En el siglo I de nuestra era, Pomponio Flato viaja por los confines del Imperio romano en busca de unas aguas de efectos portentosos. El azar y la precariedad de su fortuna lo llevan a Nazaret, donde va a ser ejecutado el carpintero del pueblo, convicto del brutal asesinato de un rico ciudadano. Muy a su pesar, Pomponio se ve inmerso en la solución del crimen, contratado por el más extraordinario de los clientes — el hijo del carpintero, un niño candoroso y singular, convencido de la inocencia de su padre, hombre en apariencia pacífico y taciturno, que oculta, sin embargo, un gran secreto. Cruce de novela histórica, novela policíaca, hagiografía y parodia de todas ellas,
El asombroso viaje de Pomponio Flato
es la obra más insólita e inesperado de Eduardo Mendoza. Como en el Quijote se ponían en solfa los libros de caballerías, aquí se ajustan las cuentas a muchas novelas de consumo, y se construye, al mismo tiempo, una nueva modalidad del género más característico de Eduardo Mendoza — la trama detectivesca.
Eduardo Mendoza
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Título: El Asombroso Viaje de Pomponio Flato
Autor: Eduardo Mendoza
Lengua: castellano
Género: narrativa española
Editorial: Seix Barral
Colección: Biblioteca Breve
Fecha de publicación: 27/03/2008
ISBN:978-84-322-1253-6
Que los dioses te guarden, Fabio, de esta plaga, pues de todas las formas de purificar el cuerpo que el hado nos envía, la diarrea es la más pertinaz y diligente. A menudo he debido sufrirla, como ocurre a quien, como yo, se adentra en los más remotos rincones del Imperio e incluso allende sus fronteras en busca del saber y la certeza. Pues es el caso que habiendo llegado a mis manos un papiro supuestamente hallado en una tumba etrusca, aunque procedente, según afirmaba quien me lo vendió, de un país más lejano, leí en él noticia de un arroyo cuyas aguas proporcionan la sabiduría a quien las bebe, así como ciertos datos que me permitieron barruntar su ubicación. De modo que emprendí viaje y hace ya dos años que ando probando todas las aguas que encuentro sin más resultado, Fabio, que el creciente menoscabo de mi salud, por cuanto la afección antes citada ha sido durante este periplo mi compañera más constante y también, por Hércules, la más conspicua.
Pero no son mis infortunios lo que me propongo relatar en esta carta, sino la curiosa situación en que ahora me hallo y la gente con la que he trabado conocimiento.
Mis averiguaciones me habían llevado, desde el Ponto Euxino al territorio que, partiendo de Trapezunte, se extiende al sur de la Cilicia, a un lugar donde existe una extraña corriente de agua oscura y profunda, que al ser bebida por el ganado vuelve las vacas blancas y las ovejas negras. Después de un día de viaje a caballo llegué sólo al lugar por donde discurren estas aguas, me apeé y me apresuré a beber dos vasos, ya que el primero no parecía surtir ningún efecto. Al cabo de un rato se me enturbia la vista, el corazón me late con fuerza y mi cuerpo aumenta groseramente de tamaño a consecuencia de haberse interceptado los conductos internos. En vista de este resultado, emprendo el camino de regreso con gran dificultad, porque me resulta casi imposible mantenerme sobre el caballo y más aún orientarme por el sol, al que veo desplazarse de un extremo a otro del horizonte de un modo caprichoso.
Llevaba un rato así cuando oí una poderosa detonación procedente de mi propio organismo y salí disparado de mi cabalgadura con tal violencia que fui a caer a unos veinte pasos del animal, el cual, presa de espanto, partió al galope dejándome maltrecho e inconsciente.
No sé cuánto tiempo estuve así, hasta que desperté y me vi rodeado de un numeroso grupo de árabes que me miraban con extrañeza, preguntándose los unos a los otros quién podía ser aquel individuo y cómo podía haber llegado hasta allí por sus propios medios. Con un hilo de voz les dije que era un ciudadano romano, de familia patricia y de nombre Pomponio Flato, y que de resultas de una ligera indisposición me había caído del caballo. Habiendo escuchado atentamente mi relato, deliberaron un rato sobre cómo proceder, hasta que uno dijo:
—Propongo que le robemos lo que todavía lleva encima, que le demos por el culo reiteradamente y que luego le cortemos la cabeza como suele hacer con los viajeros nuestra pérfida raza.
—Pues yo propongo —dice otro— que le demos agua y alimentos, lo subamos a un camello y lo llevemos con nosotros hasta encontrar quien pueda curarle y hacerse cargo de él.
—Bueno —dicen los demás con voluble facundia.
Tras lo cual me levantan del suelo, me atan con sogas a la giba de un camello y reemprenden la marcha. Al ponerse el sol la caravana se detuvo e hizo campamento al pie de una duna, sobre la que se encendió una fogata y fue colocado un vigía para mantener alejados a los leones u otros merodeadores nocturnos.
Cinco días he viajado con estas gentes, de vida trashumante, pues no pertenecen a ningún lugar ni se detienen tampoco en ninguno, salvo el tiempo necesario para comprar y vender las mercaderías que transportan. La caravana está compuesta exclusivamente de hombres, monturas y bestias de carga. Si en sus breves paradas alguno entabla relación con una mujer, al partir la deja donde la ha encontrado, por más que ella insista en acompañarle. Con todo, son monógamos y muy fieles a las mujeres que han conocido, a las que visitan y colman de regalos cuando sus viajes los llevan de nuevo al lugar donde ellas habitan. En estas ocasiones, y también por un periodo muy breve, reanudan sus efímeras relaciones, por más que las mujeres se hayan aparejado de nuevo en el intervalo, cosa que comprenden y aceptan. Si de una unión ha habido hijos, los dejan con sus madres, pero proveen a su manutención. Cuando el niño cumple los siete años, lo recuperan y lo incorporan a la caravana. Como los hijos nacidos de una forma tan aleatoria son pocos, el grupo étnico acabaría por extinguirse. Para evitar que suceda tal cosa, roban niños, a los que crían y tratan como a verdaderos hijos. De esta manera su número no mengua, pero por la misma razón son temidos. Si alguno enferma de gravedad o por causa de su vejez ya no puede seguir llevando la dura vida de estas gentes, lo abandonan en un oasis con un odre de agua y un puñado de dátiles y la esperanza de que pase por allí otra caravana y reponga las parcas vituallas de su camarada. Como esto no sucede casi nunca, en los oasis que jalonan su ruta no es raro encontrar esqueletos rodeados de pepitas de dátil.
Como todos los nabateos, adoran a Hubal, a quien a veces llaman también Alá, y a las tres hijas de éste, que también consideran diosas, aunque de menor rango. Rezan todos juntos al empezar y al acabar el día, postrándose en la dirección en que, según sus cálculos, está Jerusalén.
En su vida diaria son afables, locuaces y amigos de reír y de contar fábulas. Pero nunca recuerdan el pasado ni hacen planes de futuro, y si algo relatan, se cuidan de aclarar que todo lo que sucede en el relato es fruto de su imaginación. Como están obligados a convivir los unos con los otros día y noche, desde la infancia hasta la muerte, tienen por norma estricta evitar una familiaridad que con toda seguridad derivaría en conflicto y degeneraría en enemistad. Por esta causa extreman la formalidad y la discreción y son muy ceremoniosos. Comen y duermen separadamente, y cada vez que se dan por el culo se hacen mil reverencias y se interesan por la salud del otro y por la marcha de sus negocios, como dos amigos que se reencontraran tras una larga ausencia. Para ellos la hospitalidad es sagrada, pero desconfían de los desconocidos, tanto de su raza como de otra. Si se cruzan con otra caravana o con un grupo de viajeros o pastores, deciden en conciliábulo lo que harán. A veces saludan a los extraños y siguen su camino; otras, los aniquilan. No comen cerdo. Si pueden, se lavan. Nunca se afeitan.
Al atardecer del quinto día de viaje avistamos un campamento romano. Los árabes optan por no acercarse, pero ante mis ruegos dejan que me vaya sin pedir rescate, sabiendo que nada tengo y sospechando que nadie daría por mí un sestercio. Les di las gracias y les prometí recompensar su magnanimidad la próxima vez que el hado nos reuniera, a lo que:
—Por al-Llah —respondieron—, que tal cosa es improbable si continúas bebiendo inmundicias.
Tras lo cual prosiguen su camino y yo me dirijo a pie hacia el campamento dando voces en latín para no ser confundido con un enemigo y recibir un dardo. En el campamento hay una cohorte de la XII legión, Fulminata, con veinte jinetes y un pequeño cuerpo auxiliar al mando de Liviano Malio, hombre de edad avanzada, temperamento ecuánime y gran barriga. Le doy cuenta de quién soy y cómo he venido a parar aquí. Él me escucha y, al informarle del objeto de mi viaje, me responde que, aunque lleva en Siria varios años, pues fue trasladado allí con Quinto Didio poco después de la batalla de Accio, en la que luchó al lado de Marco Antonio y Cleopatra, nunca ha oído hablar de unas aguas que tuvieran aquellas propiedades extraordinarias. Sólo en una ocasión, dice, cerca de Alejandría, vio retozar un hipopótamo en las aguas del Nilo. Luego me informa de que él y sus hombres se dirigen a Sabaste, a fin de apoyar a la población, pues ésta, en la rebelión que desde hace tiempo agita el país, se ha mantenido fiel a Roma.
A la mañana siguiente, antes de levantar el campamento y proseguir la marcha, mi anfitrión se dirige a la tropa y pronuncia una breve alocución. Lo hace todos los días, porque así se lo vio hacer a Marco Antonio y sigue pensando, pese al tiempo transcurrido, que es bueno para mantener alta la moral de los soldados y su sentido de la disciplina. No obstante, con el paso de los años, la arenga ha perdido frescura y convicción. Debido a su gordura, Liviano Malio tiene aires patricios con túnica y toga, pero revestido de armadura y bragas, su aspecto resulta algo bufo. Mientras promete la gloria a cambio del valor y del esfuerzo, los soldados no disimulan su hilaridad. Liviano Malio lo advierte y sufre, pero acaba su alocución con el gesto estoico de quien cumple un arduo deber sin esperar recompensa, da los tres gritos de rigor, a los que la tropa responde con desgana, y la expedición se pone en marcha.
Después de cuatro jornadas de viaje y haber vadeado el río Jordán, el propio Liviano Malio me aconseja que abandone su compañía, pues de no hacerlo tiene por cierto que me veré envuelto en hechos de guerra. No hace falta que lo jure por los dioses, como se dispone a hacer, porque desde ayer venimos encontrando aldeas destruidas por el fuego que los propios sublevados les aplican cuando creen que la suerte de las armas les será adversa. Antes que entregarse a los romanos y ver sus templos profanados, los judíos prefieren darse muerte unos a otros y dejar que el último, antes de suicidarse, incendie la población y cuanto ésta contiene. A menudo es tal su precipitación por matarse entre sí que al final no queda nadie para aplicar la antorcha. Esta circunstancia imprevista permite a los legionarios saquear el lugar, pero la rápida descomposición de los cadáveres expuestos al sol provoca epidemias. Por esta causa las autoridades romanas prefieren el holocausto y lo fomentan, aunque suponga una merma para sus ingresos. Como yo tampoco deseo entrar en combate, acepto la proposición, pero si me separo del cuerpo expedicionario y me quedo solo en esta tierra hostil, ¿adónde iré? La región, según he podido saber, está infestada de bandidos y salteadores, así como de personas que, aun no siéndolo de profesión, no desaprovechan la oportunidad, cuando se presenta, de robar y matar a quien encuentran en condiciones de inferioridad. El más renombrado de estos bandidos es uno llamado Teo Balas, famoso por su crueldad y sus costumbres sanguinarias. A los hombres les da muerte a espada; a las mujeres las cuelga de los tobillos cabeza abajo para cortarles los pechos, y tiene predilección por beber la sangre de los niños. A este monstruo lo vienen persiguiendo las autoridades judías y romanas desde hace años aunque en vano, porque nadie conoce su paradero ni su apariencia, pues quienes lo han visto no han vivido para identificarlo.