La cripta era actualmente el cuartel general de Alhana. Su guardia personal se había instalado dentro, con ella, mientras el resto del ejército acampaba en el bosque aledaño. Un perímetro de corredores se mantenía alerta ante la posible aparición de los ogros, de los que se sabía que merodeaban por la zona arrasando y saqueando. Los centinelas, escasamente armados y sin corazas, no entrarían en liza contra ellos si los localizaban, sino que regresarían corriendo a las líneas de piquete para alertar al ejército de la presencia del enemigo.
Los elfos de la Casa de Arboricultura Estética habían trabajado largo y tendido para levantar mágicamente una barricada de matorrales espinosos en torno al túmulo funerario. Dichos espinos poseían terribles púas que podían traspasar incluso el duro pellejo de un ogro. Dentro de la barricada, los soldados del ejército elfo se refugiaron como buenamente pudieron cuando llegó la torrencial tormenta. Las tiendas se vinieron abajo casi de inmediato, obligando a los elfos a resguardarse junto a peñascos o dentro de zanjas, evitando siempre los árboles altos, que eran el blanco de los mortíferos rayos.
Calados hasta los huesos, helados y sobrecogidos ante la furia desatada de los elementos, ante una tormenta como jamás habían conocido a pesar de la longevidad de su raza, los soldados vieron a Silvanoshei retozando como un lunático bajo el turbión y sacudieron las cabezas.
Era el hijo de su amada reina; no pronunciarían una sola palabra en contra de él y lo defenderían con sus vidas, pues era la esperanza de la nación élfica. Se había ganado el afecto de los soldados, aunque no lo admiraran ni lo respetaran. Silvanoshei era apuesto y agradable, encantador por naturaleza, el amigo del alma por excelencia, con una voz tan dulce y melodiosa que convencía a las aves canoras de que abandonasen los árboles para volar hasta su mano.
En eso Silvanoshei no se parecía a sus progenitores. No poseía la personalidad seria, adusta y resuelta de su padre, y algunos podrían haber insinuado que no era su hijo si su parecido con Porthios no hubiera sido tan extraordinario que no dejaba lugar a dudas sobre su parentesco. Silvanoshei, o Silvan como a su madre le gustaba llamarlo, tampoco había heredado el aire regio de Alhana Starbreeze. Tenía algo de su orgullo, pero muy poco de su compasión. Le preocupaba su pueblo, pero carecía del amor y la lealtad imperecederos que ella profesaba a sus súbditos. Consideraba la lucha de su madre por penetrar el escudo una pérdida de tiempo inútil, y no podía entender que desperdiciara tanta energía para regresar junto a unas gentes que obviamente no la querían.
Alhana adoraba a su hijo, y más ahora que su padre había desaparecido. Los sentimientos de Silvanoshei hacia su madre eran más complejos, si bien tenía una concepción imperfecta de ellos. Si alguien le hubiera preguntado, habría dicho que la amaba e idolatraba, y habría sido sincero. Empero, ese amor era como aceite flotando sobre aguas turbulentas. A veces Silvanoshei sentía ira contra sus padres, una rabia que lo asustaba por su intensidad. Le habían robado su infancia, lo habían privado de las comodidades y la posición entre su pueblo que le correspondían por derecho.
El túmulo funerario permaneció relativamente seco durante el torrencial aguacero. Alhana se quedó en la entrada, contemplando la tormenta, con la atención dividida entre la preocupación por su hijo —el cual se hallaba plantado bajo la lluvia, expuesto a los mortíferos rayos y al violento vendaval—, y la amarga idea de que las gotas de lluvia penetraban el escudo que rodeaba Silvanesti y que ella, con todo el poder de su ejército, no lo conseguía.
Un rayo que cayó bastante cerca la dejó medio cegada, y el trueno sacudió la cripta. Temerosa por su hijo, se aventuró a salir y a alejarse a una corta distancia de la entrada del montículo mientras se esforzaba por ver a través de la cortina de agua. Otro relámpago, que se extendió por el cielo con un resplandor purpúreo, le permitió ver a su hijo, que miraba hacia lo alto, rugiendo en respuesta al trueno con desafiante regocijo.
—¡Silvan! —gritó—. ¡Es peligroso estar aquí fuera! ¡Entra conmigo!
Ni siquiera la oyó. El trueno ahogó sus palabras y el viento se las llevó lejos. Sin embargo, tal vez percibiendo su preocupación, el joven volvió la cabeza hacia ella.
—¿Verdad que es magnífico, madre? —gritó, y el viento, que había arrastrado las palabras de su madre, le trajo las suyas con perfecta claridad.
—¿Queréis que vaya allí y lo traiga a la fuerza, mi señora? —preguntó una voz junto a su hombro.
—¡Samar! —se sobresaltó Alhana, que se volvió a medias—. ¡Me has asustado!
—Lo lamento, majestad —se disculpó el elfo al tiempo que hacía una reverencia—. No era mi intención.
No lo había oído acercarse, pero eso no debería sorprenderla. Aun en el caso de que los truenos no retumbaran, tampoco lo habría oído si él no hubiese querido. Perteneciente a la Protectoría, Porthios le había asignado al servicio de su esposa, y había cumplido fielmente su tarea durante las décadas de guerra y exilio.
Samar era actualmente su segundo al mando, el cabecilla de su ejército. Alhana sabía que la amaba aunque jamás hubiese pronunciado una sola palabra al respecto porque el oficial era leal a su esposo y lo respetaba como amigo y dirigente por igual. Por su parte, Samar era consciente de que ella no le correspondía, que era fiel a su marido a pesar de que no tenía noticias suyas desde hacía meses. El amor de Samar era un regalo que éste le daba cada día sin esperar nada a cambio. Caminaba a su lado, con su amor como una antorcha para guiar sus pasos por la oscura senda que recorría.
El oficial no sentía aprecio por Silvanoshei, a quien tenía por un dandi malcriado. Para Samar la vida era una batalla que había que luchar y ganar a diario. La frivolidad y la risa, las bromas y las chanzas habrían sido aceptables en un príncipe elfo cuyo reino estuviese en paz, en un príncipe elfo que, como los de épocas más felices, no tuviese nada que hacer en todo el día salvo aprender a tocar el laúd y contemplar la perfección de un capullo de rosa. La efervescencia propia de la juventud estaba fuera de lugar en un mundo donde los elfos luchaban para sobrevivir. No se sabía el paradero de su padre, que quizás hubiese muerto, y su madre se consumía la vida luchando contra el destino, saliendo de cada combate con el cuerpo y el espíritu maltrechos. Samar consideraba la risa y el entusiasmo de Silvan una afrenta a ambos, un insulto hacia sí mismo.
Lo único bueno que veía en el joven era su capacidad de hacer florecer una sonrisa en los labios de su madre cuando ninguna otra cosa le levantaba el ánimo. Alhana posó una mano sobre el brazo del elfo.
—Dile que estoy desasosegada. Ya sabes, los absurdos temores de una madre. O no tan absurdos —añadió para sí, puesto que Samar se había alejado ya—. Hay algo funesto en esta tormenta.
Samar se caló de inmediato hasta los huesos cuando salió al aguacero, igual que si se hubiese metido debajo de una catarata. El fuerte viento lo zarandeaba, y agachó la cabeza contra el cegador torrente mientras maldecía la irresponsable necedad del muchacho y avanzaba a trancas y barrancas.
Silvan tenía echada la cabeza hacia atrás, cerrados los ojos, los labios entreabiertos y los brazos en cruz; su torso estaba al aire, puesto que la camisa se había empapado de tal manera que se había deslizado hombros abajo y la lluvia caía a cántaros sobre su cuerpo medio desnudo.
—¡Silvan! —gritó Samar junto al oído del muchacho. Asió su brazo sin contemplaciones y lo sacudió—. ¡Te estás poniendo en ridículo! —dijo en tono bajo y furioso, tras lo cual volvió a sacudir al chico—. ¡Tu madre tiene ya bastantes preocupaciones para que le des más! ¡Ve junto a ella y entra, como es tu deber!
Silvan entreabrió los ojos apenas una rendija. Tenía los iris de color violeta, como los de su madre, aunque tirando a purpúreo. Ahora brillaban por el éxtasis, y sus labios esbozaron una sonrisa.
—¡La turbonada, Samar! Jamás había visto nada igual! No sólo la veo, sino que la siento. Roza mi cuerpo y eriza el vello de mis brazos. Me envuelve en sábanas de fuego que me lamen la piel y me inflaman. El trueno me sacude hasta lo más hondo de mi ser, el suelo tiembla bajo mis pies. Mi sangre arde, y la lluvia, las punzantes gotas, refrescan esa sensación febril. No estoy en peligro, Samar. —La sonrisa del muchacho se ensanchó bajo el aguacero que corría a chorros por su cara y su cabello otorgándoles un extraño lustre—. No corro más riesgo que si me encontrase en brazos de una amante...
—Ese lenguaje es indecoroso, príncipe Silvan —lo reprendió Samar con severidad—. Deberías...
El frenético toque de unos cuernos lo interrumpió e hizo añicos el éxtasis de Silvan; aquél era uno de los primeros sonidos que recordaba haber oído de niño: un sonido de advertencia, de peligro.
El muchacho abrió completamente los ojos; fue incapaz de localizar de qué dirección llegaba, pues parecía proceder de todas a la vez. Alhana se encontraba en la entrada del túmulo rodeada por su guardia personal, escudriñando a través de la tormenta.
Apareció un corredor apartando ruidosamente la maleza; no era momento de moverse con sigilo. No hacía falta.
—¿Qué ocurre? —gritó Silvan.
El soldado hizo caso omiso de él y corrió hacia su comandante.
—¡Ogros, señor! —informó.
—¿Dónde? —inquirió Samar.
—¡Por todas partes, señor! —El elfo inhaló profundamente—. Nos tienen rodeados. No los oímos llegar, aprovecharon la tormenta para encubrir su avance. Los piquetes se han retirado tras la barricada, pero ésta... —El soldado, falto de aliento, no terminó la frase y señaló hacia el norte.
Un extraño fulgor otorgaba a la noche un tono púrpura, el mismo que el del rayo, pero no se descargaba y después desaparecía, sino que crecía en intensidad.
—¿Qué es eso? —preguntó a voces Silvan para hacerse oír por encima de los truenos—. ¿Qué significa?
—La barricada creada por los moldeadores de árboles está ardiendo —respondió, sombrío, Samar—. Seguramente la lluvia apagará las llamas...
—No, señor —dijo entre jadeos el corredor—. Fue alcanzada por los rayos, y no sólo en un punto, sino en muchos.
Volvió a señalar, esta vez hacia el este y el oeste. Ahora se veían incendios en todas direcciones, excepto hacia el sur.
—Los rayos los iniciaron y la lluvia no sólo no los apaga, sino que parece alimentarlos como si en lugar de agua fuese aceite lo que cae a cántaros del cielo.
—Diles a los moldeadores que utilicen su magia para apagar el fuego.
—Señor, están exhaustos. —La expresión del corredor era de impotencia—. El hechizo que utilizaron para crear la barricada consumió toda su fuerza.
—¿Cómo es posible? —demandó enfurecido Samar—. No es más que un simple conjuro... ¡Bien, olvídalo!
Sabía la respuesta, aunque se hubiese negado a admitirla. En los últimos dos años los magos elfos habían notado que su poder para realizar conjuros iba disminuyendo. Era una pérdida gradual, que apenas se dejó sentir al principio y que se atribuyó a enfermedades o cansancio, pero finalmente los magos se habían visto obligados a admitir que su poder mágico se les escapaba como finos granos de arena entre los dedos. Podían retener algunos, pero no todos. Y no eran sólo los elfos. Tenían información de que ocurría lo mismo entre los humanos, pero de poco consuelo les servía saber tal cosa.
Valiéndose de la tormenta para ocultar sus movimientos, los ogros se habían deslizado sigilosos entre los corredores y arrollaron a los centinelas. La barricada de espinos ardía violentamente en varios puntos al pie de la colina. Al otro lado de las llamas se alzaba la línea de árboles, donde los oficiales hacían formar a los arqueros en filas, detrás de la barricada. Las puntas de las flechas relucían como ascuas.
El fuego mantendría a raya a los ogros durante un tiempo, pero, cuando se apagara, los monstruos se lanzarían en tropel. Con la oscuridad, la hiriente lluvia y el aullido del viento, los arqueros tenían muy pocas posibilidades de dar en el blanco antes de que los rebasaran, y cuando tal cosa ocurriese, la carnicería sería espantosa. Los ogros odiaban a todas las otras razas de Krynn, pero su aborrecimiento por los elfos tenía su origen en el principio de los tiempos, cuando los ogros eran hermosos y gozaban del favor de los dioses. Tras su caída, los elfos pasaron a ser los favorecidos, los mimados, y los ogros jamás los habían perdonado por ello.
—¡A mí, oficiales! —llamó Samar—. Jefe de campo, sitúa en línea a los arqueros, detrás de los lanceros y la barricada, y diles que no disparen hasta que reciban la orden!
Regresó corriendo al túmulo, seguido por Silvan; la sensación exultante experimentada por el joven había sido reemplazada por la tensa y feroz excitación del ataque inminente. Alhana dirigió a su hijo una mirada preocupada, pero al ver que se encontraba ileso puso toda su atención en Samar mientras otros oficiales elfos entraban en tropel.
—¿Ogros? —preguntó la elfa.
—Sí, majestad. Han aprovechado la tormenta como cobertura. Los corredores opinan que nos tienen rodeados, pero no lo sé con seguridad. Creo que la vía hacia el sur sigue abierta.
—¿Y qué sugieres?
—Que regresemos a la fortaleza de la Legión de Acero, majestad. Una retirada combatiendo. He pensado que...
Silvan dejó de prestar atención. Planes y maquinaciones, estrategias y tácticas. Estaba harto de todo eso, hastiado hasta de oír hablar de ello. Aprovechó la oportunidad para escabullirse e ir al fondo de la cripta, donde estaba su petate. Metió la mano debajo de la manta y asió la empuñadura de una espada, la que había comprado en Solace. Le encantaba esa arma, su flamante brillo. La talla del ornamentado puño simulaba el pico de un grifo, el cual no resultaba fácil de asir —se le clavaba en la palma—, pero daba un aspecto espléndido a la espada.
Silvanoshei no era soldado; jamás se había entrenado como tal, pero la culpa no recaía en el joven elfo. Alhana lo había prohibido.
—A diferencia de las mías, estas manos —decía mientras tomaba las de su hijo y las apretaba con fuerza—, no se mancharán con la sangre de sus congéneres. Estas manos curarán las heridas que su padre y yo, en contra de nuestra voluntad, nos hemos visto obligados a infligir. Las manos de mi hijo jamás derramarán sangre elfa.
Pero ahora no se hablaba de derramar sangre elfa, sino de ogro. Esta vez su madre no lo mantendría al margen de la batalla. Al haber crecido en un campamento de soldados sin ser instruido para la lucha y sin portar nunca un arma, Silvan imaginaba que los demás lo miraban con menosprecio, que en el fondo lo consideraban un cobarde. El joven había comprado la espada en secreto, había tomado unas lecciones —hasta que se aburrió de ellas— y llevaba un tiempo ansiando que se presentase la oportunidad de demostrar su destreza.