Se marchó. Joe y Kay, tras un instante de silenciosa estupefacción, volvieron a la vida y corrieron tras él. Sus voces se perdieron en el jardín, y Bill fue a tomar asiento frente al dictáfono.
—«¡Ah, Hollywood, Hollywood…! ¡Escenario de efímeras glorias, tachonadas de fracasos, donde el fuego inextinguible quema la alas extendidas de las cándidas mariposas…, cuyas calles se riegan con las tímidas lágrimas de doncellas burladas…!».
Levantó la vista al oír que se abría la puerta.
—¡Ah, Adela! —saludó cordialmente—. Ya me pareció que eras tú. Me alegra muchísimo verte.
La apariencia de Adela era más formidable que de costumbre, y en su voz, cuando habló finalmente, después de haber fulminado a Bill con una mirada asesina, vibraban toda suerte de emociones violentas.
—Conque estás aquí, Wilhelmina…
Hacía falta algo más que una voz vibrante para acobardar a Bill. Asintió con lo que a su hermana le pareció una campechanía insufrible.
—Sí, aquí me tienes, trabajando como siempre. Estaba precisamente grabando tus opiniones acerca de Hollywood cuando los de la Bioscope no quisieron darte trabajo.
Los ojos de Adela seguían despidiendo funestas miradas.
—Deja en paz mis opiniones acerca de Hollywood. Quiero tener unas palabras contigo, Wilhelmina.
—Mil, si quieres.
—Cinco bastarán. Wilhelmina, ¿dónde está el diario?
Bill arrugó la frente.
—¿El diario? ¿Qué diario? —De pronto se le iluminó el rostro—. ¡Ah! ¿Te refieres a ese que le guardabas a Smedley? ¿No está en tu caja fuerte?
—Sabes muy bien que no está en mi caja fuerte.
—Creí que lo habías guardado dentro.
—Lo hice, pero ya no está. Tienes dos minutos para devolvérmelo.
—¿Yo?
—Porque después me lavaré las manos sobre el asunto y dejaré que la ley siga su curso.
Bill la detuvo con un ademán.
—Aguarda. Lo tengo en la punta de la lengua. Sí, ya sabía yo que esa frase me resultaba familiar. Es una frase de tu película
Pecadoras de lujo
, ¿te acuerdas? Cuando entrabas y te encontrabas a tu hermana robando la caja.
—Como anoche.
—No te entiendo.
Tanto reprimir emociones era excesivo para la pobre Adela. Agarró una copa de cóctel y, en un arranque apasionado, la arrojó contra la pared.
—¡Maldita sea tu estampa! —exclamó—. ¿Quieres que te lo diga más claro? Pues te lo diré. Tú has robado el diario.
—¿Quién? ¿Yo?
Hubo una pausa. Bill tomó, también ella, una copa de cóctel, pero con el propósito de hacer con ella algo más práctico que su hermana. Hizo sonar el agitador con expectante deleite. Ningún otro sonido alteró el silencio. Adela no paraba de apretar y abrir los puños, y sus ojos eran puro hielo. Alfred Cork, su difunto marido, al encontrarla de ese humor cierta mañana después de haber pasado toda la noche fuera de casa jugando al póquer, la vio de lejos y salió disparado a Ciudad de México sin entretenerse en hacer las maletas. Pero aquella misma actitud suya no pareció ejercer una impresión tan pronunciada sobre Bill, puesto que ésta se limitó a llenar la copa y bebió su contenido ambarino con un suspiro de satisfacción.
—¿Y bien? —insistió Adela—. ¿Tendrás la desfachatez de negarlo?
Bill estaba disfrutando con la escena. Volvió a llenar su copa en silencioso tributo de gratitud al ausente Phipps. Porque Jimmy Phipps podía ser el pájaro más escurridizo que jamás hubiera respirado los aires puros de Beverly Hills, con un código moral que pudiera provocar comentarios en el propio Alcatraz, pero sabía preparar cócteles.
—Pero Adela, querida…, yo no sé abrir una caja fuerte.
—Tienes amigos capaces de hacerlo. Ya sabemos que te codeas con la escoria de la tierra, con tipos sin ninguna clase de escrúpulos.
—El único amigo mío que estaba aquí anoche era Joe Davenport, y difícilmente puede pasar por sospechoso de robar cajas de caudales. Sería igual que sospechar del mismísimo Phipps. No… —dijo Bill, sorbiendo reverentemente la obra maestra del mayordomo—. Para mí que ha sido un trabajo hecho desde fuera.
—¡Un trabajo desde fuera!
—Exactamente. Probablemente obra de alguna banda internacional. ¡Muy listas estas bandas internacionales! ¿Te apetece un cóctel?
—¡No quiero un cóctel!
—Pues te estás perdiendo algo bueno de veras. Lo contrario de esa banda internacional.
El respeto de Bill hacia Phipps iba en aumento. Aquel hombre parecía tenerlo todo. No sólo sabía preparar perfectamente un martini, sino que, a la hora de pintar a alguien con palabras, no tenía rival. Había descrito a Adela como una tostada con queso a punto de alcanzar la temperatura de derretimiento, y eso era justamente a lo que se parecía Adela en aquel instante: a una tostada con queso en ese instante crítico de su elaboración. En momentos de crisis, a Smedley le temblaban todos los miembros, pero los de Adela Shannon Cork se llevaban ahora la palma.
—¿Pretendes que me crea —dijo Adela, tras sobreponerse a su agitación interior— que es una simple coincidencia que hayan robado mi caja de caudales precisamente la noche en que estaba guardado dentro el diario?
—Pura coincidencia, sí.
—Una coincidencia demasiado oportuna.
—Y yo diría también que muy desafortunada… para ti.
Adela se sorprendió.
—¿Por qué lo dices?
Bill se encogió de hombros.
—¿No es evidente?
—No para mí.
La actitud de Bill era completamente seria. Había en ella interés, simpatía incluso. Dudó un instante, como quien titubea en dar una mala noticia. Era evidente que se sentía preocupada por Adela.
—Bueno…, considera tu situación —dijo—. Smedley tenía una oferta en firme de cincuenta mil dólares por ese diario. Quería guardarlo personalmente, pero tú insististe con cierta oficiosidad en quitárselo y meterlo dentro de tu caja fuerte. En otras palabras: asumiste voluntariamente plena responsabilidad sobre él.
—¡Bobadas!
—No te lo parecerán cuando Smedley te demande por cincuenta mil dólares.
—¿Queeé?
—No olvides que tiene tres testigos que declararán que tú se lo quitaste en contra de su voluntad expresa. No habrá jurado en América que no le sirva tu cabeza en bandeja.
—¡Bobadas!
—Sigue diciendo «¡Bobadas!», si eso te consuela. Me limito a exponerte los hechos mondos y lirondos. Cincuenta mil dólares es la indemnización que cualquier jurado inteligente concederá a Smedley, sin necesidad de retirarse a deliberar. Por fortuna, tú eres millonaria y esa cantidad es una cifra ridícula para ti. A menos que seas una de esas mujeres a las que no les gusta derrochar cincuenta mil dólares. Que también las hay.
Adela fue tambaleándose hacia el sofá y se dejó caer en él.
—Pero…, pero yo…
—Ya te dije que tomaras un cóctel.
—¡Pero esto es absurdo!
—Absurdo, no. Desastroso. No se me ocurre forma de que ni el abogado más inteligente pueda montar tu defensa. Smedley ganará sin necesidad de mover un dedo.
Adela había sacado su pañuelo y lo estaba retorciendo nerviosamente. Buena parte de su violenta emoción, si no toda, había desaparecido como por un sumidero. Cuando volvió a hablar, en su voz bailaba una nota tremolante.
—Oye, Wilhelmina…
—¿Sí, Adela?
—Oye, Wilhelmina…, ¿no podrías razonar con Smedley?
Bill apuró su cóctel y suspiró con satisfacción.
—Ahora sí que enfocamos bien el asunto —aprobó—. Por este camino llegaremos a alguna parte. Ya he razonado con Smedley.
—¿Que le has hablado?
—Sí. Vino aquí hace un momento, hecho una furia, arrojando fuego por la boca. Jamás he visto a un hombre tan acalorado. E intratable que estaba. Insistió en que lo quería todo, ni un céntimo menos. Deberías haberlo visto dando zancadas por la habitación como un tigre. Al principio dudé de que pudiera conseguir ningún arreglo con él. Pero, a pesar de todo, insistí. Le hice ver el engorro que son esos pleitos, y lo urgí a llegar a un acuerdo. Bueno… Te alegrará saber que, al final, conseguí que rebajara la cifra a treinta mil.
—¡Treinta mil!
—Sabía que te encantaría —dijo Bill. Luego miró a su hermana con cara de incredulidad—. ¡No me digas que no estás encantada!
A Adela casi se le ahoga la voz.
—Es un atraco —balbuceó.
Pero Bill no estaba de acuerdo.
—Yo diría que es una transacción de negocios perfectamente normal. Por tu culpa, Smedley ha perdido cincuenta mil dólares. Es muy decente por su parte aceptar sólo treinta mil. Muy generoso, mejor dicho aún. Pero tú haz lo que te parezca. Déjale que te demande, si eso es lo que quieres. Si prefieres pagar cincuenta mil en vez de treinta mil, es asunto tuyo. Una actitud algo excéntrica, en mi opinión…
—Pero, Wilhelmina…
Bill enfocó el tema desde otra perspectiva.
—Claro que, por otra parte, me temo que esto traerá consigo un montón de publicidad desagradable. En el juicio no vas a quedar bien, ya sabes… La impresión que sacará el público a través de las pruebas es que no eres la clase de mujer a la que se le puede confiar nada que no esté sujeto con clavos. Cuando tus amigas te vean llegar, se apresurarán a guardar en un cofre sus pertenencias y a sentarse sobre su tapa hasta que te pierdas de vista. No es probable que Louella Parsons renuncie a comentar el asunto, y menos Hedda Hopper. Yo diría incluso que el Hollywood Reporter lo considerará noticia de portada. Pero ya te digo —concluyó Bill—: llévalo a tu manera.
El panorama tan vividamente descrito decidió a Adela. Se puso en pie.
—¡Oh, muy bien! —Tuvo que hacer una pausa para reprimir un deseo repentino de gritar y romper las restantes copas de cóctel—. Es un ultraje, pero… ¡Está bien!
Bill asintió para mostrar su aprobación. Es agradable ver que alguien de tu propia carne y sangre se muestra razonable.
—Vale —dijo—. Me alegra ver que estás entrando en razón. Ve a tu tocador y firma el cheque. Dámelo a mí. Smedley me ha nombrado su agente para llevar el asunto. —Acompañó a Adela hasta la puerta—. ¡Chica! ¡Qué alivio debes de sentir! Imagino que estarás deseando dar brincos de alegría.
Phipps entraba en aquel mismo instante.
—Están aquí los policías, señora.
—¡Oh! ¡Al diablo con los policías! —exclamó Adela, y se alejó dejándolo plantado.
Bill miró al mayordomo con expresión grave.
—Tiene usted que excusar a mistress Cork por mostrarse un poco brusca, Phipps. Acaba de tener un disgusto, una sensible pérdida.
—Lo lamento, señora.
—Y yo también. Pero, en fin… Dios nos envía estas pruebas con algún propósito. Tal vez para acrisolar nuestro espíritu.
—Es muy posible, señora.
—Me parece que le veo con el espíritu más acrisolado, Phipps.
—Muchas gracias, señora.
—No hay de qué. Haga pasar a los agentes.
—Muy bien, señora.
Joe y Kay entraron desde el jardín. Parecían muy deprimidos.
—¿Y bien? —preguntó Bill.
—No ha habido suerte —respondió Joe.
—No ha querido escuchar —dijo Kay.
Aquello no sorprendió a Bill.
—Smedley no es un buen oyente. Me recuerda una serpiente sorda que daba muchos quebraderos de cabeza a los encantadores. Pero anímate, Joe. Todo va bien.
Joe puso cara de sorpresa.
—¿Que todo va cómo?
—A pedir de boca.
—¿Quién lo dice?
—Lo digo yo.
—Los agentes, señora —anunció Phipps.
Entró el sargento Ward, seguido por el agente Morehouse. Bill saludó a ambos efusivamente. —Bien, bien, bien… —dijo—. ¡Encantada de volver a verlos!
—Buenos días, señora.
—Precisamente estaba pensando que sería estupendo recibir otra visita suya. Cuántas veces nos pasa que conocemos a alguien y nos decimos: «¿Habré encontrado un amigo? Creo que tengo un nuevo amigo. Sí, ¡qué bien!, seguro que he hecho un nuevo amigo». Pero entonces, ¡paf!, aquel rostro desaparece y jamás volvemos a verlo. —Se los quedó mirando con curiosidad—. Oigan… Los veo muy animados —dijo—. ¿Han tenido algún golpe de suerte?
El sargento estaba radiante. El agente estaba radiante también.
—Yo diría que sí —dijo este último—. Cuéntele, jefe.
—Pues verá, señora… —empezó el sargento, con su rostro de granito deshecho en sonrisas—. Lo hemos conseguido.
—¿Quiere usted decir que…?
—Sí, señora. Nos han llamado esta mañana de las oficinas de reparto de la Medulla-Oblongata-Glutz. Empezamos mañana.
—Bien, muy bien… Las alegrías llegan con el alba.
—Sí, señora. Naturalmente, se trata sólo de un trabajo como extras…
—De momento, claro —añadió el agente Morehouse.
—Claro —dijo el sargento Ward—. De momento. Esperamos ir subiendo en la profesión.
—¡Seguro que subirán! —dijo Bill—. Como cohetes. Primero de extras, luego algún diálogo, papeles secundarios después, papeles de protagonista y, finalmente, el estrellato.
—¡Ah! —exclamó el sargento—. ¡La repera!
—¡La repera! —asintió Morehouse.
—Dejarán ustedes pequeño a Gary Cooper.
—¡Pues claro! —dijo el sargento—. A ver…, ¿qué ha hecho Gary Cooper que…?
En aquel momento entró Adela. Traía un trozo de papel en la mano, pero nada en su actitud indicaba que lo estuviera haciendo a gusto. Se acercó a Bill y se lo dio, a regañadientes, como una mujer que se desprende de lo que más quiere en el mundo.
—Aquí tienes —dijo.
—Gracias, Adela.
—Y déjame decirte que ojalá te hubiera estrangulado en la cuna.
El sargento se dirigió a ella.
—¿Nos mandó llamar, señora?
—Sí —intervino Bill—, pero fue un error. Mi hermana creyó que anoche habían desvalijado su caja de caudales. En realidad no hubo ningún robo.
—¿No? Bueno…, ¡qué le vamos a hacer! —exclamó el sargento.
—¡Qué le vamos a hacer! —exclamó su compañero.
—Buenos días, agentes —dijo Adela.
—Buenos días, señora —dijo el sargento.
—¡Oiga! Dispense usted, señora… ¿Me permite que le pida un autógrafo? —dijo el agente Morehouse.
Adela se detuvo en la puerta. Tragó saliva dos veces antes de responder.
—No se lo permito —dijo—. Diga usted una palabra más sobre autógrafos, o sobre cualquier otro tema, y tenga la seguridad de que le arrancaré esa cabezota suya y se la haré tragar. BUENOS DÍAS.