Read Los barcos se pierden en tierra Online
Authors: Arturo Pérez-Reverte
Tags: #Comunicación, Periodismo
Así que como ves, amigo lector, basta con hojear un libro de Historia anterior a la LOGSE para que en ese tipo de cosas te consideres vengado de sobra. A lo largo de los siglos hubo leña para todos; y cualquiera, hasta el imbatible Nelson y la madre que lo parió, tiene a la espalda tantas horas de gloria como de vergüenza o de fracasos. La diferencia es que los ingleses procuran olvidar sus desastres, o los convierten en gloriosas cargas de caballería, como esa gilipollez de Balaclava — aunque ningún Tennyson compuso poemitas cuando los japoneses les dieron bien por saco la Navidad de 1941 en Singapur—. Mientras que los españoles somos tan idiotas y tan miserables que nos avergonzarnos de las hazañas, o las utilizamos para reventar al vecino.
Hace años, a causa de un artículo publicado en esta misma página pecadora, cierto almirante y capitán general prohibió a la fuerza bajo su mando asistir a cualquier acto donde yo estuviera, e incluso dirigirme la palabra. Y si no me hizo fusilar no fue por falta de ganas, sino porque ese tipo de cosas ahora quedan feas, y hay que dar muchas explicaciones, y además Defensa tiene pocas balas y hay que irlas contando y justificar en qué se gastan, y no están los tiempos para alegremente, hala, fusilar a tontas y a locas. Quiero decir con esto que en mi vida he conocido a almirantes y generales y gente así que eran auténticas mulas de varas, entre otras cosas porque no es el uniforme lo que hace a la gente, sino la gente la que hace al uniforme. Y en ese contexto, debo añadir que también he conocido a mucha gente que honra el suyo. Mi amigo Charlie el ex espía, por ejemplo, que ahora es coronel de un regimiento. O el páter Paco Nistal, que es capitán y capellán de los cascos azules en los Balcanes. O la soldado Loreto, y tantos otros.
Pensaba en eso el otro día, cuando asistí a una amena conferencia de José Ignacio González-Aller sobre la marina española en la época de los Austrias y el desastre de la empresa de Inglaterra. González-Aller es historiador, almirante, y hasta hace nada director del museo naval de Madrid, y lo acompañaba otro marino y escritor, Álvaro Delgado Cal, capitán de navío, responsable del museo naval de Cartagena. Y allí, sentado entre el público, compartiendo las desgracias de Medina-Sidonia frente a sus adversarios Howard, Drake y Hawkins, y naufragando mentalmente con los infelices buques españoles en las costas de Irlanda, viendo el reflejo de lo que ahora somos en lo que en otro tiempo fuimos, o viceversa, me dije una vez más que en efecto, que hay militares y marinos que leen, y que escriben, y que saben, y que estudian, y que justamente por todo eso honran el uniforme que visten. Hombres a quienes la palabra cultura no les hace echar mano a la pistola, sino a un libro, y que resultan dignos sucesores de aquellos que esta infeliz España tuvo en otro tiempo: los grandes marinos ilustrados del XVIII, por ejemplo, cuando en un siglo donde el hombre todavía acariciaba la esperanza del progreso y de la libertad, navegaban, descubrían, estudiaban y escribían. Hombres de mar y guerra, pero también de ciencia y de cultura, que se llamaban Jorge Juan, Ulloa, Tofiño, Mazarredo. Gente honrada por las academias inglesas y francesas de la época; respetada hasta por los enemigos, que cuando los capturaban o mataban los trataban como a iguales. Marinos ilustres corno Churruca, Alcalá-Galiano, Valdés, en un siglo en el que España, una vez más, estuvo a punto de levantar cabeza y abrir la ventana para que entrase el aire limpio, y también, otra vez más, la rueda de nuestra maldición giró cabeza abajo, y llegaron el sinvergüenza de Godoy, y el fanático cura Merino, y el imperdonable, abyecto canalla que se llamó Fernando VII; y todo se fue una vez más al diablo. Y aquellos hombres de ciencia, aquellas cabezas ilustradas, pensantes, tan necesarias, murieron con su siglo, peleando en Trafalgar tras haber vivido a media paga en este país miserable, o fueron luego sospechosos y marginados justamente por cultos y liberales, y se extinguieron en el olvido y la pobreza, o tuvieron que exiliarse, paradójicamente —ventajas de saber quien fue Temístocles—, en la Francia y la Inglaterra contra las que habían combatido. Enemigos que, una vez más, resultaron ser más nobles, acogedores y generosos que la propia e ingrata patria. Por eso consuela comprobar que aún hay hombres que ponen el pie sobre la huella de aquellos otros. Que la vieja estirpe de los marinos ilustrados españoles, hombres de mar y ciencia, no ha desaparecido del todo bajo la estupidez y la ignorancia, bajo las banderas, del color que sean, enarboladas por tantos cerriles analfabetos que ignoran, incluso, lo que dicen defender. Consuela comprobar que esos libros cuyos viejos lomos acaricio en la biblioteca, las Observaciones de Jorge Juan y Ulloa, la Historia de la marina real, la Táctica naval, la Relación del último viaje, la Biblioteca marítima, no son restos muertos de un naufragio, una tradición o una época, sino eslabones de una cadena larga y digna que hombres cultos, que viven su tiempo y también sueñan, que libran la más noble de las batallas peleando a bordo de museos y bibliotecas, y saben mirar hacia atrás con lucidez y esperanza, aún mantienen engrasada y viva. Ojalá esta pobre España ágrafa y brutal, patio navajero, ruin, de toque de corneta, sable y paredón, a la que ni siquiera el diseño moderno logra barnizar el alma negra, hubiera tenido miles de hombres como ésos en los palacios, en los castillos y en los cuarteles, en las capitanías generales y en los puentes de los barcos.
Estoy seguro de que el otro día los huesos de Barbanegra y el Olonés se revolvieron en sus tumbas, y la cofradía de fantasmas de los Hermanos de la Costa sin Dios ni amo, gimió indignada desde la penumbra verde de su cementerio marino, entre votos a Belcebú y al Chápiro Verde. Porque era un atardecer tranquilo y mediterráneo, con el cielo rojo, la mar rizada y el levante campanilleando suave con las drizas contra el mástil de los veleros amarrados en el puerto. Era exactamente eso, y yo estaba a la puerta de un bar, mirando ese mar que fue camino de naves negras, de legiones romanas y de héroes zarandeados por los mezquinos dioses. Era uno de esos momentos en que la vida lo reconcilia a uno con la vida, y en que todo lo que leíste y viviste y soñaste encuentra su lugar en el mundo, encajando en él de modo asombroso. Estaba así, digo, cuando al otro lado del pantalán empezó a oírse una música atronadora e infame, —pumba, pumba, hacía la música—, y vi que acababa de abarloarse al muelle una zodiac con seis o siete individuos que en ese momento saltaban a tierra. La zodiac remolcaba una de esas repugnantes motos de agua que tan famosas ha hecho el intrépido cuñadísimo Marichalar Junior, llevaba una antena alta, y en ella ondeaba una bandera pirata con su calavera y sus dos tibias. Pero no fue el insólito pabellón, prohibido a bordo de embarcaciones en cualquier puerto del mundo, el que más me llamó la atención, sino el aspecto de los recién llegados y su parafernalia general. La música y la bandera se completaban con una colección selecta de tipos veraniegos de los que a mí me hacen tilín: cuarentones, bañadores floridos multiuso, camisetas ad hoc sobre orondas tripas cerveciles, chanclas, riñoneras, gafas de sol de diseño anatómico forense, aretes en las orejas y pañuelos piratescos en las cabezas, tipo Espartaco Santoni que en paz descanse. Y yo me dije: anda, tú. Qué feroces y qué miedo. De dónde habrá salido esta banda de gilipollas. Luego, viéndolos sentarse a mi lado en el bar, pensé hay que ver. Qué dirían ahora el capitán Blood o Pedro Garfio o el Corsario Negro o El Cachorro, o, ya metidos en veras, el capitán Kidd, Edward Thatch, el pelirrojo Morgan, Natty el limpio, las mujeres filibusteras Anne Bonny y Mary Read, el tímido Rackam, o incluso el fraile Caracciolo y el capitán Misson, los piratas buenos del Índico, de este deplorable espectáculo. Sea usted hace tres o cuatro siglos un cabrón como Dios manda, asalte galeones españoles, saquee Maracaibo, cuelgue a capitanes enemigos del palo mayor, pase a los prisioneros por la tabla o por la quilla, viole a la sobrina del gobernador de Jamaica, abandone a tripulantes amotinados en una isla desierta, vuele su barco desarbolado para no caer en manos de los jueces del rey, o termine sus días como digno pirata, ahorcado, y ponga tan amena y edificante biografía bajo la bandera negra de los bucaneros, para que esa misma enseña, cuya vista antes helaba la sangre, termine en número de circo, enarbolada por media docena de Cantinflas de playa.
Qué tiempos éstos, me dije, en que cualquier cagamandurrias puede tirárselas de pirata. No hay derecho a que también metan mano en eso, y ya no se reverencia ni lo más sagrado. A que la bandera más respetable de la Historia, elegida voluntariamente por lo mejor de cada casa, por los salteadores y asesinos y golfos y canallas que en nombre de la libertad, de la codicia o de la aventura se pasaban por la bisectriz todas las otras banderas inventadas por reyes y por curas y por banqueros, termine en la zodiac de unos tiñalpas espantando a las gaviotas con música discotequera. No hay derecho a que los sueños de niños que todavía miran el mar buscando su memoria en viejos libros escritos por Exmerlin y por Defoe, con espeluznantes grabados de abordajes, ejecuciones, saqueos y orgías, sean profanados de éste modo por una panda de retrasados mentales. Y entonces lamenté de veras, voto a tal, que el velero amarrado algo más allá no fuese un bergantín de antaño con la tripulación adecuada y el nombre escrito en la patente de corso auténtica y en blanco que una vez me regaló un amigo. Porque entonces, me dije, esa misma noche mandaría a tierra al contramaestre con un trozo de leva de los gavieros más duros, a fin de que cuando esos capullos de la banderita estuviesen bien mamados en un bar, los reclutasen a hostia limpia como en los viejos tiempos. Y luego despertaran a bordo en mitad del océano, comiéndose por el morro una campaña de quince meses en las Antillas, tirando de las brazas bajo el rebenque, subiendo a las vergas para tomar rizos con vientos de cincuenta nudos, antes de obligarlos a cavar sus propias fosas junto al cofre del tesoro, con el loro Capitán Flint gritándoles guasón en la oreja: «¡Piezas de a ocho!… ¡Piezas de a ocho!».
No hablo de pateras e inmigrantes, aunque algo tengan que ver. Hoy me van a permitir que, por la cara, les hable de un libro. En realidad son dos, porque consta de dos volúmenes, y aunque tiene que ver mucho con la Historia, es también un libro de viajes y una guía turística. Se llama La ruta de los corsarios, y algunos convendrán conmigo en que sólo por el título ya merece la pena. Vaya por delante que no conozco al autor -Ramiro Feijoo- ni a los editores; aunque mientras tecleo acabo de comprobar que una de mis posesiones favoritas, la edición de 1977 de La Línea de sombra de Joseph Conrad, es del mismo sello editorial -Laertes-. Eso le da solera al asunto. El caso es que La ruta de los corsarios me sedujo por su título cuando lo vi en el catálogo de mi amigo Matías, el dueño de la librería náutica Cal Matías de Tarragona. Se lo pedí por teléfono, cuando llegó lo puse en la camareta del velero, y me calcé una tras otra sus casi seiscientas páginas durante un viaje tranquilo en el que el Mediterráneo -que, pese a lo que cuentan las agencias turísticas, es un hijo de la gran puta-, me dejó sentarme a leer sin agobios. Lo bueno fue que tuve la suerte de hacerlo navegando frente a las costas que el libro describe. Y disfruté como un cochino en un maizal. Les cuento. La idea de los dos volúmenes Cataluña y Valencia el primero, Murcia y Andalucía el segundo- es proporcionar al lector un recorrido detallado con mapas, fotografías e información sobre hoteles, restaurantes, posibles excursiones y curiosidades locales, por las costas españolas que en los siglos XVI y XVII, cuando las repúblicas corsarias de Argel y Túnez eran la pesadilla del Mediterráneo, fueron escenario de episodios trágicos y apasionantes, lances bárbaros, rasgos heroicos, desembarcos, rapiñas, combates y aventuras. Y paralela a esa descripción de nuestra costa y su relación con el pasado, el libro incluye unos magníficos textos sobre los episodios históricos del corso berberisco que se registraron en cada lugar, además del censo riguroso de los vestigios que se conservan, y que pueden ser visitados, e imaginados.
Y es que, por ejemplo, los veraneantes que ahora toman el sol junto a antiguas atalayas costeras que todavía se tienen en pie, suelen ignorar que esas torres formaban parte de un extenso sistema de vigilancia para prevenir incursiones piratas, motivo por el que también la mayor parte de las antiguas poblaciones del litoral están construidas en alto y apartadas del mar. Son muy escasos los municipios que han sabido sacar partido a tan interesante herencia, creando pequeños museos explicativos, restaurando las antiguas torres para abrirlas a la curiosidad pública con alguna clase de explicación histórica complementaria, y aprovechando ese modesto patrimonio para que sus playas ofrezcan también un trocito de memoria y de cultura, y no sólo tiendas, restaurantes con sangría y discotecas de chundachunda. Y precisamente esa ausencia de información -a menudo paralela a la imbecilidad de autoridades municipales ricas en ingresos turísticos y escasas en cultura y en vergüenza- es la que el lector curioso puede compensar con el libro que comento: pueblos que sufrieron las incursiones de las fustas y galeotas moras, playas donde se libraron escaramuzas o auténticas batallas, ajustes de cuentas de los moriscos expulsados, calas ocultas donde los corsarios acechaban el paso de sus presas. De Cadaqués a Cádiz -el lector, enganchado sin remedio, echa en falta un tercer volumen sobre el litoral balear-, uno asiste, mientras pasa páginas, a un espectáculo histórico apasionante, que si en vez de ocurrir aquí hubiese ocurrido en tierras gringas, habría saturado las pantallas del mundo con películas y teleseries, con saqueos, renegados, mujeres cautivas, audacias, rescates, héroes, villanos, muertes y venganzas.
Así que ustedes mismos. Porque tomar el sol en la playa, cenar una paella, darse un garbeo en patín acuático, está muy bien. Pero si a eso añadimos saber que en esa misma playa desembarcaron Morato Arráez o Barbarroja, que gracias a esa torre en ruinas se salvaron de la esclavitud las mujeres y los niños del pueblo cercano, que en la cala próxima hacía aguada Dragut, o que el temible Cachidiablo acechaba escondido tras aquella punta el paso de incautas embarcaciones costeras, ese lugar se volverá, de pronto, más intenso, y más fascinante, y más hermoso. Y todos seremos un poco menos estúpidos y un poco más lúcidos; y más conscientes de que, para bien y para mal, somos lo que somos porque fuimos lo que fuimos. Así que si les apetece algo más que embadurnarse de bronceador y estar a remojo, y quieren sentir un escalofrío cada vez que vean una vela blanca acercarse a la costa, hojeen La ruta de los corsarios y entérense lo que hace unos cuantos siglos valía un peine. Cuando te echabas una siesta en la playa y te despertabas en Argel.