personas que al cruzarse por la calle sentían que sus recíprocos sentimientos habían cambiado. Los pequeños decían cosas inauditas, pues repetían lo oído a los mayores. Por el barrio de la Barca había varias personas totalmente escandalizadas, entre ellas la Andaluza. La Andaluza, que tenía humos de señoritismo, en el fondo prefería que sus muchachas fueran con militares distinguidos a que fueran con proletarios. Incluso daba a entender que su hija también lo era de un personaje importante. Alguien citaba el nombre de don Santiago Estrada; ella replicaba siempre: «Mucho más, mucho más».

Entre las personas que al cruzarse se miraron a los ojos con insistencia, figuraban el comandante Martínez de Soria y el coronel Muñoz. De momento no se hablaron una palabra. Sonrieron. El comandante levantó su hombro izquierdo y saludó; el coronel, elegante, se llevó a su vez la mano a la gorra. «¿Hasta el sábado? Hasta el sábado.» El sábado en la Sala de Armas se pusieron los cascos en la cabeza como si nada hubiera pasado. Cruzaron los floretes, como siempre. Era un combate singular. El teniente Martín saboreaba aquello. El comandante Campos, cuando el coronel Muñoz conseguía un tocado, sonreía a su vez. Las tres hijas del general habían pedido asistir a las sesiones de esgrima; pero su padre les contestó: «¡Ale, ale! Salid a la terraza y mirad cómo los seminaristas juegan al fútbol».

Uno de los que sufrió con más intensidad fue el delineante, Benito Civil. Su mujer le había dicho. «Ya lo ves. Ahora estás fichado y veremos lo que nos ocurrirá».

Menos mal que Mateo le dio ánimos. Mateo, en cuanto el resultado definitivo fue hecho público, reunió a sus seis camaradas y les dijo:

—Camaradas, ha ocurrido lo que tenía que ocurrir. Han ganado, porque tenían derecho a ello. Los dos años de experiencia derechista han constituido la más burda demostración de impotencia que recuerda la nación. No os dejéis impresionar por el argumento según el cual el Frente Popular ha robado las elecciones. Eso tiene poca importancia. Han empleado la fuerza; mejor para ellos. Ya sabéis que esto no cuenta… si se tiene razón. Si ahora el nuevo Gobierno se dispone a hacer una España grande, todo estará bien empleado. Sin embargo, me parece que, por desgracia, no ocurrirá así, y en tal caso los declararemos, en nuestro estilo, doblemente responsables. Sé que estáis impacientes y algo desanimados. Por lo menos lo noto en el rostro de algunos de vosotros. Pues bien, yo os daré mi opinión: ahora empieza nuestro triunfo. Esta opinión mía coincide con la expresada en una Circular que acabo de recibir de Madrid: «Ahora veréis cómo dentro de poco afluirá a Falange gente de todos los campos». Hoy somos aquí siete; antes de dos meses nos veremos obligados a no admitir más inscripciones. Los primeros que acudirán serán esos jovencitos que se han pasado dos años con brazaletes verdes. Se habrán dado cuenta de que gritar: «¡Éstos son mis poderes!», no conduce a nada cuando no hay detrás una doctrina de auténtico contenido espiritual. Luego acudirán muchos monárquicos, oficiales del Ejército tibios, gente neutra. Todos menos los de Liga Catalana, porque en el fondo ésos prefieren bailar sardanas al son del látigo de Teo que unirse con José Antonio y con los que creemos en España entera; y luego… acudirán a nosotros los que más nos interesan: los obreros, porque el Frente Popular los decepcionará. No traerá a España más que atentados sin sentido, huelgas y catástrofes. No mejorará la suerte de nadie; como no sea la de Julio García y de unos cuantos vividores. Entonces vendrán a nosotros, si sabemos fijar nuestra posición. Y cuando esto llegue, he de advertiros que se les abrirá la puerta de esta casa con todos los honores. Será un día de gracia para Falange. Interesa más un obrero que cien ingresos procedentes de la clase burguesa. Y si fue comunista o anarquista, mejor que mejor; nos entenderemos más fácilmente con él. Ahora bien, por el momento creo mi deber deciros que corremos peligro. Me consta que figuramos entre los primeros a quienes se pretende enmudecer. Nos consideran «la cuña más agresiva». Esto es también un honor. En otras palabras, tal vez a alguno de los que estamos aquí le ocurra algo desagradable. Si eso sucede… los que queden, continuarán montando guardia con espadas. No estamos ni a favor ni en contra del Frente Popular. Estamos frente a todo aquel que atente contra España, contra la integridad de España. Ahora bien, nos defenderemos. Hoy saldréis de aquí cada uno con su revólver. Octavio os lo dará. Por ahora nada más. ¡Arriba España!

Octavio rubricó las palabras de Mateo, y cumplió su orden. El muchacho, en Hacienda, había expuesto la misma teoría que el jefe: «Ahora empieza nuestro triunfo». Los viejos funcionarios se quedaron perplejos, y una vez más le tomaron por loco.

Haro y Roca, en aquella sesión, demostraron ser valientes. Roca dijo: «Ya veréis cómo aumentarán mis alumnos de inglés. Siempre que la cosa anda hacia la izquierda, aumenta el número de alumnos de inglés». Conrado Haro vela esfumarse su posible ingreso en la Marina. El hijo de don Jorge introdujo el índice de su mano derecha entre el cuello duro y su piel.

Por su parte don Emilio Santos llamó a Mateo, cuarenta y ocho horas después de las elecciones, y le dijo:

—Hijo mío, en Cartagena, tu hermano está en la cárcel. —Le enseñó una carta. Luego añadió—: Yo me siento viejo. Ya sé que mis canas te importan menos que otras cosas, pero es lo cierto: me siento viejo. Tengo la impresión de que ni tú ni yo volveremos a ver a tu hermano; tú aquí… deberías procurar que no me quede solo.

* * *

Todos aquellos acontecimientos colectivos agotaron a Ignacio, porque no conseguía penetrar en su secreto. Había algo que le decía que no valía la pena adscribir el destino individual a aquellas mutaciones. «Tal vez tengan razón los que contemplan la multitud desde los tejados.» Le parecía que los hombres se iban transmitiendo la vara de mando unos a otros, relevándose en la venganza. Apenas unos conseguían llegar a la cima, abajo empezaba a oírse el rumor de los que aspiraban a derribarlos. Cabía tomar dos actitudes: dejarse llevar por el río o convertir el cerebro en una isla, el pecho en un frontón. Irse a la Dehesa y exclamar: «¡Mataos, yo viviré por mi cuenta, cerca de las hojas verdes!» Acaso existiera una tercera actitud: participar con los demás en la historia, pero sin entregarse a ella por entero, reservarse algo independiente e individual dentro de uno mismo: la facultad de juzgar… o los latidos del corazón.

En realidad, lo que le ocurría a Ignacio era esto: que sentía que el corazón le pedía paso a través de las urnas y las luchas ideológicas.

Era inútil combatir contra él oponiéndose prejuicios, obsesión de clases, política. Inmerso en la multitud, llegaba un momento en que se sentía solo; conseguida la soledad, necesitaba compañía. Y comprendía que todo esto no le ocurría por azar, sino que lo provocaba un agente exterior que montaba guardia frente a él como los socialistas frente a los colegios electorales. Ser que le guiñaba el ojo desde el otro extremo de cualquier calle a la que desembocara. Agente que se iba agigantando, y que de repente se perfilaba y tomaba la breve forma de Marta.

Sí, ya era hora de confesárselo. Estaba enamorado de Marta hasta los tuétanos. De Marta, discreta, de pies pequeñísimos; de Marta, un poco más crecida que Pilar y menos que él; de ojos graves. Con su cabellera partida en dos, con su flequillo. A pesar de montar a caballo y ser hija del comandante Martínez de Soria.

Agotado de discusiones en el Banco, en dura lucha contra las asignaturas de segundo curso que el arte del profesor Civil le hacía llevaderas, se dijo que para avanzar en el camino de la vida le faltaba el acicate de un alma que estuviera próxima a la suya por milagro, y que esta alma era, en efecto, la de Marta.

Todo ello era hermoso dado que tenía la convicción de que por su parte Marta esperaba el momento. Si no, ¿a qué su perseverancia en visitar el piso de la Rambla, los repentinos silencios de la muchacha cuando él se hacía el distraído, la melancolía que varias veces le sorprendió en la mirada, al volverse hacia ella? Y, sobre todo, ¿cómo explicar que el último día del año que murió, al cumplir él los veintiuno de su vida, Marta se le acercara y le dijera: «He tardado dieciocho años en conocerte; no estaré satisfecha hasta que lleve otros tantos conociéndote».

Ignacio, pensando en todo aquello, se sugestionaba. Al despertarse decía: «La quiero». Al dirigirse al Banco repetía: «La quiero». Al oír las campanas pensaba: «Yo he tardado en conocerla veinte años. Tampoco estaré satisfecho hasta que hayan transcurrido otros veinte».

Una mañana la llamó por teléfono. Nunca había oído la voz de María al teléfono. La atención con que ésta le habló le descubrió que la muchacha debía de estar siempre como esperándole, pues sus primeras palabras revelaron sorpresa, pero no desconcierto. En efecto, Marta le habló como si lo realmente importante para ella radicara en hablar con él, aunque fuera a media mañana, aunque para ello tuviera que dejar su cuarto sin arreglar. Ignacio le pidió que salieran juntos, aprovechando que era sábado y que él no tenía clase. Salir solos, como la víspera de Reyes, en que fueron a ver los farolillos y la cabalgata, y descubrieron que su amigo el Rubio, ¡el Rubio!, hacía de Rey Negro, montado en un magnífico caballo pardo, desde el cual los saludó y aun los bendijo, prometiéndoles con ello mil juguetes —mecanos, muñecas, bicicletas— y quién sabe si el juguete de un porvenir vivido juntos, uno al lado de otro, en perfecta comunión.

Marta aceptó, y salieron, llenando el sábado de íntimo y mutuo entusiasmo. Y luego salieron toda la tarde del domingo, sin contar con que por la mañana se vieron en misa, en compañía de Mateo y Pilar. Y luego las salidas continuaron, dándose cuenta uno y otro de que en realidad les hacía falta poca cosa para ser dichosos: estar juntos, nada más. Estando juntos, el tiempo cobraba un sentido pleno, los muros daban la impresión de poder ser atravesados, los pies danzaban en el suelo con un tintineo gnómico, de seres libres; y, sobre todo, el buen humor, intercalado entre instantes de emoción y ternura. Cualquier incidente les hacía gracia y los obligaba a juntar sus respectivos meñiques: un coche que pasara llevando muchas maletas en el toldo, con una de ellas a punto de caerse; un perro sin rabo, los pájaros filosóficamente sentados en los hilos telegráficos. Esto les gustaba especialmente: los postes telegráficos. Ignacio se acercaba a ellos, aplicaba el oído, invitaba a Marta a hacer lo propio y al oír el zumbido trasmisor exclamaba: «¡Exacto! ¡Es mi padre, que está hablando desde Correos!» Un día Marta sacó de su bolso un espejo pequeño, redondo. Ignacio, al verlo, lanzó una exclamación de júbilo. Pegó su cabeza a la de Marta, y ambos se esforzaron por caber dentro del círculo. Se rieron lo indecible porque no lo conseguían. Marta preguntó: «¿Lo tiro al río?» Ignacio contestó: «Se lo merece». Marta lo hizo, y uno y otro contemplaron cómo el agua engullía el círculo en el que acaso vivieran todavía las dos mitades de sus rostros.

Marta creía a ciegas que Ignacio llegaría a ser todo un hombre, «Sólo le falta canalizar todas las energías en una sola dirección…» Lo que más le gustaba era subir con él a la Catedral y a las murallas. Mucho más que sentarse en el taburete de un bar. Le parecía que allá su amor cobraba solemnidad, que en realidad no era reciente. A veces llegaba a sentirse un personaje histórico.

Ignacio accedía a su deseo. Y en cuanto se encontraban rodeados de piedras y hiedra, agradecía al Señor que la aventura de las pique tas derribando murallas no hubiera sido más que un sueño. En el camino del Calvario, el muchacho se emocionaba más de la cuenta, pues recordaba a Carmen Elgazu avanzando por él con el rosario colgándole de los dedos. Y en cuanto llegaban a la ermita, eternamente esperando, Ignacio juntaba su mano a la de Marta, entrelazando los dedos, y ambos contemplaban el valle. Toda la historia de la ciudad, y su propia historia, el neto cielo mediterráneo y aquellos verdes que ni siquiera en invierno morían del todo, les unían en un solo ser, capaz de vencer todos los obstáculos.

Era un amor que situaba a Ignacio a infinita distancia espiritual de Canela y el pecado. Que le infundía un gran sentido de responsabilidad, precisamente porque no era fácil, porque en cierto sentido era superior a él, o situado en otra orilla. A Marta le gustaba mucho que Ignacio fuera bastante más alto que ella. Y a veces le repetía acariciándole la cara, frases que ya Ana María le había dicho: «También me gustan tus ojos, y esos pómulos angulosos que tienes».

Era un amor que a Matías Alvear le preocupaba mucho, pensando en el viaje del comandante Martínez de Soria a Roma.

Pilar se dio cuenta de que aquello iba definitivamente en serio, y alcanzó el límite de la felicidad. «¿Te das cuenta? —le decía a Mateo—. ¡Marta mi cuñada!»

¡Cuánto quería Pilar a Marta! Casi tanto como Ignacio… lo cual éste continuaba sin comprender, pues las diferencias entre las dos chicas eran evidentes.

El cuarto de Pilar era rosa y tenía el crucifijo muy bajo, en la cabecera de la cama; era un cuarto alegre El cuarto de Marta, por el contrario, era grave. El crucifijo resaltaba cerca del techo, blanco, de marfil.

Pilar tenía sobre la mesilla de noche novelas que terminaban en boda; Marta también. Pero en tanto que Pilar forraba luego las que más le gustaban y las guardaba cuidadosamente, Marta las entregaba a su padre para la biblioteca del cuartel. Su padre le decía: «Las llevaré, porque no hay peligro de que nadie las lea. Nunca un soldado lee un libro, ni por casualidad».

Pilar estaba muy orgullosa de su cabellera exuberante, ondulada sin necesidad de ir a la peluquería; y Marta presumía de su color pálido y de su inmóvil delgadez.

Carmen Elgazu les dijo a una y otra:

—Bueno, ya estáis hechas unas mujercitas. Pensad que el hombre es, en gran parte, lo que quiere la mujer. Sobre todo, no olvidéis que la religión lo es todo en un hogar. —Luego añadió mirando a Pilar—: Y… mucha pureza. —Carmen Elgazu, no sabía por qué, en este sentido le temía más a Pilar que a Marta.

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