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Authors: Jean M. Auel

Los cazadores de mamuts (55 page)

BOOK: Los cazadores de mamuts
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El visitante conocía la soltura de Ranec con las palabras y reconocía que ése no era su punto fuerte. Aquella habilidad, junto con sus músculos compactos y su natural confianza en sí mismo, hacían que el hombre rubio, tan dramáticamente apuesto, se sintiera como un patán junto al hombre moreno.

A medida que avanzaba el invierno fueron empeorando los malentendidos entre Jondalar y Ayla. El joven temía perderla por completo ante aquel joven moreno, exótico, ingenioso y encantador. Trataba de convencerse de que, para ser justo, debía dejar que Ayla eligiera, que no tenía derecho a exigirle nada. Pero se mantenía al margen, pues no deseaba presionarla en la elección. Tenía miedo de no ser el escogido y no quería darle la oportunidad de que le rechazara.

A los Mamutoi no parecía preocuparles aquel tiempo horrible. Tenían abundantes provisiones almacenadas y se entretenían con las habituales ocupaciones de invierno, cómodos y protegidos en su vivienda semisubterránea. Los miembros más ancianos solían reunirse en torno al hogar destinado a cocina para tomar una infusión caliente, contar historias, evocar recuerdos e intercambiar chismes; a veces se dedicaban a los juegos de azar, con fichas de marfil o hueso tallado, cuando no estaban atareados con algún proyecto. Los más jóvenes se congregaban en el Hogar del Mamut, entre risas, bromas y canciones, para practicar con los instrumentos musicales. Los propios niños eran bien recibidos en todas partes.

Era el tiempo del ocio. Tiempo para hacer herramientas y armas, utensilios y joyas; tiempo para tejer canastos y esterillas, esculpir el marfil y el hueso, para fabricar cordones, sogas, correas y redes; tiempo para hacer y decorar prendas de vestir.

Ayla se interesaba por el procedimiento mediante el que los Mamutoi preparaban y coloreaban sus cueros. También le intrigaban los bordados de colores, con plumas y con cuentas. Para ella, la ropa decorada y cosida era algo novedoso.

Un día se dirigió a Deegie:

–Dijiste enseñarías cómo hacer cuero rojo cuando yo preparo piel. Creo que piel de bisonte está lista –dijo.

–Muy bien, voy a demostrártelo –manifestó Deegie–. Veamos cómo está.

Ayla fue a la plataforma de almacenamiento, próxima a su cama, y desplegó un cuero crudo completo. Era increíblemente suave al tacto, blando y casi blanco. Deegie lo examinó con aire crítico. Había observado el procedimiento de Ayla sin comentarios, pero con gran interés.

Para empezar, Ayla había cortado la gruesa pelambrera a ras de la piel sirviéndose de un cuchillo afilado; después lo colgó de una gran tibia de mamut y lo raspó con un trozo de pedernal sin corte. Lo raspó por dentro, para eliminar los restos de grasa y los vasos sanguíneos, y por fuera, a contrapelo, quitando la capa superficial y el granulado de la piel. El procedimiento de Deegie era distinto. Deegie lo habría enrollado y colocado cerca del fuego durante algunos días, a fin de provocar un principio de putrefacción que facilitara el desprendimiento del pelo. Para conseguir un cuero tan suave y flexible como el de Ayla, lo habría atado a un marco para raspar el pelo y el grano.

En el siguiente paso Ayla había tomado en consideración una sugerencia de Deegie. Después de remojar y lavar, había pensado frotar el cuero con grasa para suavizarlo, según su costumbre; pero su amiga le enseñó a hacer una pasta líquida con los sesos putrefactos del animal y empapar el cuero en ella. Ayla quedó sorprendida ante los resultados. Era perceptible la suavidad y la elasticidad que adquirían aquellos tejidos, incluso mientras los estaba frotando. Pero sólo después de escurrir por completo el cuero comenzaba el verdadero trabajo. Había que tensarlo constantemente mientras se secaba: la calidad del cuero así procesado dependía del esmero puesto en esa etapa.

–Tienes buena mano para el cuero, Ayla. El cuero de bisonte es pesado, pero éste no. Tiene una textura maravillosa. ¿Ya has decidido qué vas a hacer con él?

–No –Ayla sacudió la cabeza–. Pero quiero hacer cuero rojo. ¿Qué piensas? ¿Calzado?

–Es lo bastante grueso para hacerlo, pero también lo suficientemente flexible como para una túnica. Vamos a colorearlo. Después resolverás qué hacer con él –dijo Deegie. Mientras caminaban juntas hacia el último hogar, preguntó–: ¿Qué harías con ese cuero si no quisieras colorearlo?

–Lo pondría sobre un fuego con mucho humo, para que el cuero no se pone tieso otra vez si se moja por la lluvia o nadando –dijo Ayla.

Deegie asintió con la cabeza.

–Es lo que haría yo también. Pero lo que vamos a hacer con ese cuero servirá para que la lluvia no penetre.

Al atravesar el Hogar de la Cigüeña, pasaron junto a Crozie. Eso recordó a Ayla algo que tenía intención de preguntar desde hacía tiempo.

–Deegie, ¿sabes hacer cuero blanco también? ¿Como la túnica de Crozie? Gusta rojo, pero después gustaría aprender blanco. Conozco alguien que creo gustaría blanco.

–El blanco es difícil de conseguir, si quieres un tono de nieve. Crozie podría enseñártelo mejor que yo. Necesitarías creta... Wymez puede tener un poco, porque el pedernal se presenta con la creta y los nódulos que él consigue del norte tienen una costra blanca por fuera.

Las dos jóvenes volvieron al Hogar del Mamut con pequeños morteros y sus respectivas manos, más varios terrones de ocre rojo de varios tonos. Deegie puso grasa a derretir y dispuso los trocitos alrededor de Ayla. Había trozos de carbón vegetal para el negro, manganeso para lograr un negro azulado y azufre de un amarillo brillante; además de ocres de distintas tonalidades: pardos, rojos, castaños y amarillos. Los morteros eran huesos naturalmente ahuecados, con el frontal de un venado, o trozos excavados en granito o basalto, como las lámparas. Las manos de mortero estaban hechas con hueso duro o marfil, exceptuando uno que era una piedra alargada.

–¿Qué tono de rojo prefieres, Ayla? ¿Rojo intenso, rojo sangre, rojo amarillo... que es más o menos como el sol?

Ayla no sabía que había tanto para escoger.

–Rojo rojo –respondió.

Deegie estudió los colores.

–Creo que si utilizamos éste –dijo, cogiendo un trozo que tenía el colorido intenso de un ladrillo– y agregamos un poco de amarillo, para realzar más el rojo, obtendremos un bonito color que creo te gustará.

Puso el trocito de ocre rojo en el mortero de piedra y mostró a Ayla cómo se hacía para molerlo muy fino. Después hizo que moliera el amarillo en otro cuenco. En un tercero, mezcló los dos colores hasta quedar satisfecha con el tono. Después agregó la grasa caliente, que hizo virar el color hacia un matiz brillante que arrancó una sonrisa a Ayla.

–Sí, ese rojo. Es un rojo bonito –dijo.

A continuación, Deegie cogió una larga costilla de venado, partida en sentido longitudinal con el fin de que el interior poroso del hueso quedara en la parte convexa. Utilizándolo por el lado esponjoso, lo untó con un poco de grasa ya enfriada y frotó el cuero preparado, presionando con fuerza. A medida que la coloración natural se introducía en los poros, la piel de bisonte iba adquiriendo un suave lustre. Por la cara granulada la herramienta de lustrado y los agentes colorantes le conferían un brillo intenso y uniforme.

Después de observar un rato, Ayla cogió otra costilla y repitió la técnica, mientras Deegie la observaba, al tiempo que hacía algunas observaciones. Cuando hubieron terminado una esquina del cuero, interrumpió a Ayla para verter unas gotas de agua en aquella parte.

–Mira –dijo, levantando la esquina–, el agua se desliza, ¿ves?

El agua iba corriéndose formando gotas sin dejar marcas en el acabado impermeable.

–¿Has decidido ya qué vas a hacer con tu pieza de cuero rojo? –preguntó Nezzie.

–No –dijo Ayla. Había desplegado el cuero de bisonte para mostrárselo a Rydag y para admirarlo ella misma. Era suyo, pues había tratado y teñido el cuero con sus propias manos. Por primera vez poseía algo rojo en tanta cantidad, y a fe que el producto resultaba de un agradable color muy intenso–. El rojo era sagrado para el Clan. Se lo daría a Creb... si pudiera.

–Es el rojo más intenso que he visto. A quien se vista con él se le verá desde lejos.

–También es suave –dijo Rydag, por medio de señas. Con frecuencia iba al Hogar del Mamut para visitarla, y ella le recibía de buen grado.

–Deegie me enseñó primero a hacer suave con cerebro –dijo Ayla, sonriéndole–. Antes usaba grasa. Difícil de hacer, y manchas, a veces. Mejor usar cerebro de bisonte –hizo una pausa, con expresión pensativa, y preguntó–: ¿Sirve para todo animal, Deegie? –y como su amiga asintiera–: ¿Cuánto cerebro se debe emplear? ¿Cuánto para reno, cuánto para conejo?

–Mut, la Gran Madre, en Su infinita sabiduría –replicó Ranec, con un asomo de sonrisa–, siempre da a cada animal el cerebro suficiente para que pueda conservar su piel.

La suave risa gutural de Rydag sorprendió a Ayla por un momento. Luego sonrió.

–Algunos tienen cerebro suficiente, no los atrapan.

Ranec rió y Ayla hizo otro tanto, complacida por haber comprendido la gracia. Se estaba sintiendo mucho más familiarizada con el lenguaje mamutoi.

Jondalar, que acababa de entrar en el Hogar del Mamut, vio a Ayla riendo con Ranec y sintió un nudo en el estómago. Mamut le vio cerrar los ojos, como atacado por un súbito dolor. Después miró a Nezzie y sacudió la cabeza.

Danug, que venía siguiendo al visitante, le vio detenerse y apoyarse en un poste, con la cabeza gacha. Los sentimientos de Ranec y Jondalar hacia Ayla y el problema que esta situación generaba eran evidentes para todos, aunque la mayoría prefiriera ignorarlo. No querían inmiscuirse, con la esperanza de que los tres lo resolvieran por su cuenta. A Danug le gustaría poder ayudar de alguna manera, pero no sabía cómo. Ranec era como un hermano, puesto que Nezzie lo había adoptado, pero Jondalar le era simpático y se compenetraba con su angustia. También él experimentaba fuertes sentimientos por la bella mujer recién adoptada por el Campamento del León, aunque no pudiera definirlos. Más allá de los rubores inexplicables y las sensaciones físicas que le provocaba su proximidad, sentía cierta afinidad con ella. También Ayla parecía turbada ante ciertas situaciones, como solía ocurrirle a él cuando se enfrentaba a los nuevos cambios y complicaciones de su vida.

Jondalar aspiró profundamente y se irguió para proseguir la marcha hacia su zona. Ayla le siguió con la vista; le vio acercarse a Mamut y entregarle algo. Ambos intercambiaron algunas palabras antes de que Jondalar se retirara a paso rápido, sin haber dicho una palabra a su compañera. La muchacha había perdido el hilo de la conversación que continuaba a su alrededor. Cuando Jondalar se marchó, corrió hacia Mamut, sin escuchar la pregunta que Ranec le hacía, sin ver la fugaz desilusión que se reflejó en su rostro. El joven moreno hizo una broma, que ella tampoco oyó, para disimular su fastidio. Pero Nezzie, siempre sensible a las sutilezas de sus sentimientos más hondos, notó el sufrimiento en sus ojos y le vio apretar los dientes, irguiendo los hombros con decisión.

Hubiera querido aconsejarle, proporcionarle el beneficio de su experiencia y la sabiduría adquirida con la edad, pero se mordió la lengua. Cada uno debía habérselas con su propio destino.

Como los Mamutoi convivían dentro de un mismo ámbito durante largos períodos, tenían que aprender a tolerarse mutuamente. En el albergue no había una intimidad real, exceptuando la de los propios pensamientos; por eso ponían mucho cuidado en no entrometerse en los pensamientos ajenos. Trataban de no hacer preguntas personales y de no ofrecer ayuda o consejo cuando nadie los pedía. Tampoco intervenían en las discusiones privadas a menos que se les pidiera mediar, o cuando la situación, descontrolada, se convertía en un problema para todos. En cambio, cuando advertían que se estaba creando una situación problemática, se mantenían discretamente disponibles esperando, con paciencia y buena voluntad, a que un amigo se dispusiera a comentar las supuestas preocupaciones, aprensiones o frustraciones. No juzgaban ni criticaban; imponían pocas restricciones a las conductas personales, mientras no hirieran o perturbaran gravemente a otros. La solución válida de un problema era la que funcionara y satisficiera a todos los implicados. Trataban con cuidado a las almas ajenas.

–Mamut... –comenzó Ayla. De pronto se dio cuenta de que no sabía con exactitud lo que iba a decir–. Eh..., creo que es buen momento para hacer remedio para artritis.

–No veo inconveniente –dijo el anciano, sonriendo–. Hacía años que no pasaba un invierno tan bueno. Aunque sólo sea por eso, Ayla, me alegro de que estés aquí. Déjame guardar este cuchillo que he ganado a Jondalar y me pondré en tus manos.

–¿Ganaste cuchillo a Jondalar?

–Crozie y yo estábamos jugando con huesecitos. Jondalar, que estaba observando, parecía interesado, de modo que le invité a jugar. Dijo que le gustaría, pero que no tenía nada para apostar. Le respondí que, con su talento para trabajar el pedernal, siempre tendría algo, y le propuse apostar contra un cuchillo especial que yo deseaba, hecho de una determinada manera. Perdió. No es prudente apostar contra El Hombre Que Sirve. –Mamut rió entre dientes–. Aquí está el cuchillo.

Ayla asintió. La respuesta satisfacía su curiosidad, pero lo que le gustaría era que le dijera por qué Jondalar no le dirigía la palabra. Los que habían estado admirando el cuero teñido de rojo por Ayla se dispersaron, abandonando el Hogar del Mamut. Sólo quedó Rydag, que se reunió con la muchacha y el chamán. Le resultaba reconfortante verla atender al anciano, y se acomodó en una esquina de la cama.

–Primero haré fomentos calientes –dijo ella, y comenzó a mezclar ingredientes en un cuenco de madera.

Mamut y Rydag vieron cómo medía, mezclaba, calentaba agua.

–¿Qué pones en los fomentos? –preguntó Mamut.

–No conozco las palabras para las plantas.

–Descríbemelas. Tal vez yo pueda decirte cómo se llaman. Conozco algunas plantas medicinales. Tuve que aprender un poco.

–Una es más alta que rodilla –explicó Ayla–. Tiene hojas grandes, no verde brillante. Como polvo arriba. Hojas crecen primero con tallo, después hacen grandes, terminan en punta. Por abajo, hoja suave, como piel. Las hojas son buenas para muchas cosas. Las raíces también, sobre todo para huesos rotos.

–¡Consuelda! Tiene que ser la consuelda. ¿Qué más le pusiste? Esto es interesante.

–Otra planta, más pequeña, no llega a rodilla. Hojas como punta de lanza pequeña, verde oscuro brillante, verde también en invierno. Tallo sube entre hojas. Florecitas color claro, con manchitas rojas adentro. Buenas para hinchazones y para sarpullido.

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