Los Caballeros de Neraka (82 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: Los Caballeros de Neraka
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Sintió las raíces del árbol enroscándose dentro de él.

Cogido de la mano de Mina, Silvanoshei condujo a la joven a través del moribundo jardín hasta el árbol que crecía en su centro. El Árbol Escudo estaba vivo, crecía con fuerza, tenía las hojas verdes y saludables; verdes como las escamas del dragón. El tronco era de un color rojo intenso y parecía rezumar sangre. Sus ramas se contorsionaban y se retorcían como serpientes.

«Tengo que arrancar el árbol de raíz. Soy el nieto de Lorac. He de desarraigar sus raíces de los corazones de mis súbditos y así los liberaré. Empero, la idea de tocar esa cosa maligna me repugna. Encontraré un hacha y lo talaré.»

Aunque lo cortases cien veces —
susurró una voz en su mente—,
cien veces volvería a crecer.

«Morirá, ahora que Cyan Bloodbane ha muerto. Era él quien lo mantenía vivo.»

No. Eres tú el que lo hace medrar. —
Mina no pronunció palabra, pero puso la mano sobre el corazón del rey—.
Tú y tu pueblo. ¿Es que no sientes sus raíces enroscándose y retorciéndose dentro de ti, absorbiendo tu energía, robándote la fuerza vital?

Silvan sentía algo estrujándole el corazón, pero no sabía discernir si era la maldad del árbol o el contacto con la mano de Mina.

Se la llevó a los labios y la besó. Dejó a la joven en el sendero, entre las plantas moribundas, y se encaminó hacia el árbol vivo. Éste percibió el peligro. Los zarcillos de unas enredaderas grises empezaron a enroscarse en los tobillos del monarca; ramas muertas cayeron sobre él golpeándolo en la espalda y en un hombro. Silvan pisoteó los zarcillos y aparcó bruscamente las ramas.

Al aproximarse al árbol sintió la debilidad, que aumentaba cuanto más cerca se encontraba. El árbol se proponía matarlo al igual que había hecho con tantos otros antes. Su savia corría roja merced a la sangre de su pueblo. Cada una de las hojas brillantes era el alma de un elfo asesinado.

El árbol era alto, pero tenía el tronco largo y fino. Silvan podía rodearlo con sus manos sin dificultad. El joven monarca se encontraba débil y tembloroso por los efectos secundarios del veneno, y se preguntó si tendría fuerza suficiente para arrancarlo de la tierra.

La tienes. Sólo tú.

Silvan cerró las manos alrededor del tronco; éste se retorció a su contacto cual una serpiente, y el elfo se estremeció por la horrible sensación. Lo soltó y retrocedió un paso.

«Si el escudo cae —pensó, asaltado de repente por la duda—, nuestro país quedará desprotegido.»

La nación silvanesti ha resistido orgullosamente durante siglos y siglos protegida por el valor y la destreza de sus guerreros. Esos días de gloria volverán; esos días en los que el mundo respetaba a los elfos, los honraba y temía. Serás rey de una nación poderosa, de un pueblo poderoso.

«Seré rey —se repitió Silvan a sí mismo—. Ella me verá majestuoso e imponente y me amará.»

Plantó firmemente los pies en el suelo, aferró el escurridizo tronco con resolución y, sacando fuerzas de su entusiasmo, su amor, su ambición, sus sueños, propinó un enérgico tirón.

Con un seco chasquido, se desprendió una única raíz. Quizás era la que estaba arraigada en su propio corazón porque, al soltarse, su fuerza y su voluntad se incrementaron. Tiró y tiró con ahínco; los músculos de sus hombros estaban tirantes por la enorme tensión. Sintió que más raíces cedían y redobló sus esfuerzos.

—¡Por Mina! —dijo entre dientes.

Las raíces cedieron tan repentinamente que Silvan cayó hacia atrás y el árbol se desplomó encima de él. El joven elfo no estaba herido, pero no podía ver nada a causa de las hojas y las ramas que lo tapaban.

Furioso, sintiéndose como un estúpido, salió arrastrándose de debajo del árbol. Encendido el rostro por la sensación de triunfo y también de vergüenza, se limpió la tierra y el barro de las manos.

El sol brillaba caliente sobre su cara. Silvan alzó la vista y vio el astro refulgir con un intenso color rojo. Ningún velo translúcido enturbiaba sus rayos; ningún halo rielante filtraba su luz. Descubrió que no podía mirarlo directamente, ni siquiera en ningún punto próximo al ardiente orbe. Le hacía daño en los ojos. Parpadeó para librarse de las lágrimas; todo cuanto veía era un punto negro: la imagen del astro grabada todavía en sus retinas.

—¡Mina! —llamó mientras entrecerraba los párpados, intentando localizarla—. ¡Mina, Mina! Tu dios tenía razón. ¡El escudo ha caído!

Silvan salió al sendero dando traspiés, ya que todavía no veía con claridad.

—¿Mina? —gritó—. ¡Mina!

Silvan la llamó una y otra vez. Lo estuvo haciendo hasta mucho después de que el sol se hubiese metido, mucho después de que oscureciera. Gritó su nombre hasta quedarse sin voz, y después lo susurró.

—¡Mina!

No hubo respuesta.

33

Por amor a Mina

Galdar llevaba sin dormir desde de la batalla. Hizo guardia a lo largo de toda la noche, plantado al borde de las sombras de las cuevas donde se había refugiado el contingente restante de las tropas. El minotauro rehusó dejar su puesto a nadie, aunque varios caballeros se habían ofrecido a relevarlo de su servicio autoimpuesto. Sacudía la astada cabeza en respuesta a todas las propuestas, mandaba retirarse a los hombres y, finalmente, éstos dejaron de acudir.

Los hombres que habían sobrevivido yacían en las cuevas, cansados y asustados, sin apenas hablar. Los heridos hacían todo lo posible para ahogar sus gemidos y gritos de dolor por miedo a que el ruido atrajera al enemigo. Casi todos susurraban un nombre, el de ella, y se preguntaban por qué no acudía a consolarlos. Aquellos que morían lo hacían con el nombre de la joven en los labios.

Galdar no montaba guardia por el enemigo. Esa tarea la tenían encomendada otros. Piquetes de soldados permanecían agazapados en la maleza, alertas a la aparición de cualquier batidor elfo que podría toparse con su escondrijo. Esa misma mañana, temprano, lo habían hecho dos elfos. Los piquetes se ocuparon de ellos rápida y silenciosamente, rompiéndoles el cuello y arrojando los cadáveres a la caudalosa y veloz corriente del Thon-Thalas.

El minotauro se enfureció cuando se enteró de que sus hombres habían capturado vivos a los dos elfos antes de matarlos.

—¡Quería interrogarlos, estúpidos! —gritó con rabia a la par que alzaba la mano para golpear a uno de los exploradores.

—Tranquilízate, Galdar —lo reprendió Samuval mientras posaba su mano en el brazo velludo del minotauro—. ¿De qué habría servido torturarlos? Los elfos se habrían negado a hablar, y sus gritos se habrían oído a kilómetros de distancia.

—Me habrían dicho lo que han hecho con ella —replicó Galdar, que bajó la mano pero asestó una mirada feroz a los exploradores; éstos aprovecharon el momento para alejarse rápidamente—. Me habrían contado dónde la tienen retenida. Ya me habría ocupado yo de que lo hicieran así. —Abrió y cerró los puños mientras hablaba.

—Mina dejó órdenes de que no se tomaran prisioneros, Galdar. Dijo que se diera muerte a cualquier elfo que encontráramos. Juraste obedecerla. ¿Romperías tu promesa? —instó Samuval.

—No, no faltaré a ella. —Galdar gruñó y volvió a su puesto—. Le di mi palabra y la cumpliré. ¿Acaso no la mantuve ayer? Estaba allí y vi cómo la capturaba ese bastardo rey elfo. Capturada viva por su enemigo más implacable. Conducida triunfalmente a quién sabe qué terrible destino. Para ser vejada, esclavizada, torturada, asesinada. Le prometí que no intervendría y cumplí mi palabra. Pero ahora lamento haberlo hecho —añadió con una imprecación.

—Recuerda lo que nos dijo —musitó Samuval—. Recuerda sus palabras: «Creen que me tomarán prisionera, pero al hacerlo seré yo quien los apresará a ellos, hasta el último». Recuérdalo y no pierdas la fe.

Galdar permaneció a la entrada de la cueva toda la mañana. Vio al sol alcanzar su cénit cual un ojo ardiente que mirara con ferocidad a través del escudo, y lo envidió porque el astro podía ver a Mina y él no.

Presenció maravillado el combate con el Dragón Verde; vio llover sangre y escamas verdes del cielo. Galdar no sentía aprecio por los dragones, ni siquiera por los que luchaban en su bando. Un antiguo dicho de los minotauros, que se remontaba a la época de su gran héroe, Kaz, afirmaba que los dragones sólo tenían un bando: el suyo. Galdar oyó el bramido de muerte del reptil, sintió temblar el suelo por el impacto del cuerpo de la bestia al caer, y se preguntó qué auguraba aquel acontecimiento para ellos. Para Mina.

El capitán Samuval se había reunido con él para presenciar el combate. Le llevó algo de comer —carne de rata, cazada en la cueva— y de beber. Galdar se tomó el agua pero rehusó la carne del roedor. Los hombres apenas si tenían de comer, y otros lo necesitaban más que él. Samuval se encogió de hombros y engulló la exigua ración mientras el minotauro seguía con su guardia.

Las horas pasaron. Los heridos se quejaban en voz baja, morían sin hacer ruido. El sol empezó a esconderse, rojo como sangre, hundiéndose tras el velo translúcido de la barrera. El astro aparecía deformado y contrahecho, ofreciendo una imagen como Galdar no había visto jamás. El minotauro dirigió la mirada a otro lado; no le gustaba ver el sol a través del escudo y se preguntó cómo podían soportarlo los elfos.

Se le cerraron los ojos a pesar de sí mismo. Se estaba quedando dormido de pie cuando la voz de Samuval sonó a su lado y pareció estallar sobre el minotauro como una bola de fuego.

—¡Fíjate en eso!

Galdar abrió los ojos sobresaltado mientras tanteaba buscando su espada.

—¿Qué? ¿Dónde?

—¡El sol! —contestó Samuval—. No, no lo mires directamente. ¡Te cegará! —Se protegió los ojos con la mano y escudriñó bajo la sombra que proyectaba—. ¡Maldición!

Galdar miró al cielo. La luz era tan intensa que le lloraron los ojos y tuvo que apartarlos de inmediato. Se limpió las lágrimas y entrecerró los párpados. El sol había disipado el velo de la barrera y brillaba con intensidad sobre el mundo, como si fuese un astro nuevo y se sintiera exultante de su poder. El minotauro bajó la vista, medio cegado.

Mina se encontraba ante él, bañada por la luz rojiza del nuevo sol. Galdar iba a lanzar un grito de alegría, pero la joven se llevó un dedo a los labios pidiéndole que guardara silencio. El minotauro se conformó con sonreír de oreja a oreja. No le dijo que daba gracias por volver a verla, porque Mina había prometido que regresaría con ellos y Galdar no quería que pensara que había dudado. En realidad, no lo había puesto en duda en ningún momento. No, en el fondo de su corazón. Señaló con el pulgar hacia el horizonte.

—¿Qué significa eso? —preguntó.

—El escudo ha sido derribado —contestó ella. Estaba pálida y cansada, casi a punto de caerse de agotamiento. Extendió la mano y Galdar se sintió honrado y enorgullecido de prestarle el apoyo de su brazo; de su brazo derecho—. El hechizo se ha roto. En este momento, las fuerzas del general Dogah, un contingente de muchos miles de soldados, marchan a través de la frontera de Silvanesti.

Apoyada en el fuerte brazo de Galdar, Mina entró en la cueva. Los hombres querían vitorearla, pero ella les dijo que guardaran silencio.

Los soldados se apiñaron alrededor de ella y extendieron las manos para tocarla. A pesar de su cansancio, se dirigió a cada uno de ellos por su nombre y tuvo una palabra para todos. No quiso beber, comer ni descansar hasta que visitó a los heridos y le pidió a su dios su curación. Rezó por los muertos también, sosteniendo las frías manos entre las suyas y con la cabeza agachada.

Sólo entonces accedió a beber agua y a sentarse para descansar. Llamó a sus caballeros y oficiales para celebrar un consejo de guerra.

—Sólo tenemos que continuar escondidos un poco más —les dijo—. Mi plan es unirnos al ejército del general Dogah en la conquista de Silvanost.

—¿Cuándo llegarán aquí? —preguntó Samuval.

—Dogah y sus tropas podrán marchar a buen paso —repuso Mina—. No encontrarán resistencia. Retiraron a las patrullas fronterizas para enfrentarse a nosotros. Además, su ejército está totalmente desorganizado. Su general ha muerto y el escudo ha caído.

—¿Cómo, Mina? —se interesó Galdar, y otros corearon su pregunta—. Cuéntanos cómo echaste abajo el escudo.

—Le dije la verdad al rey —explicó la joven—. Que el escudo estaba matando a su pueblo. El propio rey derribó el escudo.

Los caballeros rieron, disfrutando de la fina ironía. Su ánimo era excelente, alegre y confortado por el regreso de Mina y de la milagrosa desaparición del escudo mágico que, durante tanto tiempo, les había impedido caer sobre su enemigo.

Galdar se volvió para hacerle otra pregunta a Mina y se encontró con que la joven se había quedado dormida. Tiernamente, la tomó en sus brazos —pesaba tan poco como un niño— y la llevó al lecho que él mismo le había preparado, una manta extendida sobre agujas de pino secas, dentro de un hueco en la pared de piedra. La depositó con cuidado y la tapó con otra manta. La joven no abrió los ojos una sola vez.

El minotauro se sentó cerca de ella, con la ancha espalda recostada en la rocosa pared, para velar su sueño.

Samuval se acercó para montar guardia junto a Galdar. El capitán ofreció al minotauro de carne de rata, y esta vez Galdar no la rehusó.

—¿Por qué habrá bajado su escudo el rey? —se preguntó Galdar mientras masticaba ruidosamente, carne y huesos por igual—. ¿Por qué ha retirado su única defensa? No tiene sentido. Los elfos son arteros. A lo mejor es una trampa.

—No —dijo Samuval. Enrolló una manta, que se puso debajo de la cabeza, y se tumbó en el frío suelo de la caverna—. ¿Sabes una cosa, amigo mío? Dentro de una semana pasearemos del brazo por las calles de Silvanost.

—Pero ¿por qué haría algo así? —insistió el minotauro.

—¿Que por qué? —Samuval bostezó hasta que le crujieron las mandíbulas—. Ya viste cómo la miraba. Presenciaste cómo lo hacía su prisionero. Lo hizo por amor a ella, naturalmente.

Galdar se acomodó mientras meditaba la respuesta de su compañero y llegó a la conclusión de que Samuval tenía razón. Antes de quedarse dormido, musitó suavemente unas palabras a la noche:

—Por amor a Mina.

EPÍLOGO

Lejos del lugar donde Mina dormía, guardada por sus tropas, Gilthas miraba desde una ventana de la Torre del Sol cómo el astro ascendía hacia su cénit. Imaginó sus rayos reflejándose en las lanzas de los ejércitos de Beryl mientras marchaban a través de la frontera de Qualinesti. El solámnico, Gerard, había propuesto un plan, un plan desesperado, y ahora el gobernador militar Medan y él esperaban a que Gilthas tomase una decisión que significaría la salvación de su pueblo o sería su total exterminio. El Orador tenía que decidir. Y lo haría porque era su rey, pero por ahora retrasaría ese momento; dedicaría ese corto aplazamiento a contemplar el brillo del sol en las verdes hojas de los árboles de su patria.

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