Los árboles mueren de pie (2 page)

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Authors: Alejandro Casona

Tags: #Teatro, Romantico, Juvenil

BOOK: Los árboles mueren de pie
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DICHOS, HELENA e ISABEL

HELENA.

Pase, señorita. Es una verdadera alegría que se haya decidido a venir a vernos. ¿Tienen la bondad de dejarnos solas? (El Pastor se inclina cortés; el Ilusionista, como en un saludo de pista. Recoge sus globos y se encamina a la segunda izquierda detrás del Pastor. Se aprieta la boca del estómago con el dedo haciendo un ruido de bocina. El Pastor le deja paso. Isabel los mira salir desconcertada.)

ISABEL y HELENA

HELENA.

Siéntese, por favor.

ISABEL.


(Sin sentarse.)
¿Fue usted la que me llamó?

HELENA.

Yo no puedo tomar iniciativas; sólo obedezco órdenes. Pero estoy segura de que el señor Director va a ser feliz cuando lo sepa. Un momento.
(Va al audífono.)
¡Hola! ¿Dirección?
(Se oye en el audífono la voz del Director.)

VOZ.

Diga, Helena.

HELENA.

Tengo una gran noticia para usted.

VOZ.

Si quiere darme la mejor del día dígame que los ojos tristes que esperábamos acaban de llegar.

HELENA.

Efectivamente, aquí está.

VOZ.

Salúdela en mi nombre y dígale que en cuanto termine aquí tendré el mayor gusto en atenderla. De corazón.

HELENA.

A sus órdenes.
(Corta.)
¿Ha oído?

ISABEL.

Realmente no sé cómo agradecerles... Pero ¿podría saber quién me llamó y para qué me han traído aquí?

HELENA.

El señor Director le explicará. ¿No quiere sentarse? Parece un poco nerviosa.

ISABEL.

Mucho. Y sobre todo, desconcertada. Fue una cita tan extraña y en un momento de mi vida tan... tan...
(Ahoga un sollozo y se deja caer en un asiento.)

HELENA.

Vamos, señorita, tranquilícese. Le aseguro que está entre amigos... ¡quién sabe si compañeros! ¿Quiere tomar algo?

ISABEL.

Nada, gracias.
(Sonríe disculpándose mientras se seca una lágrima.)
Ya pasó.

ISABEL, HELENA y MECANÓGRAFA. Después, BALBOA

MECANÓGRAFA.


(En la puerta)
Hay un señor que quiere hablar con la dirección.

HELENA.

Que espere.

MECANÓGRAFA.

Viene recomendado por el Doctor Ariel.

HELENA.

¿Por el Doctor Ariel en persona? ¡Pero hágalo pasar inmediatamente! Adelante, señor, adelante.
(Entra el Señor Balboa: un anciano correctísimo y pulcro, un poco tímido. Trae en la mano una tarjeta azul.)

BALBOA.

Señorita...

HELENA.

Encantada. ¿Es usted amigo del Doctor Ariel?

BALBOA.

Tengo ese honor.

HELENA.

Entonces supongo que el doctor le habrá informado ya... ¿no?

BALBOA.

No, nada; me dio simplemente esta dirección y me dijo que aquí lo sabría todo... si es que algo podían hacer por mí.

HELENA.

Esperemos que sí. Tome los datos, Amelia.
(La Mecanógrafa recoge la tarjeta del señor Balboa y se sienta a tomar los datos para el fichero. Helena le indica un asiento y dice por Isabel.)
No sé si tengo derecho a hacer las presentaciones o si prefieren reservarse los nombres. En cualquier caso considérense como amigos.

BALBOA.

Honradísimo.

ISABEL.

Gracias, señor.
(El señor Balboa toma asiento junto a Isabel. Pequeña pausa. En la segunda izquierda aparece un momento el Pastor Noruego.)

DICHOS y PASTOR

PASTOR.

Un momento, compañera ¿basta cantar o tengo que llevar también el acordeón?

HELENA.


(Impaciente ante la imprudencia.)
No me parece momento oportuno para pedir instrucciones. ¡Espere ahí dentro!

PASTOR.

Perdón.
(Sale. La Secretaria sonríe un poco tontamente sin saber cómo explicar la extraña aparición.)

HELENA.

Otro amigo...
(Toma de la mesa el sombrero de copa para llevárselo. Del sombrero sale un conejo blanco. Ella se apresura a esconderlo, nerviosa.)
Disculpen... ¡estos empleados!...
(Sale con el sombrero por segunda izquierda. Isabel y el señor Balboa, a quienes ha sorprendido tanto el noruego como el conejo, se miran desconcertados. Después contemplan inquietos el lugar. La Mecanógrafa termina de anotar y devuelve la tarjeta.)

MECANÓGRAFA.

Nada más, señor; muchas gracias.
(Coloca en el clasificador la ficha que acaba de extender. Suena el teléfono; atiende mecánicamente.)
Diga. Sí, yo misma. ¿Cómo? ¡Pero no! Ese asunto de los niños secuestrados quedó archivado definitivamente. Resultado negativo. Ah, eso ya es otra cosa. Espere, creo que tengo aquí a mano los datos.
(Sin soltar el auricular busca en un indicador, repitiendo.)
Fumadero de opio... Fumadero de opio... Fumadero...
(La Secretaria ha aparecido a tiempo de sorprender la nueva imprudencia. Avanza rápida.)

HELENA.

¡Deje eso!
(Toma el auricular y contesta en un tono tan amable que es evidentemente falso.)
¡Hola! ¿Ah, es usted? Encantada siempre. Lo siento pero ahora no me es posible. No, por favor, no insista.
(Subrayando.)
Le repito que en este momento es imposible. Yo le llamaré. De nada.
(Cuelga.)
Vamos, señorita; el trabajo no puede esperar. Con permiso. (Vacila un momento. Desconecta el teléfono y sale con la Mecanógrafa. Isabel y el señor Balboa se miran cada vez más perplejos. Él se enjuga la frente con el pañuelo; ella tamborilea los dedos nerviosa. Sonríen forzadamente sin saber qué decirse. Por fin el señor Balboa da el primer paso, confidencial.)

ISABEL y BALBOA

BALBOA.

Dígame, señorita, ¿usted tiene una idea aproximada de dónde estamos?

ISABEL.

Yo no. ¿Y usted?

BALBOA.

Tampoco. ¿Es curioso, no? Ninguno de los dos sabemos dónde estamos y sin embargo aquí estamos los dos.

ISABEL.

¿No habremos equivocado la dirección?

BALBOA.

Comprobemos. ¿Cuál es la suya?

ISABEL.


(Saca de su bolso una tarjeta azul.)
Avenida de los Aromos 2448.

BALBOA.


(Mirando la suya)
Dos, cuatro, cuatro, ocho. Correcto. Es indudable que en toda la ciudad no puede haber más que una Avenida de los Aromos.

ISABEL.

Y es indudable que en toda la avenida no puede haber más que un dos, cuatro, cuatro, ocho.

BALBOA.

Entonces estamos bien, no hay discusión. ¿Pero dónde? ¿Qué significa esta mezcla de oficina y de utilería?

ISABEL.

Es lo que yo me estoy preguntando desde que llegué.

BALBOA.

Y ese fumadero de opio... y esos niños secuestrados... ¡No irá a decirme que todo esto es natural!

ISABEL.

Quién sabe. A veces unas palabras sueltas pueden prestarse a confusiones.

BALBOA.

De acuerdo. Pero... ¿es natural criar conejos en un sombrero de copa?

ISABEL.

Eso sería lo de menos. Para mí lo más sospechoso es lo otro; lo del pescador.

BALBOA.

¿Por qué?

ISABEL.

Porque ese pescador noruego que acaba de salir, cuando entró no era noruego ni pescador. Era un pastor protestante.

BALBOA.


(Se levanta sobresaltado.)
¡Demonio! ¿Quién le ha dicho eso?

ISABEL.

Yo lo vi, en un banco del parque: un pastor protestante discutiendo con una inglesa pelirroja. Es decir... a menos que la señora estuviera disfrazada también.

BALBOA.

Pero entonces no hay duda. ¡Hemos caído en una trampa!
(Se oye dentro un golpe de acordeón.)

ISABEL.

Silencio. Ahí viene.
(Balboa se sienta rápidamente disimulando. Cruza el Pastor, que ha completado su estampa nórdica de lobo de mar; viene terminando de sujetarse el acordeón en bandolera. Se detiene mirando compasivamente a uno y otra.)

ISABEL, BALBOA y el PASTOR

PASTOR.

Primer día, ¿no?

BALBOA.


(A ver qué sale.)
Primer día.

PASTOR.


(Sibilino.)
Si quieren un buen consejo, retírense ahora que todavía están a tiempo. Y si no, miren mi ejemplo: cuarenta años de estudios por un plato de lentejas... y ahora ¡a la taberna del puerto, a cantar para esos muchachotes rubios que lloran cerveza!
(Sale por secretaría rezongando entre dientes.)
F-48... F-48...
(Isabel y Balboa le siguen con los ojos. Después vuelven a mirarse atónitos.)

ISABEL y BALBOA

BALBOA.


(Repite mecánicamente.)
F-48... ¿Usted ha entendido algo?

ISABEL.


(Resuelta.)
Yo sí: ¡que hay que salir de aquí antes que sea tarde!
(Se levanta dispuesta a correr. Él la detiene.)

BALBOA.

¡Por ahí no! ¿Quiere meterse usted misma en la boca del lobo? Calma, señorita; mientras tengamos la cabeza sobre los hombros, usémosla fríamente. Reflexionemos.
(Respira hondo para tranquilizarse y medita en voz alta.)
A primera vista, todo lo que estamos presenciando aquí sólo puede ocurrir en un teatro o en una filmadora de películas o en un circo.

ISABEL.

Ojalá no fuera más que eso.

BALBOA.

Y, sin embargo, es evidente que no estamos en un circo ni en un teatro ni en una filmadora.

ISABEL.

Evidente.

BALBOA.

Tampoco cabe pensar en una logia.

ISABEL.

¿Y en una secta?

BALBOA.

¿De qué?

ISABEL.

Qué sé yo. Una secta secreta.

BALBOA.

¿Religiosa? No es cosa de estos tiempos. ¿Política? ¿Una organización terrorista?

ISABEL.

¿Contra un viejo y una pobre mujer sola? No valdría la pena.

BALBOA.


(Desesperado)
Pero entonces ¿dónde diablos nos hemos metido? Yo soy un poco distraído y puedo equivocarme; pero usted... ¿Es posible que haya venido aquí sin saber adónde venía?

ISABEL.

Cuando me llamaron estaba tan desesperada que no podía negarme. Si en aquel momento me hubieran citado a la puerta del infierno habría ido lo mismo.

BALBOA.

¿Quién la citó?

ISABEL.

Ni lo sé. Era un anónimo.

BALBOA.

¡Me lo estaba imaginando! ¿Con amenazas?

ISABEL.

Al contrario: con la más hermosa de las promesas.

BALBOA.

¡Haber empezado por ahí! ¿Se da cuenta ahora del peligro, criatura? Una muchacha, joven, linda, sola... ¿Cómo no sospechó esta intriga tenebrosa?

ISABEL.


(Aterrada corriendo a refugiarse a su lado.)
¡No me diga! ¿Un secuestro?

BALBOA.

¿Qué otra explicación puede haber? Pero no tenga miedo; viejo y todo, soy un caballero. ¡Que se atrevan esos rufianes!
(En este momento el libro vuelve a encenderse tres veces, con tres llamadas de chicharra, y la puerta falsa de la librería empieza a girar. Los dos retroceden despavoridos, imponiéndose silencio mutuamente y vuelven a sus asientos. Por la puerta secreta entra el Mendigo: una figura sórdida escapada de la Corte de los Milagros, con mugrienta capa romántica, ancho fieltro y parche en un ojo.)

ISABEL, BALBOA y el MENDIGO

MENDIGO.

Salud.
(Pasa con toda naturalidad, sin hacerles caso, hacia la mesa y sobre una bandeja de plata va depositando distintos objetos que extrae de sus profundos bolsillos: un collar de perlas, varios relojes con cadena, algunas carteras. Después señala un número en el teléfono interior.)

MENDIGO.

Hola. Aquí el S-S-2. Misión cumplida. Sin complicaciones. No, esté tranquilo, no me ha seguido nadie. Respondo. Gracias. (Se quita el parche del ojo y se dirige a la segunda izquierda. De pronto se detiene contemplando admirado al señor Balboa.) ¡Exacto, exacto, exacto! Un verdadero hallazgo.
(Avanza un paso con el dedo tendido.)
¡Usted es el coronel de las siete heridas para recuerdos de guerra! ¿A que sí?

BALBOA.

¿Eh...?

MENDIGO.

¿Ah, no? ¡Qué lástima! Con una perilla blanca, era el tipo justo.
(A Isabel.)
Salud compañera.
(Sale. En cuanto se cierra la puerta el señor Balboa se levanta pálido pero iluminado.)

ISABEL y BALBOA. Diálogo rapidísimo

BALBOA.

¡Por fin! ¿Está claro ahora? ¡Hemos caído en una mafia!

ISABEL.

¡Hay que salir de esta cueva como sea!

BALBOA.

¿Por dónde? ¿No comprende que todas las puertas estarán tomadas?

ISABEL.

Puede haber una ventana.
(Descorre la cortina del vestuario, asoma la cabeza y lanza un grito. El Sr. Balboa se tapa los ojos dramáticamente.)

BALBOA.

¡No me diga más! ¡Un ahorcado!

ISABEL.

Un ropero: disfraces, pelucas, máscaras...

BALBOA.

Lo que me imaginaba; una banda de impostores.

ISABEL.


(Corre de nuevo la cortina.)
¿Y si llamáramos a la policía por teléfono?

BALBOA.

¿Cree que son tontos? Ya habrán cortado el hilo.

ISABEL.

¿Y si pidiéramos socorro a gritos?
(Va a gritar. Él la detiene bajando la voz.)

BALBOA.

¿Está loca? Se nos echarían encima ahora mismo.

ISABEL.

Quizá esta salida secreta...
(Palpando la librería.)
Tiene que haber algún botón por aquí.

BALBOA.

¡Quieta! ¿Y si se equivoca de botón y saltamos hechos pedazos? Espere. Estudiemos la situación serenamente.
(Se vuelven sobrecogidos oyendo un grito tirolés que retumba en secretaría. Se abre la puerta de una patada y entra el Cazador con dos perros en traílla. Calzón corto de pana, canana, escopeta y sombrero de pluma. Tipo de una vitalidad desbordante, entra a gritos y zancadas, chorreando júbilo.)

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