Los cipreses creen en Dios (113 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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El Responsable sentía nacer en su pecho sentimientos contrapuestos. A medida que crecía en entusiasmo, crecía en envidia. Envidia de Cosme Vila. ¡Lo que éste había hecho en poco tiempo! Había suprimido a la sirvienta y al hermano Alfredo. Había pegado fuego a un convento y paralizado la ciudad. Editaba un periódico y estaba organizando una Milicia Popular que podía competir con el Tercio.

El Responsable comprendía que la CNT llevaba leguas de retraso en cuanto a resultados. «¡Pero nosotros cortamos el gas, el agua y la electricidad!», replicaba Ideal. El Cojo citaba la explosión del Polvorín, el miedo que pasó el Inspector de Trabajo al oír en su despacho el petardo. El Responsable no se dejaba impresionar. Sabía que todo aquello había sido bien organizado, pero que duró poco y que la desgracia les impidió hacer más.

Y, no obstante, el hecho de que a la postre Cosme Vila hubiera tenido que recurrir a él le demostró que, en el fondo, el Partido Comunista se andaba por las ramas. «A mí me parece que nosotros atacamos siempre más al centro», dijo el día en que por primera vez," después de la resurrección, reunió en pleno su Comité Ejecutivo.

Porvenir le miró retadoramente, como exigiendo pruebas. Y entonces el Responsable dijo, con naturalidad:

—Os voy a dar una a todos. —Paró un momento—. ¡Nada de suprimir sirvientas ni sacristanes! —Hizo otra pausa—. ¡Nada de volar esta piedra o la otra! Tal como están las cosas, hay que llevar a cabo algo decisivo y CNT-FAI se encargará de efectuarlo: hay que suprimir al comandante Martínez de Soria.

El silencio que siguió estas palabras constituía la prueba del efecto que produjeron. Una sensación de escalofrío recorrió el gimnasio. ¡Suprimir al…!

Pero pronto la tensión cedió. En el fondo de su cerebro, uno a uno fueron preguntándose los anarquistas: «¿Por qué no?»

Ideal fue el primero que abrió la boca.

—Con lo que le importaría a él convertirme en fiambre —dijo.

El Cojo se había sentado en el alféizar de la ventana.

—Debimos hacerlo cuando lo de octubre.

—No es que yo crea por ahora en un levantamiento fascista —argumentó el Responsable—. Pero si dejamos sueltos a los militares, algún día nos la dan, desde luego. A mí me parece que suprimiendo esa estrella se aclararía un poco el panorama.

Porvenir intervino:

—Es el número uno de la ciudad. El otro día me lo encontré y me creí que estaba borracho. ¡Ja, ja! Silbaba. Es más monárquico que Romanones. Tiene una nariz como la del ex rey, que en paz descanse.

—¿Cómo que en paz descanse?

—Para mí, siendo ex, es como si hubiera muerto. El ambiente se había desatado.

—¿Y la hija qué? —preguntó súbitamente el Cojo—. Presume mucho de vestido negro.

A las dos hijas del Responsable les dio un vuelco el corazón. La de Porvenir se escandalizó.

—¡No seas idiota! La chica no tiene nada que ver.

—¿Que no tiene nada que ver? ¿Y montar a caballo?

—Anda, no seas pelmazo. Habla del padre, de acuerdo; pero deja tranquila a la familia.

El Responsable se esforzaba en dominar la situación.

—¿Por qué he propuesto esto…? Por una razón sencilla —explicó—. Porque entiendo que el peligro viene siempre del Ejército. Guardan miles de hombres secuestrados, comiendo rancho y perdiendo oportunidades. Muchas veces he pensado que no habrá progreso hasta acabar con eso. —Luego añadió—: A mí me gusta menos que a cualquiera matar un hombre. Pero, que me zurzan si hay otro remedio.

El Cojo se había bajado súbitamente de la ventana.

—Pienso una cosa —dijo por fin—. ¿Estamos seguros de que el comandante es el número uno de la ciudad?

—¿Quién va a ser, sino?

Se veía que el Cojo tenía una idea fija.

—Total, un comandante… ¿qué? —dijo—. Quedan hasta generales. Yo preferiría asaltar la cárcel y saldarles las cuentas a «La Voz de Alerta» y al don Jorge ese de la madre que…

La novia de Porvenir pareció hallar acertado el plan. Desde un día en que, al salir ella de la Piscina, «La Voz de Alerta» la miró de determinada manera, no podía pensar en el dentista sin sentir ganas de cometer una barbaridad.

—Es una idea que no hay que olvidar —dijo.

Blasco votó en contra.

—Ésos ya están en el garlito —opinó—. Si hay que zumbar, se zumba a los de fuera. Y si no encaja el comandante, se le da
pal
pelo al notario Noguer o a uno de esos. Material no falta.

Porvenir reflexionaba. A veces sentía celos del Responsable. Comprendía que tenía más experiencia que él. En Barcelona consiguió que la CNT le escuchara y movilizara los campesinos. Porvenir se preguntaba: «No sé si yo hubiera conseguido otro tanto».

—El Cojo tiene razón —dijo—. ¿Quién asegura que el comandante es el cogollo del asunto, que no es un simple criado? ¿Del obispo, por ejemplo, o de ese curita del Museo, que le confiesa todos los días? ¡El curita, sobre todo, a mí…!

El Cojo negaba, negaba enérgicamente con la cabeza.

—Copiar, siempre copiar —decía—. Copiar lo que hacen los demás. ¿No se soltó ya una bomba en el Museo? Mantengo lo de la cárcel. ¡Hay que zumbar a «La Voz de Alerta» y al propietario ese de las cuatrocientas masías!

—Cuarenta.

—Pues cuarenta.

Santi vivía los momentos más intensos de su vida. ¡Andaba pensando que lo mejor sería contentar a todos! Pero no intervenía. El Responsable le tenía prohibido intervenir en las reuniones oficiales hasta haber cumplido los diecisiete años.

El Responsable escuchaba a todos con los ojos bajos, puestos en dos bolas de hierro del gimnasio. Apretaba de tal modo los labios, que su hija mayor temía que de un momento a otro tomaría las dos bolas y las tiraría contra la cabeza de sus colaboradores.

—¡Basta ya! —exclamó por fin, levantando la cabeza y vertiendo acero por la mirada. Se caló la gorra hasta las cejas—. ¿A qué tanto plan y tanta monserga? —Impuso el silencio—. Aquí el número uno es el Ejército. Curas, dentistas, propietarios… ¿Y quién tiene las armas? —Se dirigió al Cojo—. ¿Qué prefieres; que te apunte una ametralladora o un sacamuelas? —Miró alrededor—. Parecéis idiotas. Aquí el número uno es el comandante Martínez de Soria.

Nadie replicó.

—Eso no significa… —añadió el Responsable, cortando el silencio— que no hay más días que longanizas…

El sargento, novio de la hija mayor del Responsable, apenas había dicho nada. Pero era quien más hincha le tenía al comandante. Se alegró del acuerdo tomado, pero conocía a sus camaradas y temía que todo quedara en simple proyecto.

—Ahora viene lo principal —dijo—. ¿Cómo se cumple este servicio?

Aquel léxico cuartelero ponía nervioso a Porvenir. Ideal hizo una observación.

—Hay una pega. El comandante nunca sale solo.

Era cierto. Blasco lo corroboró. Blasco continuaba recorriendo las mesas del café de los militares y dijo: «Siempre anda rodeado de tres o cuatro oficiales jóvenes».

—Y si no, va con su mujer y su hija —informó el Cojo.

La hija del Responsable intervino.

—Antes que hablar de esto quizá debiéramos discutir otro aspecto del asunto: las autoridades.

El Responsable hizo un gesto de gran convicción.

—Nada —cortó. Repitió su gesto—. Nada. Encantados.

—¿Encantados…?

Se quitó la gorra.

—Vista gorda.

Su tono no dejaba lugar a dudas.

—Vamos a ver si por una vez hacemos las cosas con la cabeza —añadió—. Lo primero que hay que hacer es seguirle la pista. A qué hora sale de su casa, cuál es su itinerario para ir al cuartel, etc…

Los demás daban por sentado que el momento más a propósito era cuando el comandante montaba a caballo en la Dehesa. ¿Para qué discutir más? Lo que hacía falta era elegir el arma. Porvenir era partidario de la pistola, el Cojo de la bomba de mano.

—¡A callarse! Esto ya se verá. —El Responsable volvía a estar furioso. Se dirigió a Blasco, Ideal y Santi.

—De momento, vosotros le vigilaréis —ordenó.

El Cojo advirtió con indignación que él quedaba excluido.

—¿Y yo qué…? ¿Bailando la rumba…?

El Responsable le miró con fijeza.

—Tú te plantas ante el Museo y observas los horarios del reverendo en cuestión.

Capítulo LXXXII

Mateo, durante su encerrona en casa del Rubio había intimado poco más que antes con el muchacho. Cuantas veces había intentado hablarle del «Sindicato Vertical y de las rutas del mar», el Rubio se había tocado el casquete militar o, en su defecto, el de la «Pizarro Jazz» y le había contestado:

—Yo te digo una cosa. Con la novia que tienes no comprendo que te metas en esos líos.

Mateo se sentía decepcionado. Y dando vueltas por el piso, alrededor de la madre del Rubio, casi ciega, se preguntaba cómo podían vivir los reclusos en cuyo pecho no latieran grandes ideales. «Deben de morir de aburrimiento y de asco.»

Mateo llevaba la camisa azul. Le gustaba permanecer escondido porque podía llevar la camisa azul. A veces se sentía un personaje importantísimo, voluntariamente en la sombra, dirigiendo desde ella el destino de millones de seres. Otras veces pensaba que, en realidad, había echado al combate media docena tan sólo, pero aquello bastaba para detenerle el corazón. Le parecía que en «Las Confesiones» de San Agustín, que Pilar le había mandado, aprendía a aquilatar el valor real de una sola alma, de un alma simplemente, los abismos y las cumbres a que puede llegar. Y cuanto más le leía, más convencido estaba de que, de haber vivido en aquel momento y en España, San Agustín hubiera sido falangista.

Cuando el Rubio le dijo: «Puedes trasladarte a casa de Pedro», no supo si alegrarse o no. Empezaba a acostumbrarse a los objetos de la casa, a los programas de la orquesta en las paredes, a la luz. Sin embargo, por otro lado también le atraía el piso del comunista disidente y solitario.

Rodríguez subió y le prestó el uniforme. Al ponerse el tricornio, Mateo se miró al espejo. Ni él mismo se reconocía. El Rubio se rió.

Los correajes le molestaban. Era ya de noche, y en el momento de salir a la calle se encomendó a la patrona del Cuerpo.

Todo fue como una seda. Nadie sospechó de él. Entró en la calle de la Barca y advirtió que la basura de que hablaba Rubio había sido recogida. Subió al piso de Pedro. Llamó en la forma convenida y la puerta se abrió.

Pedro le recibió con su seriedad de siempre. Mateo quería agradecerle el rasgo y, además, tener la seguridad de que no ocultaba intenciones peligrosas de ningún género. Por ello le tendió la mano y le miró profundamente a los ojos. Pedro pareció sentirse intimidado. Le estrechó la mano y luego se reclinó en el esqueleto de la máquina de coser que había en un rincón.

Mateo le dijo:

—Oye una cosa. No querría pecar de insolente ni nada parecido. No veas ninguna mala intención en lo que voy a decirte. Pero querría preguntarte por qué has accedido a esconderme.

Pedro contestó con naturalidad:

—Pues… ¿Por qué no iba a hacerlo…? —Mateo se sintió tranquilo.

Pedro había adelgazado con la huelga. Ahora volvía a trabajar en las canteras como siempre, y el sol implacable que caía todo el día, había teñido de negro su rostro.

Mateo le dijo:

—Bien, ya estoy aquí… Pero no te preocupes; haz tu vida como siempre. Yo permaneceré donde tú me digas, sin hacer ruido.

—He pensado en eso —contestó Pedro—. Ya ves cómo está esto —señaló el balcón—. Se ve todo desde fuera. Me parece que no deberías salir de la cocina.

—Pues muy bien, me quedaré en la cocina.

Pedro añadió:

—Si quieres, llévate la radio allí.

Mateo sonrió:

—Te lo agradezco mucho.

Se veía que Pedro tenía hecha la lista de cuanto debía decirle.

—En caso de apuro, la llave de la azotea está ahí —señaló detrás de la puerta—. Siguiendo los tejados alcanzarías la iglesia de San Félix.

Aquella invitación devolvió a Mateo a la realidad. En un momento, ¡zas!, Julio podía dar con él.

Pidió permiso para entrar en la cocina.

—Cuando quieras.

Mateo entró. Lo primero que vio fue un papel matamoscas colgando. Luego un cordel que cruzaba la estancia de uno a otro lado. Un grifo goteando. Una ventana pequeña y roñosa.

Junto a la puerta, reclinada en la pared, una silla de mimbre, de patas cortas.

—¿Era la silla de tu padre?

—Sí.

En el muro, una mancha grasienta de los cabellos, de una cabeza humana que se había apoyado allí.

Mateo, instintivamente, se acercó a la ventana. ¡La Catedral! Aquello le alegró el corazón. Pequeña ventana, pero suficiente para que desde ella se viera la Catedral. El campanario parecía estar al alcance de la mano, gigantesco.

—Se oirán bien las horas.

—Tú dirás.

Todo quedó decidido. Mateo le dio dinero para la manutención. Cocinaría para los dos. Al regresar Pedro del trabajo, encontraría la comida hecha.

—Ya me dirás qué es lo que te gusta.

—Me gusta todo.

Mateo quedó un instante pensativo. Faltaba ponerse de acuerdo sobre un punto delicado.

—Tendré que estar en contacto con alguno de mis camaradas… —dijo.

Pedro le miró. Reflexionó a su vez.

—¿Hay alguno que no esté fichado?

—Sí, varios…

—Pues que venga uno de esos. Uno solo.

—Bueno, de acuerdo. Vendrá uno… a ver, déjame pensar. Uno de mí estatura. También vestido de guardia civil.

No había más que hablar. Un colchón en la cocina y una manta; Pedro, un camastro en el comedor. A las siete de la mañana, Mateo hirvió la leche para Pedro, y éste se fue a trabajar al sol, a las canteras.

Al quedar solo en el piso, Mateo pensó inmediatamente en Pilar. ¡Si pudiera verla! Dura separación. ¿Por qué el taller de costura no estaría situado en la casa de enfrente? Hubiera podido verla, asomando un solo ojo por el postigo del balcón.

Antes del mediodía llamaron a la puerta. ¡Pam, pam, pam! Un cuarto golpe. Era Rodríguez. ¡Válgame Dios! Mateo le esperaba con impaciencia.

—¿Qué hay, qué hay?

Rodríguez no podía estar mucho rato.

—Volveré mañana. He de ir a ver a Marta. Dame el uniforme.

—Pero ¿qué pasa?

—Nada. Todo marcha bien. —Le dejó un ejemplar de
El Proletario
para que se enterara de las últimas novedades.

Mateo le pidió que al día siguiente le llevara una Historia Universal.

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