Los barcos se pierden en tierra (25 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

BOOK: Los barcos se pierden en tierra
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Y ahí seguimos. Con la ministra de Fomento arreglando el mar a la medida de su competencia e intelecto. Dentro de poco, frente a la costa gallega o cualquier otra, un capitán en apuros pedirá de nuevo refugio para su barco, y otra vez empezará el vergonzoso espectáculo. No quisiera verme en los zapatos de ese capitán. Cualquier político español prefiere un barco hundido, lejos, a verlo a flote cerca de un pueblo donde se vota. Hasta son capaces de hundirlo ellos, como al Prestige.

El espejismo del mar

Hace muchos años que leo revistas náuticas, sobre todo inglesas y francesas. No hablo de revistas de yates de lujo para millonetis, sino de publicaciones para marinos: Yatching, Bateaux, Voiles, o las especializadas en asuntos profesionales, historia y arqueología, como la espléndida Le Chasse Marée, entre otras. También leo las españolas, por supuesto. Aunque éstas, más que leerlas, las hojeo. La diferencia entre leer y hojear se explica con el comentario que me hizo el director de una de esas revistas cuando coincidimos en un puerto. Por qué tanto barco nuevo y obviedades de pantalán, pregunté, y tan poca información útil para quienes navegan. Mi interlocutor se encogió de hombros. Una revista también es un negocio, dijo. Necesita la publicidad. Y a los anunciantes españoles no les gusta ver sus productos entre zozobras y tragedias. ¿Y a los lectores?, pregunté. A ellos, respondió, tampoco. El mar se vende como un lugar placentero, idílico, donde todo cuanto ocurre es agradable. El mar auténtico no interesa en España. Aquí fastidian los aguafiestas.

Y así seguimos, un verano más. No es que me parezca mal que haya revistas cuya función consista en ser catálogos publicitarios de marcas náuticas y registros de competiciones deportivas. Todo es necesario e interesante. Pero hay un aspecto del mar, a mi juicio el más auténtico, que no tiene que ver con las gafas de diseño, el calzado de moda, la vela de carbono sulfatado y la moto náutica del año, sino con las experiencias y realidades a las que deben enfrentarse los navegantes si las cosas vienen torcidas. Me refiero a todo aquello que, cuando toca tomar el tercer rizo, achicar una vía de agua o verse de noche sin motor y a barlovento de una costa peligrosa, ayuda a mantener el barco a flote. A salvar el pellejo propio y el de la tripulación que está a tu cargo.

Todo eso suele estar ausente en las revistas náuticas españolas. Casi todas sus páginas las dedican éstas a publicidad abierta o encubierta: nuevas embarcaciones, electrónica, regatas domésticas, ropa y utensilios náuticos que a veces poco tienen que ver con el mar de verdad, que es más duro y simple que todo eso. En cuanto a la parte práctica, cada año se repiten hasta la saciedad los mismos asuntos obvios: cómo arranchar para la invernada, usar el radar, reducir la mayor, encender una bengala o inflar el anexo. Respecto a rutas y experiencias marineras, éstas se limitan a enumerar, con fotos maravillosas, los restaurantes y las caletas de ensueño de una costa turística, o a contarnos cómo Mari Pepa y Paco viajaron por el Caribe haciéndose fotos y pescando langostas enormes. Y cuando excepcionalmente figura en portada un reportaje titulado: ¡Temporal de mar y viento, peligro!, y lo buscas con interés, esperando aprender algo útil sobre temporales, resulta que se trata de los gráficos y mapas de siempre, explicando cómo se forma una borrasca y los efectos meteorológicos de ésta. Y claro. Tienes eso delante, y al lado el Voiles o el Yachting del mismo mes, cuyos sumarios –donde tampoco faltan boutiques náuticas, regatas, veleros y motoras de moda– incluyen documentadísimos artículos, nada teóricos, sobre el uso del radar en el canal de la Mancha o cómo localizar y obstruir una vía de agua, detallados derroteros con los bajos y puntos peligrosos de tal y cual costa, o extensos relatos náuticos: desde cuadernos de bitácora hasta Ochocientas millas sin timón, Helisalvamento en un temporal, Vía de agua nocturna en el golfo de Vizcaya o Hundidos por un ferry. Asuntos de los que cualquier marino lúcido extrae consecuencias valiosas, enseñanzas que, cuando llegue el momento –y en el mar ese momento siempre llega–, servirán para salir adelante, prever o solucionar problemas.

Pero, bueno. Cada cual tiene las revistas náuticas que desea. Y las que merece. Para comprobar lo que respecto al mar deseamos y merecemos los españoles, basta comparar las portadas de nuestras revistas con las guiris. En las francesas y anglosajonas suelen figurar veleros, de regatas o crucero, cuyos tripulantes –y ahora díganme que es por el clima– van metidos en trajes de agua o navegando con aspecto serio, con titulares como El barco se hundió bajo mis pies o Arribada nocturna: evitemos las trampas. Entre las revistas españolas –sobre las italianas ya ni les cuento– lo común es la foto de una motora a toda leche por un mar azul, con una pava en bikini tomando el sol, orlada por los nombres de los diez nuevos barcos –todos maravillosos, claro– que se promocionan en el interior, y por titulares como Preparando las vacaciones, Televisión a bordo y Fondeos en Ibiza. Y claro. Así está Ibiza.

Sombras en la noche

Pasada la medianoche, la costa se reduce a una línea oscura, cercana. La noche es cerrada, sin luna, y el viento muy fuerte tensa la cadena del ancla. En el curso de un pequeño incidente de los que abundan en el mar, el patrón de un velero que se encuentra cerca amarra su neumática al mío, pide ayuda, sube a bordo y permanece allí mientras intentamos solucionar su problema. Al cabo de una hora embarca de nuevo, desaparece en la noche y se marcha sin que durante el rato que hemos permanecido juntos nos hayamos visto la cara el uno al otro, pues todo se ha llevado a cabo sin luz, en una oscuridad casi absoluta. Ni siquiera hemos dicho nuestros nombres. Durante todo ese tiempo hemos sido, el uno para el otro, sólo una voz y una sombra.

Me quedo reflexionando sobre eso sentado en cubierta mientras, sobre mi cabeza y la pequeña luz de fondeo encendida en lo alto del palo, las estrellas, increíblemente nítidas y numerosas para quien sólo acostumbre a observarlas en el cielo de las ciudades, giran muy despacio del este al oeste, cumpliendo su ritual nocturno alrededor del eje de la Polar. En otro tiempo, me digo, cuanto acaba de ocurrir no tenía nada de extraño, pues los hombres estaban acostumbrados a relacionarse en la oscuridad. Las ciudades carecían de alumbrado público o éste era mínimo: no existía la luz eléctrica, quinqués, velas, candiles, antorchas y fuegos diversos tenían una duración limitada y no siempre estaban disponibles, y tras la puesta del sol era muy pequeña la porción iluminada de vida que el ser humano podía permitirse. Casi todo ocurría entre tinieblas o dependía de la claridad de la luna, como en las magníficas primeras líneas de la novela ejemplar cervantina La fuerza de la sangre. A menudo, viajeros, campesinos, ciudadanos, amigos y enemigos, se relacionaban sin verse el rostro: sombras, siluetas negras que entraban y salían en las vidas de los otros sin otra consistencia que una voz, el roce de una ropa, ruido de pasos, la risa o el llanto, el contacto amigo u hostil de una mano, un cuerpo, un arma, el tintineo metálico de una moneda. La visión del mundo y de los semejantes tenía que ser, por fuerza, muy diferente a la que hoy proporcionan la luz, los continuos focos puestos sobre todo, el frecuente exceso de información, destellos y colores que nos rodea. Y muy distinta la huella dejada en cada cual por aquellas sombras y voces anónimas que se movían en la oscuridad.

También mi memoria está llena de esas sombras, me digo. El incidente de esta noche remueve otro tiempo de mi propia vida: campos, selvas, desiertos, ciudades devastadas, lugares donde la oscuridad era consecuencia de situaciones extremas o regla obligada para conservar la salud; y allí, al caer la noche, lo más que podían permitirse quienes me rodeaban era el fugaz destello de una linterna, a escondidas, o la brasa de un cigarrillo oculta en el hueco de la mano. Mirando hacia atrás, caigo esta noche en la cuenta –nunca antes había pensado en eso– de que durante aquellos años fueron muchos los seres humanos con los que me relacioné de ese modo. Gente que de una forma u otra resultó decisiva en mi vida, en mi trabajo, en mi supervivencia, y de la que sin embargo sólo retuve un sonido, unas palabras, un olor, una advertencia, una presencia amistosa u hostil, el chasquido metálico de un arma, el breve haz de una linterna en mi cara, la punta roja de un cigarrillo iluminando unos dedos o la parte inferior de un rostro, bultos negros en agujeros y refugios, llantos de niños, gemidos de mujeres, lamentos o maldiciones de hombres, formas oscuras o siluetas recortadas sobre un estallido o un incendio, sombras que sólo dejaron su trazo en mi recuerdo, amigos ocasionales cuyo rostro nunca vi, como los jóvenes milicianos que me gritaron «¡Corre!» una noche del año 1976, en Beirut, mientras retrocedían entre fogonazos, disparando para cuidar de mí; o la voz y las manos del soldado bosnio que ayudó a taponar dos venas de mi muñeca izquierda –yo sentía manar la sangre tibia, dedos abajo– seccionadas en la Navidad de 1993 por un vidrio en Mostar, sobre cuyas pequeñas cicatrices paso ahora los dedos, recordando.

Sopla el viento en la jarcia, bajo las estrellas. Recortada sobre la línea de costa adivino la silueta del otro velero, que bornea fondeado cerca, y pienso que su patrón me recordará como yo a él: un barco sin luz en el mar, una sombra negra y algunas palabras. Entonces sonrío en la oscuridad. No es una mala forma, concluyo, de que lo recuerden a uno.

La compañera de Barbate

Una vez, hace ya algunos años, estuve a punto de darme de hostias con un periodista de la prensa guarra porque me llamó compañero. Salía de cenar con una supermodelo francesa –absolutamente tonta del culo, por cierto– que estaba a punto de rodar una película sobre una historia mía, y un fotógrafo al acecho en la puerta del restaurante quiso inmortalizar el momento, no porque yo fuese carne de ¡Hola!, sino porque la pava lo era, y mucho. Que me sacaran a su lado no me hacía feliz, pero tampoco cortaba mi digestión. Son gajes del oficio. Lo que me quemó el fusible fue que, ante mi mala cara y poca disposición a colaborar, el paparazzo me dijese: «Parece mentira, tú que has sido compañero». Ahí me tocó, como digo, la fibra. Y siguió un pequeño incidente que podríamos resumir en mi comentario final: «Yo era un buitre cabrón como tú, pero un buitre cabrón honrado. Nunca anduve fisgando coños, y a ti nunca te vi en Beirut o en Sarajevo. Así que no hemos sido compañeros en la puta vida».

Me acordé el otro día de eso, viendo la tele. Un temporal de levante había tumbado un pesquero a quince millas de Barbate, llevándose a siete u ocho tripulantes, y las familias aguardaban en el puerto para averiguar los nombres de los supervivientes. Había allí un centenar de personas angustiadas e inmóviles, mujeres, hijos, hermanos, padres y compañeros, esperando noticias con la entereza resignada y silenciosa de la gente de mar. Entre ellos se movía en directo una reportera de televisión, y las palabras se movía son exactas. No es que esa reportera se limitara, como se espera de su oficio, a informar sobre la tragedia con aquellas atribuladas familias como fondo, o muy cerca. A fin de cuentas, tal es el canon: una cosa sobria, elocuente, respetuosa, a tono con las trágicas circunstancias y el ambiente. Pero ocurría todo lo contrario. De acuerdo con las actuales costumbres de la frívola telebasura, la reporteriz bailaba, casi literalmente, entre aquella pobre gente, yendo de un lado a otro con saltarín entusiasmo. En vez de informar sobre la desaparición de unos marineros arrastrados por el mar, parecía hallarse, muy suelta y a gusto, en un plató de sobremesa, en el estreno de una película o en una pantojada cualquiera del Qué Me Cuentas o el Corazón De Entretiempo.

Les juro a ustedes que yo no daba crédito. No es ya que la torda fuese vestida y maquillada como quien sale de la redacción dispuesta a darle el canutazo a Jesulín de Ubrique, a Carmen Martínez-Bordiú o a Rappel en tanga de leopardo. No es, tampoco, que el tono de su información, en vez de contenido y respetuoso como exigía el drama de esa gente –entre la que había una docena de viudas y huérfanos–, fuese chillón, superficial y marchoso en plan yupi, coleguis, como para darle vidilla al directo y animar a los telespectadores a enviar mensajes para ganar un viaje a Cancún. Es que, además, aquella prometedora joya del periodismo a pie de obra iba metiendo la alcachofa de corro en corro sin el menor pudor. Mas no crean ustedes que la desanimaban silencios o negativas expresas, ni se echaba atrás ante quienes le volvían la espalda negándose a hablar, como ocurrió con un tripulante que había tenido la suerte de no embarcar en el pesquero perdido: hasta tres veces tuvo que decir, el hombre, que no quería comentar nada de nada. Porque, fiel a las maneras impuestas en los últimos tiempos por el infame callejeo de la telemierda, la periodista no se desanimaba ante silencios o negativas expresas, sino todo lo contrario: parecía dispuesta a que esa tarde la ficharan, a toda costa, para el Cuate qué Tomate. Crecida en la adversidad, inasequible al desaliento, seguía moviéndose de acá para allá en busca de testimonios vivos para justificar el directo, como si en vez de en un velatorio marino se encontrase acosando a cualquier pedorra y a su macró en el aeropuerto de Málaga. Y el momento culminante llegó cuando, tras localizar a alguien dispuesto a decir ante la cámara que su hermano estaba vivo y a salvo, la reportera casi dio saltitos de alegría, compartiendo a voces la felicidad de aquella familia como si acabara de tocarles el gordo de Navidad. Todo eso, a dos palmos de las caras hoscas de todas aquellas viudas, huérfanos y parientes cuyo décimo salía sin premio.

Pero, la verdad. Lo que más me sorprendió fue que nadie le arrancara a aquella reportera dicharachera de Barrio Sésamo la alcachofa de la mano, y se la encajara en la bisectriz. Será que la tele impone mucho, o que la gente humilde es muy sufrida. Sí. Debe de ser eso.

2008
El hombre que atacó solo

Hace tiempo que no les cuento ninguna historieta antigua, de ésas que me gusta recordar con ustedes de vez en cuando, quizá porque apenas las recuerda nadie. Me refiero a episodios de nuestra Historia que en otro lugar y entre otra gente serían materia conocida, argumento de películas, objeto de libros escolares y cosas así, y que aquí no son más que tristes agujeros negros en la memoria. Hoy le toca a un personaje que, paradójicamente, es más recordado en los Estados Unidos que en España. El fulano, malagueño, se llamaba Bernardo de Gálvez, y durante la guerra de la independencia americana –España, todavía potencia mundial, luchaba contra Gran Bretaña apoyando a los rebeldes– tomó la ciudad de Pensacola a los ingleses. Y como resulta que, cuando me levanto chauvinista y cabrón, cualquier español que en el pasado les haya roto la cornamenta a esos arrogantes chulos de discoteca con casaca roja goza de mi aprecio histórico –otros prefieren el fútbol–, quiero recordar, si me lo permiten, la bonita peripecia de don Berni. Que fue, además de político y soldado –luchó también contra los indios apaches y contra los piratas argelinos–, hombre ilustrado y valiente. Sin duda el mejor virrey que nuestra Nueva España, hoy Méjico, tuvo en el siglo XVIII.

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