—Yo, en su caso, me habría puesto instintivamente en guardia por lo del hipotético «parecido con un amigo suyo…» —Su voz, impasible como siempre, encierra una pequeña ironía. Creí notarla, al menos.
—¿Por qué habría de ser «hipotético»?
—Porque no me constaba que existiera tal semejanza ni menos tal amigo.
—¡Es que usted no se pone en mi caso! No sé cómo explicarle…
—¡Entiendo perfectamente qué me quiere decir! —me interrumpe con brusquedad—. Uno, como simple observador de un hecho externo, lo juzga desde un plano subjetivo. ¡Yo lo habría hecho de tal modo o del otro! Pero, inconscientemente, uno se encuentra en una posición falsa, ya que, con toda probabilidad, jamás pudo llegar a ser el protagonista de tal hecho. Como la mujer que dice muy convencida: «¡Nunca me casaría con el Aga Khan…!»
Es convincente L. Por primera vez me llega la advertencia de estar viviendo una situación extraña.
—¿Cómo se llama esta clínica?
Si el brusco giro dado a nuestro diálogo le produce el efecto de un balde de agua fría, queda de manifiesta su perfecta impermeabilidad. ¡Ni una arruga asoma a su rostro!
—Clínica Polaca. La verdad de las cosas es que es nueva. Fernando Mendes la conocía, y por eso lo envió para acá.
Podría ser, pienso. La reflexión queda bailando en mi cabeza. Clínica Polaca… Conocida por Fernando Mendes.
—En un caso semejante al suyo habría encontrado sospechosas las intenciones del señor Mendes
—comenta L., siempre serio—. ¿Qué sabía de él, del origen de su fortuna, de sus relaciones en otros países, de su pasado? ¿Quién era yo para que, de la noche a la mañana, me pusiera sobre muchos hombres de vasta experiencia, a dirigir una empresa fabulosa… ?
¿No era un simple empleado de Acomsa, uno de los menos importantes, sin conocimientos especiales en el comercio? ¿Quién era Fernando Mendes? ¿Fue mi semejanza con alguien la que lo impulsó a buscar mi amistad? ¿Existían otras razones de por medio…?
—¡No lo sé…! —digo, cansado—. ¡No sé nada!
L., luego de dar el impulso inicial a las interrogantes y lanzarlas en mi conciencia, seguía su trayectoria.
—¿Quién es usted, L.?
—Ayudante del doctor D.
—¿Quién es Fernando Mendes? ¿Lo conoce usted?
—Sí, algo. Es un hombre muy inteligente, que se metió en un gran lío por culpa de su ambición.
—¿Qué intenciones tenía conmigo?
—Utilizarlo para una habilidosa maquinación, con la cual despistó en forma casi definitiva a sus enemigos. En lo que respecta a su seguridad personal, puede prescindirse del «casi». Pero no respecto a lo que dio a sus adversarios. ¡En resumen, consiguió plenamente lo que quería!
Bruscamente me posee el sueño. Apenas oigo las últimas palabras de L. Dándose cuenta de la situación, deja de hablar. Devuelve la silla a su sitio y apaga la luz. La habitación no queda a oscuras. Una luminosidad tenue, que parece emanar del techo, permite vislumbrar los objetos.
Entreveo la figura de L. cuando se retira.
De nuevo tengo cierta conciencia de estar flotando, movido por una brisa. Me rodea la noche, y detrás de un velo espectral, las estrellas (¿serán estrellas?) me contemplan. A veces parecen transformarse en ojos que hacen guiños sombríos. Otras, se reducen a puntos microscópicos, paulatinamente, como si empezaran a alejarse de mí. Aumenta su velocidad. Yo, inmovilizado, me siento invadido por la soledad.
Pero regresan las estrellas. Se aproximan, y antes de definirse en estrellas u ojos, el velo las diluye. Mi soledad se acentúa. Sigo navegando en la noche, tranquilo, sintiendo, sin embargo, el secreto temor que aquello no podrá durar eternamente. Es como estar tendido en el agua, arrastrado muellemente por el flujo, presintiendo que, en cualquier instante, la corriente nos puede impulsar hacia una catarata. No es sino el presentimiento de algo que puede acontecer en el próximo segundo, en el minuto próximo, en las horas próximas. Quizá nunca.
La atmósfera se hace más y más enervante. Siento las ideas agazapadas, tratando de eludirme: están al acecho, ocultas a medias, materializadas en cuerpecitos informes que cuchichean…
La noche se cierra y me rodea.
Un diálogo en idioma extranjero. Dos personas conversan en voz baja, al lado de mi cama. Una es L. La otra, un viejo de mirada dura, ganchuda la nariz y labios crueles. Sus ojos verdes son la frialdad misma. Es alto, flaco: su presencia me inspira una inmediata antipatía.
Me he recuperado bastante, aunque sigo poseído por una gran abulia.
—Éste es el doctor D. —me explica L.—. No habla castellano.
Dice algo en su curioso idioma el viejo —en polaco, de seguro—, observándonos alternativamente.
—Opina el doctor que usted está fuera de peligro. No obstante, estima que deberá guardar cama por varios días más.
Pregunto, entonces, si puedo hablar con alguno de mis conocidos.
—El doctor considera que usted no debe conversar con nadie todavía. Debe tener un poco de paciencia.
Un poco de paciencia. Por lo visto, he nacido para acostumbrarme a tener paciencia. Siempre, desde mi niñez, oí aquel consejo: es preciso tener paciencia. El instinto me dice que, de ahora en adelante, podré tenerla. Algo ha terminado para mí. ¿Qué? ¿Por qué?
Contemplo a mis interlocutores. Me parecen tan lejanos y tan extraños a cualquier cosa que, de repente, se me ocurre estar en el otro mundo. ¿Me habré salvado realmente de la famosa intoxicación? ¿Qué significa esta Clínica Polaca, silenciosa como la nada y con esas paredes plásticas? ¿Pertenece todo esto al mundo de los vivos?
Recuerdo a mi madre, y su imagen me hace experimentar una pequeña reacción. Pregunto por ella.
—Está muy bien —contesta L.—. Hemos preferido no contarle nada de su accidente, para no ponerla nerviosa.
Me mira el viejo, perforándome con sus ojos. Dice un par de palabras a L., y, sin despedirse, se retira. No oigo el ruido de sus pasos: el piso debe ser de goma.
La imagen de mi madre se repliega en la oscuridad, pero permanece alerta en el fondo de mi cerebro, como una figura sin contornos.
L. acerca la silla y se instala a mi lado.
—De modo que Fernando Mendes… —empiezo—. Cuénteme más sobre él.
Como de costumbre, L. fue al grano de inmediato. Nada de circunloquios previos.
—Era un tipo demasiado brillante que, como todos los de su especie, se ofuscó en su propio brillo y perdió el sentido de las proporciones. Descubierto a tiempo, planeó su fuga y desapareció.
Alcanzó a llevarse algunos cientos de millones.
—¿De Brasil?
—No, de Polonia. No era brasileño —L. no es persona que gesticule al hablar. Quizá sea su falta de mímica la causa de su extraño aspecto—. Pero vivió en Brasil, donde se fabricó la personalidad de Fernando Mendes. Después partió para Chile. Su verdadero nombre polaco es X.
X., ¿nombre polaco? L., D., ¿polacos también? Algún nombre polaco conocía yo, pero no era ninguno de aquellos.
—¿Dónde estamos, L.?
—En Polonia.
Así, con naturalidad. También mi pregunta fue hecha en el mismo tono. Me quedo tranquilo, escuchando el silencio reflejado por las paredes. La réplica de L. permanece flotando; penetra una y otra vez en mi cerebro, se pasea por sus vericuetos y va, por último, a materializarse junto a la figura de mi madre.
En Polonia. ¿Qué sé yo de Polonia? La conocía de nombre. Asimismo, sé que está muy lejos de Chile: que se halla en Europa. Y pare de contar.
—Cuando se descubrió la fuga de X., nuestras autoridades enviaron agentes en su persecución.
Trabajaba en un laboratorio y necesitábamos averiguar si, además del dinero, se había llevado algún importante secreto.
Por razones que «más adelante me explicaría», existía un plazo máximo de tres meses para atraparlo. Pasado dicho lapso, la captura se tornaba imposible. Todo cuanto necesitaba X. era despistar a sus perseguidores por noventa días: y se salvaba. Cuando los polacos empezaban a perder las esperanzas de hallarlo, recibieron una información desde Chile.
—Nuestros hombres localizaron a dos personas de conducta sospechosa. Faltaban sólo siete días para cumplirse el plazo. Sin atreverse a proceder por miedo a equivocarse, enviaron una fotografía que, disimuladamente, tomaron a uno de los sospechoso. ¡Ésta es!
Me alargó un rectángulo de plástico. ¡Allí estaba yo, en colores!
—En cuanto llegó a nuestras manos, yo mismo, luego de introducir algunas modificaciones en una foto de X., obtuve el siguiente resultado.
—También soy yo —balbuceo, examinando la nueva foto.
Éramos iguales, aunque el otro aparentaba más edad que yo. Debería tener unos treinta años.
—Y aquí tiene usted al verdadero X.
El hombre de la nueva reproducción en nada se parecía a mí. Muy rubio, su piel blanca contrastaba con la mía, que es ligeramente morena.
—¡No entiendo nada…!
—Muy sencillo: X. nos hizo creer que se había disfrazado de usted, Hernán Varela. Es decir, eligió una persona en apariencia distinta a él, pero que podía ser él disfrazado. A su vez, X. modificó su aspecto en forma muy burda: se dejó barba, se tiñó el pelo, y usó anteojos ahumados.
—¡Es…, lo más fantástico que he oído! Pero, ¿qué otras razones tuvieron ustedes para creer que yo era X.? ¿A sus agentes no se les ocurrió informarse sobre mi pasado, sobre mis actividades?
Se impacienta L.
—¡No somos tan ingenuos! Nos enteramos que usted, de ser un desconocido, pasó de la noche a la mañana a convertirse en el representante de un magnate brasileño. Y aquel millonario, que necesariamente debía ser X., se hace humo de repente. ¿Era sutilizar demasiado el suponer que Mendes, luego de esconder al anónimo señor Varela, se hubiese hecho pasar por él, representando la farsa de haber nombrado a un apoderado de sus intereses?
Hundida la cabeza en la almohada, observo el cielo levemente luminoso. Columbro que el error de los polacos es más trascendental de lo insinuado por L. hasta ese momento.
Pero un enigma se aclara. Aquella sensación que me produjera Mendes de haberlo visto antes, en alguna parte. ¿Y cómo no? Le había visto mil veces en el espejo al afeitarme. Cuán elemental todo: Mendes se parecía a mí. ¡Daba risa! Me abordó con el pretexto de encontrarme idéntico a uno de sus mejores amigos: él mismo.
—¡Y llegamos al momento de la captura! —prosigue L., los ojos brillantes—. Hernán Varela decide llevarse una mujer a su departamento. ¡Y allí lo atrapan nuestros agentes! Se le mete en un auto, se le conduce a un aeródromo particular, y Hernán Varela, X. para nosotros, llega a Polonia.
Simple, ¿no es cierto?
¡De una simplicidad infantil! Imagino a Mendes o X., muerto de la risa al ver cómo sus ingeniosos perseguidores, engañados por su aún más ingeniosa treta, partían con el imbécil de Varela a cuestas, de regreso a casita. ¿Y después? El desenlace fluye nítido, aun para mi atontado magín: se ha cumplido el plazo fatal, los agentes vuelven con su prisionero, y Mendes, ahora Hernán Varela en definitiva, se hace cargo de sus negocios como absoluto representante de sí mismo. ¡El único idiota de toda esta historia soy yo!
—Y como usted le presentó a su familia, él, consumado actor, estará en condiciones de suplantarlo con facilidad.
Olvidaba aquella parte. Yo le había presentado a mi madre y a mi hermana. Comprendía ahora el porqué del gran afecto que le despertara mi gente. Su deseo de invitarlos a almorzar, de atenderlos, para así poder sonsacarles innumerables «datos» respecto a mi modo de ser, mis gustos, mis aficiones, etc., con el sencillo recurso de plantearle a mi madre cualquier tema relativo a mi persona.
—¿Qué hora es? —inquiero, con debilidad.
Descubre su reloj cromado, con un amplio gesto.
—Las tres y treinta y siete minutos de la tarde.
—¡Las tres de la tarde! —Me enderezo y lanzo una mirada a las paredes—. L., ¿por qué no tiene ventanas la pieza?
—Nos hallamos a varios metros bajo tierra. A eso se debe, también, el silencio de la clínica.
—¿Y por qué me trajeron aquí?
Presentía la respuesta. La sensación de estar caminando en una cuerda floja me agudiza el instinto.
—Hace poco rato le dije que X. trabajaba en un centro de experimentación. Estamos en la enfermería. —Hace una breve pausa, sin dejar de mirarme—. Y ahora usted es X.
Como para dar énfasis a su aseveración, se escucha el extraordinario campanazo, cuyas ondas todo lo traspasan. Hasta la última de mis células vibra con él. Una campana o un gong, no sabría precisar cuál de los dos, que de súbito estallara en el fondo del mar. Un sonido sobrenatural, que revienta de pronto y permanece tremolando durante varios segundos, disolviéndose suavemente en la atmósfera, como un espectro. Proviene de todas partes, y, por un instante creo que ha restallado dentro de mí. Un escalofrío me recorre de pies a cabeza.
—¿Qué…, qué fue eso? —tartamudeo—. ¡No me va a decir que no lo ha oído esta vez!
La expresión de L. se endurece.
—Es un reloj electrónico, de gran potencia, que señala la hora una vez al día con esa campanada.
—¿Por qué no me lo explicó antes?
—Porque necesitaba contarle que estábamos en un laboratorio de Polonia.
Un reloj electrónico de gran potencia. Si le dijera a L. que, a mi juicio, no hay nada en el mundo capaz de producir ese ruido, por muy electrónico que sea, quedaría como ignorante. ¿Cuál es mi verdadera situación? Porque hay una cosa cierta: no soy el Hernán Varela de antes. Pero algo me estaba diciendo L. cuando resonó la campanada.
—¿Qué significa eso que ahora soy X., L.?
Suspira. Un temblorcillo en las aletas nasales. Eso es todo.
—¡Muy sencillo! Se ha producido una doble sustitución: X. es hoy día Hernán Varela, y Hernán Varela es y tendrá que ser, por un tiempo al menos, X. ¿Entiende? —Se nota una reprimida excitación en su voz. Además, creo percibir un cierto tono de amenaza—. Hemos cometido un error al traerlo para acá. ¡Pero ya es tarde para dar explicaciones! Por eso solicitamos su cooperación.
—¿Quiénes son ustedes, y por qué solicitan mi cooperación?
—El profesor D., el vigía Mh., y yo. Hemos dicho que X., como resultado de un accidente, ha sufrido un serio trastorno mental y que, por un tiempo, permanecerá en observación.
—¿Y cómo van a explicar el cambio de cara?