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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca

Los asesinatos e Manhattan (20 page)

BOOK: Los asesinatos e Manhattan
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Se produjo un largo silencio. Smithback volvió a tomar aliento. El proceso solía tardar lo suyo.

—Cuando sale un artículo sobre un tío sospechoso, y dice que no ha querido hacer declaraciones, ¿a usted qué impresión le da? Sobre todo si es el dueño de una constructora. «Sin comentarios.» Yo a un «sin comentarios» puedo sacarle mucho jugo.

El silencio se alargaba, y Smithback pensó que quizá hubieran colgado, pero de repente oyó algo en el auricular, una risita.

—Muy bien, muy bien —dijo una voz de hombre, grave y agradable—. Me ha gustado. Felicidades.

—¿Quién es? —quiso saber Smithback.

—No, nadie, un tío sospechoso que tiene una constructora.

—¿Quién?

Smithback no estaba dispuesto a que se burlara de él cualquier lacayo.

—Anthony Fairhaven.

—Ah… —Se quedó mudo, pero tardó poco en recuperarse—. Señor Fairhaven, ¿es verdad que…?

—¿Por qué no sube, y hablamos cara a cara como personas adultas? Es el piso cuarenta y nueve.

—¿Qué?

Smithback seguía atónito ante la rapidez con que lo había conseguido.

—Digo que suba. Estaba esperando que llamara, porque es evidente que como profesional es usted un ambicioso y un arribista.

El despacho de Fairhaven no se ajustaba del todo a las expectativas de Smithback. Si bien era cierto que el sanctasanctórum estaba protegido por múltiples corazas de secretarias y ayudantes, cuando el periodista, tras muchos preámbulos, accedió a la sala en sí no se encontró con el alarde previsto de dorados, marfiles, cuadros antiguos y estatuillas africanas, sino con un espacio relativamente pequeño y sencillo. Había obras de arte, en efecto, pero se reducían a litografías sobrias de Thomas Hart Benton sobre temas campesinos. Al lado de ellas, una vitrina cerrada con llave y provista claramente de alarmas exhibía una serie de pistolas sobre fondo de terciopelo negro. Sólo había un escritorio, y pequeño, de abedul, al que se añadían un par de butacas y una alfombra persa gastada. Las estanterías que cubrían toda una pared contenían libros que no eran puro trámite, simple adorno comprado a metros, sino que delataban, por su aspecto, haber sido leídos. Aparte de la vitrina de las armas, el conjunto se parecía más a un despacho de profesor que de magnate de la construcción. Sin embargo, y a diferencia de todos los despachos de profesores que conocía Smithback, reinaba una meticulosa limpieza. Nada alteraba el brillo de las superficies. Parecía que hubieran sacado brillo hasta a los libros. Olía un poco a productos de limpieza. Era un olor ligeramente químico, pero que no molestaba.

—Siéntese, por favor —dijo Fairhaven, indicando las butacas con un gesto de la mano—. ¿Le apetece tomar algo? ¿Café? ¿Agua? ¿Un refresco? ¿Un whisky? —Sonrió enseñando los dientes.

—No, gracias —dijo Smithback al tomar asiento.

Estaba experimentando el típico hormigueo de antes de una entrevista intensa. Fairhaven era listo, eso no admitía dudas, pero también era rico, y mimado. De gramática parda seguro que andaba flojo. A personajes así, Smithback los había entrevistado —y crucificado— a docenas. No era rival para él.

Fairhaven abrió una nevera, sacó una botellita de agua mineral, se sirvió un vaso y se sentó, pero no al otro lado de su escritorio, sino enfrente de Smithback, en otra butaca. Cruzó las piernas y sonrió. La botella de agua reflejaba la luz solar que entraba en haces por las ventanas. Smithback echó una ojeada. La vista sí que tumbaba de espaldas.

Volvió a fijarse en su entrevistado. Pelo negro ondulado, frente poderosa, constitución atlética, agilidad de movimientos, mirada sardónica… Podía tener unos treinta o treinta y cinco años. Anotó unas cuantas impresiones.

—Bueno, pues nada —dijo Fairhaven con una sonrisita de humildad—. El tío sospechoso de la constructora está preparado para que le pregunte lo que quiera.

—¿Puedo usar grabadora?

—No espero menos.

Smithback se sacó una del bolsillo. Un encanto, el tal Fairhaven. Cómo no. La gente de su calaña dominaba el arte de la seducción, la manipulación, pero a él no le engañaban. Le bastaba acordarse de a quién tenía delante: un empresario sin sentimientos, alguien que por dinero vendería a su madre.

—¿Por qué destruyó el yacimiento de la calle Catherine? —preguntó.

Fairhaven hizo una ligera inclinación con la cabeza.

—Llevábamos retraso en el proyecto, y estábamos acelerando las excavaciones. Me habría costado cuarenta mil dólares al día. Yo no me dedico a la arqueología.

—Según algunos arqueólogos, ha destruido uno de los yacimientos más importantes que han aparecido en Manhattan en los últimos veinticinco años.

Fairhaven ladeó la cabeza.

—¿En serio? ¿Qué arqueólogos, por ejemplo?

—Pues para empezar la Sociedad de Arqueología.

En el rostro de Fairhaven apareció una sonrisa cínica.

—Ah, ya. Es lógico que esos estén en contra. Si mandaran, en Estados Unidos no se movería ni un grumo de tierra sin que hubiera un arqueólogo al lado con su paleta y su cepillo.

—Volviendo a lo del yacimiento…

—Señor Smithback, fue una medida completamente legal. Cuando descubrimos los restos, interrumpí personalmente las obras, examiné personalmente el yacimiento y avisamos a expertos forenses que lo fotografiaron todo. Luego retiramos los restos con mucho cuidado, y los hicimos examinar y enterrar como Dios manda. Todo eso lo pagué yo de mi bolsillo. No reemprendimos las obras hasta recibir el permiso directo del alcalde. ¿Qué más se me podía pedir?

Smithback empezaba a ponerse un poco nervioso. La entrevista no se estaba ajustando a las previsiones. Permitía que llevara Fairhaven la batuta, lo cual era un problema.

—Dice que mandó enterrar los restos. ¿Por qué? ¿No sería para esconder algo, por casualidad?

Fairhaven se apoyó en el respaldo y reaccionó ni más ni menos que con una carcajada, que dejó a la vista una magnífica dentadura.

—Lo dice como si fuera algo sospechoso. Me da un poco de vergüenza reconocer que tengo valores religiosos, aunque sean poca cosa. A aquella pobre gente la habían asesinado de la peor manera, y quise darles un entierro como Dios manda, con servicio ecuménico; algo discreto, digno, al margen de todo el circo mediático. Es lo que hice: enterrarlos juntos en un cementerio de verdad, con sus efectos personales, que eran pocos. Como no quería que los huesos acabaran en el cajón de un museo, compré una parcela muy bonita del cementerio Gates of Heaven, de Valhalla, Nueva York. Seguro que el director del cementerio estaría encantado de enseñársela. Los restos eran responsabilidad mía, y algo tenía que hacer, la verdad. Lo que está claro es que en el ayuntamiento no los querían.

—Ya, ya —dijo Smithback, pensando.

La noticia del sepelio, discreto y a la sombra frondosa de los olmos, quedaría bien en un recuadro. Frunció el entrecejo. ¡Maldita sea! ¡A ver si le estaban camelando! Había que cambiar de táctica.

—Figura usted como uno de los principales donantes en la campaña de reelección del alcalde. Le surge un problema en una obra, y él acude en su rescate. ¿Coincidencia?

Fairhaven se apoyó en el respaldo.

—No ponga esa cara de ingenuo, que sabe perfectamente cómo funciona todo en esta ciudad. Dar dinero para la campaña del alcalde es ejercer mis derechos constitucionales. No espero un trato especial, ni pido que me lo den.

—Ahora bien, si se lo dan, usted tan contento.

Fairhaven sonrió de oreja a oreja con cinismo, pero no dijo nada, y Smithback notó otra punzada de inquietud. A la hora de expresarse verbalmente, el entrevistado se andaba con pies de plomo. La cuestión era que una sonrisa cínica no se podía grabar.

Se levantó y se acercó a los cuadros con la esperanza de imprimir desenvoltura y confianza a sus pasos. Mientras estudiaba las litografías con las manos a la espalda, intentó idear una estrategia nueva. Procedió a examinar la vitrina, con su brillo de armas dentro.

—Qué modo más interesante de decorar un despacho —dijo, señalándola.

—Sí, es que colecciono pistolas raras. Me lo puedo permitir. La que señala, por ejemplo, es una Luger, única por sus características. También tengo una colección de Mercedes de dos plazas, pero, como para exponerlos hace falta bastante más espacio, los guardo en mi casa de Sag Harbor. —Fairhaven le miró con la misma sonrisa cínica de antes—. Todos coleccionamos algo, señor Smithback. ¿A usted qué le apasiona? Quizá sean las monografías y los opúsculos de museo; sacarlos en préstamo para investigación, y no devolverlos. Por olvido, faltaría más.

Smithback le miró con dureza. ¿Le había registrado el piso? No, Fairhaven se limitaba a probar suerte. Volvió a su asiento.

—Señor Fairhaven…

Fairhaven le interrumpió con un tono que de repente se había vuelto brusco y poco amable.

—Oiga, Smithback, ya sé que está ejerciendo su derecho constitucional a crucificarme; los ogros de la construcción son blancos fáciles, y a usted los blancos le gustan así, fáciles. ¿Por qué? Porque está cortado por el mismo patrón que todos sus colegas. Se creen que lo que hacen es muy importante. Pero el periódico de hoy mañana servirá de forro para la jaula del pájaro. Es efímero. A gran escala, lo que hace es baladí.

—¿Baladí? ¿Eso qué coño quería decir? Daba igual. Estaba claro que era un insulto. Fairhaven se estaba irritando. Mejor. ¿O no?

—Señor Fairhaven, tengo motivos para creer que ha presionado al museo para que se paralice la investigación.

—Perdone, pero ¿qué investigación?

—La de Enoch Leng y los asesinatos del siglo diecinueve.

—¿Esa? Ni me va ni viene. No interrumpió mi proyecto inmobiliario, que para ser sincero es lo único que me importa. Ahora, por mí, como si se pasan la vida investigándolo. Y hay una expresión típica de periodistas que me encanta: «Tengo motivos para creer…». En realidad, quiere decir «Quiero creer, pero no tengo ni una puñetera prueba». Usted y sus colegas deben de haber hecho la misma asignatura: «Pensar que se está consiguiendo un notición y quedar como un gilipollas».

Fairhaven se permitió un risa cínica. Smithback, muy tenso en la butaca, esperó a que terminara. Volvió a intentar convencerse de que Fairhaven se estaba acalorando. Después de un rato, en un esfuerzo de frialdad, preguntó:

—Otra cosa, señor Fairhaven: ¿cuál es la razón de que le interese tanto el museo?

—Pues que me encanta, mire por dónde. Es el museo que más me gusta del mundo. Prácticamente pasé toda mi infancia mirando los dinosaurios, los meteoritos y las piedras preciosas. Me llevaba a menudo una niñera que tenía, y que me dejaba sólo por las salas para poder hacer carantoñas con su novio detrás de los elefantes. Pero claro, eso a usted no le interesa, porque no se ajusta a su imagen de constructor que sólo piensa en el dinero. Tenga en cuenta, Smithback, que le tengo bien calado.

—Señor Fairhaven…

Fairhaven enseñó los dientes.

—¿Quiere que le confiese algo?

Aprovechando el desconcierto del periodista, bajó su voz hasta niveles de confidencialidad.

—He cometido dos crímenes imperdonables.

Smithback se esforzó por conservar su expresión de periodista curtido, la que cultivaba en circunstancias así. Ya sabía que aquello anunciaba un truco o una broma.

—Mis dos crímenes han sido… ¿Está preparado? —Smithback comprobó que la grabadora siguiera en marcha.

—Que soy rico y me dedico a la construcción. Son mis dos grandes pecados, imperdonables.
Mea culpa
.

Smithback notó que estaba cabreándose, aunque fuera en contra de su instinto de periodista. La entrevista se le había ido de las manos. De hecho, no había nada aprovechable. Fairhaven era una sabandija, pero tenía un talento especial para torear a la prensa. Smithback aún no había conseguido nada, ni lo conseguiría. De todos modos, hizo el último intento.

—Aún no me ha explicado… Fairhaven se levantó.

—Smithback, si supiera lo predecibles que son usted y sus preguntas, si se diera cuenta de lo aburrido y mediocre que es como periodista y, aunque sienta decirlo, como persona, se llevaría un disgusto.

—Me gustaría que me explicase…

Fairhaven, sin embargo, acababa de pulsar un botón, y su voz interrumpió el resto de la pregunta.

—Señorita Gallagher, sea tan amable y acompañe al señor Smithback.

—Sí, señor Fairhaven.

—Me parece una manera un poco brusca…

—Señor Smithback, estoy muy cansado. Le he recibido para no leer en el periódico que me niego a hacer comentarios. También tenía curiosidad por conocerle, y ver si por casualidad estaba por encima de la media. Ahora que ya lo he averiguado, no veo ninguna razón para que sigamos hablando.

La secretaria seguía en la puerta, terca e inamovible.

—Por aquí, señor Smithback, por favor.

Antes de salir, Smithback se quedó un rato en el último despacho. A pesar de sus esfuerzos de contención, estaba tan indignado que le temblaba todo el cuerpo. Fairhaven llevaba más de una década esquivando a una prensa hostil, y nada más lógico que su dominio de aquel arte. Para Smithback no era la primera entrevista con granujas, pero aquel individuo le había puesto de los nervios. Eso de llamarle aburrido, mediocre, efímero, baladí (palabra a consultar)… ¿Quién se había creído?

Fairhaven, como persona, era demasiado escurridizo; lo cual, por otro lado, no tenía nada de sorprendente. Había otras maneras de investigar a las personas. Los poderosos tenían enemigos, y a esos enemigos les encantaba hablar. A veces estaban ante sus propias narices, trabajando para ellos.

Miró de reojo a la secretaria. Era joven y guapa, y parecía más abordable que las sargentos a cuyo cargo estaban los anteriores despachos. Sonrió con desenfado.

—¿Viene todos los sábados?

—Casi todos —dijo ella, levantando la vista del ordenador. Era bastante guapa, pelirroja, con el pelo brillante y unas cuantas pecas. De repente, Smithback se acordó de Nora y tuvo un estremecimiento.

—Y le exigirá mucho, ¿no?

—¿El señor Fairhaven? Bastante.

—Seguro que también le hace trabajar los domingos.

—Uy, no, qué va —dijo ella—. El señor Fairhaven nunca trabaja los domingos. Va a la iglesia. Smithback fingió sorprenderse.

—¿A la iglesia? ¿Es católico?

—Presbiteriano.

—Me imagino que como jefe será duro.

—No, es uno de los mejores supervisores que he tenido. De hecho, tienes la impresión de que se preocupa por los de abajo.

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