Read Los barcos se pierden en tierra Online
Authors: Arturo Pérez-Reverte
Tags: #Comunicación, Periodismo
Respecto al personal protector, tres cuartos de lo mismo. Dice la ministra, con buen juicio, que de soldados nada. Que los barcos lleven guardias de empresas privadas, si quieren. Al principio era sólo con porras, esposas y cosas así. Perfil bajo. Discreto. Pero en vista de las protestas de los armadores –otros fascistas que te rilas– el ministerio ha dicho bueeeno, vale. Transijo por esta vez. Ahora los autoriza a llevar escopetas. Fusiles de largo alcance, ha dicho alguien, como si los hubiera de corto. Es verdad que, frente a los RPG y las armas automáticas de los piratillas traviesos, eso no sirve para nada. Para ese tipo de zafarranchos hay que estar al día en el asunto del bang, bang. Como la infantería de Marina, por ejemplo, que toca esa tecla desde antes de Lepanto –otra operación contra piratas, por cierto–, y cuyo propio nombre lo indica. Pero oigan. Es lo que hay. Si los seguratas no dan la talla, que los pesqueros se gasten la pasta contratando a mercenarios con experiencia bélica, como Bush en Iraq, y allá se las compongan. Y si no, que abanderen los barcos en Francia. También la ministra tiene derecho a dormir tranquila, conciliando el sueño; y sólo imaginar que un soldado español se cargue a un negro anémico, aunque el tostado lleve un bazooka al hombro, se lo quita. Se le abren sus carnes morenas. A ver qué iban a decir los periódicos y algunas oenegés al día siguiente, al enterarse de que el soldado Atahualpa Fernández, natural de Lima, y la cabo Vanesa Pérez, de San Fernando, infantes de marina de la Armada española destacados en el atunero Josu Ternera, le habían metido un par de cargadores de HK calibre 5,56 entre pecho y espalda a un somalí flaco y desnutrido que, para poder comer caliente y sin otra opción en la vida perra, no tenía más remedio que tirar cebollazos de lanzagranadas contra el puente del pesquero. La criatura.
En los últimos tiempos, con esto de los secuestros de barcos en el Índico y demás peripecias náuticas españolas, las palabras pirata, bucanero, filibustero y corsario han salido mucho a relucir en periódicos, telediarios y sitios así. No siempre con propiedad, creo. Se observa cierta confusión de ideas y conceptos, comprensible quizás en el joven enviado especial que sobre el terreno hace su crónica apresurada; pero no en las redacciones, donde hay jefes de sección, redactores jefes y gente que se supone, aunque sólo sea por edad, vocación y oficio, dedica tiempo a leer, o ha leído. O es capaz de recorrer los metros que separan su mesa de trabajo del estante donde están –deberían– los libros de consulta, o teclear en el ordenata el ábrete Sésamo de la página de Internet –veinte millones de visitas mensuales de todo el mundo– donde se accede al diccionario de la Real Academia Española.
Pirata, comprobarán si lo hacen –dejando mitificaciones románticas aparte–, es el hijo de puta a secas: quien se dedica al abordaje de barcos para robar, sin otro móvil que enriquecerse con el producto del robo. Desde la remota Antigüedad a nuestros días, esta actividad va acompañada de otros desmanes que suelen incluir el asesinato, la violación, la tortura de prisioneros y la exigencia de rescates. Por eso al pirata se le consideró siempre la escoria de los mares, el más bajo escalón de la escala moral. Así, en tiempos de menos matices que los actuales, el que caía en manos de la Justicia terminaba en la horca, como fue el caso de Benito Soto, de quien me ocupé alguna vez en esta página: el último pirata español, ejecutado en Gibraltar en 1832.
Filibustero y bucanero son variantes de pirata caribeño en tiempos de la dominación española. Especializaciones regionales. Los primeros eran ladrones y asesinos a palo seco, sin otra filiación que dedicarse a eso bajo un nombre que se supone derivado de la antigua palabra freebooter, que significa merodeador, o por ahí. Los bucaneros tenían origen francés: eran colonos asentados en el Caribe que ahumaban la carne en lugares llamados boucans, y que acabaron dedicándose al más rentable negocio del saqueo y el degüello marítimo. Ellos convirtieron en nido de piratas la isla de Tortuga y luego Jamaica, bajo la habitual protección inglesa, siempre cínica e interesada a la hora de saquear los intereses españoles en América, hasta que los chicos malos empezaron a saquear también los suyos. Entonces todo fueron tratados internacionales auspiciados por Londres, campañas contra piratas y patíbulos bien provistos. Lo típico de Su Graciosa. Lo de siempre.
Corsario, en cambio, es un título digno, dentro de lo que cabe. Y complejo. De una parte, se aplica a cualquier nave que en tiempo de guerra combata el tráfico mercante enemigo. El acorazado alemán Graf Spee, por ejemplo, era un buque corsario, como lo fue el crucero auxiliar Atlantis –el de la película Bajo diez banderas–, pertenecientes ambos a la marina de guerra alemana, con la diferencia de que el segundo operaba camuflado como mercante de bandera neutral. Pero éstas son variantes modernas. Otra cosa fueron los corsarios clásicos: barcos armados y tripulados por particulares que, en tiempo de guerra, estaban autorizados por su Gobierno, con arreglo a estrictas Ordenanzas, para atacar y apresar a naves enemigas, generalmente mercantes, y también para combatir a las embarcaciones piratas. Eran los corsarios, por tanto, auxiliares civiles de las marinas de guerra, y lo hacían por dinero, a cambio del beneficio obtenido por las embarcaciones apresadas y sus cargamentos. Para esta actividad era necesaria la patente de corso, que sólo autorizaba presas de países con los que la autoridad que expedía la patente se encontrase en guerra, o de barcos fuera de la ley internacional. Frase ésta, la de patente de corso, que ha terminado significando, en uso coloquial, la libertad de que, por diversos motivos, goza un particular para actuar al margen de las normas generalmente establecidas.
En ese contexto, llamar corsarios a los piratas somalíes no es sólo una inexactitud técnica, sino un error moral. Supone dignificarlos con un título impropio, elevándolos de simples saqueadores sin reglas –a toda ropa, decía Cervantes– a una categoría casi respetable. Algo parecido a lo que nuestra imbecilidad nacional hizo en los años 70, al conceder la prestigiosa palabra comandos –combatientes de la Guerra Bóer y fuerzas especiales modernas– a grupos de terroristas vascos cuyo único mérito era apoyar pistolas en la nuca y apretar el gatillo. Así que dejémonos de cursiladas. Corsarios como Dios manda fueron Antonio Barceló, Roger de Flor, Robert Surcouf, John Paul Jones, Jean Lafitte –aunque este último tuviese su punto filibustero–, o los protagonistas de la espléndida novela La cacería, del uruguayo Alejandro Paternain. Lo otro es gentuza del mar, ladrones y asesinos. Para entendernos: piratas.
Lo han conseguido de nuevo, como era de esperar. El sushi de los cojones. Al atún rojo le echaron encima hace unas semanas, en la última reunión internacional del organismo correspondiente, celebrada en Qatar, otra sentencia de muerte. Como si no anduviera ya listo de papeles. España, presidente temporal de la UE, tenía que haber defendido la propuesta de restringir drásticamente el comercio de ese bicho. Lo hizo porque no había más remedio; pero con la boca pequeña y con nuestros representantes suspirando, aliviados, cuando la mafia pescatera, encabezada por los japoneses, tumbó la propuesta de incluir el atún rojo en el convenio internacional donde están leones, elefantes y otras especies en extinción.
Era de esperar. A los túnidos no los ven los niños en los delfinarios ni en el zoo, a la gente le importan un carajo, y además España tiene la mayor cuota de pesca de atunes existente en la comunidad europea. No la engullimos nosotros ni hartos de sake, pero da igual. El negocio lo mueven cuatro listos, y la gente que trabaja en eso no llega a dos mil quinientas personas, aunque eso sí: nueve de cada diez ejemplares terminan en Japón, donde se pagan de seis a doce mil mortadelos por ejemplar. Cómo no lo van a exterminar, mis primos. Y todo eso, después de una matanza larga y sistemática realizada con absoluta impunidad y con la complicidad activa o pasiva -por amor al arte, naturalmente- de conspicuas autoridades hispanas: Pesca, Medio Ambiente, Marina Mercante y otros organismos oficiales, que llevan dos décadas mirando hacia otro lado, dejando arrasar el mar sin mover un puto dedo. Por no hablar de los ecologistas: ahora muy flamencos con el atún, pero todavía hace poco tiempo, cuando algunos lo denunciábamos alto y claro, sólo tenían ojitos para las ballenas, que son más fotogénicas. No es raro, por tanto, que el director general de recursos pesqueros español dijese en Qatar aquello de «la prohibición habría sido un duro golpe». Supongo que por eso, para atenuar el duro golpe -sobre todo para algunos bolsillos concretos-, en los meses previos a la votación todas las embajadas japonesas del mundo, incluida la de Madrid, invitaron a comer sushi a funcionarios del ministerio correspondiente. Gente amable, los japos. ¿Verdad? Con sus kimonos y tal. Simpáticos muchachos.
Llevo casi quince años contando en esta página cómo se lo montan esos tíos y sus compadres. Cómo han tapado la boca a todo el mundo con argumentos industriales, ocultando que el beneficio es para unos pocos y el daño general, enorme. Irreparable. Nuestros fondeaderos mediterráneos están llenos de jaulas para la concentración y exterminio del atún, del que España es orgullosa, indiscutible, descarada líder mundial. No todo va a ser fútbol. Nuestros artistas atuneros -emprendedores, listos y con buena visión de futuro- empezaron, para guardar las formas y ante la sospechosa pasividad de las autoridades de pesca y marina, llamando al asunto criaderos y viveros. Choteándose de quienes sabían, y seguimos sabiendo, que el atún es un atleta del mar que no se cría en cautividad. Lo que se hace con él es cercar los grandes bancos migratorios que nadan próximos a la costa, sin importar peso ni edad, meterlos en jaulas de engrase donde son imposibles la reproducción y el desove, atiborrarlos de pienso y matarlos en masa cuando están gordos.
Que en España sólo se concedieran, para mantener el paripé, cuatro licencias para esta clase de pesca, nunca fue problema: durante años me crucé en el mar -fondeaba junto a ellos en Formentera- con barcos franceses o italianos traídos para la faena. Y así, haciendo encaje de bolillos con la legislación europea, localizando el atún con avionetas, cercándolo con tecnología ultramoderna, buscando cada vez más lejos, en Sicilia y las costas de Libia, y llevándolo en jaulas remolcadas a los lugares de concentración y matanza, cuatro linces se han hecho de oro, mientras el atún cimarrón que durante siglos estuvo cruzando el estrecho de Gibraltar, riqueza plateada y roja que salpicó la jerga ancestral de nuestras almadrabas con palabras griegas, latinas y árabes, se extingue sin remedio. Pesca de vivero, ha estado llamándolo la pandilla del sushi, los golfos depredadores y sus compadres: esos funcionarios de mariscada y cómo te lo agradezco, que ahora, ya con el asunto sin vuelta atrás, admiten, cuando se les da con el paisaje en los morros, que bueno, que tal vez. Que podría ser. Que tal vez la aplicación de las medidas de control en años anteriores fue poco estricta. Menuda tropa. A seis mil y pico euros el atún, habrían sido capaces de exterminar a su padre, si nadara.
Cuando viajo a Sevilla sigo alojándome en mi hotel habitual, pese a que, tras la última remodelación, perdió su empaque de toda la vida -siempre fue hotel clásico, de toreros- para verse decorado con un gusto pésimo, butacas rojo pasión y demás, que lo asemeja más a un picadero gay o a un puticlub marbellí. Pero los establecimientos son, en buena parte, lo que el personal que trabaja en ellos. Y mi hotel sigue atendido, afortunadamente, por los empleados más eficaces y profesionales del mundo, desde los recepcionistas al último camarero. Con esa digna escuela, y sus maneras bien llevadas, de la gran hostelería tradicional europea. Algunos, como María José la telefonista y sus compañeras, se han jubilado ya. Pero permanecen los conserjes -Cándido, Escudero y Paco-, los bármanes impecables y los botones. Por eso sigo yendo allí, tan a gusto como a mi propia casa. Estoy en buenas manos.
Otro aliciente local, Sevilla aparte, es que a veces, cuando tomo un taxi de los que aparcan enfrente, me toca de conductor José María Heredia. Está cerca de la jubilación: tiene 65 años y es de esos personajes que te reconcilian con la gente. Mi amigo Heredia cuenta las cosas muy bien, con ese garbo y esa parsimonia guasona, andaluza de buena ley, que tanto es de agradecer en su punto justo. Lo que más me gusta que me cuente es su mili. Sirvió de cabo en el destructor Lepanto, con el que hizo tres viajes a América, y es un placer oírle contar historias de mar y de puertos: San Diego, Nápoles, Cartagena, Cádiz, Marín. Se refiere a ese tiempo como la mejor época de su vida: el Molinete y las Ramblas, las peripecias, los compañeros: «De todas las regiones, don Arturo: gallegos, catalanes, vascos, andaluces… Con lo bueno y lo malo de la mili, que de todo había, pero conociéndonos entre nosotros. Amigos que hacías para toda la vida, ¿no?… Recuerdos en común y cosas así».
Al antiguo cabo Heredia se le iluminan los ojos, a través del retrovisor del taxi, cuando me cuenta cosas de aquella Marina a la que amó tanto. Y del Lepanto, al que siempre se refiere con la lealtad entrañable que todo navegante muestra al referirse al barco donde navega, o navegó. «Era uno de los Cinco Latinos, don Arturo. Marinero a más no poder. Tenía que verlo usted machetear la mar a toda máquina»… Le recuerdo que muchas veces, de niño, vi su destructor en el muelle de Cartagena, y que seguramente me crucé con él, vestido de uniforme, por la calle Mayor. «Era un barco estupendo», confirmo. Y lo veo sonreír de orgullo. Tanto es el afecto que el cabo Heredia siente por aquel barco, que se ha hecho construir un modelo a escala, de radiocontrol; y los días que libra va al lago a echarlo al agua y maniobrar con él. «Para recordar los viejos tiempos. Incluso a un contramaestre que me andaba buscando siempre las vueltas, pero nunca me pilló. Yo era muy cumplidor. Muy serio.»
Y no sólo eso. Su pasión por la Armada española y las marinas en general lo hace ponerse elegante y visitar Cádiz cada vez que amarran allí barcos de la OTAN. A las horas de visita, impecable de chaqueta y corbata, sube solemne por la pasarela. Y como tiene el pelo rubio rojizo, es apuesto y de buena pinta, los centinelas se impresionan mucho: «Tendría que ver a los holandeses, don Arturo. La guardia medio tirada en cubierta, con esos pelos largos que llevan. Y en cuanto aparezco en el portalón y le doy un cabezazo a la bandera, se levantan a toda leche y se me cuadran, los tíos… ¡Creen que soy un almirante de paisano!».