Read Los barcos se pierden en tierra Online
Authors: Arturo Pérez-Reverte
Tags: #Comunicación, Periodismo
Así fue como acabó todo, y cómo el pabellón español dejó de ondear en un mar que había sido suyo durante cuatro siglos. Cesó entonces el fuego norteamericano, pues ya no había contra quien disparar. Eran las 13,30 de la tarde. Aunque el tiro de los artilleros españoles había sido continuo y preciso durante las cuatro horas de combate -el Brooklyn recibió 41 impactos del Teresa y del Vizcaya- los norteamericanos, protegidos tras sus blindajes y sus cañones de largo alcance, no tuvieron más que un muerto, dos heridos y nueve contusos, en lo que para ellos fue un cómodo ejercicio de impune tiro al blanco. Pero en el fondo del mar, en los barcos en llamas y en las playas ensangrentadas había 323 españoles muertos y 151 gravemente heridos: uno de cada cuatro hombres de la escuadra del almirante Cervera.
Era tarde de domingo. A la misma hora que los supervivientes españoles eran capturados por los buques norteamericanos, agonizaban en las playas o se abrían penosamente paso por la selva para intentar llegar a Santiago y seguir combatiendo en tierra, en Madrid lucía un sol espléndido y la gente, incluidos algunos miembros del Gobierno, se divertía en los toros. Según cuenta Francos Rodríguez: “Asistió gran cantidad de público y hubo dos corridas, una en la plaza de Madrid y otra en Carabanchel. Ambas con resultado feliz”.
Años después, Miguel de Unamuno escribiría: Cuando en España se habla de cosas de honor, un hombre sencillamente honrado tiene que echarse a temblar”.
El parroquiano entró en el bar y pidió un coñac a palo seco, así, por el morro, aunque todavía no eran las ocho de la mañana de un día festivo. Era bajo, muy chupaillo y moreno, con una camisa blanca limpia y recién planchada y el pelo negro, todavía abundante y con pocas canas, aún húmedo y muy bien repeinado hacia atrás. Tal vez tuviera cincuenta y tantos años largos. En el antebrazo izquierdo llevaba un tatuaje verdoso, casi borrado por el tiempo, lavado de sol yagua del mar.
Hay fulanos que me gustan sin remedio, y aquél era uno de ellos. Ya he dicho que era muy temprano, a esa hora de Levante en que no hay viento y la luz es un disco rojizo que apenas se despega del agua. El pueblo era un lugar de pescadores, de los que tienen muelle, barcas y viejas casas con tejas y grandes ventanas enrejadas casi a ras de suelo; casas donde todavía, en las tardes calurosas de verano, señoras mayores y abuelos en camiseta se sientan a la puerta, a ver pasar la vida.
Aquél era el único bar abierto. No se trataba de una cafetería con pretensiones, sino de una buena tasca portuaria de toda la vida, con mostrador desvencijado, sillas de formica, fotos de equipos de fútbol en la pared y una Virgen del Carmen entre botellas de Fundador. Uno de esos lugares supervivientes de otros tiempos; de cuando los puertos tenían bares como Dios manda, con estibadores de manos rudas, marineros, pescadores y mujeres cansadas que fumaban y hablaban a los hombres de tú.
El tipo flaco y repeinado había despachado el coñac sin pestañear. El resto de parroquianos eran un bolinga medio dormido y tres fulanos sin afeitar, con aspecto de haber amarrado tras una noche de mucha mar y poco beneficio. Todos tenían copas de coñac junto a las tazas de café, pese a lo temprano de la hora. Y yo me dije: ya ves, a éstos no se los imagina uno haciéndose un zumo de zanahoria en la licuadora, o haciéndose infusiones de hierbas, ni saliendo al horno de la esquina en busca de croissants calientes. Eran de esos que los meapilas califican a quemarropa de alcohólicos, tan temprano y ya privando, etcétera. Como cuando en un bar de carretera ves llegar a un camionero a las seis de la mañana y calzarse un chinchón seco a pulso, cagüendiela, qué te debo, Mariano, antes de ponerse al volante de nuevo, y la gente dice anda la leche. Pero es que hay oficios que no se prestan a delicatessen. Trabajos donde la vida es tan dura que si no te pegas un lingotazo que temple las tripas antes de ir al tajo, no hay cristo que aguante sin blasfemar cada tres minutos. Ni siquiera blasfemando. Como esas láguenas o reparos que se echan al cuerpo los mineros, a base de aguardiente, o los asiáticos de los pescadores, donde la leche condensada y el café no son sino un pretexto para calzarse tres dedos de coñac antes de salir de madrugada a la mar, a buscársela.
El tipo flaco y repeinado pidió un Magno y el encargado se lo puso. Vi que encendía un cigarrillo, echando el humo mientras se llevaba la nueva copa a los labios. Tenía una cara angulosa y curtida, llena de arrugas; cara de duro de verdad. Olía a limpio, recién lavado y afeitado. Por un momento me pregunté qué hacía en la calle a tales horas y en festivo, hasta que comprendí, por su manera de apoyarse en el mostrador, de beber a sorbos el coñac y de fumarse el Ducados, que en realidad aquel tipo se había estado levantando temprano durante toda su vida, fuera festivo o no. Que los suyo no era más que rutina, costumbre de lo más natural, y que aquellos dos coñacs que acababa de meterse en el cuerpo no eran sino la continuación de cientos, de miles de coñacs que lo habían ayudado a tenerse en pie, a afrontar cada amanecer y lo que éste deparaba.
En otro momento habría intentado invitarlo a otra copa, para darle conversación y tirarle de la lengua; pero uno tiene mili en esas cosas, y aquéllas no eran horas. El del tatuaje no eran de los que dicen tres palabras seguidas antes de las siete de la tarde. Lo vi terminarse el segundo coñac sin prisas, aunque apuró de golpe el último trago, echando hacia atrás la copa y la cabeza. Luego pagó sin preguntar qué se debía ni decir nada, y lo vi irse despacio en dirección a los muelles. El sol ya estaba un poco más alto y reverberaba cegador en el agua quieta, entre los pesqueros amarrados, los montones de redes y las banderolas de los palangres. Entorné los ojos y durante un rato aún pude ver moverse por allí su silueta, en el contraluz de los reflejos, caminando hacia ninguna parte.
El Paraná baja sucio al atardecer, arrastrando maleza y fango, y los barcos fondeados proa a la corriente, en mitad del río, encienden sus primeras luces ante Rosario. Desde mi mesa, junto a la fachada del viejo bar Sunderland -minutas a todas horas, exchange of money- miro cómo desde la orilla y los muelles abandonados suben la cuesta, lentamente, los fantasmas cansados de marineros muertos que nunca abandonaron este lugar. Los cascos oxidados de sus vapores y barcazas se pudren desde hace un siglo en otras aguas o en el fondo el río, entre móviles bajos de arena que ninguna carta señala, y ellos no tienen otra cosa que hacer, otra justificación para continuar existiendo, que venir cada noche al Sunderland, como antaño, a beberse esa primera cerveza que tiembla en el vaso, entre sus manos inciertas de malaria, hasta que la tercera o cuarta caña termina por templar les un poco el pulso. En alguna parte suenan un acordeón y un tango, y la voz de un hombre que también está muerto hace mucho tiempo se lamenta de que el mundo siga andando y de que la boca que era suya ya no lo bese más. Y los marineros que hablan sin pronunciarlas lejanas lenguas y llevan exóticos tatuajes, beben en silencio junto a sombras de mujeres que sonríen y esperan.
Tengo una fotografía del viejo Sunderland a principios de siglo, cuando aún figuraba en la muestra pintada bajo el alero, junto al rótulo del bar-restaurante, el nombre de Severino Gal, el español que abrió el primer boliche, casa de comidas y almacén cuando aún se llegaba hasta aquí a caballo y en carreta, por veredas y entre fogatas que los vecinos encendían en atardeceres como éste. En la foto están sus amigos con canotiers de paja, chalecos, y en mangas de camisa blanca, y las mujeres cuyos espectros me observan ahora desde la penumbra aparecen en la imagen setenta u ochenta años atrás, aún vivas, jóvenes y bellas, cruzada una pierna y la falda sobre el tobillo, con jarras de cerveza en las manos. A Severino Gal le gustaban los amigos, los automóviles y los abrazos; y en las paredes del local, junto a las puertas que en otro tiempo llevaban a los private room y que hoy se abren sobre el vacío de ninguna parte, fotos amarillentas evocan, brazos cruzados y sonrisa irónica, a su fantasma sediento.
Un incendio no podía faltar en la historia. En 1989 el Sunderland se quemó por completo, como tiene que suceder en esos extraños rituales, inevitables, de algunos lugares cuya magia consiste en ser fieles a sí mismos y a lo que significan. Pero ciertos sueños se niegan a morir, o tal vez es que hay hombres que se niegan a traicionar ciertos sueños. De cualquier modo, en 1992 un argentino italiano y un argentino español lo compraron y reconstruyeron ladrillo a ladrillo. Y ahora, en sus mesas de la orilla del río y en el interior, entre el olor de puchero español, picada argentina y pasta italiana, vitrinas con antiguos porrones y botellas de la fábrica Pujol y Suñol, y botellas de agua mineral Cristal para las damas, el viajero puede acodarse en una barra de estaño que en otro tiempo cobijó a los guapos sonrientes y acuchilladores del barrio Refinerías, pedir un aperitivo Lusera, una ensalada de molleja, un bife o una empanada, y mezclar memoria y presente, amigos, amores y fantasmas entre la música de un piano aporreado por Fito Páez, el aroma del último cigarro que Osvaldo Soriano fumó antes de morir, o la voz guasona y cálida del negro Fontanarrosa, que te cuenta el último partido del Rosario Central. Se puede consultar el horario de trenes que hace muchos años dejaron de salir de la Estación Córdoba, o folletos con el día de llegada improbable de barcos que nunca llegaron y que ahora descansan en el fondo de mares lejanos. Se puede recibir como regalo un soldadito de plomo que pelea con espada y daga, pintado minuciosa y pacientemente por Reinaldo Sietecase, o pararse ante un viejo almanaque en el que uno puede borrar, si se lo propone, el día en que perdió aquel sueño, aquel amor, aquel amigo. Se puede sacar del bolsillo, lenta y solemnemente, plegada en cuatro dobleces, una fotocopia de la partida de nacimiento de Ernesto Guevara de la Serna, más conocido como Che Guevara, nacido aquí, en Rosario, el14 de junio de 1928. Se puede desplegar esa hoja sobre la mesa, ponerla junto a la vieja foto del Sunderland, mirar una vez más hacia el río, y brindar con todos los fantasmas que en este atardecer acompañan al silencio.
Intenten imaginarse la escena, digna de una de aquellas viejas historietas de la familia Trapisonda: urbanización de la costa, familia dominguera con ocho o diez niños a bordo, entre hijos y sobrinitos, con sus flotadores y salvavidas, y el cuñado, y la abuela, y la tortilla, todos encima de un barquito lleno de gente, motor en marcha, pof pof-pof, saliendo del atraque para alejarse por el horizonte dispuestos a navegar por los siete mares. A la media hora, otra embarcación encuentra a un niño de pocos años flotando en su salvavidas, en pleno mar, haciéndose el muerto y con los ojos cerrados. Cuidadín. Estupor. Salvamento, etcétera. Y el niño, arrugado como un garbanzo a remojo, cuenta que se cayó del otro barco y que se quedó allí solito, en mitad del agua. Por suerte, los niños de ahora vienen muy resabiados: los pequeños hijo putas ven televisión por un tubo, y el enano, que no tenía un pelo de tonto, adoptó por su cuenta tácticas de supervivencia, convencido, inocente criatura, de que sus papis volverían a rescatarlo, como en las películas. Y gracias a esa confianza el zagal no se dejó llevar por el pánico, se tomó la cosa con calma, cerró los ojitos, se quedó inmóvil y se puso a esperar a que sus papás llegaran antes de la palabra fin.
A todo eso, los salvadores alucinan con ojos como platos. Nadie puede creerse, de buenas a primeras, que haya familias tan irresponsables y tan gilipollas. Entonces llaman por la radio de VHF: "¿Hay por ahí unos imbéciles, por más señas navegando, a los que les falta un niño?". Y para su sorpresa, afirmativo. Y no sólo afirmativo, sino que los Trapisonda, en medio del mar y también en medio de la natural zozobra, confusión y espanto, al oír el mensaje empiezan a contar niños y ven que, en efecto, hasta ese momento no se habían dado cuenta de que les faltaba Manolito.
Parece una historia de pastel, ¿verdad? Pues no. Data de hace tres semanas en una población playera de Levante cuyo nombre no cito porque me da mucha risa, entre otras cosas porque cada fin de semana se escuchan llamadas de socorro desde un pedrusco que tienen en la bocana, donde indefectiblemente mete la quilla todo cristo. La verdadera guasa del asunto es que historias así son habituales en el litoral español. Navegar en verano o cualquier fin de semana de buen tiempo con la radio encendida y oído al parche es como asistir a un programa cómico que, a veces, bordea la tragedia: llamadas por el canal de trabajo pidiendo una paella para las dos y media, parejas a las que arrastra la corriente en patines acuáticos, familias que salen in combustible y sin tener ni puta idea del principio de Arquímedes, aglomeraciones en calas llenas de basura flotante con fondeos cruzados, abordajes, insultos y agresiones de barco a barco, capullos en fueraborda con una bandera pirata y música de bakalao a la hora de la siesta, llamadas de socorro que movilizan guardacostas o helicópteros porque un fulano sale sin mirar el aceite del motor o la gasolina…. Total: que hasta el mar lo hemos convertido en sucursal de toda la mierda de tierra adentro.
Se quejan los gerentes de los puertos deportivos y los editores de revistas especializadas de la poca afición a la náutica que hay en España, de lo espaldas al mar que se vive, y del estúpido prejuicio que hace creer a la gente que tener un barco y navegar es cuestión de dinero; cuando lo cierto es que cualquier aficionado a la pesca o a navegar puede conseguir una embarcación por lo que cuesta un veraneo en Benidorm. De cualquier modo, el interés de las revistas y los gerentes no es el mío, y yo prefiero que no se corra la voz, pues por cada nuevo marino de verdad aparecerían también tropecientos domingueros. Sería la leche que los Trapisonda proliferasen, y en vez de cincuenta por cala hubiese cinco mil, como en las playas; y desaparecieran esos solitarios fines de semana invernales en los que uno, que es un misántropo y un cabrón, puede navegar doscientas millas cruzándose, como mucho, con la vela de un solitario hermano de la costa, por lo general holandés o inglés, que son los únicos a los que de verdad encuentras cuando navegas en todo tiempo y mes del año. Porque es ahora, con toda la poca afición que se dice y se deplora, y según las épocas ya hay que irse cada vez más adentro, y más días, para poder estarse callado y en paz, leyendo mirando el mar tranquilo y acogedor, o peleándote a vida o muerte con él, con rizos en las velas y blasfemias en la boca, sin que un May day de domingueros o un tonto del culo con una ruidosa moto acuática vengan a tocarte los cojones.