Los Altísimos (5 page)

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Authors: Hugo Correa

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Los Altísimos
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Detrás de la casa, a mis espaldas, la sucesión de lomas boscosas ascienden en una suave pendiente hasta unirse con el cielo, sin que dicho efecto lo produzca la existencia de lejanas cordilleras. A diestra y siniestra la costa, salpicada de dunas y de rocas, también se curva hacía arriba en las proximidades de lontananza. A su vez, el océano desaparece a corta distancia; a pesar de ello muestra una superficie ligeramente cóncava.

Me pongo nervioso. El segundo detalle es el aspecto del cielo: las nubes parecen estar más próximas a la tierra directamente sobre mi cabeza. ¿Será un efecto provocado por la luz difusa, o un fenómeno meteorológico desconocido?

Un ruido de pasos a mis espaldas me distrae. Es L. que llega impasible. Lanzo un suspiro de alivio.

—Madrugó usted —me dice, tranquilo.

—L… —No disimulo mi nerviosidad—. ¿Ve usted el cielo combado, y el horizonte tan alto como lo veo yo? ¿A qué se debe?

—Haga trabajar su imaginación. ¿Qué efecto inmediato le produce la altura del horizonte?

—El de hallarme en un bajo.

—¿Nada más?

Lanzo otra mirada en derredor. La luz ha aumentado, y junto con ello suben los bordes de la concavidad, hasta integrar una sola línea con las nubes. En el horizonte terrestre los detalles se reducen a proporciones microscópicas, como si se hallaran en la parte más alta de una ladera que, comenzando en nuestras vecindades, asciende en forma regular, como las paredes interiores de un hemisferio.

—Si usted llegase a un planeta como Júpiter o Saturno, por ejemplo, observaría un fenómeno similar. La extensión de esos astros le haría ver muy arriba el horizonte. Pero no estamos en Júpiter ni en Saturno. ¡Nos encontramos en la Tierra! —Fulguran sus ojos al proseguir—: ¿Qué otra explicación se le ocurre?

—¿Hasta cuándo va a seguir con sus misterios? —Me invade una oleada de rabia—. Usted sabe, mejor que nadie, que no estoy aquí por mi propia voluntad. ¡Me revientan los enigmas! ¿Entiende?

—¡Cálmese, X.! Le aseguro que no he tratado de hacerme el misterioso. Pero para que usted pueda desempeñar su nuevo papel, es indispensable ponerlo al tanto de ciertos secretos que pocos conocen. A eso se debe que haya tenido que ir dosificando lo que usted necesita aprender. No sólo tendrá que desarrollar sus actividades en un país nuevo, sino que dichas actividades nada en común tienen con su vida anterior.

¿Vida anterior? ¿Qué quiere decirme L.? ¿Estoy entonces en el otro mundo? Tembloroso, pregunto:

—L… Dígame la verdad. ¿Estamos en el mundo de los vivos…?

L. me observa sin contestar. Y al mirar el paisaje se me presenta, bruscamente, en toda su anormalidad. Esa arena rojiza; aquellas dunas mórbidas; las colinas de aspecto artificial, y aquel mar que parece doblarse hacia arriba… ¿Pertenecen al mundo de la realidad? Afirmo los pies en la arena: sin duda, es material. La brisa también. Y el ruido del oleaje, a pesar de cierta lejana resonancia, se asemeja al de otros oleajes. Me agacho y tomo un puñado de arena. ¡Es arena también! Posee su misma consistencia, aunque su grano es casi impalpable. Sólo el color es diferente. La dejo escurrir entre mis dedos.

L. se aleja unos pasos y se sienta en el borde de la duna. Sus piernas resbalan por la roja pendiente. Luego, lentamente, se da vuelta.

—Nos encontramos a cientos de kilómetros bajo la superficie terrestre. A eso se deben las rarezas que usted ha observado…

V

Me quedo mirando a L., los ojos muy abiertos. Con un pequeño vértigo, me dejo caer a su lado.

—¿Un mundo subterráneo? ¿Cómo llegamos aquí?

—Como de costumbre, lo trasladamos mientras dormía. Instrucciones superiores. No lo hemos traído con métodos brujos, sino por un sistema que conocerá más adelante.

—¡Un mundo subterráneo! —repito, aplastado por la noticia—. ¡Es lo más extraordinario que he oído! En una novela de aventuras leí una vez la historia de un viaje al centro de la Tierra. ¡Una novela de Julio Verne! ¿La leyó usted?

Me pongo de pie. De golpe despierto en el mundo fabuloso, transfigurado el rostro, como un niño que oye hablar de países legendarios. ¡Cientos de kilómetros bajo tierra! Y hay luz: una luz fantasmagórica, pero que alumbra a la perfección.

—Sí. Pero no recuerdo qué decía —L. se refiere a la novela.

—Una caverna, grande como un país, con un mar, iluminado por un fenómeno eléctrico o algo así.

—¡Ah! Esto no es una caverna, propiamente. Algo tiene de eso, pero con ese concepto no podría explicarse qué es.

Apenas escucho las palabras de L.

—¿Esto se encuentra debajo de Polonia?

—En parte, sí. Se extiende bajo varios países. Es muy grande.

—¿Y la luz? ¿De dónde proviene?

—La atmósfera es luminosa, igual que la del mundo de Verne. Equivale a la luz del sol en cuanto a sus propiedades, pero es más suave.

—¿Y dónde quedan las paredes de esta gruta?

—No es una gruta, simplemente. Imagine la superficie interior de un casquete esférico, siendo la esfera a la cual pertenece dicho casquete, la Tierra. ¿Comprende? O sea, el suelo que pisamos corresponde a la cara interna del globo terrestre.

—¡Espérese! No entiendo bien. ¿Me quiere decir que estamos cabeza abajo con respecto a los de la superficie?

—¡Exacto! No se nota, ¿verdad? No tiene nada de extraño, porque el concepto «arriba» o «abajo» deriva de donde proviene la atracción gravitacional. Como la gravedad depende de la masa, aquélla actúa atrayendo los cuerpos tanto hacia la cara externa como interna del globo terrestre.

—¡Pero para eso la Tierra tendría que ser una esfera hueca!

—No se trata del hecho que «tendría que ser». Es hueca —puntualiza L. con voz suave, la mirada perdida en el mar—. Días atrás le dije que habíamos hecho grandes descubrimientos relacionados con el interior de nuestro planeta. Éste es uno: descubrimos que la Tierra es una esfera hueca, con una corteza relativamente delgada en comparación con su radio.

Se acentúa el vértigo. Mi cabeza es un remolino de ideas fantásticas.

—¿Quiere decir que si el cielo no estuviese nublado veríamos sobre nuestras cabezas mares y continentes?

—Algo así sucede, pero no porque esta esfera se encuentre vacía. A una distancia de mil kilómetros —L. señala el cielo—, hay otro planeta que gravita en el interior del primero. Es una especie de caverna: su piso lo forma la superficie interna de la Tierra, y su techo, el planeta interior, que es lo bastante grande como para llenar el hueco.

—¿Y cómo se sostiene la corteza para no caer sobre el otro mundo? Mil kilómetros de distancia es inferior a la altura a que gira el Sputnik.

Se pone de pie y se sacude la arena. Ensimismado, le imito. Parte hacia el edificio, descendiendo por la pendiente arenosa. Huellas alargadas se forman en el polvo rojo, que se desgrana en un fino alud hacia el interior de la pisada.

—La distancia es pequeña, al considerar el diámetro de la Tierra: doce mil setecientos cuarenta kilómetros. Como la corteza terrestre tiene un espesor regular, y es atraída con una fuerza uniforme hacia el núcleo central, el planeta interior flota libremente dentro de aquélla, manteniéndose siempre a la misma distancia de mil kilómetros.

Vamos llegando a la construcción. A través de un ventanal entreveo paredes de colores brillantes y rostros. ¡Sí: rostros de personas! Aquel descubrimiento me distrae de las revelaciones de L. Hace tiempo que sólo veo la cara de L. y, en dos ocasiones, la de D.

—L. —le interrumpo—. ¿Hay más gente aquí?

Sí. Estamos en un lugar de veraneo. Aquí hay un casino donde desayunaremos. —Y me advierte—: No debe hablar con la gente de aquí. Todos son muy sagaces, incluso las mujeres…

Hay tres parejas instaladas en otras tantas mesas, y una cuarta ocupada por dos mujeres. Jóvenes y hermosas.

Avanza L. sin saludar a nadie. Los otros, a su vez, nos dedican distraídas miradas, a excepción de las mujeres, que nos escrutan por breves instantes. Nos instalamos en una mesa vecina al ventanal.

Advierto que las muchachas, después de habernos sentado, prosiguen su conversación.

Un carrito se aproxima silencioso a nuestra mesa. Sobre él hay tazas y platillos. Al llegar junto a nosotros se detiene. Con rapidez, al ver mi cara de sorpresa, L. me explica que es un mozo automático.

Echo una nueva ojeada a las jóvenes. Colijo que son altas. Una de ellas mira con el rabillo del ojo. Sonríe.

—¿Estarán solas? —pregunto, indicando a las dos.

—Ya tendrá oportunidad de trabar amistad con ellas.

Desaliento.

—¿Solteras?

—Todas son solteras. Nuestro régimen prohíbe el matrimonio.

—¡Ah! —Y empiezo a tomar mi desayuno.

Ambas muchachas se levantan y atraviesan la sala; se dirigen a la terraza. Usan vestidos ajustados, translúcidos. Caminan con gracia.

—Nuestras mujeres —comenta el polaco— son cada vez más hermosas y femeninas; nuestros hombres, día a día más fuertes y masculinos. A mayor diferenciación, mayores son las perspectivas de engrandecer la colectividad. ¡Nuestro sistema ha suprimido los complejos de inferioridad! Usted no verá mujeres feas ni hombres enclenques. La raza polaca progresa día a día.

Las jóvenes caminan rumbo a la playa. Desaparecen tras una duna.

L. habla de su raza. Dentro del régimen, la castidad es bien mirada. Se ha descubierto que estimula determinadas percepciones psíquicas, importantísimas en la ciencia.

Otra pareja parte a la playa. L. se pone de pie y me invita a salir. No iremos hacia el mar. Echo una melancólica ojeada al arenal: su belleza se me antoja deprimente. Las nubes deben haberse disipado: una luminosidad brillante se esparce sobre el lugar. Cada detalle refulge con colores propios. La falta de relieve se compensa por la variedad de matices, todos definidos, aunque de una tonalidad crepuscular. Colinas cubiertas de césped y densos bosques, con cumbres azulinas, se extienden subiendo hacia lontananza. Allá, una franja de neblina separa la tierra del cielo. Una brisa tibia, algo enervante, sopla sobre mi cara. Proviene de los cerros, salpicados de flores, y acarrea olor a tierra húmeda y a vegetación. Levanto los ojos.

Un colosal mapamundi flota en el espacio. Una esfera que abarca todo el cielo, con sus detalles nítidos y en relieve. Retrocedo, fascinado. Simétricos canales, playas, lagos y ríos. Grandes continentes con zonas verdes y marrones. Creo notar que el cielo oscila, que de un momento a otro se precipitará sobre mí con su mole multicolor: me dejo caer en el pasto, sin poder separar los ojos del otro mundo.

—¿Y esto es obra de la naturaleza? Una esfera hueca…

La naturaleza es amiga de las formas redondas, puntualiza L. Todos los planetas son esferas casi perfectas. ¿Por qué no habrían de ser huecas? Observo el techo: no se apoya en columnas ni en murallas. Podría caerse y aplastarnos como hormigas. Pero no. Somos nosotros los que estamos cabeza abajo. Cierro los ojos, tratando de eludir el vértigo.

—¿Vive gente allí?

Por toda respuesta saca un binocular y me lo alarga.

—Mire allí donde los canales se juntan, al lado de la zona amarilla.

Siguiendo las instrucciones de L. enfoco el canal. ¡Una vasta extensión de agua, con un oleaje oceánico, se precipita sobre mí! Es tan vívida la sensación, que suelto los anteojos y me echo para atrás.

—¿Qué le pasa? Continúe. Acuérdese que será un vigía. Todo cuanto ve nada tiene de sobrenatural. La gravedad actúa sobre la cara interna de la tierra y llega hasta la mitad del espacio que nos separa del segundo planeta; después, actúa su fuerza de atracción. Es decir, si estuviéramos allá, veríamos estos territorios sobre nuestras cabezas. Mire de nuevo.

Existirán leyes que explican todo, pero la realidad es una: en el cielo hay playas, continentes de contornos simétricos y espesas selvas. Paulatinamente me dejo fascinar por la maravilla. Recorro el nuevo mundo hasta llegar a una playa. Los techos de una población se proyectan hacia mí: sus calles, sus jardines, una plaza central y hombres. ¡Sí, gente que camina cabeza abajo, como moscas en el techo! Hombres y mujeres entran y salen de las casas sin percatarse de «su» precaria posición.

Tal es la potencia del prismático que, a pesar de los mil kilómetros de distancia, las figuras están al alcance de mi mano. Sigo mirando: desfilan regiones cubiertas de nubes, que se desplazan con suavidad. Hasta ese instante, mi atención estuvo concentrada en los territorios más próximos, o sea, en la parte inferior del hemisferio. Desvío el binocular hacia la zona donde la superficie de nuestro planeta, en franca ascensión, se une al techo en una franja brumosa.

—¿Es idea mía o «eso» se mueve muy rápido?

—Así parece. Pero lo que ocurre es que ambos planetas giran en sentido opuesto en torno a un eje común. De lo contrario no notaríamos ningún movimiento.

—¿Y se puede ir hasta allá? —En mi ofuscación, me había olvidado del pueblo recién visto.

—Fácilmente, X. ¡Pronto haremos el viaje! Y usted disfrutará de una emoción única: hacer un viaje interplanetario sin salir de la Tierra.

Lo miro incrédulo.

—¿Significa que ustedes controlan ambos planetas?

Asiente.

—¡Dos mundos! Es un territorio inmenso.

Casi el doble de la Tierra. La región es fértil y rica en minerales de toda clase. Y la luz posee cualidades superiores a la del sol en muchos aspectos. La atmósfera es de una composición especial: emanaciones desconocidas la saturan. Aquí se vive en las entrañas de la Madre, como el niño que crece y se desarrolla en el vientre materno, rodeado de óptimas condiciones. La naturaleza se ha esmerado en dotar a la subtierra de toda clase de cualidades, con las cuales suple ventajosamente las condiciones de la superficie externa.

Absorto en la contemplación del cielo, escucho sus palabras como algo lejano. Más allá de la atmósfera, hay un vacío sin meteoritos ni rayos cósmicos. Otras fuerzas actúan en él. Energías vitales, que simplifican las actividades humanas. Por mucho rato me quedo en silencio, recorriendo el techo con el prismático, atestada la mente con un millar de interrogantes. Habría podido permanecer así durante horas, la cabeza hundida en el pasto, sumergido en un éxtasis, gozando de la vertiginosa emoción de contemplar un mundo al revés.

—¿Sabe, L.? ¡Cualquiera supondría que un mundo subterráneo es en todo opuesto al otro!

Oscuro, habitado por seres sombríos, por una forma de vida distinta. ¿No encuentra extraño que, habiendo tanto espacio disponible, la naturaleza haya construido estos mundos? ¿Con qué objeto?

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