El portazo fue de los que hacen época. El sargento miró al agente. El agente miró al sargento.
—¡Mujeres! —exclamó el sargento.
—¡Mujeres! —asintió su compañero.
—¡No hay quien pueda con ellas! —dijo el sargento.
—Bueno, sí… —dijo Bill—, a veces. Pero para ello has de ser tú también una mujer, y lista, muy lista…, como yo. Mira esto, Joe —añadió tendiéndole el cheque.
Joe lo miró con apatía, pero al punto tartamudeó:
—¡Bill! ¡Cielo santo, Bill!
Bill le golpeó cariñosamente en el pecho.
—¡La mujer de fiar! —dijo—. ¿Por dónde se fue Smedley? Quiero cantarle cuatro verdades.
La casa de Lulabelle Mahaffys, cuyos jardines cuidaba el caballero mexicano con quien había ido a conferenciar Smedley, se hallaba a unos doscientos metros de la de Carmen Flores, bajando por la carretera, por lo que Bill no tardó mucho en cubrir la distancia. Acababa de llegar frente a la verja, cuando vio salir a Smedley, que se puso a caminar hacia ella. Venía silbando y la viveza de su andar era reveladora de la paz de su espíritu.
—¿Y qué? —le preguntó—. ¿Has hablado con él?
—¡Ah, hola, Bill! —respondió Smedley—. No, no estaba en casa. Hoy es su día libre. Pero no importa. Volvía para pedirte que me prestaras tu cacharro. Quiero ir a ver a los de la Colossal-Exquisite. ¡Dios bendito! —exclamó, dirigiendo una mirada aprobadora al cielo azul—, ¡qué espléndido día!
—Lo será para ti.
Smedley no era hombre de percepciones rápidas, pero aun así fue capaz de advertir que aquella mañana que le había traído tanta felicidad había sido más tacaña con otros. Recordó ahora, cosa a la que antes había prestado escasa atención, que su sobrina Kay y aquel joven llamado Davenport habían dado algunas muestras de aflicción espiritual cuando hablaban con él.
—¿Qué eran todas aquellas tonterías que mencionó el joven Davenport acerca de una agencia literaria? —preguntó—. Parecía muy nervioso, pero yo tenía demasiadas cosas en la cabeza para escucharle.
—Joe y yo estamos pensando comprar una.
—¿Tú? ¿Estás metida en esto también?
—Precisamente. Te lo explicamos antes con todo detalle. Pero estabas como el público de una matinal de los miércoles, Smedley… Te perdiste lo mejor.
Smedley soltó un resoplido…, de remordimiento sin duda.
—En fin… Lo siento, Bill.
—No te preocupes.
—Pero una mujer sensata como tú tiene que comprender mi situación. No puedo permitirme poner dinero en agencias literarias.
—¿Prefieres algo más seguro y conservador, como financiar espectáculos en Broadway?
—En eso es donde hay pasta gansa —dijo Smedley, a la defensiva—. ¿Cuánto crees que habría ganado quien hubiera invertido en
Oklahoma
?
—O en
South Pacific
.
—O en
Arsénico por compasión
.
—O en
Por favor, señoras
—dijo Bill, mencionando el pequeño bodrio adaptado del francés que le había valido la pérdida de sus últimos miles de dólares.
Smedley se sonrojó. No le gustaba que le recordaran
Por favor, señoras
.
—Aquello fue un desgraciado accidente.
—¿Así lo llamas?
—No puede volver a ocurrir. Ahora emprenderé el negocio con un tesoro de experiencia y con mucha madurez de criterio.
—¿Madurez de criterio, dices?
—Madurez de criterio.
—Entiendo. Madurez de criterio. Que Dios te bendiga, Smedley —dijo Bill, dedicándole la mirada de ternura con que una madre mira a su hijo memo. La invadía de nuevo el sentimiento de que era un crimen dejar suelto a aquel viejo amigo, sin que la mano de una mujer lo guiara. Tal vez en algún lugar de América hubiera un cabezota mayor que este del que llevaba tanto tiempo enamorada, pero sería una tarea sumamente difícil tratar de encontrarlo.
Un claxon sonó a sus espaldas. Si es posible que una bocina suene respetuosa y deferentemente, ésta lo hizo. Se volvieron a tiempo de ver aproximarse un elegante deportivo, al volante del cual iba Phipps. Ha de ser muy pobre un mayordomo de Beverly Hills para no disponer de un coche deportivo propio.
Se detuvo a su altura, y Bill observó que llevaba unas maletas en el asiento. Todo daba a entender que Phipps se mudaba.
—¿Qué tal, mi brillante y resuelto amigo? —le saludó—. ¿Se va usted?
—Sí, señora.
—¿Un cambio a mejor?
—En efecto, señora.
—Más bien repentino, ¿no?
—Sí, señora. En rigor, el desempeño de mi cargo no debía haber expirado hasta pasado mañana; pero hace un rato tuve ocasión de encontrarme con mistress Cork, que expresó su deseo de que acortara mi estancia en la casa.
—¿Le dijo que se fuera?
—Ese fue sustancialmente el contenido de sus palabras, señora. Mistress Cork parecía algo nerviosa.
—Ya le dije que había sufrido una gran pérdida.
—Sí, señora.
—O sea que… ¿esto es un adiós?
—Sí, señora.
Bill se llevó la mano a los ojos.
—Bien, ha sido un placer volver a verle.
—Muchas gracias, señora.
—Voy a decir algo en su favor, amigo Phipps: con usted cerca, no hay riesgo de aburrirse. Nos despedimos sin resentimientos, espero…
—¿Señora?
—Por lo del diario.
—¡Oh, no, señora! Ningún resentimiento por eso.
—Me alegra ver que se lo toma con esa amplitud de miras.
—Me resulta más fácil hacerlo, señora, porque el librito que entregué a míster Smedley al término de nuestra reciente conversación no era el diario de la difunta miss Flores.
Smedley, que había estado observando la escena con gesto adusto desde media distancia, como sin querer darse por enterado de la presencia de aquel a quien consideraba y consideraría siempre una víbora de la peor calaña, depuso en el acto su actitud lejana y displicente. Posó su vista en el mayordomo, con los ojos desorbitados, como de costumbre en él cuando algo lo turbaba profundamente.
—¡Cómo!
—No, señor.
—¡Pero qué dice usted!
—Se trata de un librito que me permití la libertad de tomar prestado de la cocinera, señor.
—¡Pero si está escrito en español!
—Pienso que advertirá fácilmente que no está escrito en español, si lo examina usted, señor.
Smedley sacó el libro del bolsillo, le echó un vistazo rápido y adoptó una expresión triunfal.
—¡Español!
—Está usted confundido, señor.
—¡Maldita sea, hombre! ¡Véalo usted mismo!
Phipps tomó el libro con su habitual servicialidad.
—En efecto, señor. El equivocado era yo. —Se metió el libro en el bolsillo—. Tiene usted toda la razón: es español. Buenos días, señor. Buenos días, señora.
Y pisó a fondo el acelerador.
—¡Eh! —gritó Smedley.
Pero no hubo respuesta. Phipps había dicho ya su última palabra. El deportivo ganó velocidad. Volvía ya el recodo tras el que estaba la amplia carretera que conduce a Beverly Hills. Como un maravilloso sueño que se desvanece al alborear, James Phipps había salido de sus vidas.
Cuán dura se le hacía a Smedley aquella desaparición quedó patente en su actitud. No exclamó, en realidad «¡Quédate y no te desvanezcas, sueño!», pero estas palabras estuvieron implícitas en sus actos. Emprendiendo un desmañado galope, salió en su persecución. Pero esos elegantes deportivos son muy difíciles de atrapar, en especial si eres un individuo de mediana edad y hábitos sedentarios. Si Smedley hubiera sido capaz de correr los cuatrocientos metros lisos en cuarenta y nueve segundos, habría podido hacer algo; pero su especialidad eran los diez metros, y tampoco era demasiado bueno en esa distancia.
Al final regresó a donde estaba Bill, jadeando y pasándose el pañuelo por la sudorosa frente, y Bill se lo quedó mirando con sincero asombro.
—Si no lo hubiera visto con mis propios ojos —dijo—, jamás lo habría creído. Se lo diste tú. Se lo pusiste en la mano. No podías haber hecho más, ni que se lo hubieras servido con cebollitas en bandeja de plata.
Smedley acusó el sarcasmo.
—Bueno… ¿Cómo podía saber yo que iba a…?
—¡Claro que no podías! —exclamó Bill—. Después de que ayer te pasó exactamente lo mismo con Adela, ¿cómo se te podía ocurrir semejante cosa? ¿Y qué motivos tenías para sospechar que un hombre como Phipps fuera a hacerte algo mínimamente parecido a una mala faena? Todos tus tratos con él debían de haberte dejado muy claro que es un alma sin tacha, un paradigma de la rectitud. Honradamente, Smedley, me parece que debieras estar en alguna especie de manicomio…
—Bueno, yo…
—… o casarte —sentenció Bill.
Smedley se estremeció como si aquellas dos simples palabras hubieran sido un par de arpones clavados en sus temblorosas carnes. Miró aprensivamente a Bill, y no le gustó nada la expresión decidida que intuyó en su rostro.
—Sí —prosiguió Bill—, eso es lo que necesitas: el matrimonio. Te hace falta alguien que vele por ti y te proteja del mundo. Y, por una afortunada casualidad, conozco a la mujer capaz de hacerlo. Mira, Smedley… Llevo veinte años chiflada por ti…, Dios sabrá por qué…
—Bill…, ¡por favor!
—Y, si no te has dado cuenta, es probablemente porque te ha engañado el hecho de que jamás te he revelado mi amor, sino que he permitido que el disimulo royera como una polilla mis mejillas de seda. He languidecido en espíritu, y con las galas verdes y amarillas de la melancolía…
—No, Bill, no sigas…
—… he permanecido sentada como la Paciencia en un monumento, sonriendo en mi pena. Pero eso se ha acabado ya y, como Adela, no estoy dispuesta a tolerar más tonterías. No puedo ofrecerte lujos, Smedley. Todo cuanto tengo para poner a tus pies es una agencia literaria que Adela respalda por la friolera de treinta mil dólares.
Smedley no había creído que hubiera algo capaz de apartar su mente de aquella abominable visión del matrimonio que las palabras de Bill evocaban, pero esto lo hizo.
—¿Adela? —exclamó con asombro—. ¿Que te ha dado treinta mil dólares?
—Con una alegre sonrisa y una palmada de satisfacción en la espalda. Mañana mismo Joe y yo nos vamos a Nueva York para poner manos a la obra. Será un trabajo duro, por supuesto, y sería estupendo tenerte a nuestro lado haciendo tu parte. Porque estoy convencida de que en una agencia literaria encontrarías tu puesto, Smedley. Tienes una presencia que impresionaría a los autores. Te imagino concediéndoles cinco minutos de tu tiempo. Y a los editores, también. Esa actitud tuya de emperador romano los dejaría helados. En fin… Ya comprendo que dudes… Te cuesta renunciar a tu vida de lujo bajo el techo de Adela, con ríos de yogur a tu disposición y Adela siempre a mano para mantener una estimulante charla… Por cierto, que no sé cómo os vais a llevar ahora Adela y tú. Después de todo lo que ha ocurrido, tal vez esté un poquito disgustada contigo. Y, cuando Adela está disgustada con alguien…, se le nota.
Smedley palideció.
—¡Oh, cielos!
—Sí, puede ser que, a fin de cuentas, esas charlas con ella no sean tan estimulantes. Harías mejor en casarte conmigo, Smedley.
—Pero, Bill…
—Estoy pensando sólo en tu propio bien.
—Pero, Bill… Matrimonio…
—¿Qué hay de malo en el matrimonio? Es estupendo. Mira, si no, todos esos hombres que, una vez probado, les gustó tanto que ya no pudieron parar y siguieron casándose y casándose. Fíjate en Brigham Young, el de los mormones. Fíjate en Enrique VIII… En el rey Salomón. Esos tipos sabían lo que se hacían.
Desde la profundidad de la noche que lo envolvía, negra como boca de lobo, brilló para Smedley un débil rayito de luz. Y algo parecido a una esperanza amaneció en él. Estaba sopesando lo que Bill acababa de decirle.
Brigham Young…, Enrique VIII…, el rey Salomón… Tipos, todos ellos, sensatos, de los que podía fiarse. Y les gustó casarse, hasta el punto de convertirlo en un hobby, como muy bien había dicho Bill. ¿No podría ser esto una prueba —pensó Smedley— de que el matrimonio no era, como solía decirse, un destino peor que la muerte, sino algo que tenía también sus ventajas?
Bill vio cómo se le iluminaba la cara. Lo agarró del brazo y le dio un achuchón.
—¿Quieres, Smedley —preguntó—, tomar por esposa a Wilhelmina?
—Sí, quiero —respondió Smedley en voz baja pero firme.
Bill lo besó con ternura.
—¡Es mi hombre! —exclamó—. Esta misma tarde tomaremos mi coche y empezaremos a derrochar dinero en curas.
F I N
PELHAM GRENVILLE WODEHOUSE fue un escritor humorístico inglés que nació en Guilford, Surrey, el 15 de octubre de 1881 y que falleció en Southampton, Nueva York, el 14 de febrero de 1975. El tercero de cuatro hermanos, pasó su infancia en Hong Kong, a donde fue destinado su padre como magistrado. Ya de regreso en Inglaterra, estudió en la Universidad de Dulwich y trabajó como banquero en Londres en el Banco de Hong Kong y de Shanghai. En 1903 comenzó a colaborar con el periódico
London Globe
como columnista, lo que le confirió la suficiente fama como para granjearse otros puestos con diversas publicaciones europeas y estadounidenses, pero no alcanzó verdadera notoriedad hasta que apareció su novela
El inimitable Jeeves
, en 1924. Al estallar la Segunda Guerra Mundial, fue detenido por soldados alemanes mientras residía en Francia, y fue prisionero un corto tiempo en Berlín, hasta que fue liberado en 1941; durante su captura se emitieron varios relatos suyos por la radio alemana, lo que llevó a acusaciones contra su persona de colaborar con el nazismo. Con el fin de la guerra, se trasladó a Estados Unidos, donde residió el resto de su vida y donde alcanzó gran popularidad no sólo por sus novelas sino también por sus comedias musicales. Fue nombrado Caballero del Imperio Británico cuando ya contaba con 93 años de edad.