Los asesinatos e Manhattan (59 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca

BOOK: Los asesinatos e Manhattan
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El truco que había intentado con Fairhaven —colarse por la puerta secreta sin que le disparase— dependía de una sincronización perfecta. A lo largo del diálogo, Pendergast no había dejado de fijarse ni un momento en el rostro de Fairhaven. La norma general, que casi no tenía excepciones, era que, justo antes de decidirse a matar, a apretar el gatillo y poner fin a la vida de otra persona, al ser humano lo delatara su expresión. En cambio, Fairhaven no había dado ninguna señal. Había apretado el gatillo con una frialdad que a Pendergast le había cogido por sorpresa. El arma utilizada había sido la de Pendergast, una Les Baer considerada como una de las semiautomáticas más fiables del mercado, y se notaba que Fairhaven sabía usarla. Sin la pausa en su respiración justo antes de disparar, Pendergast habría recibido la bala de lleno, y habría muerto al instante.

Por suerte se le había metido en el costado, pasando justo debajo del costillar izquierdo y penetrando en la cavidad peritoneal. Volvió a pensar en la forma y las características exactas del dolor, de la manera más fría posible. Como mínimo, la bala le había perforado el bazo, y también, posiblemente, la flexura esplénica del colon. La aorta abdominal no la había tocado —puesto que en ese caso se habría desangrado—, pero debía de haber rozado o bien la vena cólica izquierda o algunos vasos tributarios de la porta. La bala Black Talón, usada por las fuerzas del orden, había hecho estragos, y si no se curaba la herida en el término de algunas horas, le causaría la muerte. Lo peor era que estaba debilitándole mucho, y haciéndole perder velocidad. El dolor era casi insoportable, pero Pendergast estaba acostumbrado a lidiar con él. En cambio, a lo que no sabía resistirse con igual eficacia era al entumecimiento que le ponía las extremidades cada vez más flojas. Su cuerpo, recién magullado por la caída, y todavía convaleciente de la herida de arma blanca, no tenía reservas. Pendergast perdía fuerzas por momentos.

Inmóvil y a oscuras, volvió a repasar el porqué del fracaso de su plan de acción, y de sus errores de cálculo. Desde el primer momento había previsto que sería el caso más difícil de su carrera, pero no había tenido en cuenta sus propias deficiencias psicológicas. Se había implicado en exceso. Le había dado demasiada importancia personal, con la consiguiente influencia en su criterio y merma en su objetividad. Se estaba dando cuenta, por primera vez, de que las posibilidades de fracaso no sólo eran reales, sino numerosas; un fracaso, además, cuyas repercusiones no se agotaban en algo tan intrascendente como su propia muerte, sino que englobaban las de Nora, Smithback y muchos otros inocentes por venir.

Se exploró la herida con la mano. Sangraba más que antes. Se quitó la chaqueta y se la ató con todas sus fuerzas en la parte baja del torso. Acto seguido destapó el farol y volvió a levantarlo unos segundos.

Estaba en una sala más pequeña que las anteriores, una sala cuyo contenido le sorprendió. No contenía más compuestos químicos, sino vitrinas llenas de pájaros disecados y rellenos de algodón. Aves migratorias, dispuestas taxonómicamente; una colección espléndida en la que ni siquiera faltaba una representación de la especie extinguida de las palomas migratorias. ¿Cómo cuadraba aquello con el resto? Pendergast se había quedado en blanco. En el fondo sabía que eran partes de un todo, de un plan superior, pero ¿qué plan?

Siguió caminando a trancas y barrancas, procurando no mover la herida. Al entrar en la siguiente sala volvió a levantar el farol, y esta vez el estupor le paralizó. La colección difería por completo de las anteriores. El farol iluminaba un excéntrico abigarramiento de ropas y accesorios apilados contra las paredes, tanto en maniquíes de modista como en vitrinas: anillos, cuellos de camisa, sombreros, plumas estilográficas, paraguas, trajes, guantes, zapatos, relojes de pulsera, collares, corbatas… Estaba todo muy bien conservado y expuesto como en un museo, pero esta vez no se observaba ninguna sistematización. La heterogénea colección, que cubría dos mil años y la integridad del planeta, parecía impropia de Leng. ¿Qué tenía que ver un guante masculino de cabritilla blanca, parisino y del siglo XIX, con un gorjal de la Edad Media? ¿Y unos pendientes romanos con un paraguas inglés, o con el reloj de pulsera Rolex de al lado, o, sucesivamente, con unos zapatos de tacón de los años veinte? Pendergast dio unos pasos cargados de dolor. En la pared del fondo había una vitrina con toda clase de tiradores para puerta —todos con un interés estético y artístico nulo—, y al lado una hilera de pelucas masculinas del sigloXVIII.

Pensativo, cubrió el farol. Era una colección rarísima de objetos cotidianos sin especial interés, organizados sin tener en cuenta ni el período ni la categoría. El caso es que ahí estaban, en vitrinas, como si fueran lo más valioso del mundo.

A oscuras, y oyendo el goteo de su sangre en el suelo, se planteó por primera vez la posibilidad de que Leng, al final, se hubiera vuelto loco. Ciertamente, parecía la última colección de un loco. Quizá, al alargársele la vida, no se le hubiera deteriorado el cuerpo, pero sí el cerebro. Aquella colección tan grotesca no tenía sentido.

Negó con la cabeza. Volvía a reaccionar con emotividad y a dejar que su sentimiento de culpa familiar afectara a sus facultades racionales. Las colecciones que acababa de recorrer, acreedoras al título de mayor acumulación de productos químicos —orgánicos e inorgánicos— de la historia, no podía haberlas reunido ningún loco. Tan seguro estuvo de ello como de que los artículos vulgares de la última sala tenían alguna relación con el resto. Que él no viera ninguna organización sistemática no significaba que no existiera. La clave del proyecto de Leng estaba en aquella sala. No tenía otra alternativa que entender la índole y el motivo de sus actividades. En caso contrario…

Entonces oyó el roce de un pie en la piedra y vio acercarse la luz de la linterna de Fairhaven. De repente recibió en la pechera de la camisa el puntito rojo del láser y se arrojó al suelo justo al producirse la detonación y al rebotar sus ecos por la exigua estancia.

Sintió el impacto de la bala en el codo derecho. Fue un mazazo que le derribó y le dejó un rato tumbado, mientras el láser corría por el aire polvoriento. Después Pendergast rodó por el suelo, se levantó y cruzó la sala cojeando, de vitrina en vitrina.

Se había dejado distraer por lo raro de la colección, olvidándose de prestar atención a que Fairhaven se estaba aproximando. Otro fracaso. La idea llegó acompañada por la comprensión de que por vez primera estaba a punto de perder. Dio otro paso, sujetándose el codo destrozado. Parecía que la bala hubiera cruzado la cresta supracondilar medial y hubiera salido cerca de la apófisis coronoide medial. Ello agravaría la hemorragia y no le dejaría oponer resistencia. Tenía que llegar a la sala contigua. Cada una contenía pistas diferentes. Quizá la siguiente revelase el secreto de Leng. Por desgracia, al moverse se mareó y sintió unas náuseas tan intensas que estuvieron a punto de hacerle perder el equilibrio.

Guiándose por el reflejo de la linterna de Fairhaven, se metió en la siguiente estancia por un arco. La caída y el impacto de la segunda bala habían agotado sus últimas fuerzas. Cada vez veía más cerca el pesado velo de la inconsciencia. Se apoyó de espaldas en el otro lado de la pared, jadeando y con los ojos muy abiertos, aunque no se viera nada.

De pronto, el haz de la linterna penetró por el arco y se alejó. El brevísimo episodio de luz permitió a Pendergast ver un brillo de cristales: varias hileras de vasos de precipitados y retortas, y columnas de destilación en mesas largas de trabajo, erguidas sobre ellas como las torres de una ciudad.

Había entrado en el laboratorio secreto de Enoch Leng.

8

Nora, arrimada a la mesa de metal, repartía sus miradas entre los monitores y el cuerpo pálido de Smithback. Había quitado los retractores y limpiado la herida lo mejor que sabía. Ahora ya no había hemorragia, pero el daño estaba hecho. El aparato de la tensión arterial seguía emitiendo el mismo pitido de advertencia. Miró de reojo la bolsa de solución salina: estaba casi vacía, pero el catéter era pequeño, y ni siquiera al volumen máximo sería fácil reponer los fluidos perdidos con suficiente rapidez.

De repente se giró, sobresaltada por el eco de otro disparo en la oscuridad de la escalera. Había llegado a sus oídos debilitado, como si procediera de muy al fondo. Se quedó un momento paralizada de miedo. ¿Qué había pasado? ¿Que a Pendergast le habían pegado un tiro, o que lo había pegado él?

Volvió a girarse hacia el cuerpo inerte de Smithback. Por aquella escalera sólo iba a subir una persona: o Pendergast o el otro. Cada cosa a su tiempo. Por ahora se debía a Smithback, y no pensaba dejarle en la estacada. Volvió a echar un vistazo a las constantes vitales. La tensión había bajado hasta 70 y 35, y ahora el ritmo cardíaco también bajaba: 80 pulsaciones. Al principio, esto último la llenó de alivio. Luego tuvo otra idea, y aplicó la palma de una mano a la frente de Smithback. Se le estaba poniendo igual de fría que los brazos y las piernas.

Bradicardia, pensó, y el alivio, que había durado poco, se vio sustituido por el pánico. Cuando se sigue perdiendo sangre y ya no quedan zonas del cuerpo cuya irrigación restringir, el paciente se descompensa. Entonces empiezan a quedar afectadas las zonas críticas, el corazón late menos deprisa… y al final se para.

Nora mantuvo la mano en la frente de Smithback y giró la cabeza como loca hacia el monitor de electrocardiograma, donde observó una extraña disminución: los picos eran más pequeños, y la frecuencia menor. Ahora las pulsaciones por minuto se reducían a 50.

Le puso a Smithback las manos en los hombros y le sacudió con fuerza, exclamando:

—¡Bill! ¡Bill, coño, reacciona! ¡Por favor!

Los pitidos del monitor de electrocardiograma se volvieron erráticos y lentos. No había nada más que hacer. Contempló los monitores, invadida progresivamente por una horrible sensación de impotencia. Al cabo de unos instantes cerró los ojos y dejó que su cabeza reposara sobre el hombro de Smithback, desnudo, inmóvil y frío como una tumba de mármol.

9

Pendergast caminaba tropezando entre las largas mesas del antiguo laboratorio. Volvió a retorcerle las tripas un espasmo de dolor, que le obligó a detenerse y hacer un esfuerzo de voluntad. De momento, y aunque las heridas fueran graves, había conseguido mantener toda la agudeza de sus facultades en un rincón del cerebro inasequible a las distracciones. Mientras la bruma del dolor se hacía más densa, trató de concentrarlo todo en ese último refugio de lucidez, y observar y entender lo que le rodeaba.

Aparatos de titulación y destilación, vasos de precipitados y retortas, quemadores y una selva de objetos de vidrio y de metal. Sin embargo, y a pesar de la abundancia de instrumentos, se apreciaban pocas pistas sobre el proyecto de Leng. La química era química; siempre se usaba el mismo instrumental, al margen de la sustancia que se quisiera sintetizar o aislar. Pendergast no se esperaba tantas cajas de guantes antiguas: señal de que Leng, en su laboratorio, había manipulado sustancias venenosas o radiactivas. Claro que eso no hacía más que corroborar su hipótesis.

La única sorpresa era el estado del laboratorio. No había espectrómetro de masa, aparatos de difracción de rayosXni dispositivo de electroforesis, y mucho menos secuenciador de ADN. Tampoco había ordenadores, ni nada, a simple vista, con circuitos integrados. Nada que reflejara la revolución aportada por los años sesenta a la tecnología bioquímica. De hecho, a juzgar por la antigüedad del instrumental y su estado de abandono, parecía que en aquel laboratorio no se trabajara desde hacía más o menos medio siglo.

Lo cual era imposible. Seguro que Leng, en su misión, se habría procurado los últimos avances científicos y el instrumental más moderno. Y había estado vivo hasta hacía poco tiempo.

¿Podía ser que hubiera culminado el proyecto? En ese caso, ¿dónde estaba? ¿Qué era? ¿Se encontraba en aquel enorme sótano? ¿O bien Leng había renunciado a él?

La linterna de Fairhaven cada vez titilaba más cerca. Pendergast interrumpió sus conjeturas e hizo el esfuerzo de seguir avanzando. En la pared del fondo había una puerta. Se acercó como pudo, abrumado por el sufrimiento. Si el lugar donde estaba era el laboratorio de Leng, detrás, como máximo, habría una o dos salas de trabajo. Notó que el vértigo empezaba a derrotarle. Había llegado a un punto en que casi no podía caminar. La hora del desenlace final.

Sin embargo, seguía sin averiguarlo.

Entreabrió la puerta y, tras penetrar cinco pasos en la siguiente sala, destapó el farol y quiso levantarlo para orientarse, examinar el contenido de la estancia y hacer el último esfuerzo por desentrañar el misterio.

Se le doblaron las rodillas.

En su caída, soltó el farol, que, al alejarse rodando, cubrió las paredes de parpadeos erráticos. En ellas, centenares de aristas de afilado metal reflejaban la luz y se la devolvían.

10

El Cirujano recorría la sala con movimientos ansiosos de su linterna, mientras se apagaban los últimos ecos del segundo disparo. El haz iluminó ropa apolillada, vitrinas antiguas de madera y cristal y el polvo removido que flotaba en el aire. Estaba seguro de haber vuelto a acertar.

El primer disparo, el del vientre, había sido el más grave de los dos. La herida que le había infligido a Pendergast, además de dolerle y debilitarle, se habría ido agravando. Para alguien que intentaba escapar, era la peor herida posible. El segundo disparo había alcanzado una extremidad; seguramente fuera un brazo, puesto que el agente del FBI aún podía caminar. El dolor sería considerable, y con un poco de suerte la bala habría afectado a la vena basílica y agravado la hemorragia.

Se detuvo en el lugar donde había caído el agente. Una de las vitrinas de al lado mostraba algunas salpicaduras de sangre, pero donde más había era en el suelo, indicio seguro de que había rodado por él. El Cirujano retrocedió y paseó una mirada despectiva por la sala. Otra de las absurdas colecciones de Leng, un verdadero neurótico del coleccionismo. El sótano hacía juego con el resto de la casa. Ahí no había que buscar, ni arcano ni piedra filosofal. Estaba claro que Pendergast, con lo de la magna obra de Leng, sólo había intentado desorientarle. ¿Cómo podía haber un objetivo más alto que la prolongación de la vida humana? Además, si aquella colección ridícula de paraguas, bastones y pelucas era un ejemplo del proyecto final de Leng, sólo servía para corroborar que este no estaba a la altura de su propio descubrimiento. Quizá, a fuerza de permanecer tantos años enclaustrado, hubiera perdido la razón. Aunque seis meses antes, al enfrentarse con él, le había parecido cuerdo; al menos en la medida en que era posible opinar sobre la cordura de alguien que casi no abría la boca. Por otro lado, las apariencias engañan.

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